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Catalina, una historia del corazón
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Libro electrónico368 páginas4 horas

Catalina, una historia del corazón

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Catalina es el pilar de cualquier hogar rural del norte de España y Margarita es su alter ego. Las dos protagonistas narran la difícil historia que nace en una cama ardiente que teme enfriarse con el gélido aire de la mezquindad y de la pobreza de la segunda mitad del siglo veinte. Multitud de anécdotas reales hilvanadas por el apasionado hilo de la autora dan voz a la mujer, a la mitad olvidada y castigada, protagonista indiscutible de nuestra historia.Ellas, en primer plano, viven y respiran ruidosamente desvelando los anhelos y frustraciones de la mujer de antes en nuestra querida España, salvaje y obsoleta, tan cerca de la prístina naturaleza como del patriarcado restrictivo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 sept 2020
ISBN9788418234569
Catalina, una historia del corazón
Autor

Maria P. Cisneros Belenguer

Es licenciada en Filología hispánica y graduada en Estudios Ingleses. Trabaja como profesora de español en Kansas (EEUU) y ha dedicado su vida a enseñar también el inglés y el italiano. Catalina, una historia del corazón es su primera novela. Actualmente está trabajando en la segunda. La escritura ha acompañado su vida, ha dado voz al incómodo silencio en el que ha estado inmersa desde los primeros tiempos como individuo. Diarios, cartas, cuentos etc. han sido sus únicos escritos hasta enfrentarse con Catalina, una ficción inspirada en su vida y en la de los vecinos y amigos de su querido pre-Pirineo y en la de las personas queridas de sus múltiples estancias en Europa.

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    Catalina, una historia del corazón - Maria P. Cisneros Belenguer

    CAPÍTULO 1: CATALINA

    Invierno de 2007

    Giraba alrededor de uno más de los recodos que escondía la pequeñez del núcleo de Cután. Lentamente, flotando, rozando ligeramente el suelo paseaba Catalina sus 75 años de viejera consumida. Percibía que finalmente su cuerpo levitaba. Sin tocar tierra, mantenía su pesada figura varios centímetros por encima de la superficie seca que apretaba la redondez de las piedras mezcladas con el suelo que apenas rozaba su bastón, distraídamente desasido.

    Conocía perfectamente cada palmo de aquel camino gastado. Lo solía disfrutar en soledad, anticipándose a cada esperado tramo con la mirada, enredada en la monotonía de esa marcha pausada, previsible, tan suya propia. Sin embargo hoy, cansada ya de esperar, avanzaba resoluta, más que nunca, alentada por la extraña brisa de bochorno que la envolvía confundiéndola.

    Caminaba hacia donde el ruidoso sonido del río se hacía cada vez más cercano, aunque algo en su mirada, en la determinación con la que había tomado la vereda, que conducía hacia la verticalidad encargada de separar el pueblo del peligroso torrente, había preocupado a Mariano, al verla atravesar la plaza del pueblo.

    Éste, abstraído en los juegos laberínticos de su taller, demasiado ordenado como para no esclavizar a su dueño y mantenerlo alejado del mundo y de sus vecinos, no obstante, notó algo extraño en la mirada de Catalina. Y mientras apagaba la soldadora y se ponía en camino, ella continuaba su dulce viaje, deslizándose suave pero decididamente hacia León.

    Le parecía verlo entre la bruma procedente del río que ya estaba próxima. Se sentía cerca de su mirada, de aquel brillo limpio, frío, sereno que la perseguía desde que faltaba. Y, mientras, andaba, sin tocar, casi sin rozar el suelo. Avanzaba adornada por una sonrisa peligrosamente dulce, seducida por las promesas que le llegaban del otro lado, de entre la realidad desenfocada que la animaba a seguir hacia delante. Y seguía caminando. Creía distinguir gente hablando, gritando, riendo, manos que se tocaban, miradas conocidas que la observaban de una manera tan habitual y familiar. A punto ya de surcar el cielo junto a las golondrinas, rumbo a la ingravidez, utilizando como medio de transporte tan sólo una expresión infinitamente amable pero inflexible, decidida ya a volar, sintió en su cuerpo una presión fuerte.

    Los álamos continuaron agitando enérgicamente sus ramas, perdidas ya las hojas que ahora tapizaban el suelo de un amarillo intensamente luminoso. Esperaban pacientemente un nuevo comienzo con otra oportunidad de vivir, de engendrar, de volver a morir.

