Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

De repente tú
De repente tú
De repente tú
Libro electrónico508 páginas7 horas

De repente tú

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Heredera de las novelas románticas inglesas con acento andaluz.

Un cuerpo abandonado en un solitario paraje es encontrado por una joven. Este hecho fortuito da lugar a una serie de acontecimientos en los que se entremezclan las más bajas pasiones y los más elevados ideales. En esta novela los protagonistas luchan por encontrarse y enfrentarse a su Destino.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 feb 2018
ISBN9788417164850
De repente tú
Autor

Tess Watchmaker

Tess Watchmaker es el pseudónimo de la granadina Teresa Rodríguez Martínez, nacida en el siglo pasado, en el seno de una familia humilde. Cursó sus estudios hasta bachillerato, teniendo que interrumpir el acceso a la universidad para hacerse cargo de su familia, debido a la enfermedad y fallecimiento de su madre. Casada y madre, ha tenido que superar otros avatares de la vida que han forjado su carácter. Autodidacta, inquieta por la Historia y el Arte, escribe poesía y narrativa, decantándose por temas románticos, dramáticos o de intriga. Actualmente, continúa escribiendo novelas con tinte autobiográfico.

Relacionado con De repente tú

Libros electrónicos relacionados

Romance para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para De repente tú

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    De repente tú - Tess Watchmaker

    Prólogo

    Ponme como sello

    sobre tu corazón,

    como sello sobre tu brazo;

    porque es fuerte el amor

    como la muerte,

    tenaz, como el seol, la celosía.

    Flechas de fuego son sus flechas,

    sus llamas, llamas de Yavé.

    Aguas inmensas no podrían apagar el amor,

    ni los ríos, ahogarlo…

    Cantar de los Cantares 8, 6-7

    A las afueras de Granada, 1863

    Sentía frío, mucho frío y los párpados pesados, muy pesados, terriblemente pesados.

    Intentaba abrirlos, pero le parecían como si tuviera una losa encima y esa sensación se irradiaba por todo su cuerpo hasta los dedos de sus pies.

    Su respiración, irregular, introducía hielo gaseoso a sus pulmones.

    Tendido boca arriba, reposaba sobre un lecho de hojarasca húmeda y fría.

    El susurro de unas pequeñas pisadas a su alrededor no cesaban desde que había recuperado la conciencia.

    ¿Qué es lo que hacía en aquel lugar? ¿Cuánto tiempo llevaba allí?

    Unas fuertes punzadas atravesaban su cerebro de parte a parte, sus sienes latían desenfrenadamente, el dolor era insoportable, tal vez, debería dejarse llevar al sitio de donde acababa de salir, volver a aquella paz como de muerte en la que no se sentía nada, no se era nada.

    ...Y aquel vacío donde el eco de sus pensamientos rebotaba...

    Un viento helado cortaba como afiladas dagas su piel.

    ¿Qué le había ocurrido? ¿Tal vez una mala caída de su caballo? Un momento, ¿había estado montando a caballo? No lo recordaba. Tal vez le habían atracado y robado hasta su última moneda, si es que hubiese tenido dinero, desposeyéndole también hasta de su último ápice de decencia, dejándole más muerto que vivo en medio de la nada, sin ropa y sin recuerdos... tampoco recordaba eso.

    Intentó alzar su mano izquierda para tantearse el cuerpo profundamente dolorido y evidenciar sus heridas. Su extremidad apenas respondió a la orden del movimiento y la mano, con los dedos largos abiertos, delgados y sucios de sangre y tierra, cayó sobre su vientre sin apenas haberse levantado unos pocos centímetros.

    Suspiró tan profundamente como si aquel fuese el último ramalazo, la última ráfaga de vida que entrase en sus pulmones.

    Sintió que la desesperación, mala compañera en la soledad, paseaba desinhibida por su mente y no tuvo ni fuerzas ni ganas de pararle los invisibles pies que la mantenían tan andarina.

    Aquella indefensión tanto de su materia corpórea como de la intangible, le mortificaba hasta la extenuación y la angustia más extrema le inundaba.

    El susurro de los árboles que le rodeaban se hacía por segundos más intenso, las ramas entrechocaban al compás de una siniestra música orquestada por un viento que arreciaba su ritmo, descontrolado e imparable.

    Intentó levantar su dolorida cabeza, pesada, extraordinariamente pesada y un profundo gruñido de dolor e impotencia, se expandió como el eco en el vacío de aquel lugar inhóspito.

    Tal vez fuese mejor así, se dijo mentalmente en una reflexión desposeída de toda pasión, de toda esperanza en un mañana. Quizá aquel fuera su final, el que se merecía... pero por más que quisiera esforzarse en buscar sentido a todo aquello, no le era posible.

