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Migración
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Libro electrónico402 páginas6 horas

Migración

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A través de los siglos, la historia nos ha documentado sobre la imperiosa necesidad del ser humano por migrar a territorios contrarios al de su origen.

¿Qué motivos o fundamentos existen en el mundo que impulsan a pobladores de distintas naciones y razas para persistir con la inquietud de abandonar su nación o pueblo?

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IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento25 ene 2021
ISBN9781640867871
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    Migración - Tere Cohen Bissu

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    MIGRACIÓN

    TERE COHEN BISSU

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable sobre los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku

    www.ibukku.com

    Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico

    Copyright © 2020 Tere Cohen Bissu

    ISBN Paperback: 978-1-64086-786-4

    ISBN eBook: 978-1-64086-787-1

    Una novela corta de promesas, búsqueda y anhelo que transcurre a través de sucesos reales en la historia del mundo.

    Dedico esta novela a mi familia, a mi amado esposo Zion, nació en Israel e inmigró a México siendo muy joven.

    A mis tres hijos David, Emilio, Doris.

    Tomaron la decisión de radicar en el extranjero con mis adorables once nietos.

    Todos están bien.

    R E F L E X I Ó N

    POR ELIAS COHEN

    Históricamente la Migración del ser humano obedece a la gran necesidad de socializar entre sí, formando tribus, clanes y grupos en busca de comida, refugio y auto protección entre su misma especie a lo largo y ancho de nuestro planeta, siempre buscando una mejor calidad de vida para su familia.

    Convirtiéndose en sedentario cuando descubre la manera de sobrevivir sembrando, cosechando y cazando sus propios alimentos.

    Al establecerse se enfrenta a nuevos peligros como es el cambio estacional del clima, aunado a su encuentro con otras sociedades desconocidas, pues también estarían en lucha por su territorio.

    Tere nos transporta de manera magistral en tiempos actuales a este mundo de relaciones humanas, emociones, sentimientos, y peligros, pero sobre todo nos recuerda que el ser humano sigue siendo imperfecto, en búsqueda de su felicidad.

    Tere nos permite acercarnos a nosotros mismos adentrándonos en ese yo interior con ingenio y sencillez, logrando una historia que nos identifica a todos por igual.

    Tolstoi dijo: Pinta tu propia idea y pintaras al mundo...

    Tere lo hace con amor y maestría.

    La idea de la artista de la presente novela es compartir con sus lectores los sentimientos en las experiencias de familiares y conocidos que han decidido emigrar a un lugar del mundo donde construir sus vidas.

    Esta novela ligera de Amor y Reencuentro nos transporta por diferentes etapas históricas, con fechas específicas de sucesos tristes y atroces que nos han dejado cicatrices, heridas que aún siguen latentes en nuestros corazones.

    Ten claro que nadie puede entrar en tu mente y robar tus recuerdos. Podrán quizás arrebatarte cosas materiales, allanar tu casa, pero tu memoria es exclusivamente tuya.

    ¡ESE ES TU TESORO MAS VALIOSO!

    Tere nos deja claro que, a pesar de la violencia, el ser humano nunca pierde la fe, sus recuerdos y la esperanza de vivir.

    ILSE LOZANO

    Agradezco profundamente a mis hermanos por su apoyo y cariño, pero sobre todo por creer en mi.

    A Sofía mercado Atri, de quien aprendí a transitar por el mundo de las letras.

    "Esta historia está basada en la imaginación del autor.

    Cualquier similitud con la vida de los personajes es casualidad".

    CAPÍTULO 1

    1952, UNA ALDEA DE PESCADORES EN LA COSTA DE CUBA

    Domingo

    No supo cuántas horas habían pasado desde que llegaron esa mañana.

    Sophía, temblando de congoja, apretaba la mano de Chonita con tal fuerza que los nudillos perdían su color. La mujer abrazó a la chiquilla para proporcionarle valor, cuando ella misma no sabía ni cómo enfrentar la situación.

