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La realidad no existe, siempre depende del cristal con que se mira. A nuestro alrededor, en nuestra historia familiar y en nuestro interior suceden acontecimientos importantes sin parar, pero con frecuencia no los vemos ni llegamos a apreciar su importancia ni su influencia en nuestras vidas porque nos pasamos el tiempo corriendo, sin saber muy bien hacia dónde vamos ni de dónde venimos. Vera necesitó parar, o, mejor dicho, que la parasen para reencontrarse con su misterioso pasado familiar y permitirse a sí misma abrirse a la incertidumbre de lo desconocido. Empezar a hacerse preguntas sobre el bien, el mal y la magia, escuchar posibles respuestas, cuestionar certezas, frenar la cabeza e insuflar el corazón. Solo así consigue descifrar enigmas familiares y entender de dónde viene, quién es y dónde quiere estar. Soñamos con cambiar el mundo cuando el gran triunfo continúa siendo entendernos, aceptarnos y transformarnos a nosotros mismos y a nosotras mismas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 jun 2021
ISBN9788418676796
Siempre estuve aquí
Autor

Nerea Urcola Martiarena

Nacida en San Sebastián, estudió Psicología en la Universidad de Deusto, donde logró su suficiencia investigadora en Humanidades y Empresa. MBA por el Instituto de Empresa y máster en PNL Integrativa, comenzó su recorrido profesional como ejecutiva de cuentas en el sector de la publicidad, fue directora de formación y desarrollo en una empresa de consultoría y desarrollo organizacional y, desde hace más de quince años, es socia consultora de Urcola Formación y Consultoría. Ha dedicado más de veintidós años de carrera profesional al desarrollo de las personas y a la transformación de las organizaciones a través de su cultura, sus equipos y su liderazgo. Es coach certificada y autora de nueve libros: Mariposas en el estómago (2008), El proyecto (2009), Hoy es siempre todavía (2011), Dirección y sensibilidad (2013), Manual práctico de comunicación empresarial (2015), Dirección participativa (2017), Gestión de conflictos: teoría y práctica (2019), Las claves de la dirección (2020) y Siempre estuve aquí (2021).

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    Siempre estuve aquí - Nerea Urcola Martiarena

    Siempre estuve aquí

    Nerea Urcola Martiarena

    Siempre estuve aquí

    Nerea Urcola Martiarena

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Nerea Urcola Martiarena, 2021

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418675072

    ISBN eBook: 9788418676796

    «Lo esencial es invisible a los ojos...»

    (El principito, de Antoine de Saint—Exupéry)

    EN AGRADECIMIENTO A TODAS LAS BRUJAS DE LA FAMILIA, LAS QUE FUERON, SON Y SERÁN Y EN ESPECIAL PARA IBAI, A QUIEN DESEO QUE UN DÍA DESCUBRA ‘LAS BRUJAS’ QUE TAMBIÉN LLEVA EN SU INTERIOR

    Siempre estuve aquí

    I. Iregua

    Conducía con la mirada clavada en la sinuosa carretera que se presentaba por delante de la luna de su coche, mientras una doble sensación aparentemente antagónica de tristeza y profunda paz recorrían su interior. La luz de un sol rojizo a punto de esconderse entre las colinas hasta la mañana siguiente se reflejaba en el espejo retrovisor interior, acompañando a aquella también despedida del verano para Vera.

    Atrás dejaba algunas de las semanas más felices y significativas de su vida, a la vez que más sanadoras y reparadoras. Llegó a aquellas tierras con la cabeza, el alma y el corazón heridos después de unos meses aterradores, pero volvía a casa fortalecida y esperanzada.

    Por el rabillo del ojo aún podía contemplar cómo sus queridos viñedos también se iban tiñendo de un color rojo anaranjado, debido a esa luz tan característica del ocaso del día. No se atrevía a desviar la mirada de la carretera, en parte para evitar cualquier tipo de colisión, pero sobre todo para impedir que la despedida resultara todavía más dura de lo que ya estaba siendo para ella. A duras penas conseguía reprimir el llanto. Aun así, dos lágrimas solitarias cayeron lentamente por cada una de sus mejillas y recorrieron su camino descendente hacia el vacío, sin saber que estaban siendo acompañadas por un corazón que palpitaba con fuerza a causa del dolor por la partida.