    ¿Y si había sido un canalla, manipulador sin escrúpulos, abandonado a esa situación terminal para así purgar sus innumerables pecados?

    ¡Dios! ¿Nadie se preocupaba por él? ¿No había ninguna esposa dulce, cariñosa, esperándole en alguna parte, sufriendo por su ausencia? ¿Tenía hijos, padres, hermanos... que añoraban su recuerdo y le echaban de menos?

    Unos intensos estremecimientos se adueñaron, no solo de su indefenso cuerpo, sino también de su perdida alma y su vacía mente. Estaba en manos del Todopoderoso y, aunque no sabía si era un hombre temeroso o no, un cristiano practicante o no, sabía claramente que no tardaría en partir.

    El ritmo de su respiración se hizo de repente más pausado, sin embargo, algo le decía desde el mismísimo centro de su ser que aquella quietud solo podía ser debida a una cosa: la llegada certera de la Muerte.

    Rogó a Dios que esta fuera rápida y, sintiendo que su fin se acercaba, envuelto en una calma avasalladora, se encomendó y abandonó al Creador.

    Capítulo 1

    —¡Vamos, vamos, Mina! —Clara Villegas de Santiago animaba muy sonriente a su tata mientras la distancia entre ellas se hacía cada vez más extensa.

    La mujer con la mano sobre su pecho, se paró en seco en mitad del sendero que serpenteante, conducía hacía el sombrío bosque cercano. Las secuelas de un reciente resfriado le habían disminuido las fuerzas.

    —¡Ay, hija, esta pobre vieja no puede dar ni un paso más!, me falta el aire, las fuerzas y hasta la vida. Quisiera seguir, pero que la Santa Virgencita de la Gruta me proteja, estas cansadas piernas se niegan a obedecer. —Con un profundo y lastimero suspiro, se dejó caer sobre un mullido asiento de florecillas silvestres blancas y anaranjadas.

    —Aquí me quedo, Clarita, por mucho que mi espíritu siga siendo joven, mi pobre pellejo ya no lo es.

    Clara se dio media vuelta, la besó en la frente perlada de gotitas de sudor y le sonrió cálidamente.

    —Pero, Mina, ¿cómo puedes decir eso? ¡Que no tienes noventa años! Deja de quejarte y descansa, yo volveré enseguida y antes de que me digas nada, sí, tendré mucho cuidado, como siempre. —Le cogió el ramo de flores silvestres que la mujer llevaba y las unió al suyo.

    Sujetándose la falda de su vestido gris, la muchacha continuó su marcha hacia el bosque con paso alegre y firme.

    Desde niña, Mina la había llevado por esa misma senda en innumerables ocasiones, siempre con un mismo propósito, visitar una pequeña talla de madera policromada que, si bien era cierto había conocido mejores tiempos, en los cuales sus colores habrían resaltado infinitamente más su esplendor, no dejaba por eso de tener un valor intrínseco como obra de arte, pero, sobre todo, como lo que aquella representaba: una menuda virgen de inusual belleza, de quietud en su aniñado rostro que abrazaba amorosa un pequeño cuerpecito de niño arropado entre un humilde lienzo, con su cabecita apoyada sobre el pecho izquierdo de su madre.

    A Clara siempre le había emocionado aquella visión de la Madre de Dios, todo el amor del mundo concentrado en aquella figura de apenas treinta centímetros de altura.

    El camino que normalmente conducía hacia la gruta, estaba embarrado tras la lluvia caída la noche pasada, cosa que a ninguna de las dos mujeres había preocupado en absoluto. Clara optó sin pensárselo dos veces en seguir una bifurcación por uno de los laterales de la gruta que quedaba justo detrás de esta.

    A pesar de estar el sol en su cénit, aquella zona recibía escasamente los rayos que se filtraban por entre las ramas de sauces, abedules y otras especies arbóreas que crecían en aquella tierra fértil.

    Sin perder un ápice de determinación, continuó su marcha hacia su objetivo.

    Gracias a Dios que Mina no ha venido hasta aquí conmigo, el camino está peor de lo normal, pensó aliviada.

    Apenas le quedaban diez pasos para llegar a su destino, cuando vio destacando entre la hojarasca, lo que le pareció un enorme bulto semienterrado en el cual se distinguía un trozo de tela embarrado y de color claro.

    No había nada más inoportuno para una persona curiosa que una situación como esa.

    Apretó con fuerza las flores sin darse cuenta de que las estaba aplastando sobre su pecho que subía y bajaba con un ritmo anormalmente acelerado.

