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Cena para dos
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Libro electrónico277 páginas4 horas

Cena para dos

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El tema de la emigración afecta a miles de seres humanos en el mundo. Quizás por eso los personajes que conviven en estas páginas, cuya unidad temática se centra en las complejas situaciones de los problemas actuales, nos sitúan frente a realidades ambiguas, tratadas sin el consentimiento de los que confrontan esas circunstancias.
Pudiera decirse que es la historia visual de una ciudad contada desde la ficción, con sus luces y sombras, donde la psicología juega su carta de triunfo exponiendo sus heridas profundas o sus sueños intensos. Se incluye la complicación de resolver en estos tiempos de crisis global: una cena para dos.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento7 sept 2018
ISBN9781524304461
Cena para dos
Autor

Teresa Regla Medina Rodríguez

Teresa Regla Medina Rodríguez (La Habana 1942) es miembro de la UNEAC (Unión Nacional de Artistas y Escritores de Cuba), narradora e investigadora. Su obra ha sido publicada en revistas, periódicos y numerosas antologías. Los títulos de su autoría y las antologías por ella compiladas incluyen Ni + Ni- Gordas (Edit. Extramuros 2012), Promesas y ausencia (Edit. Pastora de Madrid España 2012), Grave error (Edit. La Cesta de Palabras, Tordera España 2013), Mi juguete preferido (Edit. Gente Nueva 2015), Súperflacas (Edit. Ediciones Cubanas de ARTEX 2015), La maldición de Otelo (Edit. Letras Cubanas 2017) y Brindis por Beethoven (Edit. Montecallado 2017). Es la autora más longeva de la Editorial Guantanamera y sus ojos siguen destilando un brillo muy especial.

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    Cena para dos - Teresa Regla Medina Rodríguez

    A modo de presentación

    Solo con los años se va nutriendo la experiencia, se alimentan los sueños a los que tenemos el coraje de seguir soñando y aún corremos el riesgo de vivir para soñar. Quizás en algún momento a lo largo de nuestra existencia, nos veamos reflejados en situaciones semejantes a la de estos seres humanos que han sido capaces de elegir, en diferentes condiciones, la ruta por la que deseaban transitar. Mantener los peligros o beneficios que conlleva el propósito es parte del itinerario del viaje y sus consecuencias la determinaran los que se adentren en él. No es la obsesión por un mismo tema, pero a lo largo de todos estos años, escasos son los hogares que no hayan experimentado la ausencia de alguno de sus miembros. Nosotros no estamos exentos, al contrario, hasta hace poco se podía llegar con los pies secos, mojados, húmedos o congelados por la muerte. ¿Quién sabe cuántas familias no estén atravesando por una situación similar, sobrellevando la falta del que marchó hacia otras fronteras dejando atrás a las personas más vulnerables; bien pudiera ser un niño o un anciano al que ha condenado a la soledad, a las penas, al dolor y la melancolía que se sienten por las ausencias?

    Estos relatos están impregnados de situaciones similares son pruebas a las que nos ha sometido la vida. El diario bregar por las vicisitudes, el modo de enfrentarlas o de ir sorteándolas, como lo hacen algunos de los protagonistas que aparecen en estas páginas. Cada personaje es alguien al que conocemos del barrio, que nos visita y nos cuenta sus problemas. Temas que merecen ser leídos con atención, sobre todo a aquellos que les gusten las emociones, la pasión y no se conforman con un fragmento de lo que ocurre antes o después de las ausencias. Estas narraciones pueden parecerles patéticas o melodramáticas, pero están escritas en un lenguaje claro, donde hallarán traiciones, oportunidades, abusos, fracasos, desengaños, venganzas, violencia de género, violaciones, racismo, toda una amalgama de recuerdos, incontrolables, que a veces hasta limita la facultad de discurrir. La historia visual de una ciudad contada desde la ficción en un tono coloquial, surrealista, real, fantástico, sexual, que valoran, juzgan y despliegan los diferentes matices de los problemas cotidianos que no siempre llevan consigo el Silencio de las rosas o el conflicto de resolver en estos tiempos de Crisis, una Cena para dos.

