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La Cárcel de los Girasoles
La Cárcel de los Girasoles
La Cárcel de los Girasoles
Libro electrónico419 páginas6 horas

La Cárcel de los Girasoles

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Información de este libro electrónico

Cerca del primer aniversario de la peor tragedia que puede vivir una madre, Andrea se encuentra desamparada y vacía. Víctima de su propia culpa, comienza a perder el hilo de la realidad, lo que le llevará a las profundidades de una pesadilla de la que, realmente, nunca había salido. El camino que emprenderá para salir de la devastación en la que se ha convertido su vida estará repleto de hechos inexplicables y atrocidades que desembarcarán en lo desconocido. La búsqueda de sus orígenes le descubrirá un mundo enigmático regido por la depravación humana en su máxima expresión. ¿Será capaz de sobrevivir a su nueva realidad?

«Priscila Galindo, nacida en 1995, comienza su andadura editorial con una primera novela tan sorprendente como cautivadora. Vivirás, sufrirás y devorarás cada página.»

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 mar 2019
ISBN9780463947333
La Cárcel de los Girasoles
Autor

Priscila Galindo

23 yo girl from Canary Islands trying to know if her writing is worthy.

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    La Cárcel de los Girasoles - Priscila Galindo

    PRÓLOGO

    El fuego lamía las estrellas del firmamento en una noche que había vivido demasiadas veces. Contempló el edificio en llamas, derrumbándose a un ritmo de piano mal afinado de notas agudas incansables, que la perseguían y juzgaban mientras corría, adentrándose en un bosque lúgubre y frondoso. Los árboles caían a su paso, como si generase terremotos imperceptibles con el mero contacto de sus pies en la tierra. Corría con ansia, deseosa de huir de aquella gastada pesadilla, pero todos los caminos que tomaba la devolvían a la cuna del campo quemado. Los girasoles hechos ceniza lloraban, la acusaban, la reclamaban. Solo uno quedaba en pie, girado hacia el incendio. Daba igual lo que hiciese. Todo la llevaba de nuevo frente al espectáculo iridiscente. ¿Era su mente, repitiéndole una y otra vez que su vida había caído en un caos del que no podría librarse ni durmiendo? ¿Se recriminaba a sí misma, refugiada en la oscuridad de su casa, no haberse percatado del horrendo porvenir que tan claro se le presentaba ahora? Andrea cayó de rodillas. El girasol se volteó, y sus semillas ridículas, grandes y oscuras comenzaron a caerse al suelo simulando lágrimas. Trató de recordar el truco que le había aconsejado su psiquiatra: si se daba cuenta de que se hallaba en un mal sueño, tan solo debía concentrarse lo suficiente para cambiar lo que estaba ocurriendo. Le había aconsejado que no se despertase, ya que las ocasiones en las que conciliaba el sueño eran contadas, por lo que era mejor convertir la pesadilla en un buen recuerdo que despertarse. «Este sueño es mío» pensó, cerrando los ojos con fuerza. Antes de abrirlos se sintió muy segura, dueña de su subconsciente. Sin embargo, cuando finalmente contempló su nueva realidad, quiso volver al incendio. Se encontró con las cuencas vacías de la carita de su hija Celeste. La vio soltando agua, tosiendo sin poder controlar sus propios espasmos, y cuando saltó a por ella y la rodeó con sus brazos el cuerpo se desvaneció, dejando un rastro de cenizas que olían a fuego y a muertos. Dejando otra herida en el corazón, ya despedazado, de su madre.

    Se despertó jadeando, con el corazón cabalgando lejos de su cuerpo. Se irguió, buscando la luz de la mesita de noche, y cuando la claridad llegó encontró el bote. La doctora le había recetado unas pastillas para cuando la taquicardia la atacase, y en aquel momento sentía cómo palpitaba su cuello, sus manos, los dedos de sus pies. Sacó dos píldoras y las tragó forzando la garganta. No le gustaba beber agua de noche.