    Clara tenía un espíritu prudente, en cierto modo alegre, pero también serio, dulce y enérgico, era una auténtica Géminis de los pies a la cabeza, con su dualidad a cuestas y sus controversias que le perfilaban un carácter tan particular como el que poseía.

    Su curiosidad que latía inherente a ella desde siempre, la empujaba con manos invisibles hacia allí. Con el corazón encogido y latiéndole frenético, se acercó.

    Su parte calculadora le gritaba hasta desgañitarse que diera media vuelta, su parte aventurera ansiaba descubrir qué era aquello, pinchándola con un invisible tridente, tentándola a acercarse sin más demora.

    Parecíale haber transcurrido muchos minutos mientras sostenía una lucha titánica consigo misma, aunque, en realidad, solo hubieran sido dos o tres.

    Venga Clara, que no se diga, mujer, se animó mentalmente.

    Recorrió en un santiamén la distancia, se arrodilló dejando las flores a su lado y alargó su mano derecha temblorosa. Como si se hubiera quemado con alguna llama invisible, la retiró sobresaltada.

    ¿Qué había sido eso? De nuevo pasó su pequeña y fría mano sobre aquel trozo de tela y, otra vez, notó en su palma un leve latido o eso le pareció.

    Con cierta ansiedad mezclada con un poco de precaución, otro poco de cuidado y un mucho de expectación, comenzó a quitar la hojarasca que cubría aquel trozo de lino blanco y sus ojos se agrandaron progresivamente conforme quedaba a su vista, la parte superior de una figura humana inmóvil.

    Despejó con eficacia y prontitud el follaje que cubría el rostro de aquella persona. Era una amalgama de suciedad, restos de hojas pegadas, moratones, sangre...

    Apoyando su oído en el pecho de aquel ser humano, escuchó con más nitidez aquel corazón, que aún daba vida a esa figura masculina tan terriblemente herida.

    Su estado era en verdad muy precario.

    No había que ser un avezado galeno para entender que estaba muy mal, que lo más probable era que muriese en los siguientes minutos y que ella, sería la única testigo de la muerte de ese desconocido.

    Siguió con sumo cuidado despojando al hombre de toda aquella tamuja. Pronto apareció ante la muchacha un cuerpo grande, fuerte, de largas y musculosas piernas, de brazos igualmente largos y musculados. La ropa hecha jirones, el pelo sucio, mojado y alborotado sobre el rostro, parte del torso de fino vello oscuro surcado por pequeñas y numerosas heridas infligidas, tal vez, por afiladas hojas de navaja... y una pequeña marca en forma de estrella que le despertó la curiosidad. A Clara le pareció una auténtica masacre.

    ¿Quién o quienes habrían sido capaces de hacer algo así? Aún sin saber el o los delitos que el desconocido hubiera cometido, lo que sus ojos veían sobrepasaba la magnitud del castigo infligido. El peor terror del hombre, es él mismo, pensó carente de todo posible aire filosófico, era simple y llanamente una cruel e irrevocable verdad.

    Con un infinito tacto, palmó las extremidades. En un primer vistazo, el brazo y pierna izquierdos parecían rotos a juzgar también por la postura un tanto extraña que tenían apoyados en el suelo.

    Se fijó entonces en su cara, en la que una fea herida le recorría la mejilla izquierda desde la sien hasta la mandíbula. Así estuvo evaluando el estado general, tardando nada y menos en hacerlo. Entonces decidió que ya estaba bien de perder vitales segundos en ello y que al menos iría a buscar ayuda. Tenía que tratar de salvarle, no podía, no estaba en su ánimo dejarle allí, verle morir sin haberlo intentado.

    Un imprevisto, profundo y lastimero gruñido del hombre, la hizo actuar con rapidez quitándose la capa y tapándolo con ella.

    Se alzó, volvió sobre sus pasos y cuando surgió de entre los árboles, suspiró profundamente dando gracias a Dios, pues Minarella seguía allí donde justo la había dejado, aunque acompañada por un muchacho, Tomás: moreno, delgado, mozo de cuadra y amigo.

    —¡Minarella, Tomás! —Clara les llamó con un tono de voz angustiado, haciendo que el muchacho se levantara como impulsado por un resorte y corriera a su encuentro.

    —Señorita Clara, al ver que tardaban usted y Mina en regresar, vine a buscarlas con el carro. ¿Todo va bien? ¿Le ocurre algo? —Sus ojos la taladraban esperando su respuesta.

    Aquel mozalbete de quince años de ojos marrones, alegres, nariz respingona y gran corazón, era para la muchacha como el hermano pequeño que nunca tuvo.

    —Tomás, vienes caído del cielo, sígueme sin preguntar.

    —Niña Clara, ¿no piensas decirme qué está pasando?

