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El asesino de la bufanda roja
El asesino de la bufanda roja
El asesino de la bufanda roja
Libro electrónico151 páginas2 horas

El asesino de la bufanda roja

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Es imperioso olvidar el pasado cuando se lucha, constantemente, para sobrevivir ante el tiempo que, inclementemente, nos recuerda ese fatídico momento cuando el dolor rasgó lo más débil de nuestro frágil espíritu. Sus esfuerzos por salir corriendo y alejarse, para siempre, de ese pasado que marcó su existencia, no fueron suficientes como para evadir el sufrimiento por el cual pasaba, cada vez que volvía al mismo punto donde sus ojos, de la manera más injusta aprendieron a llorar de dolor, de tristeza, de desconsuelo.

Cuando pensó que todo había acabado, que un nuevo comienzo le daría la oportunidad que siempre buscó; el engaño, la crueldad y la injusticia se hicieron presente. Aquello, de hecho, se convirtió en el detonante que, con el simple roce de una chispa cargada de odio, de melancolía y, por qué no, de desprecio; le hizo sucumbir ante su deseo de venganza.

Ver la angustia que sus verdugos mostraban, cada vez que se enfrentaban a esa realidad que dejaba ver que no eran tan valientes como quisieron mostrarse ante seres débiles incapaces de defenderse, le llenaba de fuerzas para seguir adelante, hasta agotar cada gota de odio que había en lo más hondo de su alma.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 feb 2021
ISBN9781643345437
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    El asesino de la bufanda roja - Juan Francisco Cano

    I

    Sentada en un precioso y mullido sillón, Laura permanecía en silencio en el lobby del hotel donde el próximo día planeaba casarse. Perdida en lo infinito de sus recuerdos, veía su pensamiento mezclarse con el humo de un cigarrillo que se deslizaba por sus labios color carmesí. Sus grandes y azules ojos parecían perdidos en algún lugar que al parecer quedaba muy lejos, a muchos años de distancia. Ensimismada, disfrutaba las charlas amenas de uno que otro turista que compartían, junto a su familia, de las generosidades de un lugar que brindaba más que un simple servicio de hotel; se caracterizaba por la acogida casi familiar que ofrecía a los cientos de huéspedes que cada año acudían allí para disfrutar de un lugar que aún se conservaba virgen. Las travesuras de algunos niños que, con su proceder, cruzaban los límites de toda ingenuidad, su manera singular de acariciar la bondad con cada una de sus tiernas sonrisas, la hacían recodar lo mejor de su infancia. Una preciosa niña se le acercó y, después de mirarla por espacio de dos minutos, la abordó preguntándole su nombre:

    —Laura es mi nombre —le respondió, mientras ahogaba su cigarrillo en un cenicero sobre una mesita que había frente a ella.

    La ayudó a sentarse sobre sus piernas y, después de compartir por varios minutos, la niña se fue corriendo al encuentro de su madre que la observaba con atención. Hacía tanto tiempo que Laura no se sentía tan alegre y, de algún modo, tan tranquila. Tenía todo lo que cualquier mujer, a sus 28 años, deseaba. Era hermosa, con un buen empleo y, sobre todo, con un apuesto galán que en apenas 24 horas se convertiría en su esposo. Aunque no tenía una madre a quien recurrir cuando la pena circundaba su vida, ni una hermana con quien compartir aquellos gratos momentos su suegra, la señora Genoveva, le daba todo el apoyo emocional que ella necesitaba. Llevaba dos años con aquella relación, tiempo suficiente para conocer, en cierta medida, todo lo relacionado con su novio. Carlos Manuel, era un joven emprendedor que había puesto todo su empeño en conservar aquella relación intacta hasta el día de su boda. Soñaba, al igual que sus padres, tener una relación de parejas basada en los principios que ellos sabiamente le habían inculcado, en los que prevalecieran siempre los valores fundamentales y el mutuo respeto. Quería tener una casa, dos hijos preciosos, dedicarse por completo a su pequeño negocio de ventas de antigüedades y, junto a su maravillosa esposa, lograr el sueño de su vida, viajar y conocer otros países.