    La autora

    La línea azul

    A Banuvia solo le bastó recorrer el barrio con la mirada para darse cuenta que aquel poblado de pescadores, estaba dejado de la mano de los que debían velar por su bienestar. Había llegado de sorpresa a casa de la única pariente que le quedaba; una tía abuela y madrina, pues la bautizó, a escondidas, cuando aún era un delito tal hazaña.

    El amanecer divulgó la noticia. Apenas había salido el sol. La gente se asomaba dudosa por los visillos de las ventanas, las puertas entrejuntas o las hendijas de las paredes para comprobar, de primera mano, la veracidad de la habladuría. El carro blanco con chapa turística parqueado junto a la acera les daba la respuesta.

    La vieron atravesar la plaza con aquel jean ajustado y los altos tacones que mostraban la esbeltez de su cuerpo espectacular. Se detuvo frente a la iglesia depauperada, carcomida por el salitre, los azotes de ciclones y el abandono generalizado. Bajó la cuesta para observar su escuela, se asombró que la hubiesen cogido para vivienda. Más bien era una cuartería por las diferentes familias que habitaban sus aulas. Encogió los hombros en un gesto de inconformidad, para continuar la marcha por la calle estrecha y ahuecada de la Esperanza. Miró de reojo la unidad policial y apretó el paso hasta llegar al callejón que conducía al cementerio. Atravesó la herrumbrosa verja, saludó a uno de los enterradores y fue directo a la tumba que buscaba.

    ―Perdóname mamá ―dijo hincándose de rodillas frente al panteón―. Te fallé. Sé que me porté mal, era muy joven, y deseaba tenerte como tú merecías mi viejita. Estaba ilusionada con poderte dar una vida diferente a la que llevábamos ¿Acaso tú no puedes comprender eso? ―los sollozos quebraron las palabras. Estuvo un rato en silencio, como si reflexionara. Juntó las manos sobre el pecho, apoyó la cabeza sobre los dedos, quién sabe si con ese gesto quisiera persuadirla, por haberle causado tantos sin sabores o simplemente susurrar una oración que la eximiera de su comportamiento.

    No pudo calcular el tiempo que mantuvo esa posición, solo al incorporarse sintió el cansancio. Frotó los muslos, las piernas dispuestas a marcharse:

    ―¿Ya se va? ―preguntó el sepulturero.

    Banuvia abrió el bolso, le dejó unas monedas. El hombre agradeció de mil formas.

    A toda prisa salió del camposanto. Tomó el rumbo contrario al que había escogido, era el más cercano para llegar a la playa. Se descalzó, después de andar un buen tramo sintió la humedad de la arena bajo sus plantas. Contuvo sus pasos. Quedó extasiada ante el paisaje. Amaba a su isla, le cautivaba aquella superficie que había salido de un fondo marino, como plataforma insular, según su profesora de Geografía. Entró un poco más en el agua, le encantaba contemplar el mar, ese constante vaivén hacia la orilla, como si deseara conquistarla o ganarse su generosidad ¿Quién podría afirmar que no estuviera incitando a la arena o a las rocas, a ser algo más que un límite imaginario, para revelarle sus secretos como a una novia de espuma? ¿Lo haría igual con el océano con el que tiene confianza plena e íntima por ser su cómplice, cuando de comunicarse trata? El mar, ese viejo conocedor de las intimidades, desasosiegos e inquietudes de los que viven de él.