    La tata hizo ademán de levantarse, pero le fue del todo imposible porque el cansancio la vencía.

    —Mina, enseguida lo sabrás, tú quédate aquí tranquila que no tardaremos nada en volver.

    Echaron a correr apresuradamente.

    Cuando los dos llegaron, el mozo abrió enormemente al unísono su boca y sus ojos, la sorpresa no le dejó articular palabra, pero sí observaba sin perder un ápice de lo que Clara hacía.

    Ella se había arrodillado junto al hombre y sostenía su cabeza en el regazo.

    —Ahora Tomás, debemos llevarlo hasta el carro que has traído.

    El desconocido gruñó varias veces durante el traslado, las mismas en las que la muchacha creyó firmemente que no podría con él, pues era un hombre mucho más alto que ella, fornido e inconsciente, lo que hacía que su peso fuese mucho mayor.

    Entre ambos consiguieron, no sin grandes esfuerzos, concentración y enormes dosis de precaución, depositarlo en el carro que Mina tenía a su lado del que sujetaba las bridas del caballo percherón.

    Nada más dejarlo de nuevo sobre el regazo de Clara, Tomás incorporó a Mina aún sentada sobre las flores, subiéndola al asiento delantero y sentándola a su lado, emprendiendo el regreso a casa.

    Sintiendo tanto su peso como la proximidad de aquel desconocido, Clara reflexionó: aquel hombre tanto podía ser un noble de impecable cuna como un vil ladrón o incluso un despiadado asesino, fuera como fuese, era llevado a su casa a enfrentarse a un incierto destino tanto de vida como de muerte.

    Afortunadamente, la distancia hasta el cortijo que el padre de Clara poseía, no era mucha y menos aún, si se utilizaba un medio de transporte que acortara ese trayecto considerablemente.

    Aquel hombre sin nombre y sin pasado, había soportado mejor de lo que se esperaba el traslado. Solamente la muchacha sabía que seguía con vida cuando había movido su cabeza hacia el lado derecho, apoyando su mejilla sucia, amoratada e hinchada, sobre los muslos de ella, manteniéndola sin él saberlo, pendiente de cualquier movimiento o ruido que hiciera mientras seguía inmerso en su inconsciencia y al tiempo que ella le arropaba con una manta alpujarreña.

    ¿Cómo alguien que tenía tal presencia y que exudaba tal vitalidad y fortaleza se encontraba más en el reino de los muertos que de los vivos? ¿Quién le odiaba con tal intensidad, tal profundidad como para hacerle algo así?

    Para un espíritu como el suyo, libre de odio, rencor, envidia, avaricia... le era del todo inconcebible que la maldad humana llegase a tales extremos, pero así parecía ser, pues tras todo el daño que le habían causado, lo dejaron creyéndole muerto y ahora, le arropaba con miramiento, con esmero... aunque no era nada suyo.

    Nadie debía saber de lo ocurrido, pensó fríamente.

    Al menos, el poco personal que habitaba con ella en el cortijo era plenamente de confianza, igual que el doctor y su confidencialidad, tanto en lo profesional como también en su absoluta discreción respecto de su personalidad.

    Si corría el menor rumor sobre este asunto, las habladurías no tardarían en llegar a oídos de quien o quienes le intentaron matar. Ahora, no solamente él estaría en peligro, sino también todos los del cortijo e incluso el doctor.

    Sin saber el porqué y por quién.

    —Tomás, dirígete a la puerta trasera, por favor.

    —Sí señorita, como usted diga.

    —Y tú Mina, en cuanto lleguemos, manda aviso al médico.

    —Bien, mi niña.

    El chico guio el carro con maestría, saltó con agilidad y se dispuso cortésmente a ayudar a bajar a Mina.

    Esta, nada más verse en suelo firme, le dio las gracias y desapareció por la puerta del jardín que daba directamente a la cocina.

    Clara le tocaba al desconocido la frente y el pecho y el leve vaivén de su respiración la hacía sentirse algo tranquila, al menos seguía vivo.

    Juan, marido de Marta la cocinera, apareció de improviso y en dos zancadas se situó junto a la muchacha. Entre él y Tomás, se hicieron con aquel enorme cuerpo inmóvil, llevándolo con esfuerzo y sumo cuidado dentro de la casa.

    Clara bajó sin ayuda e iba junto a ellos tratando de que la manta no se deslizara de su magullado cuerpo y acabara cayéndose al suelo.

    —Llevadlo al cuarto de invitados, deprisa. ¿Se ha llamado al doctor Sandoval? —Sin mirar a nadie que no fuera al desconocido, esperó la respuesta mientras ascendían por las escaleras.