    El viento soplaba fuerte.

    Entonces, Mariano asió con fuerza el brazo de Catalina, cuyo pie derecho perdía ya el suelo. Estaba sola, delante del precipicio, con el cuerpo mórbido y relajado y una mueca de idiotez inmensa en la mirada.

    La empujó hacia atrás hasta sentarla en el suelo y él, a continuación. Horas, minutos.

    Lo que se llevó el aire soplando impetuosamente fue lo necesario para empezar de nuevo, para enterrar a León.

    Otoño de 2007

    Como el tímido calor de un rayo de sol crepuscular en pleno otoño, sentía la tibieza de sus gastadas manos. Las sujetaba, apoyadas en las suyas, consciente de que quedaba poco tiempo. Los dedos de Catalina temblaban, recogidos en una gran muñeca fuerte y robusta mientras sus yemas sentían ya la nostalgia de León.

    Dibujando pequeños círculos acariciaba la suave membrana que recubría ya sólo huesos, y mientras, observaba sus propias manos, tan redondas y corpulentas en comparación.

    El aire viciado de la habitación le transportaba el olor a sudor de la intensidad de muchas noches vividas juntos, y a tabaco, a problemas, a malas y buenas noticias, a toda una intensa vida siempre en construcción.

    Catalina se acercaba a su pecho y percibía el débil pálpito de su corazón ardiente, cuyo fuego había sido injustamente sofocado durante toda la vida por el pánico a la escasez y al hambre. Sabía que ésta y no otra era la razón por la que el miedo desembocaba sin remedio en malas palabras, llenas de nefastos presagios agoreros.

    También por este motivo existía el ineludible miedo también a la risa. Ésta había sido desterrada de su hogar por pecaminosa, por inducir a la alegría y a la felicidad, por ablandar los corazones y cautivar la sensibilidad de su tejido.

    Era el miedo a no tener, el responsable de la acostumbrada procesión de privaciones en que había consistido su existencia, y todas, ofrecidas voluntariamente a Dios, al único Dios, para que protegiera la casa de los múltiples enemigos que la acechaban.

    Por ello, de su fuego, León y Catalina sólo habían respetado la búsqueda incansable del aroma que creaban juntos bajo las sábanas, los infinitos momentos de ternura hacia los hijos o la magia de los numerosos episodios cotidianos, que presenciaban en directo y desviaban su atención del trabajo.

    Y, entre tanto, su amor intacto. Privado de oxígeno, pero intacto.

    En aquellos últimos instantes venían a su mente, en un desordenado fluir, un mar de recuerdos que sólo ahora al calor de la exigua energía que recorría el cuerpo de León, empezaban a cobrar un orden lógico.

    Catalina recuperó la compostura. Se levantó de la silla, se estiró la falda, demasiado estrecha para el volumen en constante aumento de su cuerpo, y cuyos tonos ya gastados recordaban pálidamente el brillo de cuarenta años atrás, cuando su amiga Margarita se la trajo de Francia. ― Toma, ábrelo, es para ti. El rojo es el último grito en Francia, todas mis amigas lo llevan―.

    Se volvió a sentar, ordenando su pelo rizado y secándose con el dorso de las manos el amor, que brotaba como un río de sus ojos. Y volvió a acercarse a él. ― Cuánta dureza, León. Y para qué― le decía en voz baja a unos ojos cuya luz, casi extinguida, daban fe con su mirar firme de la grandeza de su persona, de la templanza con la que había asumido cada día.

    Había llegado al final de su involución, débil pero entero. Y allí estaba su persona, reducida a un exiguo cúmulo de huesos y piel, recubiertos todavía por un delicado hilo de vida.

    Lo que quedaba de él, le dedicó un leve guiño que removió sus adentros y la trasladó al principio de todo: una mezcla de inocencia y admiración, de lujuria y pasión.

    Qué lejos quedaba todo a la tenue y silenciosa luz de aquel dormitorio, conquistado a traición por el inconfundible aroma mentolado de la triste bandeja de medicamentos, que desbordaba la mesilla. Y, encima de ésta, un retrato de grandes dimensiones, que todavía la cautivaba. En un solo instante, plasmado tanto pasado y tantas ansias de futuro en sus miradas. Tanta furia, todo el valor necesario para aceptar el futuro, frente a la infinita sumisión a sus mayores, al Papa, al miedo a la esterilidad de las tierras o de los animales.