    Aquél solía ser uno de sus momentos predilectos del día, adoraba aquella luz, particularmente en esa época del año, pero tenía que reconocer que su belleza aquel día hacía todavía más dura la despedida.

    Había llegado allí semanas antes, huyendo de la gran ciudad y de la maldita enfermedad que había obligado al encierro a todo el país y a más de medio mundo, durante casi cuatro meses.

    Cuando llegó al pueblo también lo hizo con luz de tarde, pero cómo cambian las emociones cuando se llega a un lugar con expectativas y ganas de abrazarse a aquello nuevo que vendrá, al contrario de cuando uno se va sin saber cuándo volverá.

    Llegó sola, como avanzadilla del resto de la familia, y ahora se iba también sola, con la clara intención de cerrar en la intimidad un ciclo que le había sorprendido mucho más de lo que jamás hubiera imaginado.

    Aquellos mismos viñedos que entonces salían a la carretera para darle la bienvenida, parecían ahora sacar sus verdes hojas a modo de pañuelos agitados al viento para acompañar una triste despedida.

    Solía tener una sensación parecida en los aeropuertos. Cuando llegaba a Barajas para el embarque, a punto de comenzar un viaje emocionante, veía el lugar burbujeante, lleno de vida y energía alrededor de historias a punto de empezar y, sin embargo, cuando aterrizaba ya de vuelta, con las maletas llenas de ropa sucia, solo encontraba despedidas o finales y tenía la sensación, a medida que daba pasos con el carrito de las maletas, que dejaba la misma vida a su espalda.

    Cuando llegó al pueblo semanas atrás, había parado su viejo coche rojo en la primera cuneta que pudo, casi encima de una acequia y, a pesar de llevar unos zapatos también rojos de tacón recién comprados, se adentró, arrastrada por la excitación de una niña, en uno de aquellos viejos viñedos, sin importarle hundir el fino raso de los tacones en aquella tierra húmeda para volver a tocar con sus propias manos algunos de los rugosos troncos de áspera corteza de las vides y aquellas hojas, entonces todavía de vivo color verde.

    Mientras el último rayo de sol conseguía cruzar el espacio entre dos colinas e iluminar el campo por última vez durante aquel día, Vera miró al cielo y desde lo más hondo de su corazón dio gracias a Dios, a los ángeles, a las brujas o a quien quiera o lo que quiera que nos espere allí arriba, por haberle dado la oportunidad de volver a estar allí en conexión con aquella tierra, con sus orígenes y con ella misma. La espera se había hecho demasiado larga para ella, pero sin duda había merecido la pena.

    Llegó con ilusión, con inquietud y con grandes dosis de incertidumbre por lo que le depararían los próximos días. ¿Podría llegar a cumplir las semanas de estancia que tenía planificadas o tendría que adelantar su regreso a Madrid?, ¿cómo encontraría la casa?, ¿estaría todo en orden?, ¿cómo se hallaría su jardín, al que tanto tiempo y cariño había dedicado durante varios años? y ¿cómo encontraría a la gente que hacía meses que no veía?, ¿en qué estado emocional se encontrarían sus amigas? No lo sabía… La maldita pandemia había arrasado con todo, vidas, salud, economía, relaciones, abrazos y cualquier sensación parecida a la seguridad y a la calma. Cierto miedo habitaba en ella, pero nada podía ser peor que el infierno del que escapaba.

    Huía de meses que habían resultado terriblemente duros para ella, más duros incluso de lo que hubiera llegado a pensar a priori. El alma y el cuerpo se encargan al cabo de un tiempo de sacar fuera lo que la mente ha reprimido. La desconocida enfermedad había segado cientos y cientos de vidas humanas en su país y en el resto del mundo, y había sumido a una sociedad caracterizada por su alegría de vivir y ganas de relacionarse con otros en casas, bares, restaurantes y en la calle, en una especie de fotografía en blanco y negro, desgastada y ajada como si de la guerra civil se tratase, donde cualquier sonrisa resultaba totalmente imperceptible por el observador u observadora.

