Algún día llegarás
Por Isolina Cerdá
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Algún día llegarás - Isolina Cerdá
buenas.
I. Aldeas gallegas
La puerta estaba entreabierta. Cuando ella llegó al principio de la callejuela, al final del camino en el que empezaban las sendas de tierra que llevaban a las fincas, su madre salió al umbral de la puerta de su casa, y desde allí, como si hubiera podido intuir el momento exacto en el que su hija entraba en el pueblo o como si fuera capaz de oler su presencia, empezó a gritar despavorida: que era una desgraciada, que no sabía lo que iba a hacer, que cruzar el océano y abandonar su tierra era un síntoma de egoísmo puro.
—Puta, zorra, guarra, ojalá te veas arrastrándote cual gusano —fue lo más bonito que le soltó.
Todo el pueblo estaba escuchando la ira de una madre despidiéndose de su hija que se marchaba a Brasil en busca de un futuro mejor. En el fondo era una cuestión de amor mal interpretado, otra persona hubiera esperado un cálido y reconfortante abrazo; tal vez su madre no tenía ni idea de cómo se hacía eso y por esa razón Antonia tampoco lo esperaba. Imagino que en el corazón de Teresa estaba su primogénito al que perdió en la guerra, y para ella que su hija se marchara a Brasil era algo así como añadir otra desgracia más a la familia, la imaginaba tragada por el océano, sumergida en sus aguas, como si su marcha voluntaria fuera un viaje seguro hacia lo desconocido.
La tierra fría, llena de manto verde, de suelo mojado, de altos robles que te miran desde las alturas, de riachuelos que acaban en el río Miño y que condicionan itinerarios y caminos.
Mi madre, tu bisabuela, iba con las vacas de aquí para allá, en compañía de su prima. Era frecuente encontrarlas jugando juntas, bueno, era un tipo de juego que se adaptaba al mundo en el que vivían, primero estaban las ocupaciones y después el divertimento si lo había. Vivían todos juntos desde que la matriarca enfermó: Teresa, abuela enferma e inmovilizada; María, la hija que no emigró y que se quedó en la aldea cultivando patatas, alimentando cerdos, ordeñando vacas y criando hijos, dos concretamente, Carmiña y Carlitos, sorteando las mareas altas que le llegaban de golpe con Carlos, su marido; y Casilda, hija de Antonia, la que emigró a Brasil, y primera nieta de Teresa, de la cual cuidaba en representación de su madre y porque Dios así lo quería.
María y Carlos se habían casado diez años atrás, aquella boda fue motivada por uno de los pocos impulsos de amor compasivo que la novia sintió en su vida, una muestra de calidez que escaseaba en su alma la mayoría de las veces. Aquello fue una pepita de oro que su corazón mostró y que seguramente Carlos pensó que abundaba en ella. Pero no, María no era caliente, era fría como el hielo.
Eran otros tiempos, Corazón, años cincuenta del siglo pasado, María mandaba solas a estas dos niñas, Carmiña y Casilda, a Laiantes de Arriba, una aldea de la zona, unos cinco kilómetros más allá, a través de montes, riachuelos, bosques…, etc., para que se quedaran a dormir en la casa familiar que Carlos había construido con sus propias manos, con la finalidad de ahuyentar a los posibles ladronzuelos nocturnos. Ella se quedaba en Santa Baia cuidando de su madre que estaba postrada como consecuencia de la enfermedad degenerativa que le iba encogiendo el cuerpo. En aquella época no había móviles para asegurarse de que llegaban bien, ni siquiera tenían teléfono, así que las noticias de sucesos llegaban mediante visitas inesperadas ante las que el corazón se encogía por lo que pudiera pasar.
Aunque María tenía una hermana, Antonia, esta se había ido a Brasil dejando a su primogénita al cargo de los tíos paternos, pero cuando la abuela empeoró, su hija Casilda no tuvo más remedio que cuidar también de ella. Así que el papel que asumió esta niña con poco más de doce años fue tremendo; soportaba grandes cargas, eran tan pesadas que sus hombros tuvieron que fortalecerse a base del sobresfuerzo. No era sólo cuestión de física, de peso corporal, era más un cúmulo de despropósitos que machacaban el alma ingenua y bondadosa de esta niña linda; aunque también lo físico pesó, la artrosis temprana que le diagnosticaron con poco más de veinte años fue lo que quedó en lo físico: los dolores del espíritu de vez en cuando se hacían notar en forma de lágrima y un tono triste que se mezclaba con el azul intenso de su mirada cuando alguien escarbaba en su memoria.
