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Dolores y compañía
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Libro electrónico238 páginas3 horas

Dolores y compañía

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En suma, lo más sublime como lo más detestable de la condición humana.

Luis, un diplomático madrileño, se propone hacer las paces con su mujer que decidió romper con él y para eso, fue en su búsqueda en la provincia de Cádiz en cuya capital nació ella y pasó gran parte de su vida en la ciudad de El Puerto de Santa María.

Consiguió su propósito con la ayuda de Juan, un viejo pescador originario también de la tacita de plata. Pero Dolores tiene otros planes donde no caben ni el hombre con quién se casó y formó una familia, ni un antiguo enamorado que frecuentó antes de su compromiso con Luis. La vida de ese trío de personajes abarca más de un cuarto de siglo de la historia reciente de España. Su manera de pensar y de actuar ha ido evolucionando al mismo ritmo que el país, pues de ser estudiantes y veinteañeros durante los últimos coletazos del franquismo, pasaron a ser adultos en plena democracia. En torno a los tres, gravitanunas figuras tan singulares como ellos, cuya existencia pone en evidencia lo mejor como lo peor de esos personajes. En la trama, entra en juego un abanico de sentimientos; la pasión, el amor, el deseo, la amistad, la codicia, el egoísmo como la fidelidad, la traición, los prejuicios y la generosidad. En suma, lo más sublime como lo más detestable de la condición humana.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 abr 2015
ISBN9788416339488
Dolores y compañía
Autor

Micheline Dusseck

Nacida en Puerto-Príncipe, Haití, de profesión médico especialista en análisis clínicos, Micheline Dusseck ha elegido el español como vehículo de su obra literaria. Ha publicado antes varios cuentos: "Altagracia en mis recuerdos", "Tu indiferencia, mi condena" y tres novelas: "Ecos del Caribe", "El encantador de moscas" y "La sombra del Gobernador". Se interesa sobre todo por la condición femenina; de allí la importancia de las mujeres en sus narraciones.

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    Dolores y compañía - Micheline Dusseck

    © 2015, Micheline Dusseck

    © 2015, megustaescribir

          Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda           978-8-4163-3947-1

                 Libro Electrónico   978-8-4163-3948-8

    Contents

    Primera Parte

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    9

    10

    11

    12

    13

    14

    Segunda Parte

    1

    2

    3

    4

    5

    Tercera Parte

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    Primera Parte

    1

    L uis fue caminando a grandes pasos hasta donde la arena de la playa, por estar mojada, permitía andar con facilidad. El paseo marítimo estaba inmerso en un silencio casi total. Apenas si llegaba a sus oídos el rumor de la circulación rodada, atenuado por el sopor vespertino y la lejanía. Las olas del mar, pequeñas y sosegadas a esas horas, discurrían con un suave murmullo, casi una risa, hasta darse de bruces con la orilla.

    Pronto reinaría el crepúsculo. El paisaje se iba sumiendo en una penumbra que rompían en la línea del horizonte los vivos colores de una puesta de sol en la cúspide de su esplendor. Las actividades del día de playa habían llegado a su fin. Los usuarios habituales, sobre todo los veraneantes tardíos se habían ido marchando. Sólo se veía a lo lejos, dos hombres con apariencia y actitud de funcionarios de la limpieza, pues se agachaban para recoger los innombrables desechos desperdigados en la arena.

    Tanta inmensidad vacía de presencia humana le hacía sentirse más solo aún y esa impresión de soledad le desconcertaba por ese carácter despegado que se le atribuía. A la conmoción que experimentó los primeros días de su separación, había sucedido una pertinaz melancolía y seguía sintiendo con igual intensidad la sensación de abandono que le habitaba desde que se fue Dolores.

    Se sentía tan lejos de toda muestra de civilización que por primera vez en su vida, se dejó llevar; se quitó los mocasines que llevaba sin calcetines, se quitó también el suéter que colocó alrededor de sus hombros para seguir con más comodidad su paseo al compás de su perra que trotaba, feliz por estar en plena naturaleza. Percibió con gratitud la tibia humedad de la arena bajo sus pies. La brisa que empezaba a refrescar en ese final de Septiembre recorrió su piel con una fría caricia, pero pronto se acostumbró y siguió con su paseo.