    A su lado, su marido se incorporó. Se restregó los ojos con los dedos, como un bebé al que acababan de despertar de su siesta, y le pasó un brazo por encima de los hombros. Dos segundos después, se arrepintió de su acción y se alejó unas cuantas manos de distancia. Andrea lo agradeció sin palabras. Él sabía que cuando sufría ataques lo que más la tranquilizaba no era el contacto físico, al revés, eso provocaba que su ansiedad fuese en aumento hasta límites de perder el conocimiento. Unos minutos más tarde su pecho se había rendido, su corazón había decidido abandonar su ritmo frenético y le había dejado de regalo una sensación de mareo. Las pastillas eran rápidas, eficaces y carísimas. Se recostó en su gran almohada llena de plumas de algún pájaro despistado y suspiró, buscando la mano de su esposo. Él la aceptó con gusto y se acercó, ahora sí, para abrazarla. Los sollozos de Andrea se hicieron partícipes del abrazo. Y sus lágrimas, las protagonistas.

    —Deberías volver a la consulta, cariño —musitó Roberto, dándole un beso fugaz en la frente—, llevas teniendo pesadillas todos los días más de un mes.

    —No creo que ir al loquero me quite los malos sueños —respondió ella, acariciando su rostro con dos dedos. Siempre le había parecido guapísimo. Bajo la tenue luz de la lámpara parecía mayor, y el tono de seriedad en su voz solo era propio de aquel que ha sido padre. Él trataba de comprenderla, de ayudarla en todo lo que podía, y aunque se lo agradecía, en el fondo, le odiaba. Porque ella se había llevado la peor parte.

    El recuerdo llegó como un pinchazo. Doloroso y agudo, quiso evadirlo, pero terminó envuelta en él.

    Su hija Celeste, de apenas cuatro años, corría descalza por la casa. Andrea había vuelto del colegio antes de tiempo. Roberto había dejado una nota en el frigorífico: «vuelvo en un minuto». Sabía que odiaba que dejasen a la niña sola, por mucho que en aquel pueblo todos se conocieran, pero tampoco podía atarlo con una cuerda. Persiguió los pasos apresurados de su hija y sus risotadas escalera abajo y salieron juntas al jardín. Siempre lo dejaban cerrado con llave para que la niña no saliese sola. Contaban con una piscina de diez metros de diámetro, varias hamacas y una barbacoa de obra en aquel vasto terreno que bien podría haberse convertido en huerto. La abrazó con ternura, le puso protector solar y le lanzó una pelota de playa. Ella adoraba verla jugar, feliz y despreocupada. Andrea, al ser adoptada, tardó mucho tiempo en conocer lo que el amor de madre hacía en las niñas: les daba valor, fuerza y autoestima. Y lo único que buscaba para su pequeña era que nadase en autoestima, que fuese la niña más feliz del planeta. Las nubes se habían marchado y al par de horas la morena piel de Celeste parecía haberse quemado. Su madre la cogió en brazos, pateó el balón dentro de la piscina y la llevó adentro. Cerró la puerta y cuando fue a pasar el pestillo el timbre ladró al otro lado de la casa. Su marido estaba gritando algo que no llegaba a entender, por lo que se apresuró a abrir la puerta, preocupada. Una grúa asomaba al fondo de la calle y le contó que había tenido un golpe tonto con el coche. Ambos se asombraron de que Celeste no hubiese corrido a buscarle, cuando era su costumbre favorita al escuchar el timbre. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no había cerrado con llave. Sin dar mayor explicación, salió corriendo, tropezándose, cayéndose incluso. La puerta del jardín estaba abierta. Con las manos en la boca se aproximó a la piscina. Un bulto pequeño flotaba al lado de la pelota que había pateado hacía unos minutos. Era Celeste.

    Boca abajo.