    La sociedad se mostraba vulnerable, asustada, estresada, deprimida, defraudada, irascible, enfadada, nerviosa, preocupada por el futuro económico; cansada, o mejor dicho, agotada.

    Durante aquel período de tiempo, Vera había fantaseado cada día con escaparse a Iregua, pero no lo había hecho por responsabilidad hacia sus conciudadanos y por dar ejemplo a su hija.

    Su encierro había comenzado un viernes trece de marzo. En aquel momento tenía planificado ir al pueblo a pasar el puente de San José con su familia y una amiga de su hija. Sus amigas le habían dicho que el campo se encontraba en plena explosión floral y no se lo quería perder. Durante el confinamiento, la imagen de los viñedos en flor le volvía a la cabeza una y otra vez como una obsesión. Luchó permanentemente contra la tentación de escaparse y soñó a diario con su río, con sus casas de piedra, su puente romano y sobre todo con su cielo azul, su aire limpio, sus espacios abiertos y su rosal. Todo fue en vano, aquel año no hubo primavera para nadie y eso que a nivel meteorológico hizo una de las mejores primaveras que se recuerdan, pero no se pudo disfrutar.

    Había pasado en aquel pueblo parte de sus veranos en la infancia, porque sus padres solían llevarle todos los años a visitar a un tío abuelo soltero, bastante adinerado para la época, que pasaba el invierno en un piso en pleno barrio de Salamanca, en Madrid, y la primavera y el verano en aquella casona, perteneciente a una antigua familia noble del pueblo y que él había adquirido mucho tiempo atrás para huir de la capital en época de calor, o al menos eso era lo que Vera creía entonces.

    No solían pasar allí más de veinte días, pero todos y cada uno de ellos se le hacían eternos, como si el tiempo allí no corriera a la misma velocidad que en la ciudad. En la casa solo vivía una sirvienta de toda la vida, tremendamente eficaz y resolutiva, pero bastante parca en palabras. Su tío tampoco se caracterizaba por llevar una vida social activa en el pueblo, con lo que la relación con otras personas extramuros resultaba prácticamente inexistente durante la estancia allí. A su tío abuelo le gustaba pasar allí la época estival precisamente para huir del ruido, la muchedumbre y las obligaciones de la gran ciudad, por lo que Iregua se había convertido en su escondite y refugio para la lectura, la introspección, la meditación y el descanso. Conservaba vagos recuerdos visuales de aquella etapa de su vida. Lo que sobre todo mantenía intactas eran las emociones y las sensaciones que entonces sentía o creía sentir aquellos días. Lo que recordaba de manera más nítida de aquella época era la enorme biblioteca. ¿Cuántos libros podría haber allí? Infinitos, se decía cuando contaba ocho años de edad. Los libros siempre la habían atraído y cuando leyó la gran obra de Umberto Eco, El nombre de la rosa, empezó a fantasear todavía más con aquel espacio misterioso que contaba con volúmenes en varios idiomas, incluyendo algún incunable en latín y en griego.

    Todas esas variables juntas contribuyeron a que Vera no llegara a entablar amistades en el pueblo, salvo cierta relación con Bruno, otro niño de su edad, hijo del ayudante del carnicero del pueblo, con el que hablaba muy de vez en cuando, si su padre le enviaba a entregar el pedido al ‘señor de Madrid’.

    El hermano de Vera era muy diferente a ella. A él le encantaba veranear en el pueblo. Disfrutaba de la soledad y de la tranquilidad que ofrecían aquellas paredes y cada año le parecía demasiado pronto para volver a Madrid. Podía pasar horas solo, persiguiendo mariposas en el jardín o haciendo crucigramas en la cocina, con lo cual tampoco resultaba ser un buen compañero de juegos.