    Esa sensación, nueva para él, de sentir sus pies hundirse y dejar impresas sus huellas en el piso, le recordó la manía de su mujer de andar descalza. Lo hacía con una soltura propia de las indígenas de esos países africanos donde vivieron sus primeros años de matrimonio. Iba descalza en la casa, en el jardín y si fuera por ella, hasta en la calle lo haría, como una nativa más. Si pudiera ver cómo dejaba de lado su acostumbrada reserva, ¿Qué diría?; reflexionaba Luis, pues comprobó con qué facilidad adoptaba esos hábitos que censuraba en su mujer. Se había vuelto más tolerante con esas manías y pequeños caprichos que no soportaba en ella. ¿Será cosa de la añoranza, o del apego que descubrió que sentía por ella desde que le abandonó? Era más fuerte que él; todo lo que era ella se volvía admisible, a veces hasta adorable, incluso sagrado.

    Rememoró su risa fresca. Pero en esos momentos, a causa de su fuga, sonaba en su cabeza como una carcajada que se burlaba de él, de su tan sorprendente cambio de actitud, como si viera en esa imitación de sus gestos una burda estratagema para hacerse perdonar. Tal vez, tenía razón. Al fin y al cabo y qué pena reconocerlo tan tarde, tenía gracia Dolores cuando andaba de puntillas, acariciando con la punta de los dedos la arena blanca y esponjosa. ¡Y qué alegría desprendía toda su persona cuando, por cualquier motivo, se echaba a bailar como una niña feliz! Un comportamiento que contrastaba con el carácter de un marido tan estricto.

    Con el tiempo, Dolores fue olvidando esas costumbres de sus primeros años de matrimonio. No precisamente porque se alejaba su juventud, sino porque fue adoptando, como él pretendía e imponía, los modales y conductas que exigía su estatus en la sociedad.

    Luis pisaba por primera vez esa playa, llamada del balneario Victoria, según las informaciones que le dieron en el hotel. Las pocas veces que vinieron juntos a Cádiz, Dolores solía elegir para sus baños de mar sus playas preferidas; la de Santa María del mar y la de la Caleta.

    Su primera visita a Cádiz juntos fue poco después de celebrar su boda y por contentar a esa novia que no consideraba su felicidad completa, si a su dicha faltaba como telón de fondo el paisaje de su patria chica. Pasearon pues por la tacita de plata durante buena parte de su luna de miel.

    Muchos años habían pasado desde entonces, pero era como si tuviera de nuevo ante sí la imagen de aquella época, pero la percibía con unos ojos más indulgentes. La felicidad, aunque entonces Luis lo ignoraba, tenía su mayor expresión en la silueta de Dolores correteando en la orilla del mar, tratando de atrapar su pamela que se había llevado el famoso viento de levante. Su hermosa mata de pelo negro desparramado por su cara morena, intentaba sujetar con bastante dificultad un vuelo embravecido de su falda. Se reía con ganas; estaba más alegre que un cascabel. Nada empeñaba su dicha.

    Luis en cambio, estaba serio y ausente. Ensombrecía su luna de miel la sarcástica frase de su amigo, pero sobre todo eterno rival; Máximo. En el banquete de la boda le soltó a bocajarro:

    -¡Ya me la has quitado definitivamente! ¡Enhorabuena! Como hombre de palabra que presumes ser, vas a tener ahora la obligación de hacerla feliz como lo hubiera hecho yo. ¡Si no, te prometo que te arrepentirás!

    Los dos seguían con la mirada a Dolores que departía con sus invitados, totalmente ajena al conciliábulo entre esos dos amigos que se la habían disputado a sus espaldas. Máximo, aunque más pálido que de costumbre, mantenía el tipo en público. Luis prudente pero un tanto confuso, se esforzaba en no dejar trascender esa pugna a los demás invitados. Pero, nadie les prestaba atención porque la larga guerra fría había quedado entre ellos dos y el corrillo de amigos más cercanos. Nadie, ni siquiera Dolores, había sospechado que sus conversaciones no siempre eran tan amenas como parecían y que, a solas los dos, se lanzaban en las más mordaces diatribas.