    Del largo pasillo que atravesaba la vivienda llegaba el ruido uniforme de unos zapatos demasiado sonoros para ser de casa. El indiferente ritmo de las pisadas, cada vez más cercanas, recordaba a Catalina que las cosas no iban bien. Y el semblante serio de Don Alejandro, el médico de cabecera, no dejó lugar a dudas. Un pronóstico cargado de implacable dureza caía a peso sobre su cuerpo cansado.

    Qué insondable distancia entre estas pobres manos y aquella algarabía en que se confundían los recuerdos, invadidos por la alegría de la fiesta en que se comprometieran los jóvenes León y Catalina, con ilusionados presentimientos de un nuevo nacimiento, el suyo propio a la vida adulta.

    Qué lejos todo y que fresco a la vez su aliento junto al de ella en el primer invierno juntos, rozando con su nariz el cuello, calentando con su respiración el cuerpo de ella, su corazón, todo. Y sin que nadie se diera cuenta, sin interferir en el respeto al dios del miedo, cuya gravedad no debían enojar con su entusiasmo o, al menos, no ostensiblemente.

    Pero, empapada por las lágrimas, Catalina, mojaba las manos de él con salada gratitud y, mirando hacia el techo, se dejaba aplastar por la implacable injusticia. Carcomida por la rabia aceptaba aquel ilógico desenlace, principio de una nueva vida, de un naufragio inevitable.

    Una vez más todo volvía a empezar.

    Los grandes pies de Catalina agitaban nerviosamente las puntas de sus dedos cuando la incómoda frialdad de la visita volvió a abandonarla a su soledad forzosa. Y, mientras posaba la redondez de sus formas en aquella silla junto a la cama, inmóvil, y revoloteaba de aquí para allá entre líneas desordenadas cronológicamente de su propia historia, León se desdoblaba volviendo al principio de los tiempos, a la nada y al todo, a dar fe de nuestra naturaleza más pura. Aunque fue durante la noche cuando este proceso natural terminó, poniendo fecha al final de la vida de León.

    Aturdida, Catalina oía a su hija Ana cuando rompió a hablar con apenas dos años de vida. De la misma manera, sentía tan vivo el temor de la fría mañana en que abandonara el abrigo de su madre, para cobijarse bajo el inquietante deseo de León. Así mismo, recordaba el estremecimiento de su cuerpo al embutir su robustez en aquella blusa que despertaba la primitiva pasión, la más pura por inesperada, en la mirada de su amigo Ramón.

    Pero el brillo excesivo de sus ojos llorosos acusaban el cansancio y, en la penumbra ya, se dejó vencer por el sueño, aferrada a su espíritu.

    Otoño de 2008

    Frente a la ventana de la cocina afrontaba resignada los desaguisados producidos en algunas prendas de vestir de varios miembros de su familia, que se agolpaban en el respaldo de una vieja silla de anea, cargada de historia y de males no reparados a tiempo, coja y maltrecha. Y entre sus manos, unos leotardos de colores con un tomate en la rodilla en los que se entretenía pacientemente en pasar y repasar la aguja, intentando proteger la tierna piel de su preciada nieta, la última en llegar.

    Apoyado con cariño se encontraba también un pantalón de Elisa, su otra nieta, con los bordes deshilachados a fuerza de ser arrastrados insolentemente por el suelo, fiel al enigmático gesto juvenil de enseñar al prójimo la propia ropa interior, hasta el punto de dar con el pantalón en el suelo y lo privado, en ojos ajenos.

    También había un vestido estampado en tonos oscuros, esos que desde hacía un año aproximadamente habían tomado el armario de Catalina, escondiendo la viveza y la alegría de otros tiempos cuando la compañía de León era un hecho a todas luces imperecedero.

    Como no podía ser de otra manera, la reciente pérdida había teñido de negro y gris toda prenda en que envolviera su ya anciano cuerpo de abundantes años, bien moldeado a pesar de la edad. Unas grandes manos y una musculatura casi intacta dejaban patente la constante actividad física, mantenida durante toda una vida dedicada a la familia, a la tierra y a los animales. Se había hecho así realizando siempre trabajos de fuerza, de hombre dirían algunos, de mujer coraje, pero inevitablemente suyos propios, de Catalina, la de fuerza desmedida, la inimitable, ni en masculino ni en femenino, la que siempre pisaba fuerte.