    Andrea se lanzó y la sacó del agua. Estaba fría y amoratada. No respiraba ni existía latido. Roberto la tomó en brazos y trató de reanimarla durante una hora y media. No hubo respuesta. Su única hija había muerto por su imprudencia. Porque era una madre de mierda y no fue capaz de hacer lo único que deben hacer las madres por sus hijos: protegerlos.

    Lloró con fuerza al evocar la carita cadavérica de su hija, sus ojos sin vida, su cuerpecito inerte. Aquella imagen la perseguiría, y se lo merecía. Roberto la abrazó y la ancló al presente: uno donde se acercaba el primer aniversario de la muerte de Celeste. Un año desde que había dejado de ser madre. Un año desde que se habían mudado a otra casa, porque no podía aguantar los pésames del vecindario ni ver la piscina. Un año de muerte en vida.

    Primer acto

    Carga de fuego

    I

    A estas alturas consideraba la consulta de su psiquiatra como su segunda casa. Sentada en la diminuta sala de espera, encogida en un sofá lila, Andrea se mordía el labio inferior con fuerza mientras sus ojos bailaban de un cuadro a otro, a cada cual más perturbador. Se posaron, finalmente, en el de Saturno devorando a su hijo, una de las obras favoritas de una de sus compañeras de trabajo —la que se encargaba de impartir historia del arte— y una de las que más rehuía ella por su afán de hacer chistes de bebés muertos. Andrea había disfrutado del humor negro toda su vida, viendo la gracia en situaciones que a otras personas provocaban escalofríos o reacciones de disgusto. «Pero cuando se te muere una hija te deja de hacer gracia todo lo relativo a niños muertos». Suspiró, llevándose las manos momentáneamente a la cabeza y deslizándolas con lentitud, acariciándose el rostro. Hacía casi un año que no iba al trabajo, así que le costaba hasta recordar la cara de las personas que rondaban su mente. ¿Era rubia, o quizá morena? Le habían dado la baja tras el accidente de su niña, ya que había caído en una depresión de la que no parecía poder librarse e ir al colegio y ver a niños corretear solo lo empeoró. Además, la investigación que abrió la policía duró seis meses, por lo que no pudo dejar de pensar ni un solo segundo en su Celeste hasta que decidieron cerrar el caso y creerse la versión lógica de que la niña había muerto al resbalarse por ir a buscar el balón, ahogándose al no saber nadar. El hecho de que la policía no creyese en una incompetencia de aquel nivel y que sospechasen de Andrea la hizo caer en un pozo de desolación: ¿tan increíble era? ¿Sería la primera madre en lo ancho y largo del planeta en descuidar a su hija proporcionándole un trágico desenlace? Que la viesen capaz de asesinar a su propia bebé, como Saturno había hecho en aquel cuadro nauseabundo, era una ofensa que jamás les perdonaría. Sobre todo, al agente Paco, ese viejo sinvergüenza y descarado que la había tratado como a una delincuente desde la primera llamada. Mencionarlo, aunque fuese de pasada, le hacía hervir la sangre y desear contar, también, con una pistola como la suya. Poner a todos los agentes en fila y fusilarlos al ritmo de su llanto se había convertido en un pensamiento recurrente. Igual que matarse.

    Su cara estaba cubierta con un manto de preocupación, y el temblor en su pierna izquierda delataba la ansiedad que le producía esperar. Se sentía como en el corredor de la muerte, pero peor: iban a analizar su comportamiento, a juzgarla, a hallarla culpable; pero no tendría el abrazo del fin, debería vivir con el veredicto del mal provocado, debería existir en un mundo donde su hija no la enterraría. Había alterado el orden natural de las cosas, y sabía que lo terminaría pagando de alguna forma.