    Banuvia, sonrió, apreció la oscilación de los botes, lanchas, goletas y balandros unidos en el embarcadero. Todos gastados, faltos de pintura en su mayoría. Un total abandono. Sintió angustia, encogió los hombros y volvió de nuevo la mirada hacia al azul mágico del mar. Admiraba la inmensa masa de agua de silenciosa majestuosidad, no era igual a las otras, estas eran las suyas. Ignoraba el misterio que ejercían sobre su persona. La hacían susceptible. Contempló el límite perfecto de los azules en la línea horizontal. Aspiró la suave brisa que venía envuelta en el manto perfumado del salitre. De repente descubrió a una gaviota que bajaba en vuelo rasante en busca de alimentos; y que con la presa en su pico anaranjado, volvió a remontar el firmamento. Casi de inmediato le siguieron unos pelícanos, revolotearon varias veces, antes de tirarse furiosos contra el agua sobre la mancha de sardiana o cualquier otro pez que le sirviera para mantener sus energías.

    Banuvia recogió las patas del jeans hasta las rodillas y se sentó a conversar con el mar:

    ―¿Por qué habrá personas que dicen que entre cielo y tierra no hay nada oculto? ¿Será porque estás lleno de intrigas y confabulaciones? Eres una verdadera incógnita. Pensar que en tus aguas han combatido numerosos conjuntos de guerra, escuadras completas, que guardas en tu vientre, embarcaciones que perecieron cuando sus pasajeros más confiaban en ti. Quien te ve tan apacible desconoce tu apetitoso deseo de venganza. ¿Por qué te indignas tanto? ¿Qué es lo que te molesta para que desates tu ira? No me gusta verte enfurecido y rabioso, arrasando con todo lo que encuentras a tu paso. Me aterroriza tu violencia. Es increíble cómo te elevas al infinito para estrellarte temario contra las piedras del litoral. Ese es otro de tus misterios ¿verdad? No importa que no me respondas estoy convencida de que te amo y que te he extrañado mucho.

    Inclinándose mojó las manos en el agua y se persignó. Costumbre enseñada por su abuela que le decía:

    ―Se debe pedir permiso antes de entrar, para que no te pase nada malo ―sin embargo, jamás aprendió a nadar. No hubo manera que abandonara la orilla―. Nada se me ha perdido allá dentro ―protestaba molesta.

    El recuerdo de la abuela la inquietó. Con ella esperaba la puesta del sol para ver a los pescadores recoger sus cordeles, los anzuelos, trasmallos, todos los avíos utilizados en la pesca y escucharles las protestas o alegrías según se portara la faena.

    La imagen de la abuela se volvía cada vez más lejana, apenas recordaba su voz. Alguien le había dicho que era lo primero que se perdía en la memoria cuando los nuestros nos abandonaban.

    Banuvia, secó las lágrimas, no pudo evitar ver la imagen borrosa del padrastro al llegar a la casa, tambaleante, después de dejar el escaso salario entre el dominó clandestino y el ron barato. Las lágrimas de su madre recogiendo los añicos del plato de comida tirado contra el piso y el escándalo para que todo el caserío conociera que el macho era él. Nunca se había alegrado del mal de nadie, sin embargo para ella, fue un alivio que la embarcación de su padrastro zozobrara entre las marejadas de aquel mal tiempo al que no hizo caso. Después del accidente, las dificultades se vistieron de largo para traerles las desdichas. Conocieron la miseria. Hasta que un rayo de luz iluminó su existencia.

    El sol se debatía entre luces y sombras. Era esa, la magia del ocaso, la que aprovechaba Banuvia para bañarse.

    Eddy la vio pasar esa tarde hacia la playa. Quedó perplejo ante la belleza de la muchacha. Bien podía ser su padre, los ojos siempre eran jóvenes y con dinero se lograba lo que se quería. Nunca se había percatado de la hermosura de esta joven. Desde luego, las anteriores visitas las había hecho con la esposa, que no lo dejaba ni respirar.

    Salió de la casa sin importarle la fiesta que organizada para su bienvenida, estaba en todo su apogeo y comenzó a seguirla. Tuvo la precaución de guardar la alianza de casado en el bolsillo y apretó el paso hasta alcanzarla.