    Finalmente, todo terminó; la gente se fue retirando en silencio, sin decir una palabra.

    Sophía deseaba quedarse un poco más, a solas, con el recuerdo de su abuela. Se quedó ahí sentada, inmóvil, en posición de loto, los codos apoyados en las rodillas. Sus piernas, entumecidas, se hundían en la tierra recién removida que cubría la tumba de su abuela.

    A pesar de su dolor, la vida continuaba con su ritmo habitual: observó detenidamente a las hormigas que caminaban de ida y vuelta por una misma línea, cargando trozos de hierba. Los pájaros volaban por el cielo azul, sin rastros de la tormenta que había sorprendido a los habitantes de la Isla dos días atrás. Fue la primera vez que Sophía entendió que donde hay muerte, hay vida. Aquel enorme espacio de árboles, flores y lápidas estaba quieto, vivo y en paz.

    El candente mediodía enrojecía sus brazos y ella no se inmutaba, seguía estática, la mirada perdida en tantos recuerdos felices que ahora se volvían tristes.

    Se hincó muy cerca del lugar donde yacía el cuerpo de su abuela; con una rama que parecía estar esperándola, dibujó en la tierra un corazón donde escribió: TE QUIERO. Tomó un puñado de piedras y formó una estrella de David justo al centro de la sepultura. Se levantó y sacudió con rabia la tierra pegada en su vestido y rodillas.

    De pronto, absorta en sus pensamientos, recordó la última voluntad de su abuela. Se llenó de coraje, secó sus lágrimas y, tras lanzar al aire un débil beso, se marchó con la cabeza gacha de aquel silencioso cementerio.

    Había que cruzar la ciudad y llegar a su casa antes que las manecillas del reloj de la cocina dieran las tres de la tarde. Apenas tenía tiempo para empacar algunas cosas, debía prepararse para enfrentar su nueva vida sin su abuela.

    A sus oídos llegaban desde un lugar lejano las palabras que su abuela siempre le decía:

    Cada uno de los días de tu vida es un regalo de Dios hija, disfrútalo al máximo…

    Dos días antes

    Llegó a casa como un bólido y aventó su bolsa de útiles escolares a un costado de la puerta. Fue a su cuarto, se cambió de prisa el uniforme por un ligero vestido y salió rumbo a la playa.

    Su abuela estaba en la cocina preparando la cena. Cuando oyó los pasos de su nieta sonrió al verla llegar.

    —Hola Abue, ya me voy, regreso pronto para ayudarte.

    Con las prisas, casi olvidaba su morral donde llevaba todo lo necesario para disfrutar de esa tarde de viernes; la esperaba el acantilado que marcaba el final de la playa.

    Caminaba de prisa por la colorida vereda donde crecían las plantas nativas de aquella tierra fértil. El clima tropical y la humedad de la isla propiciaban el exuberante crecimiento de arbustos florales, algunas de ellas medicinales y otras muy aromáticas. Había una gran variedad de viejos árboles, de gran altura que, a pesar de los años, lucían hermosos, exhibiendo el verdor de su follaje. Constantemente brotaban de sus ramas nuevos retoños. Sophía estaba familiarizada con casi todas las especies, esa vegetación era parte de su entorno, de su hogar.

    A lo largo del camino, Sophía se encontraba con algunas personas conocidas. En ocasiones, una que otra pareja de enamorados, sentados sobre la hierba que crecía de forma natural a la orilla del camino. Ella se cohibía al sorprenderlos entre besos y arrumacos, sin importarles que la gente los observara.

    Sin embargo, aquella tarde notó que no encontró a ninguna persona en todo el trayecto. No se veía gente tomando el sol en la playa o niños correteando detrás de una pelota en la arena, o bañándose en el mar.

    ¡Qué extraña situación!, pensó, sin darle mucha importancia.