    Así pues, a medida que se iba haciendo más mayor, el plan le resultaba más asfixiante y finalmente, el día que cumplió quince años, Vera decidió y así se lo hizo saber a sus padres, que no volvería a pasar más veranos en aquel pueblo perdido entre aburridos ríos y repetitivos viñedos. Vivía una revolución personal, corporal, emocional e intelectual, la vida se estaba abriendo a ella en todas sus formas y el pueblo no respondía a ninguna de sus expectativas.

    Entonces agradeció inmensamente a sus padres que, aunque fuera a regañadientes, respetaran su decisión, pero más de dos décadas después deseaba que no hubieran sido tan comprensivos ni permisivos con ella. Había demasiadas cosas que ya nunca podría recuperar, ni siquiera con todo el oro del mundo. Las oportunidades perdidas nunca vuelven.

    A partir de entonces, cuando llegaba el verano, sus padres y su hermano continuaban veraneando en el pueblo y ella solía aprovechar para apuntarse a algún campamento con sus amigas los primeros años y después a algún curso de verano organizado por la universidad, donde conoció mucha gente nueva muy interesante, que era lo que ella buscaba.

    La sorpresa fue mayúscula cuando muchos años después su tío Pedro murió y le dejó en herencia aquella vieja casona de piedra, con su verja de hierro forjado, su entrada rodeada de cipreses bien alineados a cada lado del camino de tierra gris, su jardín abandonado y su inmensa y polvorienta biblioteca.

    El desconcierto resultó mayúsculo, aquello no tenía ni pies ni cabeza. Si hubiera mantenido relación con su tío, como a decir verdad sus padres le habían pedido en repetidas ocasiones, le hubiera hablado de su pasión por las grandes ciudades, los teatros, los musicales, los restaurantes en los que hay que realizar la reserva un mes antes de la fecha señalada para poder conseguir mesa, las aceras bulliciosas por las que se camina evitando los codazos de otros caminantes, las carreteras casi colapsadas de coches que solo saben expresarse a base de bocina y los domingos con las tiendas abiertas. Le hubiera dicho que prefería quedarse con su enorme piso del barrio del Salamanca, que había pasado a manos de su hermano Arturo, aburrido y solitario, en vez de con aquella casona, acorde a personas que afrontan sus últimos años de vida o que huyen de una gran decepción vital.

    Aquel pueblo no era para ella, o al menos eso era lo que Vera creía en aquel momento.

    El tío Pedro, pensaba Vera, o bien había perdido completamente las facultades mentales antes de fallecer, o no llegó a conocer en absoluto a sus sobrinos nietos, porque si lo hubiera hecho, le habría dejado a ella el piso en medio del caos de la capital y a Arturo el refugio de los llaneros solitarios.

    Pero aquella última voluntad del tío Pedro lo cambió todo para siempre.

    Con aquel cambio en el rumbo de los acontecimientos, Vera se había visto forzada a volver a la casona de Iregua casi seis años atrás, veinticuatro años después de pisar su umbral por última vez.

    Irse había resultado entonces liberador y para ser completamente sinceros, durante todos aquellos años, en ninguna ocasión sintió la necesidad ni el interés por volver. Aquel ambiente cerrado se le seguía antojando opresor. Igual que en su adolescencia, el silencio resultaba insoportable, y tanta naturaleza, insípida y aburrida. Allí solo podía respirarse la soledad.

    Cuando supo que su tío Pedro le había legado aquel trozo de tierra y aquel montón de piedras viejas, no tardó demasiado en pensar que solo cabía la opción de venta, que por otro lado le generaría una interesante inyección económica, siempre bienvenida. Pero por mucha pereza que le produjera, para comenzar ese proceso de venta resultaba obligada una última visita a la casa para, entre otras cosas, comprobar su estado antes de dar el paso definitivo, formalizar la despedida y cerrar del todo una etapa de la vida que no recordaba con demasiado cariño.

    Pensaba resolver todo aquello con rapidez. En aquellos momentos el sector inmobiliario vivía una etapa dulce y estaba segura de encontrar compradores con facilidad. Por mera practicidad, y con espíritu aséptico, fue sola un sábado a primera hora, con la clara intención de poder volver lo antes posible a casa y aprovechar el resto del fin de semana con su marido y su hija. No quería la casa, ni nada de lo que estuviera allí dentro.