    —Sí, mi niña. David va camino de su casa —Mina abrió la puerta y les dejó pasar. Con presteza, la cama fue preparada y la habitación aireada.

    Desde el gran ventanal que daba a una amplia terraza con galanes de noche, entraba una reconfortante luz que iluminaba agradablemente la estancia. Junto a este, se ubicaba la chimenea en mármol blanco de Macael, ahora apagada. Sobre la repisa se hallaba un candelabro en cada extremo y un reloj de calamina dorada en el que una pareja de enamorados vestidos de época y sentados en un banco, ojeaban un libro aparentemente ensimismados. Una mesa camilla de nogal y en color miel con dos sillas a juego en terciopelo burdeos y una alfombra de tonalidades rojizas cubría casi el suelo en su totalidad. Completaban el mobiliario dos mesitas de noche con sendas lámparas de aceite. Era una habitación sin ostentaciones, pero acogedora.

    Fuera se escuchaban los trinos de los pájaros que llegaban desde el jardín cercano y una leve brisa hacía moverse al compás las ramas de las madreselvas.

    —Tata, quédate conmigo, por favor. Tomás, Juan, no hace falta que os diga que nadie debe saber nada. Podéis iros y muchas gracias a los dos.

    Tras una breve reverencia, dejaron a ambas mujeres solas con el desconocido.

    Inmediatamente después, llamaron a la puerta y al abrirse, una mujer de mediana edad entrada en carnes apareció ante ellas portando lleno de agua caliente un hermoso jarrón de fajalauza blanco con colibríes y motivos florales en azul cobalto.

    Era Marta la cocinera, que tan eficiente como siempre, lo dejó sobre una de las mesitas de noche, echó un rápido vistazo al extraño e inclinándose levemente, salió tan silenciosa como había entrado.

    La joven se apresuró a llenar la palangana decorada igualmente con los mismos motivos y unos hilillos de vapor se alzaron al hacerlo.

    Con mucho cuidado para no quemarle o hacerle daño, emprendió la tarea de limpiarle la cara, observándole sin levantar la preocupada mirada de su rostro.

    El desconocido se contrajo ante el contacto y en su cara, se dibujó una profunda mueca de malestar.

    Clara hundía con movimientos eficaces el trozo de tela en la jofaina, aclarándolo y viendo cómo el agua límpida se iba tiñendo de carmesí.

    Aquella herida en el rostro tenía muy mal aspecto, la sangre reseca se lo cubría casi en su totalidad.

    De repente, sintió una punzada de dolor en su muñeca derecha. Una enorme mano temblorosa, ensangrentada, con uñas rotas y llena de arañazos, mantenía la suya suspendida en el aire con el paño húmedo goteando.

    No cabía esperar que pudiera soltarse a pesar de estar herido, pues el hombre la retenía con incomprensible fortaleza, independientemente de su estado lamentable.

    —Niña, ¿quieres que vaya a buscar ayuda?

    —No tata, no hace falta.

    Optó por inclinarse. Sus labios rozaron el oído derecho de su captor y la femenina voz surgió susurrante de su garganta como si de un dulce arrullo se tratara.

    —Tranquilo..., tranquilo. Todo está bien. Estáis a salvo. Ahora, dejadme que os limpie, por favor, lo haré con cuidado, lo prometo.

    Si sus palabras no hacían el efecto que esperaba ¿qué iba a hacer?

    Observó preocupada a Mina que había parado de desvestirle. Ambas mujeres cruzaron miradas silenciosas y ambas a la vez, vieron caer la mano inerte sobre la limpia sábana blanca de fino lino.

    Al menos entendía el idioma pensó frotándose la muñeca dolorida.

    Las dos reanudaron sus respectivas actividades, pero conforme la rasgada ropa hecha harapos iba dejando al descubierto aquel cuerpo que parecía llenar con su enorme humanidad, la formidable cama con dosel, Clara descubrió un anómalo cosquilleo que la sorprendió por entero. Al rozar con sus dedos aquel pecho de fino vello oscuro y sedoso, se le hizo un nudo en el estómago.

    Nunca antes había experimentado algo así.

    Estaba manoseando a un hombre con fines meramente humanitarios, sí, pero aun así, sentía en la piel sensible de sus yemas la tibieza que ese cuerpo despedía y consideraba que jamás había tocado nada igual.

    En la vida se vio en una situación como esa, desde luego, jamás con un hombre y menos con uno como aquel.

    En su vehemencia de socorrer al herido y de prestarle cuidados, se le había pasado por alto aquel detalle: era la primera vez que veía a un hombre desnudo, salvo en sus libros sobre arte y... no era lo mismo, definitivamente no.

