Chuku Chuku Town
Por Merry R. Jacob
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Haciendo amistades en una incipiente red social de moda, entabla una fuerte amistad con un internauta afroamericano quien, a través de e-mails, la encantará con la historia de sus parientes que vivieron en Port Clarence (actual Malabo) hace ya más de un siglo.
Su curiosidad la hace iniciar una ardua investigación sobre las huellas de estos personajes, y descubrirá historias de tres miembros de esa misma zaga familiar cuyos hilos se perdieron entre los acontecimientos del pasado que desembocaron en las mismísimas puertas del Holocausto.
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Chuku Chuku Town - Merry R. Jacob
PUERCOESPINES
Introducción
Una de esas tardes que recién llegaba del trabajo, a pocos días de que se cumpliera aquella fecha importante celebrada a nivel mundial y que siempre nos retrotraía al pasado, estuviéramos en un continente u otro, al rato me sorprendería la inesperada llamada de mi amiga Merry, quien con antelación se aseguró de felicitarme por aquel día festivo, como solíamos hacer habitualmente en fechas tan señaladas. Pero no dejaba de preocuparme su anticipada antelación, ya que apenas comenzaba el mes de octubre. Ambos acostumbrábamos a felicitarnos en ese día especial, y más tarde aprovechar la celebración de ese 12 de octubre en mi casa, ya que muchos de los ahí presentes nos encontrábamos alejados de los nuestros y esa era la forma tradicional de rememorarlos, en ese Día de Hispanidad.
Los días previos yo me dedicaba a elegir uno de los menús típicos con los que agasajar a los presentes, acompañados siempre con la misma música de fondo que dejaba sonar, el memorable Sweet mother de Prince Nico Mbarga, que nos servía de himno para tararear y dispersar nuestras melancolías. Pero dados los acontecimientos mundiales de 2020, recordé que debía reducir ese núcleo de asistentes durante estas fechas, tal como indicaba la ley, cuya principal restricción consistió en confinar a la mayoría de la población en el interior de sus domicilios, desde inicio de marzo, para evitar la propagación del letal coronavirus. De paso, continué atendiendo, asombrado, a la llamada de ella mientras me rogaba encarecidamente, a través del hilo telefónico, que le hiciera urgentemente una breve introducción para su libro. Afirmó haber admirado siempre mi léxico en el lenguaje pidgin. Así, medio en broma, no dejaba de asegurar que mis formas siempre fueron las más correctas para expresarme. De todos modos, quien no salía de su asombro era yo, que ignoraba que ella continuase su hobby literario de la infancia, pero permanecí atento a la urgencia mostrada por sus palabras, de cuyo significado deduje que requería una descripción de lo que implicaba ser un fernandino. Como ella conocía de antemano mis orígenes, me había tomado como modelo y perfil de lo que necesitaba; al rato de quedar convencido le aseguré que, una vez nos reuniésemos ese festivo día, le mostraría mis elucubraciones plasmadas en un folio. Y a ello me puse según avanzaba la semana.
No podía dar paso a mi introducción para este relato sobre la vida de un fernandino sin resaltar uno de los dos grandes perfiles que lo caracterizan en ese primer contacto face to face, que no es otro que su ambivalente procedencia y su lenguaje étnico, el pidgin. Ambos —para mi humilde entender— los más notables, sin desmerecer las demás facetas. Quizás estas fuesen dos de las grandes características genéticas impresas en su tarjeta de presentación.
Como bien me haría hincapié durante una de las tardes mi vecino, también de procedencia criolla, en su breve visita, tras observarme discurrir sobre cuál sería el tema ideal para plasmar en ese breve texto. Sin darme tiempo a reaccionar, me espetó que no me anduviera con tantas incógnitas, pues la solución se encerraba en la cita que seguidamente me regaló, para mi asombro: Bon nayá, grow nayá («Nacido aquí, crecido aquí»). Atanacio me aseguró que aquellas palabras fueron dictaminadas en su día por su abuelo, un hombre sabio que manejaba varias lenguas predominantes en el país, ya que en sus orígenes había huellas de antepasados de las islas y del continente, además de francófonos y anglófonos que también llegaron en su día para trabajar en la zona.
Entre cerveza y cerveza, recordó momentos de su vida junto a sus padres, aseverando la fascinante relación del pasado que lo unió a su abuelo, presente en su día a día, ya que este sería quien le acompañaría a sus primeros partidos de fútbol en ausencia de unos padres ocupados por su trabajo. Algunas tardes se haría acompañar de él en su huerto para seguir departiendo, situación que marcaría su niñez, sin duda, debido a que aquellos largos espacios sirvieron para educar su alma inquieta mientras no dejaba de admirar cómo se relacionaba diariamente en diferentes lenguas con las personas con las que se cruzaban, o simplemente cuando acudían a resolver algún trámite burocrático, salvando así las dificultades que se le presentaban. De inmediato, su abuelo procedía en el idioma oportuno, como si de un robot se tratara, aunque de forma regia había decidido reservar el inglés para dirigirse a su nieto en memoria de su padre, el bisabuelo de mi amigo, para así mantener el mismo idioma que ambos tuvieron en su día. Según me afirmaba, el parecido entre nosotros (abuelo y nieto) era innegable, según le gustaba repetir a diario.