    Una señora la sacó de su ensimismamiento. Se había sentado a su lado haciendo un ruido innecesario, como llamando su atención. De su bolso había sacado un teléfono móvil, y sin preguntar siquiera si el volumen molestaba, comenzó a ver un vídeo. Una sucesión de gritos y gemidos terminaron de robar la poca calma que le quedaba a Andrea, y antes de llamarle la atención ojeó por encima de su hombro. Por un momento habría jurado que se trataba de una película pornográfica, aquellos berridos no podrían ser de otra cosa, y no falló por demasiado. En la pantalla un niño de como mucho seis años tenía la boca muy abierta. Una mujer se acercaba, aparentemente a acariciarle la cabeza, y con un rápido gesto le metía un consolador por la boca. Lo forzó hasta el punto en el que el niño se vomitó encima, y lo utilizó de pretexto para desnudarle y empezar a masturbarle. El asco que le produjo provocó una arcada. Andrea abrió los ojos como platos al darse cuenta de que la señora la había pillado fisgoneando. Sonreía. Estaba enferma. ¿Los pedófilos también recibían tratamiento? ¿No debían pasar por programas más específicos que ir a una consulta cualquiera? Se levantó, decidida a comunicarle a su doctora que una degenerada estaba provocándola y que si no actuaba lo haría ella, pero al llegar a la puerta se chocó con una figura no tan inesperada.

    Un hombre con bata blanca se agachó para recoger un maletín que se le había caído con el choque. Al darse cuenta de quién era, la agarró por los hombros efusivamente, sin decir una sola palabra, y se despidió con un gesto. A este le había visto en varias ocasiones, hablaba una media hora, soltaba alguna risotada y se marchaba. Siempre de blanco y con un maletín de cuero marrón que parecía ser muy pesado. Tenía pinta de ser compañero de oficina o, por lo menos, de profesión, ya que alguna vez le había pillado ojeando informes de pacientes. Aunque debía ser de otra promoción muy anterior a la de Pamela, porque le sacaba bastantes años, había perdido el pelo casi por completo y unas canas evidentes se habían instalado en las frondosas cejas. ¿Sabría él su historia, o le sería desconocida, según afirmaba ese pacto de confidencialidad que no terminaba de creerse? Si fuese ella, comentaría con su marido las experiencias ridículas allí vividas. ¿No era Pamela, acaso, otra persona normal y corriente? Seguro que adoraba reírse de ellos. De ella. De sus miserias. Se aproximó, enfadada al pensar en lo que haría su psiquiatra cuando no la veía. Aunque la puerta de la que había salido él estaba entreabierta, no logró ver a Pamela. Tocó con suavidad y esperó en el umbral.

    Con el pelo rojizo recogido en una coleta alta y una sonrisa de anuncio de dentista, Pamela la recibió con un abrazo. Por mucho que en las sesiones le hubiese dicho que el contacto físico no era lo suyo, Pamela se empeñaba en forjar ese vínculo incómodo entre ellas. Ese «te toco porque puedo, porque no vas a correr, porque me necesitas». Hacía diez meses que iba a su terapia, y la necesitaba como las drogas que le recetaba. La invitó a entrar y se sentó antes que ella, acomodándose en un sillón reclinable de color negro. Andrea se sentó muy recta en un sofá rojo con varios cojines, cogió uno y se lo colocó detrás del cuello. Lo tenía contracturado de las malas posturas en las que intentaba dormir.

    Los primeros minutos eran los más violentos. Pamela ni la miraba. Sacó una libreta para apuntar junto con una pluma y le recordó a uno de sus alumnos, repasando las clases anteriores para saber de qué iría la de hoy. O por lo menos no equivocarse de paciente. Tras una lectura superficial y varios mordiscos desagradables a la punta de su pluma, pareció decidir que era el momento de comenzar. Carraspeó antes de hablar y su semblante simpático se tornó más serio. Amenazante, incluso.

    —Cuéntame, Andrea —entrelazó los dedos de ambas manos y la observó de arriba abajo con sutileza, calmadamente—, ¿por qué has adelantado la sesión?

    —Tienes a una pederasta ahí fuera —contestó rápidamente, señalando la puerta— ¿la tratas o es que no sabes que tiene pornografía infantil en su poder?

