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El Tigre del Subte:  Y otros cuentos del encierro
El Tigre del Subte:  Y otros cuentos del encierro
El Tigre del Subte:  Y otros cuentos del encierro
Libro electrónico183 páginas2 horas

El Tigre del Subte: Y otros cuentos del encierro

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El Tigre del Subte, fue un cuento publicado en la ciudad de Buenos Aires, como parte de una compilación de varios autores, y se convierte en el detonante de este periodo creativo.
Historias creadas durante la pandemia con personajes que se levantaron el velo y fueron surgiendo entre los muros para tomar vida propia. Personajes que reclamaron, de manera insistente, su existencia. Querían voz, buscaban memoria.
Así surgen como apariciones que llegaron, puntuales cada día, entre el amanecer y el primer café. Tomaron forma para explicar sus tormentos, sus duelos, sus complicidades, sus amores, sus dolores, sus perversiones, también la nada. Porque a veces no les pasaba nada. Entregaron la bitácora que aclararía el camino de la libertad, luego partieron dejando su huella indeleble en el papel.
Recuerdos que se hicieron compañeros permanentes del encierro, y una narrativa que por necesidad aparece murmurando entre el living y el balcón.
Maravillosos autores, también, se hicieron presentes en las gratas horas de lectura, y fueron el cimiento de estos relatos que estimularon el escape del encierro.
En estas historias no hay pretensiones, sólo son historias. Así de simple.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 feb 2022
ISBN9789878721422
El Tigre del Subte:  Y otros cuentos del encierro

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    El Tigre del Subte - María López

    EL TIGRE DEL SUBTE

    El tigre miraba con ferocidad, pero no era la fiereza de estar dispuesto a atacar, sino la violencia que se genera con el miedo, con el sentirse acorralado.

    Se aferraba con fuerza al tubo de color naranja brillante que había en medio del vagón del subterráneo. Casi sin mover los ojos, observaba de reojo el bolso que llevaba una mujer, este estaba hecho con piel de serpiente. Al fondo, distraído con un celular en la mano, un hombre que vestía unos horribles zapatos puntiagudos hechos con piel de cocodrilo.

    El tigre pensaba: ¿qué clase de selva insegura es esta?.

    Estaba rodeado de monstruos peligrosos, en una jungla horrible saturada de ruidos agresivos y molestos, atiborrada de fenómenos de todo tipo: grandes, pequeños, gordos, flacos, viejos… monstruos que, por más famélico que él estuviera, sería incapaz de comer. Verlos le generaba una especie de arcadas, un asco incontenible.

    Sentía que sus patas temblaban y que no podría sostenerse por mucho tiempo más. Intentó recordar cómo llego allí, pero su mente estaba en blanco, era como si no hubiera pasado nada antes, como si no tuviera historia, como si su tiempo hubiese empezado justo en ese momento.

    ¿Algún horripilante ser de esos lo habría drogado? ¿Por qué estaba tan lejos de su amada jungla?

    Entrecerró los ojos, queriendo recordar las sensaciones, los ruidos del viento, las ramas que se quebraban al pisar sigiloso. Esos maravillosos adornos sonoros que aportan los pájaros, los monos y los insectos. Caminar discretamente, mirar hacia arriba y sentir los rayos del sol que jugueteaban sobre su cara en esa danza del viento y el tejido espeso de las hojas de los árboles infinitos en altura.

    ¡De hecho ese es el cielo! El cielo para el tigre es un tejido móvil de hojas que danza y canturrea permanentemente con el viento y el sol.

    ¿Dónde se quedó ese, su paraíso?

    Un grito metálico, hiriente y ensordecedor entró como una afilada flecha sonora y lo sacó de sus recuerdos.

    El tren frenaba y el sonido de la fricción de las ruedas contra los rieles metálicos lastimó sus oídos. Al fondo un sonido nuevo, incomprensible, agresivo.

    ¿Cómo entender qué pasaba? Su corazón palpitaba casi a punto de salirse de su pecho, corría tanto como él cuando iba a cazar.

    Descubrió que ese sonido aterrador era el de la voz humana, una grabación automática que indicaba a los pasajeros del subterráneo que habían llegado a determinada estación.

    Él ya no tenía voluntad, sentía que iba a morir en cualquier momento, lo cual —pensaba— sería lo mejor que le podría pasar.

    Sin embargo, y sin tener ningún control sobre sí mismo, se separó del tubo naranja brillante al cual estaba aferrado durante el recorrido del horror. No sabía, no entendía cómo se movía, cómo se separó.