    Se sintió sonrojar y experimentar un raro calorcillo que la recorría y que tampoco mejoró en nada su estado.

    La tata abrió la boca para hablarle, pero ella la cortó en seco con los ojos muy abiertos y desorbitados.

    —¡Por Dios, Minarella, ni media palabra, ya no soy una niña!

    No intentó contestarle, sabía bien que cuando su Clarita la llamaba por su nombre completo, es que no estaba para bromas o se encontraba nerviosa y preocupada por algo.

    Era la parte menos agradable de su carácter y así había que aceptarla, por lo que prefirió seguir en silencio con su tarea.

    La joven suspiró profundamente.

    Venga Clara, mujer, concéntrate y piensa que estás ante el David o el Moisés de Miguel Ángel, hermoso pero frío mármol, lejano e inalcanzable de formas y volúmenes perfectos, pero inanimados.

    Aunque aquel desconocido era todo menos frío, más bien cálido, cercano, vivo e igual de imponente.

    Una llamada a la puerta la sacó de sus pensamientos. Dio el permiso y entraron David y el médico.

    El doctor Bruno Sandoval era una persona joven y afable con una abundante melena de pelo rubio hasta casi los hombros y ojos verdes penetrantes y observadores en los que se adivinaba inteligencia y bondad a partes iguales. De alta estatura, llevaba pulcramente y con elegancia un traje negro que le quedaba como un guante.

    —Bien, Clarita, entre Tomás y David me han puesto al corriente de la situación.

    Acercándose a ella le dio unas suaves palmaditas en las manos y una dulce sonrisa le iluminó el rostro.

    —Ya veo que habéis estado aseando al paciente. Bien hecho, puesto que la higiene es importantísima y, además, me facilitará mucho el ver con más claridad en qué estado se encuentra.

    Hasta entonces, el desconocido parecía estar bastante tranquilo, aunque nada más empezar a examinarlo el médico, comenzó a revolverse inquieto.

    Clara pensaba irse de la habitación, de hecho ya estaba para salir tras Mina y David, cuando desde la cama le llegaron unos quejidos fuertes y seguidos.

    —Clarita, niña, quédate, por favor.

    El doctor Sandoval la miraba detrás de sus gafas de redondos cristales que se acababa de poner y ella no esperó a que se lo repitiera.

    Dio media vuelta y se acercó a los pies de la cama.

    —Verás, te agradecería que le cogieras la mano derecha para ver si conseguimos que se tranquilice un poco y yo pueda acabar de examinarle el costado izquierdo que parece estar peor.

    La joven rodeó la cama, se sentó a su lado y acunó entre sus pequeñas manos la de él que se movió inquieta.

    Pero no estaba preparada para lo que ocurrió a continuación.

    Sus ojos castaños miraron aquella cara y se toparon con unos azules como un cielo despejado de verano que la miraban fijamente y sin parpadear, estudiándola.

    Varios segundos después, desaparecían tras unos párpados de largas pestañas negras.

    ¡Dios! Nunca en su vida, ni en sueños, hubiera podido imaginarse una mirada como esa que parecía traspasarle el alma llenándola de ansiedad.

    —Clarita, necesito que le incorpores mientras le coloco en su sitio el hombro y le vendo el torso.

    —Bien, Bruno.

    Apoyó su rodilla izquierda en la blanda cama y adelantó sus brazos acercándolo a su pecho donde le apoyó la cabeza.

    Sintió su respiración algo acelerada, más aún, cuando el aliento cálido de aquel hombre parecía quemarle el escote y le erizaba la piel poniéndosela de gallina. Esa cercanía, esa intimidad, la tenían desconcertada.

    El herido se quejó lastimosamente a pesar de que el doctor Sandoval era un buen profesional, pero no cabía duda de que acomodar de nuevo el hombro en su sitio le había hecho mucho daño y que el vendaje se le ajustaba en demasía, incomodándolo.

    Cuando el galeno hubo acabado, Clara depositó con cuidado al desconocido en una postura cómoda mulléndole las almohadas y arropándole como a un niño; le despejó la frente del negro pelo ondulado que se le pegaba por el sudor y se dio media vuelta con la intención de salir de allí delante de Bruno y sin perder un minuto más.

    Ya en la entrada de la habitación, ambos cruzaron la puerta que la muchacha entornó seguidamente.