    —Trabajo con todo tipo de personas. No estamos aquí para hablar de todas ellas —se limitó a decir, sin perder la sonrisa—. Ahora, responde, para que podamos continuar y yo pueda ayudarte.

    —Llevo semanas sin poder dormir. Desde lo de Celeste… tengo una pesadilla que se repite. Casi cada noche.

    —Es esa de la que hemos hablado, ¿no? En la que Celeste se ahoga delante de ti y tú no reaccionas —aventuró Pamela, tomando notas—. No te impedía descansar a estos niveles —pareció analizar sus ojeras con curiosidad más que preocupación.

    —No —se apresuró a explicar ella—, es una que no te había comentado porque carecía de importancia. Es decir, antes tenía muchas, muchas pesadillas. Ahora mi cabeza se centra en una que he tenido desde el día en que murió. Incluso antes de soñar con mi hija.

    Pamela pareció incómoda de pronto. Era una mujer que a primera vista no considerarías atractiva, pero tenía su aquel. El pelo teñido a prisa, sin llegar siquiera a teñirse la raíz, las arrugas que se formaban a ambos lados de sus labios cuando torcía la sonrisa, hasta cómo se le dilataban las pupilas ahogadas en sus ojos marrones cuando la observaba. Se recostó un poco más hacia atrás en el sillón y, colocando la pluma en sus labios, enarcó las cejas, como dándole paso a su monólogo.

    —Sueño con un edificio incendiado que se cae a pedazos delante de mí. Aunque en este sueño yo no me siento yo, ¿sabes? Sino una espectadora, alguien que tiene que quedarse mirando. Trato de huir de allí, pero todos los caminos me devuelven al mismo lugar: el puto campo de girasoles. Es desde ahí desde donde contemplo el fuego.

    —¿Un campo de girasoles, dices? —se interesó Pamela, echándose hacia adelante con tanta fuerza que perdió la pluma.

    —Sí. Y, creo que quizá sonaré loca, pero no lo siento como un sueño. Es más bien un recuerdo que no es mío. Algo de lo que quiero escapar, pero no puedo.

    —¿Te es familiar el lugar, el edificio, el campo…?

    —Nada en absoluto. ¿Qué tiene que ver esto con Celeste? ¿Será una metáfora, o algo así? Como que se veía venir algo peligroso y lo ignoré.

    —No lo creo, Andrea —su sonrisa se había desvanecido y su actitud había cambiado por completo. Tras tachar un par de cosas en su libreta, arrancó un pedazo y se lo tendió. Algo le dijo que la estaba echando—. Voy a aumentarte la dosis, ¿de acuerdo? Así podrás dormir más… y quizá te permita librarte de los malos sueños.

    Después de una hora y media Andrea estaba en el autobús de vuelta a casa. Durante el trayecto pensó detenidamente acerca de lo que habían hablado. Apretó el bote recién comprado contra su pecho y miró por la ventana. No tardaría en llegar, pero le incomodaba no asegurarse de saber por dónde iba. En aquel momento estaban cruzando un puente, y al detenerse en el semáforo se fijó en su pastelería favorita. El recuerdo del olor a panes recién hechos y dulces con mantequilla la hizo salivar. Sin embargo, algo no cuadraba. En las mesas de la terraza la gente comía despreocupada, y una chica con un uniforme escolar que no reconoció a primera vista estaba de pie, sola. Juraría que estaba mirando fijamente al autobús. Apoyó ambas manos en el cristal y pegó la frente buscando verla mejor.

    Tenía girasoles dentro de las cuencas vacías de sus ojos, y en sus labios pudo leer su propio nombre.

    El estómago se le puso del revés y el chófer arrancó nuevamente. Desesperada y siguiendo un impulso le rogó que abriese las puertas. El conductor cedió y la dejó salir. Empezó a correr maldiciendo sus tacones, evitando coches e insultos: no había espacios para peatones en medio de un puto puente. Un coche casi se la lleva por delante, pero logró salir de una pieza y llegar hasta la pastelería. Atrajo comentarios y escudriñamientos por igual por parte de los que la habían visto venir desde el puente. Revisó todas las mesas entre jadeos y la atenta mirada de la clientela.

