Unidos por el amor
Por Nikki Benjamin
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Sean Fagan seguía queriendo a Charlotte lo suficiente como para ayudarla una última vez, pero después todo habría terminado… al menos eso creía hasta que realizaron aquel viaje al extranjero para visitar la agencia de adopción y volvió a descubrir lo maravillosa que era su esposa…
Nikki Benjamin
Nikki was born and raised in St. Louis, Missouri, but after living in the Houston area for almost 30 years, she considers herself a Texan. Nikki attended Notre Dame High School and graduated from the University of Missouri, Columbia with a degree in secondary education. She worked in the circulation department of the Houston Public Library and as the executive assistant to the president of an international marine engineering company prior to embarking on her writing career. Always an avid reader, Nikki was encouraged to write by a good friend, a fellow reader and writer. They discussed story ideas and critiqued each other's manuscripts, and eventually sold their first books a few months apart. During the early years of her writing career, Nikki especially enjoyed being able to work at home while raising her son, now attending college in Montana. Nikki has also had the opportunity to travel extensively throughout the United States, Canada, Mexico, and Western Europe. She has sailed along the Dalmatian coast on a 42-foot charter boat, and in recent years, she lived for several weeks at a time in such exotic places as Kuala Lumpur, Malaysia, and Jakarta, Indonesia. Currently, Nikki enjoys sailing on Galveston Bay, where she crews regularly on a friend's 42-foot sailboat. She attends the Houston symphony and Stages theatre, likes to pot garden on her patio, and often cooks lavish meals to share with friends. She is still an avid reader, and she continues to enjoy traveling, especially to western Montana, either on her own or with her equally adventurous friends.
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Unidos por el amor - Nikki Benjamin
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Barbara Wolff
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Unidos por el amor, n.º 1723- septiembre 2018
Título original: The Baby Bind
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-615-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
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Capítulo 1
DURANTE largo tiempo Charlotte Fagan permaneció sentada sola en el interior de su pequeño y elegante deportivo. Una fría lluvia de enero golpeaba con fuerza el techo de lona y caía por el parabrisas, empañándole la vista. Pero la tormenta que resonaba en el exterior no era nada comparada con la que bullía en su corazón.
No había estado segura de hacer lo correcto al marcharse de la pequeña ciudad de Mayfair, Louisiana, casi tres horas antes, cuando inició el largo trayecto hasta Nueva Orleans. Y en ese momento, con la vista clavada en la alta casona situada en el centro del Barrio Francés, seguía sin estarlo.
En el pasado, le habría pedido cualquier cosa a su marido sin la más ligera vacilación… eran tiempos en que había podido confiarle sus necesidades más profundas e íntimas. Y con amor y ternura, él le había dado todo lo que había estado a su alcance. Sin embargo, en ese momento sabía que convencer a Sean de que la ayudara iba a representar un desafío. Separados por una distancia física de trescientos kilómetros y la distancia emocional de vivir separados la mitad del año, estaba segura de que las probabilidades de ganárselo eran de cero.
Sin saberlo, Sean tenía la posibilidad de hacer que su sueño se hiciera realidad, tenía en las manos la oportunidad de que ella fuera feliz. Pero por primera vez desde aquel verano de diez años atrás, cuando le había prometido amarla y cuidarla para siempre, no estaba segura de que fuera a ofrecérsela.
Había visto el todoterreno rojo durante su primera pasada por la calle. También había detectado unas débiles rendijas de luz entre las persianas de madera que cubrían las largas y estrechas ventanas frontales que había a cada lado de la puerta también alta y estrecha de la entrada.
¿Estaría solo?
Nunca en el pasado Sean le había dado motivos para creer que no le sería fiel. Pero esa distancia entre ellos se había vuelto tan grande últimamente, que ya no podía estar completamente segura de él en ningún sentido.
Recogió al abultado sobre marrón que había dejado sobre al asiento del acompañante menos de cinco minutos después de recibirlo en su buzón de Mayfair y pasó un dedo por la dirección del remite.
Después de abrirlo y ver el contenido, se había quitado de la cabeza continuar por la entrada de grava a su antigua casa colonial que Sean y ella habían rehabilitado con tanto amor a comienzos de su matrimonio. Sólo había querido mostrarle los documentos a su marido y saber que sentía el mismo entusiasmo y júbilo que había florecido en su alma al leer con rapidez los diversos papeles.
En más de una ocasión durante el trayecto por la autopista había pensado en dar la vuelta y regresar a casa. La tormenta había hecho que la conducción fuera lenta y tediosa. Y aunque era poco probable que el Barrio Francés pudiera inundarse, la ponía nerviosa viajar por el resto de la ciudad después del huracán Katrina.