    Ahora se deslizaba entre los monstruos, los cuales, sorprendentemente, no parecían alterarse con su presencia. Era como si no lo pudieran ver.

    ¿Se habría vuelto invisible? Eran tantas las preguntas que martillaban su cabeza… Cerró los ojos intentando calmarse.

    Se detuvo, pero ¿cómo? ¿Cómo se detuvo?

    Abrió de nuevo sus ojos para saltar encima de la realidad que ahora tendría frente a sí.

    Atónito quedó cuando descubrió su imagen frente a un espejo...

    No era real, era un tigre estampado en la remera de una mujer.

    A Joao Muñoz

    DESIGUALES

    El cuadrado era demasiado inflexible en sus apreciaciones. Los demás opinaban que era muy agudo, un poco cuadriculado. Sus pares no, ellos defendían la postura de él. Todos habían sido educados con el convencimiento de la superioridad que les daba su naturaleza. El cuadrado pensaba que sostener una postura inflexible era lo que más lo definía, le daba carácter, y se sentía orgulloso por ello.

    No obstante, las confrontaciones y disputas siempre fueron inagotables cuando se encontraba con círculo. A él todo le generaba otra interpretación. Las cosas para él nunca eran rígidas, ni inamovibles. Sus argumentos siempre fueron fluidos, flexibles y continuos. Se respetaban, pero no se soportaban. Cuando estaban juntos había algo que no cuadraba; la energía no circulaba. Definitivamente eran diferentes.

    Era incómodo encontrarse con ellos al mismo tiempo porque siempre surgía una discusión. Nunca iban a tener un punto de encaje. Sin embargo, un día, cansado ya de tantas discusiones, el triángulo, que era conciliador y muy filosófico, les animó a limar asperezas; les habló sobre la igualdad y lo absurdo de enfrascarse en discusiones interminables con posturas obstinadas.

    Siendo fiel a su propia volición, tenía un propósito: romper la estructura inalterable de sus amigos. Leal a su convicción sobre la importancia de la igualdad para mantener el equilibrio, siempre predicó que la desigualdad genera vulnerabilidad.

    Les invitó a realizar un experimento didáctico en el cual no se pondrían en riesgo. Él intentaría demostrar su hipótesis sobre la igualdad, no sin antes aclararles que cada individuo es único, que a cada quien le pertenecen sus pensamientos y características personales individuales, y que atesorarlos hace parte de la integridad. Pero, les aclaró, hay una esencia universal en la cual no se es mejor ni peor que nadie, se es igual en el fondo, una misma naturaleza es el origen. Eso les hacía idénticos.

    Cuadrado, dado su carácter, estaba escéptico con este argumento. No le parecía apropiado que lo compararan con círculo porque sus diferencias eran irreconciliables y, si tuviera que volver a iniciarse, preferiría cualquier otra figura, menos ser un círculo.

    Por su parte, a círculo le parecía divertido participar en el experimento, sobre todo porque pondrían en evidencia la errónea teoría de triángulo.

    Es así como triángulo con mucho cariño, y sobre todo respeto, hizo una pequeña ruptura en las formas de cuadrado y de círculo. Los acomodó muy suavemente sobre un diván y los desplegó cuan largos eran.

    Por unos instantes se quedaron expectantes. El silencio los asaltó. Para el asombro de todos, eran dos líneas idénticas. Luego de varios cruces de tensas miradas, volvieron a su forma habitual y enmudecidos, se marcharon. Nunca más volvieron a hablar sobre su apariencia.

    A Dora Delfino

    UNA COPA

    Cerró plácidamente los ojos mientras recostó su cabeza en la ventana.

    El paisaje se alejaba de forma continua y eso era lo que más le gustaba de viajar en tren. La monotonía del horizonte le producía un adormecimiento especial. Al cerrar los ojos el movimiento del tren la acunaba; su mente viajaba y volaba sin riendas.

    Silvana imaginó cómo una pequeña esfera rodaba por el campo, acompañando al tren. Luego, cuando se percató ella, la esfera, que era observada por Silvana, se enterró en el paisaje vasto, y todo se inmovilizó frente a sus ojos, pero no se detuvo de forma normal. Ahora era una visión constante, rápida y borrosa. Es decir, todo lo que veía transcurría de forma acelerada, pero el tren seguía arrullándola suavemente.

    De repente, la asaltó la imagen de la esfera enterrada transformándose en un tallo que surgía en el medio del paisaje. Una hoja nacía de él, luego otra y otra, y trepó enroscado en los chamizos que había en medio del campo; se volvió frondoso, y emergieron minúsculas flores blancas y luego vides.