    Se había esfumado.

    Preguntó a todos los presentes si habían visto a una chica, fingiendo buscar a su hija y no que había visto una figura tenebrosa para buscar la mayor colaboración posible. Nadie había visto a la niña que describía. Preguntó dentro del establecimiento a las dueñas, a las camareras e incluso a un señor antipático que casualmente realizaba una inspección sorpresa, sin obtener una respuesta más clara. Afligida ante el haberse dejado engañar por su cabeza, abrió el bote y se tomó tres pastillas de una vez. Allí empezaría una adicción que Andrea ni se imaginaba, y no precisamente por el síndrome de abstinencia al no tomarlas, sino por lo que le ocurriría al tomárselas asiduamente.

    Se dirigió a la parada de autobús más cercana, no sin antes llamar a Roberto. Se sentó en un banco junto con otra señora. Descolgó al primer tono.

    —¿Va todo bien, mi cielo? ¿Ha terminado ya? —preguntó él. El tono de su voz denotaba preocupación y cariño.

    —Sí, todo genial. Me ha aumentado la dosis para que duerma mejor. Te llamaba para otra cosa… ¿tú estás en casa?

    —Sí, ¿qué necesitas?

    —Cuando empecé a investigar para descubrir quién era mi madre biológica y encontré aquellas fotos de cuando era joven, pero nada más… las guardo en la mesita de noche. ¿Podrías decirme cómo era el uniforme que llevaba?

    Creó un silencio necesario para el éxito de su búsqueda; Roberto no era capaz de hacer dos cosas a la vez. Tras unos minutos de ausencia volvió con la información que había pedido.

    —A ver, que te cuento… lleva una falda a cuadros violeta, un polo blanco con una especie de flor cosida en el pecho, a la izquierda, unos calcetines altos ribeteados en dorado… ¿Para qué quieres esto, Andrea? —el silencio ahora fue impuesto por ella—. ¿Andrea?

    El teléfono reproducía la voz de Roberto desde el suelo. Su marido acababa de describir el atuendo de la persona que había visto en la pastelería y que, en aquel instante, a medida que la describía, se materializaba. Como si se tratase de la pantalla de un videojuego y tuviese tantos detalles que primero se visualizaba el personaje, luego el pelo, después la ropa… hasta formarlo por completo. Lo único que había cambiado era su rostro. Unos ojos vidriosos y cerúleos la observaban con odio y hastío, entre mechones de pelo azabache alborotados y gruesos. La boca, duramente apretada, reprimía un reproche. Andrea alargó una mano para tocarla y la atravesó. Se miró la palma y volvió a mirar a la chica, que seguía allí. Se giró para comprobar si la señora que se encontraba a su lado también la veía, pero estaba sumergida en la lectura de una revista del corazón. Sintió pavor. Enmudeció. Creyó que todo le daba vueltas sin terminar de comprender lo que estaba sucediendo. La observaba con curiosidad, y Andrea se levantó para ponerse a su altura. Andrea era más alta y mayor. Ella no tendría más de dieciséis años, y la flor bordada en su polo blanco era un girasol. «Estas pastillas no me están sentando bien», pensó Andrea, sacando el bote y leyendo el prospecto detenidamente. La mano de la escolar se posó en la suya, y esta vez sí la sintió. Levantó la mirada de la etiqueta y se encontró a un palmo de sus ojos. Trató de entrelazar sus dedos con los de ella, y nuevamente se tornó intangible. La espectro, visiblemente cansada de la situación —como si no fuese la responsable—, puso los ojos en blanco, dedicándole un suspiro. Le hizo un gesto con la cabeza indicándole que la siguiera. Andrea, obnubilada por su presencia y perturbada por la idea de su origen, decidió seguirla. ¿Estaría sufriendo alucinaciones, después de todo? Miró el bote antes de guardarlo, guardando también aquella teoría. ¿Era su subconsciente nuevamente, dándole nuevos caminos a seguir para descifrar su insomnio?