    Despreocupada iba saltando al ritmo del sonido que producían sus sandalias de plástico con cada paso que daba: Tlac…tlac…tlac, 1,2,3, salto a la derecha… tlac… tlac… tlac 1,2,3, salto a la izquierda. Y así, se divertía jugueteando ágilmente rumbo al acantilado.

    Un poco más adelante, dio velocidad a sus pasos y llegó hasta lo alto de la empinada pendiente. Gracias a su juventud y movida por la impaciencia, llegó más pronto de lo planeado. Esa tarde llevaba puesto un ligero vestido de algodón, a cuadros rojos y blancos, muy adecuado para la ocasión. Extendió la toalla sobre una piedra y se sentó dispuesta a perderse en el espectáculo del atardecer. Sophía observaba la belleza que le ofrecía el horizonte. Aquella vista espectacular era como un cuento de hadas ilustrado a todo color.

    Cuando de pronto, el mar se tragaba el último punto de luz color naranja que quedaba del candente astro, ella cerraba los ojos y se sentía dentro de la escena.

    Se quitó las sandalias y su vestido, tenía puesto su traje de baño. Se recostó sobre la toalla para gozar de los rayos de sol que iluminaban los últimos momentos de la tarde. Cuando volvió a sentarse abrazando sus rodillas al pecho notó que la marea estaba alta porque las olas reventaban hasta el centro del acantilado, dejando grandes cantidades de espuma blanca que se deshacía burbujeando sobre piedras y arena. Observaba detenidamente cómo las olas golpeaban violentamente contra las rocas, después, cuando el agua se alejaba con lentitud, se producía en el ambiente una calma sin igual. ¿Cómo pueden existir contrastes tan extremos en un mismo elemento? Parecía como si el mar pidiera perdón por su feroz embestida. Con esta melodía de ritmo y disparidad el océano manifestaba su poderosa existencia.

    Admiraba la inmensidad del mar, imaginaba sus profundidades llenas de vida, con millones de especies, desde seres minúsculos hasta gigantescos como las ballenas Yubarta. Suspiraba ante la idea de que algún día ella navegaría muy lejos por ese mar, más allá del horizonte.

    ¿Qué habrá más allá?, se preguntaba una y otra vez… ¿Serán iguales las arenas que tocan otros continentes?

    Abajo, en la playa, cada ola dejaba tras de sí una gran cantidad de conchas, caracolas y diversos moluscos que servían de alimento para las aves marinas. La frescura y el aroma de sal viajaban hasta sus sentidos y la embriagaban.

    Sophía creció en la isla y amaba esa playa. Todos los domingos iba con su abuela y jugaba con otros niños de la aldea sorteando las olas; así aprendió a nadar.

    Ahora que ya cumplió trece años, su abuela le permitía subir al acantilado solo el día viernes por las tardes, con la condición de regresar a tiempo para encender juntas las velas de Shabat.

    De prisa se bajó de las rocas y corrió hacia la playa, morral en mano. Sin percatarse de la ausencia de bañistas, extendió su toalla sobre la arena seca y se recostó de cara al cielo que aún reflejaba las últimas chispas del sol.

    En aquel silencio, el sonido del mar imponía su presencia: una caprichosa melodía, envuelta en un vaivén infinito de sinfonía, al ritmo del piar de pájaros, el ulular del viento y el lejano ruido del agua al deslizarse por entre las piedras.

    Observaba a los cangrejos que entraban y salían de las rocas, escondiéndose de los depredadores. En el cielo las aves volaban sacudiendo con fuerza sus alas o planeando, dejándose llevar por el aire hacia un rumbo caprichoso.

    Sus amigas voladoras aterrizaban en picada, justo en el momento indicado cuando la ola reventaba y la espuma empezaba a deshacerse lentamente. Las aves hurgaban con sus picos en la arena para aprovechar lo que el océano les había traído con la ola.