    Su creatividad le causó risa. Luego se acomodó para contemplar el horizonte por la ventana.

    Las uvas son un verdadero milagro, pensó.

    Y justo, ese extraordinario momento de fantasía y deleite fue interrumpido por una de las azafatas del tren, quien le ofrecía una copa de vino.

    —Nada más apropiado y afortunado, señorita —contestó.

    Inició ese viaje como descanso. Necesitaba combatir su depresión. Llevaba mucho tiempo lidiando con una separación y sus consecuencias: inseguridad y falta de amor propio.

    Uno de sus objetivos con ese viaje era dejar los medicamentos. Estos le estaban generando dependencia y su psiquiatra le había intensificado la dosis. Siempre pensó que medicarse contra la depresión no era una buena idea, en verdad quería dejar de tomarlos y quizás una salida al campo la ayudaría con este propósito. Ese viaje era importante porque marcaba el inicio de su ruptura con la prescripción y con sus frustraciones. En ese escenario una copa de vino era el mejor de los comienzos.

    Encantada la saboreó lentamente y entrecerró de nuevo los ojos. Se concentró en el latido de su corazón.

    ¿Hace cuánto que no me deleito con una buena copa de vino? ¡Tanto que me gusta! ¿Por qué no he vuelto a tomar vino?, se preguntó.

    ¡Ah, por supuesto!, exclamó suavemente, mientras recordó.

    El médico le había advertido sobre las contraindicaciones con su tratamiento. Silvana lo había olvidado por completo.

    Saboreando su copa, recostó de nuevo la cabeza en la ventana sin preocupación. Otra vez imaginó las vides que habían crecido en el paisaje. El movimiento del tren era acompañado por el ritmo de su corazón, al cual podía escuchar claramente como el aleteo de una mariposa en su oído. Y, mientras reía de nuevo con sus ocurrencias, advirtió cómo sus párpados perezosos sucumbieron al efecto del vino y el latido de su corazón se fue silenciando hasta que ya no lo escucho más.

    ZOLI

    —¡Continúa, dale! ¡Dale, Papusza!

    Me decía el abuelo para darme ánimo, pero yo me cansaba fácilmente.

    Caminar con los zapatos hundidos en el barro, mientras empujábamos los coches en los cuales iban nuestras vidas, era una tarea ya cotidiana, pero yo prefería cantar, antes que empujar.

    Los caminos eran duros. Los charcos de agua en el barro ponían en peligro el equilibrio de los carruajes. Siempre temíamos que las ruedas con sus 12 astas, que parecían tan frágiles, se desprendieran y que perdiéramos muchas horas arreglándolas antes de encontrar el escondite perfecto en el campo. Ese sitio que nos resguardaría unas cuantas semanas de que nos descubrieran los payos e intentaran quemar nuestro asentamiento o, en el mejor de los casos, que nos enviaran a la policía la cual destrozaba todo, y que, de todas maneras, nos dejaba uno que otro muerto.

    Casi siempre buscábamos un lugar oculto en el bosque, pero siempre, de ser posible, cerca del agua.

    Lo más lindo era encontrarlo. Descubrir el lugar ideal después de todo ese largo camino andado con nuestras caravanas justificaba todo; era la recompensa.

    Compartíamos el agua, y el fuego. Luego todas las familias alegres armábamos las tiendas. Luego la comida, el vino y las canciones. Los hombres sacaban violines, guitarras, arpa, acordeón y contrabajo. Los instrumentos eran celosamente cuidados para iniciar el festejo en el momento del asentamiento, y al fin llegaban las canciones. Ellos tocaban, todos bailaban alrededor del fuego, pero a mí me gustaba cantar.

    Se sorprendían, y felicitaban al abuelo por mis composiciones. Yo me sentía orgullosa; las canciones que escribía me transformaban, me hacían ligera y me sentía etérea. Con ellas mi voz y mi cuerpo surcaban los matorrales y entonces el cielo, solo el cielo, me ponía límites.

    Mis canciones eran un secreto compartido con el abuelo. Todos pensaban que yo tenía la habilidad de improvisar los poemas que cantaba, pero a escondidas de la comunidad, mi abuelo me enseñó a leer y a escribir. Entonces era prohibido para las mujeres y solo pocos hombres lo podían hacer. Yo fui privilegiada. A mi abuelo le gustaba leer y tenía algunos libros de poemas, los cuales yo devoraba noche tras noche, una y otra vez.

    Así, a la luz de la vela y en un lugar donde solo mi abuelo me podía ver, escribí rodeada de luciérnagas. Ellos, los poemas

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