    Había afrontado en silencio la supremacía física frente a la de su marido aunque, eso sí, su complexión fuerte escondía un tachón grave, la notable inferioridad íntima marcada para siempre por su corazón débil.

    Se había dedicado en cuerpo y alma a lograr el bienestar de los suyos, empezando por el de su marido, el amo de la casa. Lo captó el mismo día en que llegó a su nuevo hogar, a aquella gran casa necesitada de personas dispuestas a sobrevivir con una carga excesiva de trabajo, como ella lo era.

    Catalina secaba el sudor de sus manos, calientes por naturaleza, para poder aferrar mejor la sutilidad de la aguja, y pasaba y repasaba, olvidando que ya era suficiente. Agarraba con fuerza el huevo de madera con que se ayudaba para dar volumen a sus prendas y coser.

    Las gafas, los constantes olvidos, la curvatura excesiva de su espalda, todo y nada podían contra su corazón vencido por el sentimiento, que se daba en extremo para vencer su debilidad. Siempre lo había hecho así: dar para acallar, para librarse de un sano cara a cara con ella misma, con Catalina, la de verdad, la dulce y la seria, la amable y la enojada, la viva. Ella era mucho más que la sumisa, lo sabía pero lo obviaba.

    Afrontarlo no era su meta. Por ello, pasaba y repasaba el hilo y, de vez en cuando, por los nervios la perdía. La aguja caía sobre la inmensidad heterogénea del suelo embaldosado tanto tiempo atrás. Lustros, quizás siglos, hacían inabordable recuperarla en la rugosa patina del paso del tiempo. Imposible.

    Se levantó. Con gafas, sin gafas. Encontrarla era inasequible para sus gastados ojos. Cogió otra y siguió.

    Alguien que la acompañaba con una presencia incorpórea le susurró de nuevo al oído palabras ininteligibles, la aguja tembló en sus manos y, antes de volverla a soltar, silenció de nuevo tanta verdad. El querer para ella era vencer su llanto, ganar la batalla a la lágrima fácil y, dándose, olvidaba esa tristeza permanente que impregnaba su ser.

    Por eso envidiaba a su amiga Margarita, que había logrado avanzar, esclarecer la naturaleza de esa tristeza que conquistaba los corazones. Así, la primera vez que fue consciente de la dureza extrema de aquellos reiterados gritos desafortunados de su madre, se hizo mayor de pronto. Contestó, se plantó, empezó a ser ella misma, ante la extrañeza de su madre que, simulando indiferencia, no cejó en su empeño de doblegar a la invencible Margarita, su hija rebelde.

    Pero Catalina, no. Dándolo todo por los demás escondía su tristeza. Arreglaba y remendaba las ropas y las difíciles relaciones entre sus hijos, intercedía por unos, se regalaba a los otros sin esperar nada a cambio, sólo la paz. Buscaba silenciar la pena que corría por sus venas.

    Y sabía que someterse constituía el único camino conocido para superar su mal. Nadie le enseñó jamás a buscar nuevas veredas ni ella osó probar experimentando. Temía la derrota.

    Por eso mismo adoraba a Margarita, por su valentía, su fuerza interior, por su coraje.

    El insistente sonido del timbre de casa y la consiguiente e inesperada visita de Mariano la devolvieron al presente. Y sus palabras por el contenido altamente reservado, le sonaron a música, a alguna ópera italiana. Así, a modo de obertura, Mariano había empezado contándole a Catalina cómo casarse con su difunta mujer, Eugenia, había sido el lógico desenlace de una conversación privada entre las dos familias. La de él deseosa de mejorar el linaje y el bolsillo, y la de ella, necesitada de unos brazos fuertes y decididos que sostuvieran los pesados dinteles de piedra que se empezaban a venir abajo.

    ―En suma, Catalina, que ni yo quería a Eugenia ni ella me quería a mí. Fue todo una farsa en la que se vieron envueltas nuestras vidas.

    ―Pero parecíais la combinación perfecta…― exclamó Catalina con los ojos clavados en el perfil de Mariano, que dirigía su mirada hacia la ventana desde la que se divisaba su propia casa.