    Era un duelo fugaz, constante; cuando la ola se acercaba las aves levantaban el vuelo abriendo sus alas en un abrazo al cielo. Ahí, en las alturas, esperaban a que la ola se retirase para reanudar la caza. Sophía observaba la gracia con que caminaban sobre la tierra húmeda, dejando gravadas las huellas de sus patas.

    Podía pasarse horas enteras escuchando los mensajes de la naturaleza. Era entonces que tomaba sentido lo que su abuela siempre le decía:

    Vivimos en el magnífico equilibrio que Dios creó.

    A lo lejos el cielo se veía encapotado y Sophía presintió que llovería con fuerza. Las nubes oscuras se acercaban movidas a gran velocidad con el viento.

    Al sentir la primera gota de lluvia sobre su rostro, inmediatamente dobló de prisa su toalla, se puso el vestido sobre el traje de baño y corrió a casa. El cielo oscurecía con rapidez y pronto el ligero goteo se convirtió en una densa lluvia. Mientras caminaba sumida en sus pensamientos, un relámpago irrumpió el espacio con un estruendoso trueno, sintió que el corazón se le salía del pecho. Apuró los pasos al bajar por el sendero. Las nubes se acercaban y la lluvia caía más tupida, con fuerza.

    Decidió cambiar de ruta para bajar por un estrecho camino, sólo debía descender con más cuidado para no resbalar entre las piedras. Aquel camino cruzaba en línea recta hacia su casa.

    Esa tarde de viernes todo inició con una ligera llovizna.

    CAPÍTULO 2

    1939, MARSELLA, FRANCIA

    En la década de los treinta, los amenazantes tentáculos del fascismo se apoderaban de España, bajo el gobierno del generalísimo Francisco Franco. Mucho se ha hablado sobre las conflictivas relaciones entre Franco y Adolph Hitler; sus verdaderas intenciones no eran por supuesto, aliarse a Alemania para apoyarlo en la guerra sino más bien, estar cerca del que, en ese momento, aparentaba más poder.

    Mientras esto sucedía, en otras partes de Europa, Alemania, bajo el mando del Führer Adolph Hitler, ocupó Polonia en 1939, con la firme intención de conquistar el resto del continente. Esto dio comienzo a la Segunda Guerra Mundial que involucró a casi todas las naciones del planeta, ya sea directamente en la lucha o indirectamente, tras bambalinas.

    Ante el caos que se avecinaba y lo incierto de la situación, miles de personas no tuvieron más remedio que huir desesperados a cualquier otro país, por mar o tierra, en barcos, trenes, autobuses, valiéndose de cualquier transporte que tuvieran al alcance, irse de inmediato y ponerse a salvo. Lo importante era huir del peligro, aunque con tristeza abandonaran la tierra que los vio nacer, sus hogares y separarse de familiares y amigos. Todos llevaban un mismo propósito; escapar de la adversidad de la amenazante guerra.

    Las tropas alemanas de la Gestapo avanzaban por todo el territorio europeo, destruyendo ciudades enteras, apoderándose desenfrenadamente de territorios, amenazando con la locura de que Alemania era el único país digno de gobernar al mundo entero.

    La prioridad de Hitler: Conquistar Europa y crear una raza aria pura, sin contaminación de razas inferiores.

    Francia no quedó exenta de la amenaza nazi. El 14 de junio de 1940, a casi un año de iniciada la Segunda Guerra Mundial, las tropas hitlerianas entraban a París a paso marcial por los Campos Elíseos. Francia había caído bajo el dominio nazi.

    Los habitantes de Marsella, una apacible ciudad costera del sur de Francia, estaban a la expectativa. En los cafés, oficinas y restaurantes la gente escuchaba rumores sobre la invasión. Aun así, había quienes confiaban en que no pasaría nada y procuraban seguir con su vida habitual. Los hombres acudían al trabajo, las mujeres en el hogar y su vida social. Los niños asistían a la escuela.