    ―No eres de por aquí ¿verdad? ―indagó sofocado.

    ―¿Qué te hace pensar eso? ―por supuesto que lo reconoció, había visto desde niña al pariente rico de los Alcántara. Además en el pueblucho todo el que llegaba o se iba se sabía de inmediato. Claro que él jamás imaginó que era la hijastra de Pablo, su amigo de la juventud, con el que había pescado varias veces antes de emigrar.

    Eddy no respondió de inmediato; la devoraba con la vista. Demasiado joven, pensó, esa piel tostada, los ojos azules, el pelo negro ondulado que llegaba hasta la estrecha cintura, lo sedujo. Sintió deseos de enredarse en él como una telaraña y dejar que lo devorara convertido en el más infeliz de los insectos.

    ―¿Vives aquí? ―insistía―. ¿Conozco a tu familia?

    ―¿A qué tantas preguntas? ―sonrió zalamera―. Averígualo.

    ―Dímelo tú. Eres encantadora. Te invito a una cerveza y hablamos ¿Quieres?

    Le mostró la cartera llena de billetes. Banuvia quedó deslumbrada al ver tanto dinero. Pensó para su interior: «Quién duda que este viejo verde sea mi boleto de salida. Estoy cansada de todo esto. Si mis amigas se han arriesgado y le ha salido bien ¿Por qué a mí no?»

    El bar estaba poco concurrido a esa hora; solo una vecina pasó, se detuvo unos segundos a reconocerlos, para ir de inmediato a contarlo:

    ―No vas a creerme, vi a tu hija muy acaramelada hablando con Eddy en el bar del puente. Espero a que la detenga antes que esté en boca de todos ―advirtió―. Recuerda que es casado y con hijos, su familia no te lo perdonará…

    ―Te lo agradezco ―expresó la madre de Banuvia, con cierto dejo de tristeza y preocupación, agregó―: Sé que no podrás callarte. Tú eres muy servicial. Descuida, hablaré con ella ―anunció con el rostro enrojecido por la pena. Sin esperar a que se alejara, tiró la puerta.

    Banuvia llegó pasada la medianoche y con unos tragos de más.

    ―¿Dime si te has vuelto loca? ―se sobresaltó, no esperaba que su madre estuviera levantada a esa hora.

    ―No, no lo estoy ―se atrevió a responderle―. Vine a buscar mis cosas. Me iré con Eddy para el cayo. A partir de ahora viviré a mi manera. No quiero ser como tú; que te conformas con un poco de arroz y un pescado hervido, porque ni grasa hay para freírlo ―sintió la mano abierta de la madre en la mejilla. El bofetón la dejó aturdida―. ¡Mátame! Eso solo falta. ¡Mátame de una vez! ―gritó en busca de la mochila―. Me acostaré con él. Quizás de ese modo podremos arreglar esta covacha que está por caerse. Siento vergüenza. Parecemos un par de harapientas. Esto es lo que heredamos del borracho de tu marido, que bien muerto está.

    ―¡Cállate atrevida! ―la tomó por el brazo y la zarandeó―. Estás borracha, solo así entiendo tu actitud.

    ―No, lo que estoy es hastiada de todo ―colgó la mochila en el hombro y salió para el muelle donde la esperaba Eddy. Se abrazó contra su cuerpo y entre sollozos le contó que había tenido problemas con la madre.

    ―Ya no aguanto este infierno ¡Ojalá muriera ahora mismo!

    ―No llames a la muerte que ella viene sola ―pidió secándole las lágrimas―. Si me aceptas, tendrás un futuro por delante.

    Pasaron unos meses, a Banuvia la ayuda de Eddy nunca le faltó, esperaba ansiosa el día de la partida.

    De madrugada cruzaron el estrecho. En la trayectoria rogaba al mar que se portara bien, que no le hiciera ninguna trastada. Sentía sensaciones indefinidas, como si todo lo bueno estuviera de su parte y dispusiera de un universo entero para hacerla feliz. Persignándose juró que más nunca regresaría al pueblo.