    —Mi querida Clara, dejaré a Mina instrucciones precisas para su correcto cuidado. Es primordial que esté hidratado, al principio humedeciéndole los labios con agua fresca y un pañito y después, con caldo e infusiones en cuanto pueda tomarlos —le explicaba el doctor palmeando sus pequeñas manos—. Es sumamente importante que no se mueva para no empeorar las lesiones y para que el dolor sea lo menor posible. Si no surge ningún contratiempo, en pocos días a este pobre hombre comenzarán a cicatrizársele las heridas externas. En cuanto a las internas, he concluido que tiene tres costillas rotas y su hombro izquierdo estaba dislocado; en cuanto a los hematomas, son muy aparatosos, pero con el tiempo acabarán desapareciendo. Clara... hay algo que me intriga, pues he observado que tiene una pequeña cicatriz justo debajo del pezón derecho, parece tener unos años y quien le atendiera en aquellos momentos, supo hacerlo correctamente, pero ¿cómo se la hizo? Sinceramente, eso me tiene en ascuas. En fin, no elucubremos por ahora en ello, lo importante es su pronta recuperación. Ánimo, todo irá bien —le dijo con una afable sonrisa en su labios, intentando alentarla.

    —Sí, yo también la he visto, tal vez sea una antigua herida de guerra, pero reconozco que tiene una extraña forma parecida a una estrella. Bueno Bruno, muchas gracias por venir tan pronto y te pido que no comentes nada, ya sabes cómo son estas cosas y por ahora no sería prudente que esto se supiera.

    —No te preocupes, sabes que siempre puedes confiar en mí. —La besó en la frente y con una leve inclinación de cabeza, salió de la estancia.

    Clara se dejó caer pesadamente en una de las sillas. Frotaba sus sienes con energía, sus ojos cerrados. Dando vueltas en su mente a un sin fin de porqués a los que no tenía ninguna respuesta.

    El desconocido dormía con placidez, ajeno al barullo que su presencia inesperada había causado, ajeno igualmente, a la tormenta interior que se agitaba en Clara.

    Tal vez era un fugitivo de clase alta al que, por la situación política del momento, intentaron detener y se les fue la mano, dejándolo abandonado, creyéndolo muerto.

    Eran malos tiempos…

    Pero ahora, debía centrarse en cómo ese extraño mal herido había revolucionado su tranquila vida de la noche a la mañana.

    Aquella oscura presencia llena de incógnitas, trastocaba por completo su muy lánguida monotonía en la que se convirtió su existencia desde que decidió tiempo atrás, recluirse allí, lejos de la política de salón, de vanidades, falsas apariencias, desproporcionados orgullos, decadentes miembros de una sociedad igualmente decadente y obsoleta.

    Nada de todo aquello la atraía en absoluto y los tejemanejes políticos, menos.

    Esas peleas entre unos y otros harían de España un campo de batalla como en tantas otras ocasiones y ella esperaba que esos posibles cambios dejaran como hasta ahora y en la medida de lo posible, a su apartada y elegida vida.

    Seguramente era una utopía. Aunque en esos momentos, le bastaba con lo que tenía entre manos. Le era suficiente, pues así había sido desde siempre: el estanque, su pequeño mundo de jardines con enredaderas, madreselvas, geranios, árboles frutales y un solitario sauce llorón, parterres de lavanda y pensamientos multicolores, surtidores llenos de lirios de agua y nenúfares, el pequeño invernadero, edén repleto de orquídeas, junto a su islita plagada de hierbas medicinales y culinarias, la huerta donde alternaba el cultivo de tomates, patatas, lechugas... y el laberinto donde procuraba perderse de vez en cuando desde que era niña... Y la compañía de los que en realidad ella sentía como suyos, como su única y auténtica familia, personas de corazón noble, genuinas en sus defectos y virtudes, sin pliegues ni recovecos con las que podía siempre ser ella misma, desechando máscaras y falsedades. Pero todo aquello podía llegar a desmoronarse como un castillo de naipes: de golpe y para siempre.

    Capítulo 2

    Transcurridos tres días desde la inesperada intromisión y posterior caos en la vida de Clara y los suyos, parecía que el desconocido no recobraría la conciencia el tiempo suficiente para que pudiera explicarse y despejar tantas dudas y dar tantas otras respuestas, como preguntas rondaban la mente de todos.

    A veces gruñía, soltaba imprecaciones en italiano, su cuerpo tenía temblores y violentos escalofríos por la fiebre… pero los blancos paños frescos parecían aliviar esa molestia, ayudándole a descansar algo mejor. Con todo y con eso, intentaba insistentemente arrojar lejos de sí la ropa de cama que le cubría, se agitaba inquieto en plena noche...

    Su subconsciente parecía ser un hervidero, un galimatías donde la anarquía reinaba.

    El hombre apenas se nutría de caldo, pero al menos algo de alimento era, aunque el solo hecho de beberlo, le dejaba agotado en los escasos momentos en los que recuperaba la consciencia.

