Juruguasúlas
Por Liz Haedo
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Una traducción del guaraní al español da cuenta de un exceso; la otra de una falta, pero ambas hablan de la misma: aquella que levanta la voz contra el sometimiento. En Juruguasúlas, las protagonistas hallan su propio modo de decir basta. En cada gesto buscan liberarse o vengar sus vidas. O incomodar.
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Juruguasúlas - Liz Haedo
Mundo-hormiga
La niña, sobre sus manos se recuesta en el piso marrón de cielo de maderas y tejas para seguir, con sus ojos curiosos, mi irresuelto andar, mientras migaja por migaja recojo el pan.
Nos conocemos. Sé que antes de irse al fondo me tomará en sus manos morenas como mi piel y no me aplastará, solo sonreirá e imaginará mi historia y mi microcosmos…
Después, desplegará sus dedos en mi zaguán, al lado de la puerta, y verá cómo me pierdo en aquellas galerías construidas en su pared.
Éramos muchas en la colonia de arena blanca, incontables. Recuerdo a las otras obreras, a los soldados y a la prolífica y longeva Reina. La colonia era grande, cálida, custodiada por un gran sauce de aquel río de nombre parecido al mar. El trabajo ahí era imparable y orgánico. Sobre todo, monótono; al menos para una obrera como yo, quien, por ausencia de alas, fue destinada a servir a la Reina, que no era ni opresora ni caprichosa. Una existencia delimitada por las cavidades naturales, las cámaras de crías, las excavaciones, las exploraciones cortas, la recolección…
Yo empezaba apenas a conocer el mundo y esperaba inútilmente aquellas alas de membranas con las que fantaseaba ir más allá del mundo-hormiga…
No las ansiaba porque quisiese saber del vuelo nupcial. Sabía que las fértiles aladas acaban como la Reina: una nueva colonia, crías, más crías, castas, alas, vuelo nupcial… una nueva colonia, etcétera. Las quería para ir a la otra orilla, la lejana otra orilla.
Nadie en la colonia sabía si al otro lado había otras iguales a nosotras. Nadie nunca intentó atravesar el río. Creo que nadie más que yo siquiera suspiró por ir a la otra ribera.
Transcurría el tiempo ligero sobre las aguas del río y me palpaba el tórax cada noche, imaginando el crecimiento de capas que desafiarían mi polimorfismo natural.
Aquella noche el insomnio se adueñó de mis ojos compuestos. En silencio, las ansias de las alas, despertaron con tal fuerza, que un sonido terrible imperó en la atmósfera dormida de nuestro mundo-isla. Este sonido crecía; las aguas comenzaron a agitarse. El sonido se reproducía; las aguas bravas despertaron. Voces extrañas se mezclaron con una vibración maquinal que se confundía con el grito del río que volvía de su largo pernoctar.
En la colonia, el espanto despertó a la Reina, a los soldados, a las otras obreras. La confusión enrareció las diminutas mentes. Las aguas de una destrucción segura se detuvieron enojadas al borde de nuestras vidas de seis patas.
Luego, más voces extrañas, de seres de otra especie, se unieron a pasos fuertes, raros. El sonido terrible volvió multiplicado. Las aguas angustiadas comenzaron a crecer, gritar, embestir impetuosas, salvajes. La orilla cada vez se sumergía un poco más, desaparecía. El ruido aumentaba. Las voces se entrelazaron susurrantes, cómplices. Unas luces se encendieron, de repente, sobre la colonia donde el caos y el desespero ya se habían apoderado de las galerías de arena…
Las cajas de cartón, grandes, de un brazo a otro, de una lancha a otra, y el río gritando su enojo en la orilla, mordiendo la tierra con sus dientes, creciendo milímetro a milímetro, lamentándose encima de todo lo que a su paso tenía forma… En un instante se olvidó de sus hijas, su dolor tomó los cimientos de la colonia y la derrumbó con sus manos de agua…
Oscuridad burbujeante en las profundidades.
Desperté una mañana naufragando encima de una hoja de sauce, rumbo quizás hacia la otra orilla, quizás sin tierra, y debajo de unos rayos que pronto resecarían mi canoa de tejido vegetal. Volví los ojos hacia todos lados, esperé ver la colonia, pero solo vi agua y más agua. El río omnipresente alrededor.
Una duda líquida despobló mi esperanza: la supervivencia. Inconsciente, a flote, me quedé dormida…
Recuerdo vagamente que la niña agarró mi embarcación y me llevó hasta su galpón con vista al río. Su mirada me interrogó silenciosa. Desde mi ser minúsculo, le contesté en mi idioma que un tsunami me trajo unas alas… y que ella sería yo muchos años después. Eso no sé cómo lo supe.
La niña que cuenta con los dedos
Alza la mirada contorneada debajo del flequillo largo. El cepillo blanco rasca, por inercia, una pollera cubierta por pequeñas burbujas de jabón. A la niña le extraña ver llegar a su mamá con su tía. Y tan amigas. Está acostumbrada a que su mamá diga, a espaldas de su tía, que es una estúpida por andar con su hermano. Y, por otro lado, que su tía, mientras pica las verduras, diga que su mamá es una bandida por no estar nunca en la casa. Por eso comienza a acercarse, como suele hacer su perro, pero con los oídos, para rescatar alguna