    Los pesimistas empezaron a abandonar el país. Contrastaban con los hombres bien posicionados económicamente, industriales quienes manejaban negocios importantes con el gobierno. Ellos querían pensar que no pasaría nada y mientras tanto, se debía mantener la calma.

    Salomón Levi sí estaba preocupado sobre la seguridad de su familia. Recibía constantemente cartas de familiares y amigos que comentaban alarmados sobre la invasión alemana en todo Europa. En todo el país, los líderes de las comunidades judías advertían que se tomaran precauciones para afrontar todos unidos una inesperada situación. Aconsejaban esconder su dinero, objetos de valor y joyas en algún lugar seguro que fuera secreto, para que los soldados alemanes no los pudiesen encontrar.

    Salomón Levi optó por atender a su propia intuición y concibió un plan personal para salvar a su familia. No esperaría a que las cosas se pusieran más difíciles y después no habría salvación. Por lo tanto, tomó la decisión de organizar la huida en dos grupos, ya que sería difícil movilizar a todos al mismo tiempo, sobre todo llevando una bebé recién nacida. Su madre y su hija serían las primeras en abandonar el país.

    Así fue cómo Salomón se dio valor para convencer a su madre de salir del país con su nieta cuanto antes.

    —Desde hace unos meses vivo con la incertidumbre de que en cualquier momento sea demasiado tarde para escapar. Cuando esto suceda, la Gestapo tomará el mando de la policía francesa y Francia estará completamente subyugada por Alemania. Durante varias noches no he podido dormir, me traicionan mis pensamientos, un inmenso temor invade mi alma. Como un río silencioso que desboca e inunda el terreno, el mal está creciendo. El ejército de ocupación está persiguiendo a los judíos. Confiscan sus bienes y los mandan deportados quién sabe adónde. Necesito poner a mi familia a salvo.

    Sophía Levi miraba a su hijo alarmada.

    —Estoy convencida de que debemos poner a salvo a la pequeña Sophía. Tienes toda la razón. Cuenta conmigo. Yo saldré del país con ella en cuanto tú digas.

    —Dame unos días para pensar la estrategia a seguir antes de reunir a la familia y ponerlos al tanto de nuestra decisión.

    Salomón abrazó a su madre con cariño al tiempo que decía:

    —Agradezco profundamente el sacrificio que vas a realizar, separarte de nosotros y emigrar a tierras desconocidas no será sencillo, te encontrarás con innumerables obstáculos, sin embargo, con tu gran fuerza e inteligencia podrás desafiarlos. Para Sarah el plan va a exigir de un esfuerzo adicional, pues tendrá que destetar primero a su bebé, eso hará más dolorosa la separación.

    Su madre no lo interrumpió, lo dejó hablar hasta el final mientras fingía una leve sonrisa que expresara la calma que no sentía. En el lapso de unos cuantos minutos, una nube gris inundó sus ojos claros, su brillo se esfumó ante la incertidumbre.

    —Estaremos en contacto por medio de cartas. En cuanto pueda arreglar unos asuntos y cuente con el dinero necesario para iniciar una nueva vida, te lo haré saber y nos reuniremos nuevamente.

    Sophía levantó su rostro, respiró hondo y con orgullo se acercó a su hijo, le tomó ambas manos que sudaban frío. Con su brazo derecho hizo a un lado el mechón de cabello que caía sobre su frente.

    —Esperaré tus instrucciones cuando sea el momento de partir. Sabes bien que jamás me negaré a tus peticiones. Recuerda que siempre contarás conmigo hasta el último día de mi vida.

    CAPÍTULO 3

    1952, CUBA

    Sophía irrumpió en la casa escandalosamente abriendo la puerta de un solo golpe:

    —Abue, ya regresé y tengo mucha hambre. ¿Qué crees? El viento está acarreando a la costa nubes muy cerradas y oscuras. Ya comenzó a llover y creo que va a estar así toda la noche.

    La abuela sonrió cuando escuchó a sus espaldas la voz de su nieta. Qué bendición compartir la vida con esta chiquilla tan llena de alegría, pensó agradecida.