De María se decía que era una mujer muy fría, con escasa empatía, sólo ella sabía el porqué de sus actos. Creía en Dios y dejaba que Él la guiara, al menos es lo que se desprendía por su presencia en los rituales católicos y su asistencia a misa todos los domingos. Sonreía y era cortés, aunque las personas que la conocían en todas sus facetas sabían de sobra que esa sonrisa era más bien una pose estudiada, una especie de buen hacer aprendido, porque en el fondo había algo que se callaba, unos silencios raros: silencios que amartillaban.
Independientemente de lo vivido, el carácter de una persona acaba por imponerse. Ella, María, nunca fue una mujer expresiva, no le gustaba manifestar emociones, o tal vez no sabía cómo demonios se hacía eso. Sabía leer y escribir. En su casa habían alojado temporalmente a maestros que daban clase en el colegio rural de la zona, eso hizo que el respeto por la cultura siempre hubiera estado presente en su vida. Su padre, el señor Francisco, fue una especie de genio, tenía gran capacidad creativa e inquietudes, trabajó como carpintero así como en muchas otras cosas y en todo aquello que demandaba el campo. Su mayor logro fue conseguir aplicar el funcionamiento de la máquina de vapor en el molino y la serrería del pueblo, y aunque eso fue un logro de la revolución industrial, nada sabía de ella un señor de Santa Baia, en la provincia de Ourense, que emigró a Argentina para conseguir algo de dinero para su familia, sin ningún tipo de formación reglada más allá de saber leer y escribir. Era un hombre que de haber tenido medios y caminos por los que transitar en el mundo universitario habría logrado grandes cosas. Y aun sin haber sido así, llegó a poner en práctica conocimientos que no todo ingeniero hubiera logrado sin su formación. Hablamos de los años mil novecientos veinte, más o menos. Entonces ya tenía tres hijos y su vida emocional estaba ligada para siempre a María Teresa, una mujer con mucho carácter que trabajaba en el campo porque es lo que conoció, pero estaba abierta al mundo y nunca se opuso a que Francisco indagara, entre maderas, tornillos y fuerzas extrañas, las raíces del mundo industrial.
Francisco, el inventor, como le llamaban con cariño sus paisanos, añadiendo a sus espaldas el adjetivo de «loco», siempre anheló otros mundos, pero el amor por su mujer y sus tres hijos —dos niñas y un niño, Antonia, María y Paco—, recortó sus ansias viajeras y descubridoras, y se apañó con lo que tenía a mano para dejar libre su ingenio. Sí, viajó, pero con billete de ida y vuelta, a Argentina, en un tiempo de posguerra, en el que el hambre acechaba por todos los rincones de España, más aún en las aldeas gallegas, porque aunque el campo producía y los animales ofrecían su carne, sus huevos y su leche, en ocasiones había que vender esos regalos de la naturaleza para conseguir otras cosas igualmente necesarias.
Casilda había vivido escenas familiares desagradables. Mucho antes de que sus padres emigraran a Brasil, tenía recuerdos que en algún momento me desveló que se alejaban mucho de la convivencia armoniosa que siempre supuse que existió en su familia, que también era la mía, la tuya.
La belleza de Casilda era conocida por toda la zona, y los mozos hacían por verla para confirmar de primera mano esos rumores. Era una especie de belleza a lo Audrey Hepburn, no creo que conocieran a la actriz los habitantes de esas aldeas orensanas de mil novecientos cincuenta, pero cuando vieron las imágenes de la protagonista de Desayuno con diamantes sin duda todos pensaron en Casilda. No le faltaban pretendientes, pero ella se quedó con el que le prometió un viaje a la luna de ida y vuelta, con cena y estancia allí. Su belleza hacía que la imaginación de su enamorado volase hasta hemisferios siderales. Rodrigo quedó fascinado al verla, fue como una aparición casi mágica. Aquella tarde en la que Rodrigo estaba con sus hermanos cargando el carro de sacos de patatas, y Casilda pasó por delante de él, ella iba con su prima; llevaban una gran cesta de manzanas para una tía suya. Casilda empezaba a ser una mujercita muy aparente y llamativa, ella no era consciente aún de su poder, ni creo que llegara a serlo nunca. Pero la fascinación de Rodrigo quedó instalada en su corazón, y desde ese momento supo que aquella mujercita preciosa sería suya. Comenzó a rondarla, a indagar en su vida, y se le acercó en la feria de Amoeiro para mostrarle su interés y rendirse a sus pies. Ella dejó que la cortejara y subió a ese cohete lindo que la iba a llevar a formar su propia familia.
Las promesas de Rodrigo casi se cumplieron, ella llegó a pasear por lo que para sus vecinos era una especie de cohete: un gran cochazo nunca antes visto por la zona; pero tuvieron que trabajar mucho para llegar hasta esos asientos de piel y enfrentarse con muchos monstruos invisibles que aparecían una y otra vez en la mente de Rodrigo. Casilda sacaba la espada, se encajaba en esa armadura que utilizaba para las temporadas de transición, la primavera y el otoño, y agitaba su brazo contra ese monstruo de origen neuronal.