    La larga silueta vestida de blanco de la novia destacaba entre sus invitados que se deshacían en palabras de elogio. En un breve instante, miró hacia donde estaba su recién estrenado marido y sonrió a los dos amigos que parecían estar compartiendo con cierto énfasis sus asuntos profesionales. Luis rehuyó de esa mirada que le pedía una confirmación de la promesa recién hecha en el altar, o un guiño de complicidad que él no era capaz de esbozar siquiera; tal era su confusión interior. Máximo, por su lado, se puso más nervioso aún, cuando esos ojos negros tan expresivos le hicieron partícipe de su dicha.

    -¡Vamos, amigos!- exclamó Máximo, elevando la voz para llamar la atención de la concurrencia- ¡Otro brindis por la felicidad de los novios!

    -¡Máximo, hombre, cálmate!- murmuró Luis a su compañero de estudios, advirtiendo que estaba algo ebrio y que podría perder la compostura.

    -¡No te preocupes, Luis!-le contestó este, con firmeza - Me marcho. No debí asistir a esta celebración. No pretendo amargarte la fiesta, ni a ti y menos a ella.

    -Podemos hablar otro día. Ven a verme cuando quieras- creyó conveniente añadir Luis, siempre cuidando las apariencias. Máximo no contestó y Luis se sintió aliviado cuando le vio dirigirse hacia la puerta de salida y marcharse sin mirar atrás. Acababa de darse cuenta que los sentimientos del Cordobés, como solían llamar cariñosamente a Máximo entre los estudiantes, no eran tan superficiales como él mismo hacía creer y casándose con Dolores, le había hecho efectivamente mucho daño.

    Hasta unos pocos días antes, su noviazgo había sido su victoria sobre ese duro rival. En el mismo portal de la iglesia donde esperaba la llegada de la novia, viendo el rostro lívido de Máximo que se esforzaba por parecer tan cordial como los otros invitados, no pudo evitar sentir la dulce sensación de haberle asestado el golpe de gracia. Sólo en el altar, cuando llegó el momento del definitivo ¡Sí, quiero!, cuando aquella pugna entre estudiantes dejó de ser un juego peligroso y pasó a ser para él una unión indisoluble, se dio cuenta que estaba en un error.

    Tenía razón Máximo; había ganado. Pero le iba a costar cumplir con esa mujer a la que no estaba seguro de amar lo suficiente para construir una vida en común. Un hombre como él, habitualmente tan sensato,-se reprochaba Luis- se había comportado como un loco, y precisamente a la hora del compromiso más importante de la vida de cualquier ser humano.

    Tras la marcha de Máximo, lo que quedaba del banquete parecía no tener fin para Luis. El entusiasmo tan grande con que la gente le deseaba felicidad, la emoción de los familiares, las lágrimas de su madre, la satisfacción de la tía de la desposada; todo le hacía sentirse incómodo. Se esforzaba en parecer más caluroso, pero era incapaz de compartir la alegría de sus familiares y amigos pues no estaba feliz como la gente se empeñaba en creer. Es más; estaba seguro que en esos momentos, sólo había alguien más desdichado que él, y este era Máximo.

    2

    -¡V enga, volvamos al hotel! ¡Me temo que darías el espectáculo si no descansas!- había manifestado Luis a su mujer, aquella primera tarde de paseo por Cádiz.

    Habían recalado en esa playa tan apreciada de la bahía después de caminar durante horas por la ciudad. Anduvieron por la calle Columela, rodearon la plaza de abasto casi vacía a esas horas, luego caminaron por la plaza de las flores, el barrio de la viña, la Alameda de Apodaca y el parque Genovés. Después de años de ausencia, Dolores quería volver a contemplar los rincones de su ciudad natal y su exaltación era la de un turista que estaría descubriéndolos por primera vez. Los quería enseñar a su esposo y no escatimaba elogios al hablar de esas calles y plazas que fueron escenario de su infancia.