    Envuelta en el deleite de un mágico momento, Laura recordaba aquella tarde de verano cuando a sus 11 años, su padre llegó a la casa muy feliz escondiendo en su espalda algo que le había comprado en una de las tiendas del pueblo. La incertidumbre por querer saber de qué se trataba la llenaba de intensa emoción, quería saber qué traía su querido padre, pero no había forma ya que por mucho que tratara de persuadirlo, él se las arreglaba para evadir su curiosidad. ¿Sería una muñeca? Pero no, no puede ser una muñeca pues tenía unas muy lindas, las que su abuela le había regalado en cada uno de sus cumpleaños. ¿Será un vestido o una blusa, o quizás unos zapatos rojos que hace tiempo le había pedido?, no, no podían ser unos zapatos, porque para la feria faltaban unos tres meses y de seguro se lo compraría cuando estuviese más próxima. Después de jugar a las adivinanzas y ver el rostro de desasosiego que ponía su princesita por ignorar de que se trataba, finalmente le mostró dos hermosas muñecas de trapo a las que, después de acariciarlas y besarlas, les llamó Tiffany y Fifí. De inmediato, se fue corriendo al patio trasero de la casa, donde su papá le había construido una pequeña casita donde pasaba horas enteras jugando, a lo que ella le llamaba la mamá feliz. Inmersa en un profundo silencio repasó su memoria, se adentró en lo más profundo de su niñez donde, al parecer, algo muy perturbador y triste la tomó por sorpresa, haciendo que su rostro cambiara bruscamente y dejando de manifiesto un dolor interno que le rasgaba lo más humano de su alma. Sin aviso previo un río de lágrimas corrió por los surcos abiertos de unas heridas que, hacía tiempo, llevaba en su corazón. Rápidamente se puso de pie y, como si tratara de zafarse de algo que le sujetara y amenazara engullirla, caminó hasta donde se encontraba su suegra quien, junto a ella, revisaban los preparativos de la boda. Al ver su rostro triste y afligido, Genoveva se apresuró a decirle que no se preocupara porque ella pondría todo su esfuerzo para que todo le saliera bien y tuviera la mejor boda de su vida.

    II

    Llegada la noche, junto a su novio, eran los primeros en llegar a un restaurante que una semana antes habían reservado para compartir con sus padres y amigos más allegados. Se sentaron en una mesa ubicada en un rincón del salón desde donde podían dominar la vista de todos cuanto entraban y salían y, a la vez, apreciar la hermosa decoración de aquel inmenso salón. En el centro, una hermosa estatuilla de cisne esculpida en hielo y rodeada de varias figurillas que hacían alusión a pequeñas aves en pleno vuelo hechas con frutas y otros vegetales. Hermosas luces, aromas exóticos y en cada mesa, un lindo arreglo floral muy bien elaborado con rosas rojas y blancas que hacían de aquel lugar, un hermoso espacio de relajación espiritual. El bufet era abundante, variado y exquisito como los gustos de sus comensales. Ricos platos tanto de fácil como difícil elaboración y preparados todos con especial cuidado, adornaban la hilera de chafing diseminados a todo lo largo del baño maría. Una selectiva variedad de carnes, pescados y mariscos dispuestos todos con diversas salsas para el gusto y deleite de todos. Cuando se acercó el camarero, Carlos Manuel dejó que fuese ella quien ordenara lo que deseara tomar, Laura pidió que le sirvieran una botella de un buen vino. Minutos más tarde hacían un brindis por todas las cosas maravillosas que les esperaba en aquel largo y difícil camino que, juntos, emperezarían a recorrer y que, sin importar las vicisitudes, ni las circunstancias adversas que pudiesen encontrar, juntos la sabrían afrontar con coraje y determinación. Él la miró, el brillo en sus ojos la delataba y más que decir algo; quería que el mundo se detuviera justo ahí, en ese mismo instante de su vida donde pudo ver a través de aquellos ojos enamorados, un alma desnuda que lo único que conocía era el camino para hacerlo feliz. Con palabras que quería llenar cada rincón del alma pura de su prometida, quiso expresarle lo que su corazón sentía:

    —Te amo tanto, me siento tan feliz de que me hayas elegido para ser tu esposo, para ser el hombre que comparta tu vida, para ser el hombre que llene de felicidad tu existencia y más que una mujer, siento que he heredado el cielo.