    Todo no fue maravillas a su llegada. Eddy la desilusionó al convertirla en su amante. Aunque navegó con suerte, estudió peluquería y con la ayuda de su protector, puso su propio salón. El negocio y las relaciones con Eddy iban bien hasta que el accidente de la avioneta particular en que viajaba se lo arrebató. En realidad, sentía una desolación inmensa, la tristeza se apoderó de su alma. Con la mirada en el infinito dijo para sí:

    ―Mi corazón está destrozado, mis alas rotas. Estoy volando hacia la nada. Todos los barcos naufragaron cuando la muerte te llevó. ¿Por qué me abandonaste Eddy? Tú eras mi refugio, el fuego de mi alma. Ahora los tuyos me culpan y no sé qué hacer.

    Los hijos del difunto comenzaron hacerle la guerra. Tuvo que mudarse de estado para que la dejaran en paz. Ese año fue fatal. También recibió la noticia del fallecimiento de la madre. No podía dejar el trabajo de inmediato o perdería la clientela. Tampoco deseaba regresar al pueblo, pero era su madre.

    Una fina lluvia comenzó a caer sobre las ahuecadas calles, solitarias, mal iluminadas del pueblucho de pescadores. La inquietud se hizo más precisa en Banuvia. Por un instante imaginó que regresaba a lo mismo de siempre. A los gritos y golpes de la madre, a las borracheras del padrastro, a los chismes del barrio. En todo eso pensó y la nostalgia puso alas en sus pies aun descalzos. Empujó la puerta de la tía abuela, no estaba en ese momento, con la angustia reflejada en el rostro, fue a sentarse en el borde de la cama las lágrimas corrieron silenciosa por sus mejillas.

    Hizo un esfuerzo para calmarse, recogió sus pertenencias, escribió una nota. Dejó algo de dinero a la tía. Entró al carro rentado y volvió a dejar atrás, la línea azul del horizonte.

    Flores frescas

    Hacía rato que el hombre estaba sentado en la misma posición, con el cuerpo ovillado y la mirada ausente.

    ―Cecil, siento tanta nostalgia ―un largo suspiro sigue a la queja―. Mis sentimientos hacia ti nunca cambiarán ¿Me perdonas…? ―no hay respuesta―. No sé si te pasará lo mismo, me atormenta esta soledad perenne. Busco en los rincones de la casa y no me encuentro, cada habitación me parece más larga. Un enjambre de ideas fijas me acompaña. A veces creo que nos hemos mudado para un lugar más amplio, no sé si será porque camino más despacio o la memoria juega a torturarme Y lo consigue, ¿sabes?, lo consigue ―retorna al silencio y después de unos segundos continúa lamentándose como si hablara consigo mismo―. Salgo a caminar y la sombra de los árboles suele ser tan escasa como los amigos. Me está matando la tristeza, siento como estallan los huesos cuando despierto y, al atardecer, se me va la esperanza de dejar el espacio vacío. ¡Cuánto quisiera soltar de una vez esta ancla y desaparecer!

    ―La muerte no siempre llega cuando se desea ―le parece escuchar a la mujer que habla en un susurro―. Ni siquiera con la vejez. En ocasiones te la provocan la desconfianza y la inseguridad.

    ―No hablemos de eso, Cecil, reconozco mi error ―suplica el anciano hundiendo la cabeza en el pecho―. Voy a pensar que es verdad la frase del poeta que afirmaba que: «cuando un amigo se va queda un espacio vacío."

    ―¡Mira que a nosotros nos han quedado espacios vacíos! Los hijos, la familia; todos han partido como las golondrinas que andan siempre buscando un poco de calor en otros países.

    ―No hemos tenido suerte, Cecil.