    Bruno le visitaba puntualmente dos veces al día, una sobre las nueve de la mañana y otra al atardecer, momentos que se aprovechaban para el cambio de vendajes y aseo del herido.

    Aunque el galeno era invitado a tomar algún refrigerio, incluso a almorzar o cenar, él siempre se excusaba argumentando tareas o pacientes a los que tenía que atender sin demora nada más acabar su trabajo allí.

    A Clara le hubiese gustado mantener largas charlas con él, pues sabía que sus consejos, experiencia y opiniones, les servirían a todos de gran ayuda a la hora de procurar los mejores cuidados al convaleciente.

    En cuanto a la higiene personal del hombre, le había supuesto a la joven una tortura.

    Tener que lavarle el rostro hermoso y herido, parte del torso cuyo fino vello oscuro y mojado incitaba a… lamerlo y notar su humedad, las extremidades suavemente velludas y musculosas, la entrepierna... le pareció un esfuerzo hercúleo. No estaba para nada acostumbrada a esa clase de actividades, por lo que Mina en varias ocasiones, le sugirió encargarse de eso, a lo que Clara respondía siempre lo mismo: Ya no soy una niña.

    Pero sí se llegaba a sentir como tal descubriendo aquel raro y desconocido mundo masculino hecho piel y huesos, el juego de luces y sombras, de texturas... incluso de las involuntarias reacciones de cierta parte de su anatomía ante el roce del paño húmedo durante el aseo diario... Toda una increíble revelación para su espíritu, tímido e inquieto a la vez.

    Con la cabeza vendada, una profunda herida en la mejilla izquierda, parte del pecho y su pierna y mano izquierdas igualmente vendadas, estas resultaban ser extrañamente atrayentes, el contraste de su dorada piel con el lino blanco inmaculado de la ropa de cama era subyugante.

    En la habitación convenientemente aireada, el suave perfume a lavanda llenaba el ambiente, resultando de lo más agradable en una atmósfera ligeramente impregnada, de olores menos sugerentes de medicamentos, hierbas y emplastes.

    La suavidad de unas sábanas limpias y perfumadas, la higiene del hombre junto a la de cada mueble y rincón de la estancia, la sublime luz otoñal que la iluminaba sutilmente en amaneceres indescriptibles de belleza perfecta y en atardeceres sublimes de gozosa paz, hacían que todo en conjunto fuera de lo más adecuado para el herido.

    Respecto a Clara, esta se había descubierto en varias ocasiones impaciente por el paso del tiempo que le parecía lento para poder relevar a su tata junto al convaleciente.

    Se sentía útil, alguien la necesitaba, aún sin él saberlo.

    Como cada día a esa misma hora, le afeitaba la barba incipiente de su hermoso rostro, poniendo especial cuidado en su mejilla herida atravesada por aquella hendidura en la piel. Aunque su cara nunca quedaría igual que antes según Bruno, cicatrizaba muy bien y la señal de la laceración acabaría siendo menos apreciable que en ese momento.

    Ella mordiéndose el labio inferior, miraba totalmente concentrada como el afilado filo de la navaja barbera se deslizaba por su piel dejándola a su paso suave al tacto.

    Era en verdad apuesto: largas, negras y abundantes pestañas, nariz patricia, labios carnosos y plenos, el mentón enérgico que le daba un aire de suficiencia, fuerza y determinación de carácter; una pequeña y muy atrayente hendidura en la barbilla, el cuello con la nuez de Adán prominentemente masculina... hasta las orejas le parecían hermosas, de tamaño adecuado y en consonancia con todo él, y con un lunar en el lóbulo derecho… era en conjunto totalmente irresistible.

    A pesar de no encontrarse en su mejor momento, pues parte de su gallardía estaba afectada por los estragos sufridos, saltaba a la vista que su cuerpo y rostro heridos poseían y guardaban bastante encanto. En plenas facultades físicas y mentales, sería sin ninguna duda, un huracán que todo lo arrasara a su paso.

    Clara, impresionada hondamente por su apostura, se deleitaba en mirarle, silenciosa e hipnotizada, acariciándole el cabello, susurrándole palabras dulces y memorizando sus rasgos cuando dormía plácidamente o estaba inquieto y abatido.

    Sería su memoria verdadera de que ese extraño había pasado alguna vez por su vida y de que no había sido un sueño, pues en alguna parte habría un padre, hermano o esposa e hijos, que le esperaban o buscaban sin descanso y se iría... para siempre.

    Aquella sutil relación, aquel lazo que empezaba poco a poco a tejerse entre ambos se rompería en un futuro no muy lejano, dejándola con los hilos deshilachados y cayendo de entre sus solitarios y fríos

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1