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El Fuego dice Maravilla
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Libro electrónico215 páginas2 horas

El Fuego dice Maravilla

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Información de este libro electrónico

El sexo puede ser un lugar de resistencia. La pasividad, una estrategia. Esta es la historia de una chica de catorce años que con una identidad oscurecida y un tatuaje misterioso, decide trabajar de prostituta para escapar de la adicción de su padre y de la miseria que la rodea. Durante los 90's desde los suburbios pobres del sur de Buenos Aires, Mara-villa va a luchar con un poder femenino, con un poder de bruja, para abrirse paso o levantar vuelo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 may 2021
ISBN9789878711430
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    El Fuego dice Maravilla - Celia Alina Conde

    Índice

    Infierno, parte I

    Insomnio, parte II

    Incandescencia, parte III

    Identidad, parte IV

    Insurrección, parte V

    Infierno, parte I

    Capítulo 1

    Sabía que su aspecto llamaba la atención, que le daba ventaja. Miró sus manos rosadas, indiferente unos segundos, buscando las cosas que se iba a llevar. Aventajar así por lo general le parecía deshonesto, pero ese último tiempo le pasó de disfrutar las ideas que se le ocurrían al respecto. Contradecían la lógica del mundo. Y eso le gustaba mucho.

    Mientras continuaba preparándose, recordó que a los 8 o 9 años a la persona que ella más amaba en el planeta le dijeron diablo con pollera. Así que a partir de ese momento, aceptó que su perspectiva podría contradecir la lógica del mundo y cada vez se divertía más.

    Amaba los fines de semana en la quinta con su abuela, el aire dulce y fresco de ese lugar y hacerse preguntas. Amaba el agua en general y en particular la pileta que le construyeron como regalo de su sexto cumpleaños en esa casa grande y suburbana.

    Disfrutaba muchísimo quedarse metida hasta que se le arrugara la piel de los dedos y desde ahí escuchar a la abuela, a su madre y a su tía, reírse. El humor de esos encuentros era maravilloso. Raro, pero maravilloso. Las risas comenzaban de repente y se deslizaban como inquietos ríos en miniatura. Las observaba juntas considerando absurda la lógica del mundo. No existían seres más bellos, ni situación más encantadora.

    María Doholov eludía responder cualquier cosa acerca de su tatuaje. Si su nieta le pedía historias acerca de su niñez, repetía con voz de serpiente y ese acento tan extranjero, tan ruso, al quie ritcortdie, quie lie tsaquien un ojo, al quie olvitdie, quie lie tsaquien loss doss. Jugando, se mostraba monstruosa.

    La matriarca se ponía tan dura que parecía tallada en madera. De ella escuchó por primera vez lo quie no tie mata, tie fortaliecie frente a los raspones o a las caídas que sufría por treparse a los ciruelos en el fondo de la casona.

    En 1990, todavía la abuela era inmortal y visitarla, un placer anfibio.

    Guardó el libro haciéndole espacio con cuidado. Después se calzó mejor los lentes con un gesto de concentración que estaba buscando adquirir. Antes de seguir organizando el bolso, estiró un poco las largas piernas cómoda con su gastada ropa preferida, siempre se movía con cierta gracia, era de esa gente felina.

    ¿Qué clase de mujer es la abuela?¿Qué somos las mujeres?, repitió para sí el par de preguntas que se hizo frente al libro abierto esa mañana. Aún no lograba convencer a la gran María de que le permitiera leer durante las comidas. Leer en el viaje la mareaba, así que para retomar la lectura tendría que esperar. Había aprendido a sobrevivir a los interrogantes rebotándole adentro como pequeñas pelotas.

    Con Alejandra, su mamá, aparecían otros asuntos que discutir durante el viaje. Todos muy cotidianos. Intercambiaba lo justo, pero se quedaba con la sensación de evitar lo importante. Siempre había creído que era ella quien dejaba a su madre afuera. Se daría cuenta de su error conforme avanzaran las consecuencias de haberse adueñado del libro.

    Su tía intercedió. Que tiene catorce, que es muy buena estudiante... El resultado no tardó en producirse.

    Ya estás en una edad apropiada, le dijo Alejandra extendiéndoselo, mientras Ana alzaba los brazos festejando y hacía ruido de hinchada. Desde entonces habían pasado un par de semanas y no lograba separarse de él.

    Por la tarde, instalada en la habitación que habitualmente su abuela le preparaba se planteó nuevamente la incógnita: Si somos tan diferentes. ¿Qué es la mujer?. En El segundo sexo, página 17, se preguntaban casi lo mismo que ella, pero 20 años atrás. El texto había funcionado como diario para las hermanas Doholov. Estimaba que a la obra de Simone de Beauvoir le quedaban perfectas las anotaciones, los pensamientos, los dibujitos, incluso los debates que le habían sobrescrito. Su madre María Alejandra, su tía Ana María y su papá Rafael Corvino hicieron circular este ejemplar en su grupo de amigos, cuando cursaban Psicología en 1974. Lo llevaron consigo durante varios años convertido en un muestrario fantástico. Por ejemplo, la letra en rojo de su madre le contestaba dando un salto en el tiempo...si lo supiera lo hubiese escrito. La mujer es un invento..., remataba con el boceto de la roja cabeza de un dragón.