    -¡Mira la torre Tavira!- decía exultante- ¿Qué te parece nuestra catedral? ¿Y qué te parece el edificio del Ayuntamiento! ¡Mira Luis! ¿Ves a lo lejos ese ficus gigante? Está detrás el hospital donde nací yo.

    -¡Interesante!- apuntaba él, sin convicción.

    -¡Ay! ¡Cuánto he echado de menos esos espectáculos en el teatro Falla! ¡Y esas películas en el cine Delicias!- exclamaba Dolores, aburriendo más a Luis que apenas escuchaba esas alabanzas. Como experto en historia universal, había leído mucho acerca de esa ciudad milenaria, cuna de la primera constitución democrática española. Lo sabía ella, pero no por eso su entusiasmo era menos desbordante al hablar de su Cádiz; quería compartir con él su propia visión de su tacita de plata.

    Dolores estaba exultante, indiferente a la cara de pocos amigos de su acompañante. A ratos, se adelantaba a él, para ser la primera en descubrir algunos de esos tesoros que le arrancaban exclamaciones de júbilo, o se colgaba de su brazo para contarle una nueva anécdota. Pero Luis estaba demasiado contrariado por sus erradas decisiones en esos últimos tiempos, para comprender la felicidad de su mujer que por fin, regresaba a casa. Esta, como si nada, se dejaba acariciar por la brisa de su mar, saludaba efusivamente de la mano a algunos conocidos con quienes se cruzaban, se dejaba alcanzar por alguna ola que soltaba a sus pies descalzos una espuma blanca cual un velo de novia, para enseguida huir dando saltos, dejando unos leves tatuajes en el mullido tapiz de la arena. Dolores vivía con intensidad su regreso al hogar, mientras un sinfín de ideas sombrías no dejaba a su cónyuge disfrutar de esos días de vacaciones.

    -¡No es maravilloso mi Cádiz!- repetía a Luis a cada momento.

    -¡Sin duda!- refunfuñaba este, aburrido.

    Dolores estaba demasiado feliz para captar la amargura que avinagraba las palabras de su marido. Acababa de casarse con un hombre bien parecido, culto y con un porvenir que tenía muchas posibilidades de ser brillante. En su horizonte, no había pues ni una nube.

    Consciente de que su mal humor echaba a perder su luna de miel, Luis hizo un esfuerzo para cambiar de actitud y cuando se acercó ella sonriendo, su pamela en una mano y la otra sujetando su falda de fina muselina blanca, ya estaba dispuesto a dejarse contagiar por la disposición natural de Dolores para la diversión. Dio un tierno beso a su mujer y un poco para dejar constancia su calidad de dueño de esa belleza andaluza que retenía todas las miradas, rodeó de un brazo firme su breve cintura.

    Aquella tarde fue una pareja de tórtolos que regresó, riendo a carcajadas, a la habitación del mejor hotel del Cádiz de intramuros donde se habían alojado. Para disipar cualquier malentendido que hubiera causado su apatía de antes, Luis se aplicó en amenizar el regreso contando chistes y haciendo payasadas. Era su recurso habitual cuando pretendía ser tan divertido como algunos de sus compañeros de universidad, pero solía parecer tan patético con esos intentos que se reían de él, no con él. Pero él ignoraba ese matiz.

    Esta vez, tuvo una feliz consecuencia; Luis cambió de humor; lo que mejoró la segunda noche que vivieron juntos.

    La primera vez, había yacido con su mujer para cumplir, como era de rigor, con el ritual iniciado con la ceremonia religiosa. Sabía que era lógico que Dolores esperara que diera ese paso, pero como está mandado en una recién casada, jugaba a la recatada. Su mirada, aunque esquiva, denunciaba cuán expectante estaba por vivir la vertiente sexual que validará definitivamente su nuevo estado civil.