    El viaje fue largo e inquietante. La figura caminaba entre los peatones, una persona más perdida entre el oleaje de ovejas encerradas en los callejones del corral que era su ciudad. Nadie la miraba. No parecían verla. Una persona, solo por cerciorarse de que la estuviesen siguiendo, se giraría de vez en cuando para comprobarlo. Ella no. Era como si supiese que Andrea la perseguiría pasase lo que pasase. ¿La sentiría tras de sí? De pronto, un dolor recorrió su cuerpo y se centró en su estómago. Los espasmos se propagaron con rapidez y tuvo que contener un gemido de dolor. Se llevó las manos a la barriga y se apretó con fuerza, en esa costumbre que tienen las personas de pensar que todo con presión se alivia. El recuerdo de trapos calientes en su vientre y manos que la cuidaban cuando estaba enferma hicieron que se relajase. Era de los únicos recuerdos que poseía de su madre. ¿Por qué pensaba en ella ahora, si la pena más grande de su existencia tuvo que vivirla junto con una impostora, si la pérdida de su hija tuvo que llorarla con una mujer a la que llamaba María y no mamá? «Tendría que haberte enterrado a ti, no a mi Celeste», se lamentó en sus adentros, odiando a su madre, mordiéndose el labio. María la había adoptado cuando todavía era joven, eliminando el mito interiorizado de que solo se adoptaban bebés: con ocho años encontró una casa que la llenó de amor y buenos sentimientos, pero inevitablemente la espina del abandono crecía, creando una llaga imborrable, una herida que no cerraría hasta entender el porqué de la deserción materna.

    Miró a ambos lados de la calle, reconociendo dónde se hallaban casi instantáneamente. Había dejado de importarle por dónde iban y se había centrado en la muchacha, como hipnotizada, ignorando por completo el camino que habían recorrido. Durante muchos años había sentido que aquel internado era, en ocasiones, su verdadero hogar, donde permanecía de ocho a diez horas al día, sintiéndose realizada y querida por todos los que allí esperaban lo mejor de ella en cada jornada. Habían salido del bullicio y frente a ellas se alzaba el colegio donde Andrea había trabajado durante más de una década. Sin comprender por qué la había llevado hasta allí, se acercó hasta las puertas cerradas. Un sonido la hizo mirar hacia arriba, topándose con la cámara de seguridad que apuntaba siempre al mismo lugar, pero que en aquel instante le dio la sensación de seguir sus movimientos, como si fuese una extraña. Alguien que no había sido invitada. Y la verdad es que así se sentía, ni siquiera había caído en algo que siempre había estado ahí por la seguridad de sus alumnos. Miró directamente a la cámara, que era lo que solía hacer el profesorado si entraban fuera de hora o se les hacía tarde, para que el sistema reconociese su foto del archivo y les permitiese pasar. Si eso fallaba, tenían un portero automático, pero era más cómodo. Tras unos segundos las puertas comenzaron a abrirse. Recordó la sensación de ir al trabajo, satisfactoria y extenuante a partes iguales. El dolor empeoró repentinamente, haciéndole flojear las piernas, y apoyó una rodilla en el asfalto. Entre jadeos, una sensación febril se apoderó de ella. Se sintió mareada, fuera de sí, y el recuerdo de su madre flotó en una nube de desconcierto formada en su cabeza, mezclándose su rostro indefinido con el de la mujer que la había llevado hasta allí. Compartían el mismo uniforme. Su madre estaba en paradero desconocido, y la chiquilla no era más que una manifestación de sus delirios más oscuros. Miró a su lado. La chica del uniforme había desaparecido, dejando el hueco que seguramente las demás personas habían estado viendo, menos ella. Y al volver a mirar desde aquella posición el colegio, un miedo desconocido y primitivo recorrió su espalda, cristalizándose como lágrimas que brotaban a borbotones de sus ojos.