    Ambos se amaban abiertamente y al escucharlos decir aquello, ver sus ojos perdidos en la infinidad de sus palabras, hizo que no solo sus padres y sus amigos se adentraran en el deleite de su profundo amor, sino también todos los que, a su lado, vieron la definición misma del verdadero amor. Después de cenar y haber compartido por espacio de tres horas, Carlos Manuel la llevó a su casa. Viéndose solos y con la certeza que no habría momento más oportuno antes de la boda, ella le dijo que tenía que contarle algo que no podía esperar, que no quería que pasara un minuto más sin que él lo supiera. Y justo cuando empezaba, su celular sonó, eran sus amigos para avisarle que solo faltaba él para irse al night club donde le tenían preparada una despedida de soltero:

    —Amor no te preocupes por nada —le susurró al oído—, creo que ya todo está dicho y te juro que no existe nada que pueda romper lo que Dios, con su infinita gracia ha decidido unir.

    Aunque no le hacía muy feliz la idea de ver a su prometido irse con sus amigos, no quería que sintiera que actuaba como una egoísta. Además, sabía muy bien que aquello era parte de un ritual en el que se demostraban a los demás su hombría.

    En medio de la algarabía y un fuerte olor a cigarrillos que inundaba el entorno, incluyendo aquellos que a aparte de dar risas relajaban la tensión; Carlos Manuel y sus amigos se sintieron felices al ver lo prometedor que se veía aquel lugar, donde se podía encontrar todo cuanto buscara quien deseara divertirse abiertamente. En cada rincón de aquel antro de placeres desmedidos, se podía percibir un exquisito olor a lujuria, a perversidad donde los límites los ponía el tamaño de tus bolsillos. Era un hermoso bar atendido por dos flamantes y sensuales mujeres, vestidas con una blusa casi transparente y unos shorts que dejaba ver parte de su vergüenza, cuyas edades oscilaba entre los 20 y 25 años. Detrás de la caja registradora un hombre con aspecto arrogante vigilaba cada paso que daban, asegurándose que dieran la mejor de sus sonrisas a sus invitados. Con una amplia sonrisa y un exótico trago, cortesía de la casa, las chicas daban la bienvenida y empezaban a preparar a sus clientes para todas las cosas maravillosas que les esperaban. Aunque tuviese ubicado en un lugar donde se reunían todo tipo de gente, incluyendo aquellas que ni sus propias madres se atrevían a recomendar, el lugar era muy seguro. La puerta estaba protegida por dos corpulentos sujetos de esos que, con su vestimenta negra, su aspecto ordinario y pistolas paralizadoras por si la fuerza bruta les fallaba, hacía de aquel lugar un bunker. Revisaban minuciosamente todo el que allí llegaba, exceptuando los clientes que eran muy bien conocidos y, sobre todo, de dócil y apacible carácter.

    Ramón, uno de los amigos de Carlos Manuel, se le acercó a invitarlo a sentarse y ya en la mesa, le entregaron una diminuta cajita que, a petición de todos, la abrió. En el interior una tarjetita con un número era todo lo que encontró y pensando que era una broma la dobló y la arrojó al piso. Raúl, otro de sus amigos, se apresuró a recogerla y la guardó. Media hora más tarde, una preciosa rubia subió a una pequeña tarima a anunciar que el show empezaba. Inmediatamente se empezó a escuchar una música y casi simultáneamente todos voltearon, ya que no querían perderse, ni por un instante, lo que les ofrecía la noche. De manera muy ordenada empezaron a desfilar una decena de hermosas y sensuales jovencitas que la mayor no debía pasar de los 20, mostrando cada una un espectáculo en la que cada quien mostraba su particular gracia. Las horas transcurrían mientras la lívido crecía haciendo que, de alguna manera y por razones muy bien conocidas, cada uno de los allí presente se imaginaba disfrutando con una de aquellas chicas, que su mejor papel era el de incentivar a los clientes a gastarse hasta el alma. Tragos fuertes, cervezas que desbordaban los vasos hasta caer al piso y hombres entregados a la perversidad, capaces de hacer cualquier cosa para ganarse el favor con una de aquellas jovencitas.

    Eran las doce de la media noche, cuando

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