Por otra parte, su abuelo rechazaba de entrada las connotaciones del pidgin dada su brevedad y rapidez vital en su frágil estructura morfológica, la mayoría repleta de jergas en su uso habitual debido a la constante emigración que la definía como una lengua viva cuya convivencia con otras la relegaban a un segundo plano, en el cual admitía con facilidad nuevos vocablos en su estructura huérfana, acostumbrada a hermanarse con otras para enriquecerse y así desplazar, cual ciempiés, los últimos latigazos o coletillas del correcto vocablo del inglés que lo fundamentaba.
Tras una breve pausa, rememoró esos momentos de intimidad le habían hecho sentir alguien importante durante aquella etapa de su infancia, cuando su posición de benjamín lo convirtió en el mayor confidente de su abuelo, muy al contrario que a sus hermanos, permitiéndole compartir con él sus más íntimos secretos en relación a las batallitas familiares. Pero a pesar de acostumbrar no perderse detalle alguno de su monólogo, un buen día se atrevió a interrumpirlo antes de que llegasen a las puertas de su escuela para abordar de una vez por todas una única cuestión que le venía rondando la cabeza desde hacía un tiempo. Acto seguido se la lanzó con rapidez medida, sin dar tiempo a la reacción de él, ya que su paso de la niñez a la adolescencia lo empujaba a obtener respuestas concretas para saber en cuál de los entornos ubicar a su abuelo, dado su extenso léxico.
Una larga pausa hizo el anciano, quizás dándose cuenta de que nunca antes había hecho hincapié en ello. Por segundos, le rondó la idea de que la respuesta sería precedida de una reprimenda ante su osadía al cortar de raíz la perorata milenaria con la que su abuelo pretendía enriquecer sus memorias aquella mañana, pero se llevaría una grata sorpresa cuando el viejo se inclinó ante él y pudo ver, reflejada en su rostro, la nitidez de su mirada protectora antes de dar comienzo a la aclaración a su nieto de lo que había significado el emplazamiento natal en muchos de ellos, señalando así la catarsis entre sus progenitores:
—Una vez el destino enfundaba su lanza con la efe de fernandino en dirección a nuestras almas, igual que un amo procedía con sus reses al marcarles con el hierro ardiente de propiedad, ya nada volvía a ser igual. Éramos poseídos por el espíritu pidgin que nos acompañaría de por vida en nuestras identidades sociales.
Una vez pudimos reunimos ese día, tras entregarle mi epístola para después ayudarla a entender todo ese significado, me serví de las explicaciones de las diferentes personalidades que concentré en mi salón, elegidas con el fin de acompañarnos aquel mediodía del 12 de octubre, quienes de una forma u otra habían nacido o crecido en la isla. Uno por uno fueron exponiendo sus puntos de vista, alegremente, más cuando en el transcurso de la velada les sorprendí con un intermisivo y recurrente plato centenario llamado yebé que actuó de lazo de unión entre los fernandinos ahí presentes, similar a un estofado con malanga alternado con carne y pescado, en cuya preparación me esmeré utilizando los típicos ingredientes tradicionales y que de manera inesperada endulzaría nuestros corazones.
Firmado, Antonio Chop-chop
Sinopsis
La constante diáspora del pueblo africano, desde tiempos inmemoriales, ha marcado la vida de sus ciudadanos, desplazando a unos y otros hasta fijar sus residencias en variopintos lugares del planeta.
En esta obra pretendo describir la potencial existencia de un fernandino cuyo origen desencadenó una extraña parentela entre los antaños transeúntes y autóctonos que se fueron asentando de por vida en la zona debido a la corriente migratoria habitual en esa etapa colonial en el golfo de Biafra.
Mi creciente amistad con un extraño, surgida en las redes, despertó mi interés desde el momento en que me facilitó imágenes y relatos de su bisabuelo durante su vida en Port Clarence. Esas historias se asentaron en mis ensoñaciones para dar lugar a esta ficción, donde paso a paso les novelo las biografías de los personajes que componían la saga familiar, con las idas y venidas de sus destinos ensombrecidos por el extenso manto colonial que marcaría su presente y su futuro, al igual que el de miles de familias africanas cuyas vidas transcurrirían ahogadas durante la Europa de entreguerras; clave suficiente para alentar mis investigaciones.
El título de esta novela se inspira en el puercoespín, animal que guarda un significado mágico en la zona del golfo de Biafra, conformada por los actuales Estados de Guinea Ecuatorial, Gabón, Camerún y Nigeria, un extenso territorio costero donde se cruzaron centenares de idiomas, lo que provocaba diversos sonidos que se mezclan con la vegetación emergente de palmeras y árboles medicinales, base de las economías locales de las regiones donde transcurre gran parte de la narración. Chuku-chuku es como se conoce al puercoespín, debido a sus punzantes erizos.