    Bien entrada la noche, en el silencio del amplio comedor, leyó, en azul, con una caligrafía diminuta y uniforme, sobre el margen de las páginas 170/171 y 172 el siguiente párrafo :

    "Estoy analizando un documento que se cree que formó parte del tristemente célebre Malleus Maleficarum, conocido también como El martillo de las brujas, un manual de los inquisidores Kramer/Spengler. Editado 19 veces. En este fragmento correspondiente a 1574 se reseña el caso de la hija del prestigioso médico Celio Aureliano de Padua. Esta admite bajo tortura mantener relaciones carnales con Satanás. Cuenta que su madre abrió una puerta para él en su alma con gritos y golpes que le infligía... que no se podía hacer nada porque la mujer había fallecido. No me sorprende que los jueces llegaran sobre la base de esta confesión y de otras siempre a la misma conclusión: La naturaleza impura de las mujeres propicia dichos vínculos impíos, todas ellas necesitan pronta tutela. Cuando esto no se realiza en nombre de Dios el Santísimo, las desdichadas criaturas, iniciadas a su propio arbitrio, quedan a merced de las furias demoníacas...

    Ay de las pobres que se pierden en estos funestos caminos. En el hierro y en el fuego hallan su salvación".

    Capítulo 2

    Mara revisó una vez más la necesidad de buscar a Silvia, aunque fuese prostituta.

    Mientras lavaba los platos en el fuentón de metal, abría y cerraba las manos cada tanto porque el agua dolía bastante. Consideró que, en esas circunstancias, la ocupación de su tía era poco importante. Pero ignoraba dónde encontrarla. Tuvo miedo y percibió cómo la situación estaba arrinconándola...

    Miró el almanaque de la pared, señalaba el martes 1 de agosto de 1992. En la parte de arriba tenía pegada la imagen de San Jorge y el Dragón. El Dragón... Enjuagó otro plato. En el pasado, cuando se sentía desgraciada realmente culpaba a su tatuaje. Ya no.

    Marcela, la última pareja de su padre, les contó que estaba embarazada de 3 meses. Desde ese momento él se volvió más agresivo y usaba cualquier pretexto para descargarse con Mara. Ella sentía con crudeza cuánto se acercaba al filo del límite.

    Recordó que ayer la bolsa de basura se le rajó junto a la cocina. Seguro algún desperdicio tenía punta. Fue un accidente. Él estaba dando vueltas cerca como esperando algo así. Instantes antes de que su papá explotara Mara lo intuyó, y vio claramente que no se calmaría hasta aplastar el aire y a ella misma con su rabia, aunque no consiguió reaccionar para quedar fuera de su alcance. Inmóvil lo observó pisotear y manchar todo a su alrededor. Hasta sus siluetas de cartón quedaron revueltas con aceite, yerba, cáscaras de papa y papel higiénico.

    El tatuaje que tenía en la espalda alejaba a la gente. Las mudanzas, las borracheras de su padre y la pobreza la silenciaban de una manera cruel. En la escuela, especialmente Liliana, la portera, y una maestra, Raquel, hicieron mucho para que Mara—niña pudiera abrirse a pesar de todo. Al principio empezaron elogiando las figuritas que hacía, a medida que su empeño aumentó, pasaron a admirar su habilidad para dibujar recortando formas bastante más complicadas. Invertía horas. Animales fantásticos, elementos mágicos y algunas caricaturas. Una de las anécdotas que Mara recordaba especialmente era la cara de Betina, la más linda de las compañeras, cuando reconoció sus colitas en una criatura extraña. Se rieron juntas apuntando con el dedo la figura por unos minutos. Su imaginación descubría una manera de conectarse, un puente que la vinculaba con el mundo. Guardaba decenas de esos personajes en papel y en cartón, que no quedaron a salvo.

    Ayer por la tarde estallaron los gritos de mono enloquecido. Y su ferocidad alcanzó toda esa frágil belleza. Entonces Mara practicó el primer distanciamiento completo. Anteriormente lo había hecho pero no con esa determinación. Su cuerpo se quedó inmóvil, su mente agitadísima, no. Nada, nada de quietud. Se imaginó una transformación total en un dragón. Un animal poderoso que desplegó unas enormes alas, capaces de alejarla del pánico y del sufrimiento. Desde allí vio todo como volando a la altura de un gigantesco titiritero, libre de la tensión que vapuleaba a los dos pequeños muñequitos.

    Su padre rabioso terminó el episodio pasando por encima de los objetos tirados y yéndose. Marcela se escapó al primer gesto violento, dejándola sola. A Mara le tocó juntar los destrozos.

    Bajar y llegar a moverse le tomó un rato. Temblaba sin parar y un dolor fuerte le dividía el pecho cada vez que miraba sus cosas esparcidas en el piso.