    ―Nos respetamos toda la vida, pero eso no quiere decir que hubiera nada más. Mantuvimos en todo momento una complicidad mutua, un acuerdo en el que ninguno interfería nunca en la vida del otro. Pero nada más, pues ni ella ni yo acercamos jamás nuestros cuerpos más de lo que ahora mismo lo estamos haciendo tú y yo.

    ―Pero…― murmuró Catalina sorprendida.

    ―Si.

    ―Entonces…

    ―Eugenia quería a otro.

    Catalina recordó de pronto a aquella mujer de pequeña estatura y cabello negro recogido por detrás con ayuda de una red negra, y su cuerpo enjuto pero llamativamente definido, perfilado por una curva que lo recorría demasiado pronto. Parecía que veía a Eugenia acompañando a aquel pariente suyo de aspecto débil, con mirada cómplice y ambigua, caminando demasiado cerca de su primo hermano, en la frágil frontera entre la buena educación y la irreverencia.

    ―Ah, pero, no entiendo…

    ―Sí, que Luis no lleva mi sangre. Aunque sí mis venas…

    ―Bueno, ¿y? ―dijo Catalina mostrándose conciliadora, sabedora de lo que nadie desconocía, de lo que Mariano, finalmente, había aceptado reconocer.

    ―Nada, venía a decirte si necesitabas algo. Que sepas que estoy allí, al otro lado de la calle, que con sólo diez pasos decididos pues… lo que necesites… ―terminó la frase silenciando su voz.

    Mariano llevaba una camisa de cuadros nueva que constituiría, con el paso del tiempo, su ropa de trabajo. Era alto, corpulento y lucía orgulloso una buena mata de pelo canoso recio y fuerte. Un olor a leña y a viento fresco del norte había precedido su llegada a la cocina de Catalina.

    Ni colonias, ni guisos en su humilde cocina de lata. Sólo, aséptico y obstinado con el orden, coleccionaba de todo, continuando, ahora como afición, una necesidad que le había acompañado toda la vida: la obsesiva tenacidad con que su madre acumulaba cosas para comer, para calentarse, para subsistir en definitiva.

    Ahora, en torno a los setenta indefinidos años, ordenaba cuidadosamente el enorme elenco de cosas de todas las edades que acompañaban su soledad, desde que Eugenia se fuera con los ángeles y su hijo, Luis, emigrara a Cataluña siguiendo el rastro de Carmen, su actual mujer.

    Catalina despidió a su vecino con una mirada calmada, reconcentrada, quizás demasiada información para un novato pero no para ella, hecha a la densa atmósfera en que se convertían las existencias con el paso del tiempo. Remontó con gran esfuerzo las escaleras que la separaban de la calle y el olfato la guió directamente a la cocina donde un montón de huesos y verduras hervían a todo meter produciendo un vapor irrespirable.

    Al conectar distraídamente el interruptor de la luz se dio cuenta de las nubes que obstaculizaban el paso del sol. Se acercó a la ventana y, por unos instantes, siguió con atención el recorrido vertical de las gotas al chocar contra el cristal. El sonido que producían llegaba desordenado gracias a su densidad variable. La confusión al estrellarse con la superficie casi opaca y la extraña luminosidad distraían constantemente su atención de la cocina, transportando sus pensamientos por imprevisibles caminos.

    De tal forma permanecía abstraída que, con la vista nublada, se veía revuelta una vez más en ese mar de oleaje lejano y seco pero culpable de ráfagas que todavía humedecían sus entrañas, hechas de pedazos, diligentemente superpuestos unos a otros para dar forma a aquella mujer anónima.

    Era el alma indiscutible de aquella casa perdida en el espacio montañoso que separa Francia de España, en el hemisferio norte de una gran esfera también perdida entre la inmensidad sin vida, única pero perdida.

    El tiempo parecía detenerse por unos momentos, mientras su mirada atravesaba trabajosamente el cristal empañado en dirección a la montaña, percatándose de que del cielo en Loarre, su pueblo natal, caía nieve.

    Y con el pensamiento recreaba sus calles, la fuente, la majestuosidad de las rocas que sostienen su gran castillo.  El conjunto vestido por el elegante y silencioso manto blanco que con su belleza lo dificultaba todo. Ni animales salían a pastar, ni labradores al campo, el pueblo se aislaba del exterior, el tiempo se paraba en medio de un silencio limpio e implacable.

