El niño que soñaba con dar un abrazo a su padre
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Fernando Novalbos Sánchez nació en Madrid el 30 de mayo de 1969, pero es manchego, y toledano. Estudió Dirección Cinematográfica en la Academia Metrópolis de Madrid.
Su labor literaria pública da comienzo en el año 1990.
Dirige y escribe varias piezas teatrales, que representa con su grupo “El Diván del Tamarit” agrupación conformada por estudiantes aficionados.
Es autor de las siguientes obras: La vida huele a suela de zapato (2007), Tierra (2009), Luz de acorde (2012), La soledad del abecedario (2013), Los pasos compartidos (2015), La ventana del cielo (2016), Mi libro de poemas vascos (2017), Historia de una puerta (2018), y Sitio Seguro (2020). El niño que soñaba con dar un abrazo a su padre (2020) es su primera Obra en Europa Ediciones.
Su cuento “Cuento de navidad” es publicado en la prestigiosa colección de Cuentos navideños “Contamos la navidad” (2013) dirigida por José Ignacio García, premio Miguel Delibes de Narrativa (2009), donde repite, publicando dos poemas para la misma publicación (2015), y forma parte de la antología de cuentos que se publica en “Una navidad de diez” (2018).
Integrante de la Antología de la poesía Española en dos ocasiones, (2016) y (2019).
Es Premio Internacional “EL ESLABÓN EN LA CADENA DE LA PAZ” por el valor humanitario del conjunto de su obra literaria (2019).
Su relato “David vencedor de Goliat” es uno de los textos que integra el libro del Museo Del Prado en su 200 aniversario, que publica Ediciones Ondina, (2020).
En 2021 presentará su proyecto teatral EL ÁNGEL DEL DUENDE.
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El niño que soñaba con dar un abrazo a su padre - Fernando Novalbos Sánchez
Fernando Novalbos Sánchez
El niño que soñaba
con dar un abrazo a su padre
© 2020 Europa Ediciones | Madrid
www.grupoeditorialeuropa.es | info@grupoeditorialeuropa.es
ISBN 979-12-201-0265-0
I edición: diciembre del 2020
Depósito legal: M-30121-2020
Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.
El niño que soñaba con dar un abrazo a su padre
Para mi padre,
in memoriam
Quiérete mientras te sea sencillo,
sin duda,
esa es la mejor forma de querer de verdad.
1.
Leo en la Wikipedia la explicación sobre el narrador en primera persona. Para que tenga conocimiento de algo, es necesario que lo experimente con sus propios sentidos, o que algún otro personaje se lo cuente. Puede contar sus propios pensamientos y opiniones, pero no los de los demás personajes, a no ser que éstos se lo cuenten
.
Y así sucede, confinado por un virus desconocido, me aíslo del mundo por completo, y empiezo a desarrollar junto a muchos otros personajes, un mundo ficticio y real que debería desembocar en el abrazo que tanta falta me hace.
Soy el autor del relato, y aviso que, aun pareciendo el protagonista de la obra, no lo seré.
2.
Me encuentro en el dormitorio principal de una casa, bueno no, uno de los dormitorios de una familia en particular, la mía.
Una casa con pasillo estrecho, seis puertas a los lados, y un recibidor a oscuras, como si fuera de noche. Soy el niño que llevo dentro. Me quito los zapatos, y aunque hace frío y las baldosas estén congeladas, me calzo las botas de futbolista.
Los techos no tienen lámparas, la alacena nada de comida, y los muebles del comedor permanecen igual que cuando hicimos otra mudanza, tapados con sábanas. Pero imagino todo lo contrario y de forma milagrosa, las cosas vuelven al estado original de la década de los años 70.
Una casa de campo de grandes dimensiones, con piscina, dos jardines, uno delantero y otro trasero, y un terreno extenso donde juego con mis tres hermanos.
En el dormitorio no se encuentra nadie, si acaso muchos recuerdos, fotografías de familiares, y algún retrato de los descendientes que fueron llegando después.
Raramente nieva en esta época del año, pero ha nevado con las primeras luces de la mañana, y el viento azotó la nieve a los escalones de la entrada principal. Hago un apartado en la cabeza y pienso. Salgo al exterior, quiero volar, brinco, pero los pies tan solo se levantan a escasos centímetros del suelo. Así que piso el polvo aún blando, y me figuro que desaparezco del mundo elevándome en el espacio.
El vuelo me lleva a la tierra donde mi padre plantó unos almendros cerca del pozo. Trepo al árbol y, una vez que me encuentro encaramado en las ramas, llamo a mi hermano pequeño a gritos para contarle el prodigio que experimento. Me cree y —como si fuese la repetición de una jugada— me imita, corre hacia los escalones, pisa los copos caídos del cielo y, de forma relampagueante, regresa conmigo a los almendros.
—¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en llegar más alto?
—Ya estamos en el árbol. — Contesto.
La sensación de poder volar se disipa. Nuestros ojos ocultan una envidia sana que nos zambulle en las alas de los pájaros que tiritan de frío a nuestro lado.
Un instante de luz.
Mi hermano pequeño se marcha al gallinero y yo bajo al sótano. Me abrigo con una manta que veo en una caja de la primera mudanza. Hablo en voz baja con mi fantasía, un mundo desconocido que llega para quedarse y, como si fuese un hada que se sume al alma, nos saludamos y se