    —Ya está lista la cena. Sólo falta que pongas la mesa.

    Sophía extendió sobre la mesa el mantel blanco, especial para Shabat, sacó los platos y cubiertos, colocó la jalá sobre el antiguo platón ovalado de porcelana y la tapó con una carpeta bordada por su abuela con diminuto punto de cruz. Un trabajo minucioso realizado con hilos de color oro y plata en los que se leía la palabra Shabat. La jalá, ese aromático pan trenzado, lo preparaban ellas todas las tardes del jueves. A Sophía le encantaba amasar la harina de trigo con los otros ingredientes que su abuela agregaba poco a poco. Antes de dejar reposar la masa para que esponje, había que arrancar una pequeña porción para quemarla en la estufa, simulando el diezmo que antiguamente ofrecían los hebreos en tiempos del Sagrado Templo de Jerusalem. Cuando la masa esponjaba hasta duplicar su tamaño, ya estaba lista para separar las tiras y trenzarlas. Cada semana horneaban tres piezas de jalá. Una para la celebración del Shabat, otra para convidar a Chonita y la tercera la comían ellas durante la semana.

    El aroma especial que arrojaba el pan mientras se horneaba y adquiría un color dorado se impregnaba en el ambiente. Ya desde ese momento, la casa comenzaba a prepararse para recibir al Shabat como se recibe a una novia.

    Tal y como ocurría cada semana, aquella tarde de viernes la abuela se acercó a la ventana que daba hacia la calle para cerrarla y bajar la persiana, antes de que oscureciera por completo. El encendido de las velas de Shabat significaba un acto íntimo entre ella y su nieta. Además, aún temía que la luz de las velas llamase la atención de los vecinos. La gente de la aldea conocía su judaísmo, pero ella aún conservaba la terrible huella de miedo que le había dejado su experiencia en Europa. Por ello, actuaba con cautela y discreción en lo referente a su religión.

    Mientras Sophía preparaba la mesa, la abuela caminó hacia el centro de la sala y se hincó para levantar el tapete que ocultaba un tablón suelto en el piso. Desde el primer día que llegó a aquella casa, la abuela se dedicó a trabajar en ese detalle tan importante para ella. Midió y cortó una parte considerable del piso de madera para que se abriera con facilidad utilizando una cuña. Después escarbó con una herramienta de fierro el espacio necesario para esconder ahí el estuche de concha nácar que contenía dos antiguos candelabros de plata. Los únicos objetos rituales que logró sacar de Francia dentro de su precario equipaje.

    Con esos candelabros las mujeres de su familia encendían las velas de Shabat y eran parte fundamental en su vida. Había sido su regalo de bodas por parte de sus padres el día en que contrajo nupcias y eran un valioso legado familiar. Habían pertenecido a su abuela paterna, después a su madre y ahora los conservaba ella para heredarlos a su nieta.

    La abuela solía acompañar a su madre en el cumplimiento de este importante mandamiento de la ley judía, destinado sólo a las mujeres de la casa: encender las velas de Shabat todas las tardes del viernes, antes de la puesta del sol. Al casarse, ella continuó con la tradición en esos mismos candelabros y así se lo transmitía a su nieta para que ella, a su vez, continuara con este mandamiento.

    Por ser de plata pura, los candelabros tenían un alto valor económico, pero a ella no le importaba eso, ella los atesoraba por su gran relevancia en su vida personal. En el fondo del estuche, sobre el forro de terciopelo guardaba un pequeño libro impreso en hebreo con las bendiciones que se recitan en Shabat: del vino, las velas y la jalá. La abuela se había tomado el cuidado de traducir en una libreta aquellas bendiciones en letras latinas, para que su nieta aprendiera a recitar los rezos en hebreo y en español y entendiera su significado. Deseaba que su nieta continuara con tan importante tradición en la vida de una mujer judía.