    Luis sopesó las consecuencias que podría acarrear para él no consumar el matrimonio; murmuraciones, conclusiones falaces y sobre todo el recelo de Dolores. Se acordaba del rubor de sus mejillas cuando, en el andén de la estación, se despedía de unas cuantas amigas. Estas estuvieron susurrando comentarios jocosos o subidos de tono a los que seguían unas incontenibles risotadas. A todas luces y a juzgar por esas divertidas miradas que le dirigían de vez en cuando, hacían alusión a su próxima e inevitable primera noche a solas con su marido. De allí la cortedad de la recién desposada, cuando por fin estaban a solas.

    Otro tanto, hicieron sus amigos y de forma más descarada.

    -¡Ya ha llegado el gran día!- le decían, guiñando un ojo o haciendo muecas divertidas.

    -¡No nos defraudes, macho!- le suplicaban en broma.

    -¡Demuestra esta noche de qué eres capaz!- le repetían dándole palmadas en los hombros.

    -¡Estáis todos borrachos!- replicaba él para poner fin a esas alusiones a su virilidad pero era como si les animase a seguir.

    Por eso, Luis se dijo; o cumplía o hacía el ridículo ante todos. Era mejor y más fácil lo primero. Así evitaría que las amigas de Dolores le mirasen a su regreso como un bicho raro y que Máximo, que acabaría por saberlo, se tomaría la revancha burlándose de él. Eso ayudaría a su rival a superar el desaire sufrido y luego conociéndole, no dejaría pasar ninguna ocasión para reírse de él con sus consabidas indirectas; esta vez del estilo ¡No hacían falta tantas alforjas para ...tan fallido viaje!.

    Disponían los nuevos esposos de una cabina de primera clase en el tren que les llevaba de Madrid a Andalucía. A pesar de un cierto lujo, no era la comodidad de una cama en tierra firme. El traqueteo sobre los raíles era inevitable y aunque llegaban bastante amortiguados, otros ruidos del exterior como el vaivén en el pasillo de otros viajeros, el también inevitable bullicio en las estaciones, tanta actividad hacía difícil el estreno de la intimidad entre dos novios cohibidos. Luis esgrimió esos pequeños inconvenientes para justificar su poca entrega a la pasión.

    -También por consideración hacia ti. Es tu primera vez y debo contenerme….- explicó, pero se preguntaba con qué pretexto eludiría, en lo sucesivo, compartir el lecho con su mujer.

    Pero la segunda vez en el hotel, todo fue diferente. Luis no sabría decir si fue el resultado del largo paseo a orillas del mar, el embrujo del paisaje gaditano, la felicidad de su mujer que por fin estaba en su tierra natal, o simplemente las exigencias de su juventud, se encontraron los dos asaltados por unos apetitos más acordes al momento que estaban viviendo.

    Había seguido él con los mismos chistes que hicieron reír a Dolores cuando accedían a su habitación. Siguieron bromeando los dos mientras se desnudaban y cuando se acostaron en la inmensa cama, las risas se cambiaron por mutuas adulaciones que pasaron a ser palabras tiernas, luego arrumacos y al final llegaron los besos. Así, se encontraron comportándose como cualquier pareja de recién casados.

    Cuando al día siguiente, los tortolitos fueron a almorzar en casa de los padres de la novia, esos últimos no pudieron más que constatar cuan feliz y bien casada estaba su hija. Dolores estaba aún más ella si cabía; se movía sin parar por la casa. Se reía, cantaba, bailaba. En todos sus gestos, había la seguridad de una triunfadora.

    Luis le seguía con la mirada, con una expresión de incredulidad; él que había llegado casi virgen al matrimonio, acababa de descubrir que su mujer era la mejor compañera de alcoba, y posiblemente la hembra más fogosa. Estaba cohibido, como si pudiesen adivinar los anfitriones el rumbo de su pensamiento, pero no podía evitar que sus ojos desnudaran a Dolores que se contoneaba en el pasillo, en la cocina, cuando se acercaba a la mesa del comedor donde esperaba él, tal vez adrede para provocarle, canturreando la copla que emitía la

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