    Sacó las manos del agua fría porque había terminado de lavar. Apretó un trapo para secarse y se alejó un poco de la pila de trastos.

    Necesitaba dejar esa vida miserable. Necesitaba huir.

    Observó el espacio desde los platos hasta la escoba y suspiró. Soltando el aire como de una jaula.

    Caminó hasta una silla, oyó que la música traspasaba la medianera:

    "En este film velado en blanca noche,

    el hijo tenaz de tu enemigo,

    el muy verdugo cena distinguido,

    una noche de cristal que se hace añicos".

    De repente, una idea atravesó en línea recta desde la pared la cabeza de la chica: Está loco, si no me voy me mata, o algo peor.

    Acomodó unas cajas en torno a ella para protegerse y dormir escondida en su rincón. Pensó en la utilidad de haberse quedado sin nada. Sería fácil no dejar rastros que permitieran seguirla. Sintió que se borraba como si nunca hubiera existido.

    Capítulo 3

    Los sueños en la vida de Mara eran fundamentales. Tenían un extraño vigor. Tanto que a veces parecían materializar otra dimensión de sí misma. Más poderosa y libre. Últimamente se habían enrarecido, reflejando el clima en su casa.

    Esa noche tardó mucho en acomodarse detrás de las cajas y dormir. Tantas cosas le sucedían... Encontró perturbadoras formas de estar peor que muerta, tan deshecha como sus figuritas de cartón. Comprendió que pensar así no ayudaba y aceptó que, como sus sueños vaticinaban, se había largado una tormenta. Solo logró dormir cuando se concentró en la decisión de partir.

    Comenzó a soñar con esa melodía que ya le resultaba familiar: Tarán... pa (silencio), tarán... pa (silencio), mientras continuaba sonando, volvió a ver en un cielo azul sin estrellas al gran dragón en el que se había transformado hacía dos días. La música se aceleraba y luego se interrumpía con un sonido metálico, como siempre. En ese momento, la silueta del gran animal oscuro abrió decenas de ojos de diamante repartidos en su cuerpo, estuvo así mirándola unos segundos y desapareció. Ella supuso que el sueño iba a continuar como de costumbre con algo increíble, después de ese ruido a interruptor o algo así. Pero no. El argumento se puso mucho más realista de lo habitual. Se proyectó en su mente, como en una gran pantalla, una imagen de la calle y la casucha que ocuparon con su padre hacía unos 5 años. Castañares y Mariano Acosta, Bajo Flores. Caminaba como si estuviera despierta, viendo y sintiendo su cuerpo acercarse a las maderas de la entrada. Entonces, se desencadenó una intensa lluvia. Distinguió en el pasto objetos suyos que se mojaban formando pequeños montones, sus cosas más queridas, revueltas entre el barro y la mugre. Se agachó para observar su foto de séptimo grado. El día que se la regalaron fue el acto de fin de curso. La directora la llamó aparte, le contó que estaba muy satisfecha de la alumna en la que se había convertido y se la dio. Veía las caras ordenadas en dos filas de todos sus compañeros con claridad en la fotografía: Betina, que al final se hizo más amiga aunque las diferencias nunca desaparecían del todo; Mariela, que a veces la trataba con calidez copiando descaradamente a Betina; Roxana, que siempre tenía las manos frías y seguía a las dos anteriores; Sebastián, al que todos trataban como a un príncipe, sus escuderos: Sergio, el alto, Adrián, el canchero, y los demás. Al costado del grupo, Raquel, la maestra que orgullosa colgaba sus trabajos y Liliana, la portera, también sonreían.

    La señora Lili, como la llamaban, sabía cómo preferían la merienda cada uno de los casi 300 chicos de la escuela. Le guardaba a Mara paquetitos con viandas. Muchas veces, sobre todo los fines de semana, esos paquetes fueron lo único que había para comer. Unos días antes de la ceremonia de despedida, le obsequió una remera con el hada Campanita y un par de hebillas con unas estrellas plateadas. Todo eso estaba arruinándose. A pesar de que el chaparrón la empapaba totalmente, su cuerpo hervía.

    No, papá, no, dijo y cerró los ojos afiebrados.

    Los abrió en otro escenario de su pasado. 1983. En el galpón que él cuidaba frente a las montañas de basura más enormes que vio jamás. Jugando con unas bolsas de polietileno gris, lo escuchó repitiendo indiferente No seas tonta, es muy común. Muy común, mientras anudaba el plástico oscuro en el que algo de cierto peso aún se movía.

    Capítulo 4

    Como decía la canción, el chaperío estaba inmóvil. La prefabricada destruida donde vivía se apoyaba muy oblicua en La Nave del Olvido, un boliche del Bajo Flores. Era el 4 de agosto de 1992.

    La Nave del Olvido. Mara reiteró el nombre torciendo los labios apretados por la ironía y pensó en su padre. Miró alrededor y se levantó. No quiso que la contagie la madera vencida de la casa. Calentó un mate cocido.

    Creyó que Emilio no tuvo la reacción del otro día por lo de la basura, ni por nada de lo que ella hizo o no hizo. Nada de eso. No fue por

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