    Recordaba con cariño aquel tinte mágico que hacía desear cosas extrañas, que ilusionaba al corazón soñador, que servía de aliento al trabajador incansable por entorpecerle cualquier faena y que, sin querer, daba aire de fiesta. Todo se paraba menos el agua y la comida de los animales.

    Deambuló por la cocina unos minutos sintiendo la ausencia de León, su marido, socio de la laboriosa empresa familiar que era su casa. Padre de sus dos hijos, abuelo cascarrabias de los nietos, y sobre todo compañero moral y defensor a ultranza de la justicia en sus vidas.

    Aparecía en cada rincón de la casa, no podía obviar su presencia. Se encontraba su rastro en el azucarero que tanto gustaba usar o en el porrón, ahora inmaculado y guardado en el armario. Se lo imaginaba Catalina apoyado en la pared, asomando su cuerpo enjuto y ágil por la ventana para ver el cielo, lanzando estudiados pronósticos sobre el tiempo e interpretando a ese infiel compañero que tantas veces le había hecho enojar.

    Sin duda, de puertas adentro, León había implantado con tenacidad una filosofía de la vida familiar basada en el trabajo, la sencillez, la honestidad y la tradición, valores que mantuvo hasta su muerte y que constituyeron la educación de sus hijos y la esencia de su vida matrimonial. De cara a los demás, había mostrado en repetidas ocasiones los dientes ante presencias antagonistas. Fue un gran defensor de la casa.

    También él había sido fuerte y aparentemente incombustible como Catalina, hasta que apenas traspasada la cuarta edad, su maquinaria empezó a fallar y un leve malestar le condujo hasta un insoportable dolor, éste al quirófano y éste último al cementerio.

    Todo ocurrió en muy poco tiempo.

    La morfina, el inmenso amor de su mujer, el calor y la comprensión del resto de los seres que lo acompañaban habitualmente en su silencioso mundo de trabajo, fueron el colofón de una áspera vida tratando de silenciar las propias necesidades vitales en pos de las de los demás.

    Nada había sido fácil para él desde el principio. Levantar una casa arruinada por la mala gestión de su predecesor, heredando sus maltrechas riendas a los pocos años de edad, tornan áspero al más dulce de los corazones.

    Y el de León lo era, de forma tácita. No era necesario expresar con palabras los propios sentimientos para hacerlos entender a los más allegados, los comprendían sin más. Tanto es así, que ellos mismos se hicieron también con ese molde. Sus hijos habían bebido de esa fórmula desde el nacimiento y así entendieron la vida y así la expresaron en su momento a los suyos.

    Con su austera expresividad hacía comprender cada intención y cada sentimiento en las palabras no dichas. Era una comunicación de algún modo sustractiva, en la que sólo se decía lo que quedaba por mejorar. O así lo entendían ellos.

    Catalina estaba hecha de otra manera. Ella necesitaba llorar, hablar, abrazar, tocar. Algo que sólo se podía hacer a escondidas, ocultos bajo las pesadas cubiertas que los protegían del frío. Allí todo. En la intimidad, Catalina recordaba cerrar los ojos, la conciencia, las voces incómodas de la moralidad. En ese pequeño rectángulo en que su corpulencia amable y la estilizada fidelidad de él se unían, era donde recuperaba lo puesto.

    Poco tiempo antes de faltar, León le había vuelto a hacer notar que se confundía, a su manera, con su dureza habitual, parco en palabras, ni una más ni una menos.

    ―Sólo conseguirás volverlos idiotas. Dándoles todo sentaste un precedente que difícilmente podrás cambiar. ¡Qué ignorante eres!.

    El mismo mensaje durante años, cargado de ponderada justicia.

    Lo que él no sabía es que ella vivía dándose a los demás y no soportaba el vértigo que sentía al asomarse a sus propias necesidades, a la soledad, a sus sentimientos más íntimos. Por ello aceptó en su día los abusos de sus hijos, la exagerada confianza de los vecinos hacia sus favores y admitió toda la carga física que su musculatura fue capaz de llevar. Y cuanto más le pedían sus hijos a través de un mal trueque, más feliz se sentía. Más necesaria y más plena cuanto más estrecho notaba el nudo rozando en su cuello.

    Y él, consciente de que Ramiro podría arreglárselas de otra manera y no abusando de la

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