    Por educación y deferencia, ofreció a sus padres la posibilidad de acompañarle en la excursión, pero al contrario de lo que le sucedía a ella, su madre guardaba muy felices recuerdos de aquel lugar y solo pensar en despedirse de todo aquello le partía el alma en dos, así que ambos rechazaron con amable frialdad la oferta de su hija.

    Era un sábado de principios de otoño. En Madrid todavía no se notaba demasiado el cambio de estación. Era verdad que ya no hacía tanto calor como en julio y agosto, pero el veranillo de San Miguel aquel año había llegado tarde y la mayoría de los madrileños, entre los que se incluía ella, alimentaban la fantasía de alargar el verano un poco más, vistiendo manga corta y sandalias.

    Sin embargo, el paisaje fue cambiando en cuanto salió de la comunidad de Madrid.

    Los árboles del camino lucían hojas color albero con tonos cobrizos, y la luz ya no parecía tan intensa.

    La mayor sorpresa le esperaba cuando empezó a adentrarse en los campos de La Rioja. Las bodegas se encontraban en plena vendimia, espectáculo de alto impacto para alguien acostumbrado a perder todos los días hora y media en un atasco para ir a trabajar y otra hora y media para volver a casa, en una ciudad levantada a base de cemento, hormigón y ladrillo.

    El paisaje hacía ondas en el horizonte, como si fueran olas del mar, pero lo más llamativo eran los colores. El Parque del Retiro y la Sierra de Madrid también cambiaban de color con la llegada del otoño, pero aquello era un espectáculo a gran escala de amarillos, marrones, ocres, rojos, naranjas, rosas y granates mezclados entre sí.

    Los camiones, las furgonetas destartaladas y los coches salpicaban el paisaje y entre los pasillos de vid se podían intuir hombres y mujeres agachados, cortando uva con unas tijeras y llenando grandes cestos en algunos casos y cajas en otros, de relucientes racimos.

    Cuando llegó a POZALEKU, que era el nombre de la casona con la que su tío abuelo había bautizado la propiedad después de comprarla, tuvo la sensación de que el camino de entrada había desplegado por el suelo su manto de hojas multicolor para darle la bienvenida, como si llevara años esperando su regreso.

    La hija pródiga había vuelto… ¡Por fin!

    Aparcó el coche justo a la entrada, donde la verja lucía con la misma frialdad de antaño, pero a diferencia de años atrás, en aquella ocasión estaba íntimamente acompañada de una enredadera, que la recorría de abajo arriba y le daba un cierto aire de abandono. Quitó el candado roñoso y empujó el portón, invadida por el deseo de volver a entrar en la propiedad tal y como había salido años atrás, a pie.

    De repente, una ráfaga de viento del sur, muy cálido, empezó a mover las hojas secas del suelo y a formar una especie de remolino, como si de un pequeño tornado se tratara. Vera era mala calculando medidas, lo suyo eran las letras, pero estimaba que aquellas hojas que bailaban en círculo podían llegar a alcanzar más de un metro de altura. Vera no supo entonces identificar si se trataba de un buen o mal augurio pero, por primera vez en su vida, un escalofrío recorrió su cuerpo con la certeza de que aquel fenómeno solo podía ser una señal, aunque todavía no supiera bien de qué.

    Al cabo de unos minutos, tuvo otra sensación extraña cuando, metros más adelante, introdujo la llave en la chirriante cerradura de la pesada y descascarillada puerta de madera. En cierta manera fue como volver a su infancia en un viaje que la llevaba de regreso al pasado.

    La puerta se abrió, no sin dificultades, y dio paso al oscuro recibidor principal de suelo azulejado. A pesar de que entraba luz por las ventanas, el ambiente era oscuro, por lo que encendió las lámparas, que volvieron a lucir esa luz plomiza que tanto detestaba de pequeña y que quizá fuera la causa de su actual obsesión por la claridad que daban las luces de led.

    La escalera que llevaba al segundo piso y al ático que guardaba

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