Mi visión de town se traduce en la variedad cultural no solo africana, sino europea, que habitó aquellas costas, y el mestizaje que generó cierto temor a la pérdida de las identidades territoriales. Encontrarse a miles de kilómetros de sus hogares no impidió que aquel gentío que habitaba las costas mantuviese vivas sus viejas costumbres, creencias e idiomas cuando se agruparon en pequeñas sociedades (towns) que les permitieron conservar intactos sus culturas e idiomas.
Describir las fases vitales de estos hombres sería imposible sin destacar el entorno físico donde transcurrió la acción, las relaciones con terceros, los cambios sociales de la época y la religión…
Los retazos de las historias que se me presentaron a través de testigos o investigaciones, en consonancia con las leyendas rurales narradas por ancianos que conservaban detalles desdibujados en su memoria, partieron de las imágenes y vivencias que hilé para así conformar la trama final.
En aquellos tiempos, si fijamos la vista en la población de Guinea, como en la de otras muchas colonias, gran cantidad de familias emancipadas gracias a tratos mercantiles procuraron que sus vástagos se formaran en el exterior, sin ni siquiera sospechar, ni por asomo, los catastróficos cambios que aquellos jóvenes africanos experimentarían.
Las cartas de la abuela de mi amigo me llegaron por email. También fotos antiguas, que conservo como oro en paño para más tarde legárselas a su nieto como una herencia cultural. Ignoro con qué fin. En esas páginas, básicas para el relato, se narra la vida de Rasul, su pariente, quien iniciaría la saga que conoceremos.
Los avatares vividos durante sus travesías, hasta finalmente recalar en Port Clarence (enclavada hoy en la isla de Bioko), posible lugar de partida de sus antepasados —como ya sucediera en su día con una siniestra ubicación en la isla de Gorea, Senegal—, constatan su peripecia vital y la afectación a sus descendientes, como sucedió con Xanon, el último protagonista de esta narración, quien viviría junto a su madre en la España republicana.
Aquellos datos motivaron mi interés, no solo narrativo sino también personal y cultural, y de ese modo plasmé las luces y sombras del peregrinaje de ese postrer miembro de la saga con visitas a archivos históricos que contribuyeron a dar verosimilitud a la narrativa.
Tras la lectura literal de las cartas recibidas, donde se describe un laberinto de penurias vividas en una hacienda americana durante el siglo pasado, se exponen las razones para su retorno a Freetown, aunque se convierte en un puzle entender la complicada estancia en el territorio adquirido por la corona inglesa a comienzos del siglo XVIII para asentar esclavos liberados. Allí se padecieron las desavenencias de la difícil convivencia provocada por las diferencias sociales entre los africanos autóctonos y los retornados a aquella ciudad prometida, cuando ambas partes fueron incapaces de limar sus asperezas.
En realidad, la vieja aspiración de cualquier cronista o superviviente —relatar lo ocurrido, dar cuenta de lo acaecido, dejar constancia de los hechos, delitos y hazañas— es una mera ilusión o quimera. O, mejor dicho, ese propio concepto ya es metafórico y forma parte de la ficción.
Relatar lo ocurrido es inconcebible y vano, o bien solo posible como invención.
Javier Marías
1. Red social
Un desgarrador grito femenino me sobresaltó como de manera habitual lo hace mi alarma de las ocho de la mañana. Me apretujé entre las mantas hasta topar de bruces contra las frías tablas de madera, como si yo ya formase parte de la estancia. Un escueto fardo, apenas sujeto por un abrupto filamento silvestre, cubría mi cuerpo semidesnudo; aproveché su flexibilidad para recolocármelo dignamente sobre mi pecho y así resguardarme ante la multitud enmudecida que me observaba. «¡SOS!», pensé minutos después de elucubrar acerca de mi desnudez expuesta ante aquellas miradas ajenas. Pero de inmediato pasé a presenciar escenas similares a mi vera: mujeres apesadumbradas, semidesnudas, hambrientas, sudorosas y apalancadas en el espacio circunvalado donde soportábamos el vaivén de olas.
Un repentino ¡Tierra a la vista! me hizo alzar la mirada hacia el nulo aislamiento acústico que hacía retumbar sobre mis tímpanos esas palabras que auguraban un final de trayecto.
Enrarecida, pensé que nunca me había gustado compararme con un pez. Odiaba las peceras como en la que me encontraba mientras mi aquejada inseguridad me atormentaba con la idea de no hallarme en tierra firme. Atorada por la situación, logré incorporarme sobre mis doloridos huesos, que debían de llevar mucho tiempo en aquella posición, para observar desde lo alto de la estancia el oscilar de un candil grasiento que se apagaba por momentos. De repente, un oleaje inesperado me desequilibró y expulsé los restos de una escasa cena.
En ese momento el bodegón comenzó a ir a la deriva, conducido por almas sórdidas, como la joven premamá del posible quejido que divisé entre la multitud, angustiada ante el temor a naufragar mientras permanecía inalterable