Su impulso inicial de compartir con su marido lo que había sido una buena noticia para ella también se había desvanecido, llevándose el aleteo de esperanza de su corazón y la sensación de urgencia que había acompañado a dicha esperanza.
Otra vez pragmática, había reconocido que los documentos y la foto que contenía el sobre que en ese momento tenía en las manos no guardaban ningún elixir mágico que pudiera remediar todo lo que había ido mal en su matrimonio. Pero también albergaba la promesa de un sueño que al fin podía hacerse realidad y con él la oportunidad para otra clase de felicidad… al menos, la suya.
Y aunque el trayecto a través de toda Nueva Orleans en ese momento parecía tonto, no deseaba regresar a Mayfair sin antes hablar con Sean. No sólo tenía noticias importantes que compartir con él y que afectaban a ambos, sino el deber de hacerlo sin más demora.
Le expondría los hechos con sencillez, luego expresaría la necesidad que tenía de que la ayudara y, a cambio, esperaría al menos cierta consideración de su parte.
Pero después de medio año separados, quedaban pocas cosas que supiera con certeza acerca de lo que sentía su marido por algo o alguien, incluida ella.
El paraguas plegable que tenía bajo el asiento resultó prácticamente inútil en la batalla que libró contra el clima por la acera resbaladiza y los tres escalones que llevaban hasta la puerta de la casa de ladrillo. Después de unos pasos, sus pies, enfundados en zapatos de piel, estaban empapados.
De pie en el pequeño porche de piedra, con las manos embotadas por el frío y la humedad, estuvo a punto de perder el paraguas debido a otra fuerte y súbita ráfaga de viento.
Lamentó no haber sacado los guantes del bolso al proteger el sobre en su interior. Y recogerse los bucles del cabello castaño que le llegaba hasta el hombro tampoco habría sido una mala idea. Habría preferido no parecer una loca esa noche, pero ya había poco que pudiera hacer al respecto.
Al tocar con dedo tembloroso el timbre de latón, se recordó que su aspecto no importaba. Sean la había visto en peor estado en el pasado, claro que en esas ocasiones la había amado…
Sin previa advertencia, la puerta de la casa se abrió. No preparada para la presencia grande y súbita de su marido en el umbral, dio un paso sobresaltado atrás.
En el mismo instante, el tacón de su zapato derecho resbaló sobre la piedra mojada y otra ráfaga de viento le dio la vuelta al paraguas. Desequilibrada, lo soltó y, mientras el paraguas se perdía en la noche, ella volvió a tropezar y comenzó a caer.
Soltó un grito breve y asustado. Entonces, con la misma rapidez con que había empezado a caer, se encontró sujeta por los brazos de su marido. Con un movimiento fluido, éste la alzó y la acunó a salvo contra el pecho.
Mirándolo consternada, la fuerza plena de la lluvia abatiéndose sobre su pelo, su cara y su abrigo, al igual que la cara, el pelo y la camisa blanca de él, se vio abrumada por el impulso desconcertante de… soltar una risita. La situación en la que se había metido era tan repentina y ridícula, que a pesar de la expresión severa y desaprobadora de la cara de Sean, no pudo evitar reírse.
Esa irreverente e incontenible carcajada que primero le provocó lágrimas de hilaridad, en un giro súbito hizo que las lágrimas que afloraron a sus ojos fueran dolorosas lágrimas salidas de su alma.
Sean giró en redondo con ella aún en brazos y regresó al interior de la casa, cerrando la puerta con el pie. Protegida en esos brazos firmes pero gentiles, Charlotte apoyó la cabeza en su hombro y sollozó igual que una niña exhausta y con los nervios a flor de piel.
Como ajeno al hecho de que los dos estaban empapados, Sam cruzó el vestíbulo, los zapatos resonando en el parqué, y luego atravesó la alfombra oriental, exquisita y antigua, del salón hasta sentarse sobre otro exquisito y antiguo sofá de piel marrón.
A medida que sus sollozos comenzaban a mitigarse, le habló en un tono mezcla de exasperación, furia y reproche, de un modo que le era muy familiar.
—Realmente te agradecería que me contaras, exactamente, qué está sucediendo, Charlotte. ¿Te encuentras bien?
Su voz profunda y con un delicioso aire sureño la envolvió.
Ya no recordaba cuándo había sido la última vez que había estado bien. Vivir durante seis meses días largos y solitarios y noches aún más largas y solitarias, la había dejado marcada.