Puedes darle vueltas a la vida, observarla, intentar quedarte con un trozo de ella, que no muera, que siga siempre vivo, palpitando, pero te das cuenta de que eso no es posible, el tiempo avanza, sigue, corre, vuela. Corazón, vive, arriesga lo justo, lo necesario para sentirte viva, disfruta, respira e intenta ser feliz. Hoy más que nunca, tal vez no hoy sino en estos días, en esta época, en este trozo de vida me doy cuenta de que todos acabamos sintiendo lo mismo: el dolor intenso en el alma por algo que nos ha atormentado, que nos ha impactado, golpeado. Siempre pasan cosas, siempre. Tú puedes ver a una mujer caminando con una capacidad de trabajo increíble, un orden casi enfermizo rigiendo los objetos que pueblan su casa, que viven en cada rincón de su hogar. No se le deja al polvo campar a sus anchas, la limpieza es una razón para mover el cuerpo. ¿Cómo puedes llegar a imaginar que detrás de su sonrisa, la de la mujer que organiza su mundo y trabaja lo indescriptible, hay tanto peso en el alma? Pues sí, ella, la que te sonríe, la que trata de que tu vida sea feliz, la que hace del momento compartido con ella una caricia para el alma, ella llora en silencio. Sí, también. No, no conozco a nadie que no tenga algo que contar. Casilda es una mujer adorable, preciosa, hacendosa, entregada a su familia, al mundo, a la vida. Cuántas Casildas caminan a nuestro lado, Corazón. Muchas, ellas son las que nos tienen que dar fuerza, son el ejemplo.
Para mí Casilda es mi tía querida, aunque no tenga un parentesco tan próximo como otras tías mías, pero el afecto es lo que afianza las emociones sin necesidad de una liga sanguínea; la mayoría de las veces es así. Casilda siempre ha estado presente en mi vida, desde la distancia física lograba hacer llegar su cariño. Su vida dio muchas vueltas desde aquellos tiempos vividos en Santa Baia, logró una posición económica cómoda y lo suficientemente estable como para tener grandes detalles con nosotros, que eran casi mágicos para una niña poco acostumbrada a recibir regalos o a disfrutar de ciertas comodidades. Ellos eran para mí los tíos de Galicia, los que siempre hacían especiales determinados momentos.
Recuerdo que en uno de esos viajes a Galicia, no hace mucho tiempo, cuando estábamos las dos recogiendo la cocina, ella con sus más de sesenta años y yo casi con mis cuarenta, le pregunté por un momento concreto de su niñez, el momento en el que su madre Antonia se va a Brasil y ella se queda en una aldea gallega en la que enraizaría su vida. Su respuesta descubría huellas de dolor, profundo dolor, porque Casilda conocía cosas que jamás pude imaginar. Cosas que habían pasado en el corazón de su hogar de niña, situaciones dolorosas, que hicieron que Antonia, su madre, se convirtiera en una heroína para mí en ese mundo que yo me estaba componiendo de la familia. Sobre todo porque la imagen de Antonia era la de una mujer jovial, adelantada a su tiempo, cuya percepción del mundo parecía ser distinta a la que tenían el resto de mujeres coetáneas suyas. En realidad no le quedó más remedio que rechazar el color negro que parecía querer imponerle la vida, tenía muy claro que el color debía elegirlo ella. Cada vez que Antonia retornaba a Galicia y podíamos disfrutar de su compañía, se presentaba como una mujer abierta a los regalos del mundo. Era muy cariñosa, siempre te dedicaba un gesto dulce, en sus observaciones destacaba esa referencia al cariño y al sentimiento, sus consejos se basaban en una filosofía que ella misma desarrolló sin darse cuenta. Profesaba la aproximación a la naturaleza, el buscar en ella la respuesta y así, cuando veía que alguien estaba derrumbado por las situaciones vividas, cuando sentía que el ánimo ajeno estaba machacado, ella aconsejaba su arreglo mediante, por ejemplo, la observación del devenir de una flor. Todo vuelve a renacer: ante las situaciones más amargas era capaz de ver un hilo de luz, la cuerda a la que asirse para no caer en el pozo sin fondo de la desesperanza. Puede ser que eso mismo fuera lo que ella utilizaba para salir a flote de las amarguras que le produjo la vida, del lado oscuro y barroso del trabajo duro en el campo: el levantarse cuando aún no ha salido el sol y no hay calor que te ampare, el llevar al monte a las vacas, sachar las patatas, segar el trigo, recoger el mijo, cosechar la uva. También de los monstruos que aparecían en casa. Yo sólo recuerdo de Alberto su caminar dificultoso, su rostro impreso de un carácter seductor, con las facciones muy angulosas, y su agradable compañía; lo sentía como una persona amiga, el marido de