    ―Yo no creo en la suerte. No hay que fiarse de ella. Viene de golpe o te la quitan de golpe, igual que la electricidad.

    ―Había que oír tus quejas cuando eso pasaba.

    ―Era tan frecuente que desistí. Lo único que puede hacerse a oscuras es el amor.

    La brisa arremolina la hojarasca trayendo un olor a tierra humedecida. El viejo continúa:

    ―He tenido sobrado tiempo para discurrir. Horas interminables de agobiantes añoranzas… Nada me sosiega Cecil, nada aparta de mí el sufrimiento ¿Qué sucedió con nuestros hijos?

    ―No supimos cortarles las alas a tiempo; comenzaron a volar alto y se apartaron de lo cierto para entregarse a lo dudoso.

    ―Fue tu culpa ―la acusa―. Tú sabías que andaban en malos pasos y no me lo advertiste. Me escondieron lo de la salida hasta el último minuto.

    ―¿Cuántas veces voy a repetirte que nunca supe cuándo se metieron en el puñetero sorteo? ¿Por qué te empeñas en venir a molestarme con lo que ya no tiene solución? No te das cuenta que vendieron sus propias almas para perderse en el viento. A ninguno le importó abandonarnos a la suerte. Aunque tal vez sí, por eso mandan cosas que nunca has rechazado.

    ―No Cecil. No siempre lo material sustituye al vacio que causan las ausencias… Hubiera preferido comer como menesteroso y mantener unida a la familia ―reflexiona angustiado―. Con ellos se fueron las esperanzas y nuestras ilusiones. Esa es la verdadera y pura realidad ¿De qué vale tener hijos cuando los hijos nada valen?

    ―¡No hables disparates! Tú eres el menos que debe expresarte de ese modo. A ti también te dio por irte ¿No recuerdas que te enrolaste en la mezcolanza de los balseros? Eran impresionantes aquellas imágenes a lo largo de la costa. Daban lástima, pavor ¡Qué sé yo! No sabes cómo sufrí. El mar parece inofensivo, cuando se enfurece es traicionero y no cree en nadie. Tú no tenías razones válidas, cargaste el aire de discordias anhelando lo imposible. Agregándole tus inconformidades. Nada te parecía bien. ¡Mejor me callo! No me desgarraré la voz con todo lo que tengo para quejarme.

    ―Rectificar es de sabios Cecil. ¿No dicen que el fracaso es el triunfo al revés? Yo dejé aquellas ideas locas y, después de todo, debemos alegrarnos porque los nuestros no fueron a parar al vientre de los tiburones.

    ―Porque se fueron por otra vía ¿Y los demás? ¿No piensas en los demás? Siempre has sido un egoísta. No sé para qué hablo contigo si la cordura nunca fue tu fuerte. Con lo viejo que estás y no has aprendido a ser juicioso ni a reflexionar. ¡Hipócrita!

    ―No me llames hipócrita, no ―se defiende―. Esos jamás dicen la verdad. Acostumbran a fingir, son retorcidos y engañosos y yo no soy así. He cometido muchos disparates, nunca he sido un farsante. Si al menos los muchachos hubiesen sido sinceros…

    ―¡Y dale con los muchachos! ¿A eso has venido? Dejémonos de engaños. En todo momento supiste que tenían que irse. Estaban llenos de errores y manchas, atrapados en puros espejismos.

    ―No sé qué hicimos para que se retorcieran ―murmura el viejo―. ¿En qué nos equivocamos?

    ―No busques culpables, aprendieron de ti. Tus insatisfacciones los alimentaron.

    Vuelve el silencio; el hombre comienza a frotarse las piernas, las siente acalambradas, entumecidas… Después, alza la cabeza lentamente y detiene la mirada en algún punto lejano.

    ―¿Sabes, Cecil? No me gusta esa moda de la incineración.

    ―¿A qué viene eso?

    ―A que no deseo que me quemen, solo que me olviden con lo poco que me pueda llevar

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