Pero sabía que Sean no se refería a eso y que si respondía en ese sentido, no obtendría ninguna muestra de simpatía.
No cuando ella había estado contenta de verlo marcharse aquella soleada tarde de domingo, justo días antes de haber celebrado su décimo aniversario. Cuando tampoco él había hecho esfuerzo alguno por ocultar los sentimientos que lo embargaban.
—Estoy bien, de verdad… bien… —incapaz de mirarlo, absorbió su fragancia.
—No sonabas bien hace unos minutos —señaló él.
—Estoy perfectamente. Sólo necesito… hablarte de algo —dijo, moviéndose al final en su abrazo para poder encontrarse con su mirada de curiosidad.
Su aspecto no había cambiado mucho en el tiempo en que habían vivido separados. Su cara, definida por unos pómulos altos, una mandíbula cuadrada y una nariz aguileña, seguía siendo tan atractiva como siempre. Pero su pelo corto, denso y negro como el plumaje de un cuervo, exhibía unas vetas de plata que no recordaba.
También sus pálidos ojos grises irradiaban cierto cansancio y más que cautela, además de frialdad.
—Debe de tratarse de algo serio, de lo contrario no habrías recorrido trescientos kilómetros bajo la tormenta y por la noche —comentó—. Creo recordar que no te gusta ir por la carretera con mal tiempo y que tu carga de trabajo en el instituto rara vez te da una noche libre.
Sean tenía razón. Siempre que era posible, evitaba conducir con tormenta. Y también era muy escrupulosa con su trabajo en el Instituto de Mayfair. Teniendo sólo tres asesores, estaba muy ocupada durante el semestre de primavera, cuando los estudiantes de último curso enviaban las solicitudes a las universidades y se ponían a buscar trabajo para el verano.
—Sí, es serio, al menos para mí —repuso—. Muy serio…
—Doy por hecho que no se trata de una cuestión sencilla… algo que habríamos podido tratar por teléfono —titubeó, mirándola con un primer indicio de alarma—. ¿Estás enferma, Charlotte? Todos esos tratamientos de fertilidad… ¿te han causado algún problema de salud?
Le acarició la mejilla con las yemas de los dedos, recordándole la calidez y la ternura que en el pasado le había mostrado tan abundantemente.
La esperanza de que no todo estaba perdido entre ellos después de tantos meses separados se reavivó en el corazón de Charlotte. Era evidente que Sean no había dejado de interesarse completamente por ella, a pesar de que le había dado buenos motivos para ello durante las últimas semanas antes de marcharse.
Aunque él había sido el primero en poner un alto definitivo a lo que con mucha falta de tacto había bautizado su «persecución del bebé». Y él había sido el que había afirmado con convicción que quizá estaba bien que no pudieran tener el bebé que habían ansiado durante tanto tiempo. No podría haberle dicho algo más hiriente ni aunque lo hubiera querido.
Charlotte siempre había creído que estaba destinada a ser madre. Su madre y su abuela, fallecidas ambas, se lo habían dicho muchas veces. Pero no había podido estar a la altura del legado de esas dos mujeres fuertes que habían dedicado la vida a criarla después de la muerte de su padre. Había logrado todo lo que se había propuesto en la vida; menos concebir un hijo. En ese momento quizá tuviera la última oportunidad para alcanzar la maternidad, aunque debía jugar bien sus cartas.
—No tengo ningún problema de salud —le respondió con una leve sonrisa que quiso tranquilizarlo. Luego, en un intento por aligerar la atmósfera, añadió—: Aunque es posible que termine con un gran constipado antes de que acabe la semana si no me quito pronto esta ropa mojada —se apartó un mechón de pelo húmedo de la frente—. ¿No tendrás algún chándal y calcetines que puedas prestarme?
Con un metro setenta de estatura, apenas era ocho centímetros más baja que Sean, y con su silueta esbelta y juvenil, también podía ponerse la misma ropa que él, algo que ya había hecho en el pasado.
—Claro —aunque no le devolvió la sonrisa, las líneas sombrías de las comisuras de sus labios se suavizaron un poco—. También me gustaría sugerir que cada uno se dé una ducha y que nos reunamos en la cocina para comer unos sándwiches y tomar café. No sé tú, pero yo llevo sin comer desde el mediodía.
—Es una idea excelente —convino—. Yo tampoco he comido.
Apartando la vista, se levantó del regazo de Sean como mejor pudo, teniendo en cuenta que sus movimientos se veían entorpecidos por la ropa mojada. También intentó soslayar el recuerdo de aquellas noches en que se habían duchado juntos.
Él la imitó, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón del traje y con expresión