    Abuela y nieta se acercaron en silencio a la mesa donde estaban preparados los candelabros de plata y se cubrieron la cabeza con un pañuelo blanco, bordado con rosas blancas. Cada una encendió una vela; colocaron las palmas de sus manos sobre la flama a cierta distancia, rodearon las velas tres veces, atrayendo la luz hacia ellas y se cubrieron los ojos recitando al unísono la bendición. ¡Amén!

    Antes de cenar había que decir las bendiciones del vino y después de la jalá. La abuela separaba una porción del delicioso pan, le daba un mordisco y convidaba a su nieta otro pedazo.

    —Qué delicioso es su sabor dulzón—, exclamaba Sophía.

    Una vez que cumplían con este ritual, continuaban con la cena. Para Sophía y su abuela no había nada que enturbiara la paz del fin de semana. La nieta se encantaba con relatos sobre el pueblo judío o sobre su vida en Europa. Le platicaba de sus padres y de cómo se sacrificaron para que ellas sobrevivieran. Así, mientras Sophía crecía, aprendía sobre sus raíces y sobre su condición de judía.

    La abuela se acercó a la estufa para servir los filetes de corvina, cuando de pronto sintió los brazos de su nieta que la abrazaban por la cintura.

    —¡Adivina quién es la mejor cocinera del mundo que yo amo con todo mi corazón!

    La abuela rio divertida con las bromas de Sophía.

    —No lo sé, tú dímelo.

    —Mmm… creo que no la conoces.

    Abuela y nieta soltaron carcajadas.

    Sophía y su nieta vivían en una pequeña aldea establecida cerca del océano, donde era posible comprar a diario pescado fresco. El mercado estaba situado cerca de su casa, dentro de la colonia donde desde hacía décadas se establecieron familias de pescadores. Cada tarde las barcazas llegaban a la playa atiborradas con su cargamento de pescado y mariscos. Los hombres se acercaban al muelle lanzando gruesas cuerdas con las que amarraban sus lanchas; bajaban el producto de su pesca y la separaban en distintos contenedores. Ahí mismo pesaban y distribuían la mercancía a dueños de locales comerciales o restauranteros quienes ya estaban esperando para surtir sus negocios. Con cantidades extraordinarias de hielo cubrían el pescado, logrando con ello servir a los comensales un apetitoso y buen platillo en la mesa.

    Hacía doce años la abuela había llegado a la isla con su valioso cargamento, su nieta Sophía. Poco a poco fue entablando una buena amistad con los pescadores y sus familias, en ellos encontró, de alguna manera, a la familia que había quedado lejos, en Europa. Siempre fue amable y respetuosa con la gente de la aldea, esto propiciaba que la apoyaran en los momentos más difíciles del acomodo.

    La abuela eligió establecerse en la costa, por donde ella había entrado a la isla. Siempre le agradó el mar y, ahora, su cercanía alimentaba la esperanza de que algún día llegaría un gran barco trayendo a su familia, para reunirse con ellas.

    La mayoría de los migrantes judíos se establecieron en el centro de la Habana, la capital de la isla, por así convenir a su actividad comercial. Ella no entendía cómo los judíos eran una pequeña minoría en la isla. Después de haber vivido en un país europeo, en donde los judíos tenían una importante función como ciudadanos franceses, respetados y valorados por su aportación a la cultura y el comercio. Cuánto añoraba encontrarse con algún conocido que le trajera noticias de su natal Francia.

    Al principio le fue difícil adaptarse a la vida en la isla, sobre todo en lo que respecta a los alimentos, ya que no era fácil encontrar productos kosher (alimento permitido según la ley judía). Éstos se traían de vez en cuando desde Estados Unidos y se distribuían con prontitud por ser perecederos. Además, su costo era muy elevado y ella no podía darse ese lujo, así que no tenía más remedio que adaptarse a lo que se producía en su pequeña aldea de pescadores. Ella hacía un gran esfuerzo para que su nieta se criara según la ley judaica y, si no se conseguía carne kosher, pues se conformaban con la deliciosa variedad de pescados que diariamente traían al mercado y con la exuberante cantidad de frutos que crecían en la selva.

    La abuela era muy precavida y ahorraba lo más que podía del dinero que ganaba cosiendo ropa. Estaba consciente de que pronto su nieta terminaría la escuela y entonces se tendrían que mudar a la capital para que continuara sus estudios.

    Con lo que sí era muy espléndida era con la celebración de las festividades judías. Las dos más importantes para ella, Pésaj, la pascua judía y Rosh Hashaná, la celebración del año nuevo. Dos veces al año hacía el viaje a la capital para visitar la pequeña comunidad judía que se había establecido ahí y comprar carne que fuera kosher y todo lo necesario para celebrar las festividades como ella solía hacerlo en Europa.

    Fue así cómo comenzó la nueva vida de la abuela Sophía y su nietecita de nombre también Sophía, según la tradición sefardita de nombrar a los bebés según sus abuelos. Para evitar confusiones, los lugareños acostumbraron a diferenciarlas nombrándolas como Abue y Sophía

    La abuela se adaptó pronto a las costumbres del país y aprendió a cocinar los platillos típicos del lugar. Le encantaba la gran variedad de plátanos y los cocinaba de diferentes maneras. Cuando los probó por primera vez, se volvió adicta a ellos. Abuela y nieta adoraban comerlos, los dejaban dorar disfrutando del aroma dulzón que emanaba inundando el ambiente de casa. Sabían a gloria.

    Lo que sí no podía faltar eran los frijoles, alimento típico de la isla. Los cocinaba lentamente para que conservaran su delicioso sabor y sus vitaminas, claro. Combinados con arroz y con diferentes vegetales eran una delicia.

    Abue era una excelente costurera. Esta labor la aprendió de su madre, quien desde joven se confeccionaba sus vestidos y a veces llegaba alguna petición de una amiga. En la isla pronto corrió el rumor de que la extranjera recién llegada de Europa sabía coser todo tipo de prendas. Gracias a este trabajo la abuela lograba cubrir los gastos de la casa. Pronto se compró una máquina de coser de segunda mano y ya confeccionaba todo, cortinas, carpetas y manteles, vestidos de fiesta y trajes para los niños.

    Su sencilla vivienda, construida de ladrillos y adobe, contaba con cuatro reducidos espacios: una recamara, un baño, sala, comedor y cocina. Tenían lo necesario para vivir cómodamente.

    Los muebles, austeros pero bonitos, los había adquirido poco a poco, gracias al Dr. José Cepeda, médico pediatra y un gran amigo, quien continuamente le encargaba importantes trabajos de costura. Él le pagaba muy generosamente y eso le permitía solventar los gastos imprevistos que surgían.

    El Doctor Cepeda vivía solo en un barrio hacia la salida de la aldea. En su casa acondicionó uno de los cuartos de la planta baja como consultorio. Era un hombre cabal y muy considerado con los pacientes de bajos recursos.

    La abuela le estaba muy agradecida por sus atenciones cuando ellas enfermaban; siempre aprovechaba la oportunidad para llevarle una charola con galletas de mantequilla. Al doctor le encantaban y las recibía con una amplia sonrisa para saborearlas con su café con leche, todas las mañanas.

    Ella aún conservaba, desde sus años de infancia en Marsella, la costumbre familiar de acompañar el café de la mañana o el té de la tarde, con estas galletas. La abuela aprendió la receta de su madre. Las elaboraba con harina, huevo, mantequilla y raspadura de naranja, mandarina o limón, según la temporada. Por lo menos una vez al mes ella horneaba sus galletas con mucho cuidado. Cuando se enfriaban, las colocaba en un envase de vidrio para conservarlas frescas.

    Su mejor amiga era doña Chonita, una mujer que vivía sola en la casa

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