    Si se esforzaba, casi podía imaginarlo en llamas.

    II

    Dormía en la cama de una enfermería que a pesar de su diminuto tamaño estaba bien equipada y amueblada. Los nervios habían hecho que perdiese el conocimiento, y en la pequeña habitación lo único que se escuchaba eran los ronquidos de un descanso que hacía tiempo que perseguía. Una cortina impedía que la luz penetrase completamente, pero los leves rayos de un sol repentino fueron suficientes para que Andrea se revolviese en la cama, tapándose la cara con las sábanas blancas de olor a hospital. La cabeza le daba vueltas, y no era capaz de recordar cuándo se había dormido. Con los ojos cerrados y el cansancio en sus huesos se negó a salir de su refugio temporal, ya que tampoco sabía dónde se encontraba y le aterraba la idea de estar en casa otra vez y tener que explicarle a su marido que se había vuelto completamente demente. Al recuerdo de la cara de Celeste se le unía la cara de aquella muchacha de ojos repletos de odio y actitud desafiante: una imaginación transitoria usurpando el dolor de la cicatriz de su alma, esa que había dejado el amargo fin de su hija. «Cuando una deja de ser madre, carga esa cruz durante el resto de sus días», se dijo, sintiéndose nuevamente miserable. De repente, un silbido agudo cruzó sus oídos, y notó el aire más pesado a su alrededor. Cogió aire con fuerza y, al abrir los ojos finalmente, vio cómo una sombra se meneaba sobre su rostro, como si alguien estuviese paseándose a la espera de que se despertase. Aun reteniendo el aire, apartó la sábana con una mano en un rápido gesto, y con la otra se aferró a lo que tenía encima.

    Sobre ella se encontraba la mujer que la perseguía. Levitando. Su cuerpo sobre la cama, mas ninguna parte de su cuerpo estaba apoyada. Andrea no descubrió el truco, si es que lo había, y aquello la perturbó todavía más, si es que eso era posible. Era un fantasma, una fantasía lúgubre y perversa que trataba de desestabilizarla. Sus cabellos flotaban y sus ojos dibujaban un oleaje profundo que absorbían cualquier voluntad. Andrea la tomaba por una de sus muñecas. Apretó con mayor intensidad y se ayudó para erguirse, quedando a distancia de poder sentir su respiración en la nariz. «Pero no respira». Todo pasó a cámara lenta en el instante infinito que compartieron mirándose la una a la otra. ¿Qué quería de Andrea? Como si le leyese la mente, el ente miró hacia la puerta de la enfermería. Ladeó la cabeza y entrecerró los ojos muy seriamente. Sus labios mudos formularon un nombre que Andrea conocía de memoria, al haberlo ya rastreado y perdido la pista de forma abrupta antes siquiera de encontrar una última dirección. Agatha. Ella quería que encontrase información sobre su madre. Ella solo conocía su nombre y apellidos, y hasta estos podían ser falsos. Y si la había llevado hasta allí… ¿significaba que su madre tenía algo que ver con el internado? Andrea jamás había investigado dentro de su propio espacio laboral. Era imposible que su madre guardase relación alguna con su colegio, ya que había sido construido hacía apenas 30 años y hacía casi los mismos que la había dado en adopción. Además, Andrea llevaba más de una década en aquel internado y conocía a todo el profesorado que había formado parte del centro. O eso creía. Según sus cálculos, su madre no debía ser muy mayor, pero sí lo suficiente como para haber terminado sus estudios a la edad a la que la dejó en el orfanato. No conocía su profesión, ¿acaso podría haber trabajado allí antes que ella?

    De repente una mujer abrió la puerta. Andrea se giró a ver de quién se trataba, puño en alto, aferrándose a la nada que había tenido forma de espectro hacía solo unos segundos. ¿Por qué desaparecía, si parecía que nadie más podía verla? Ágilmente fingió estirarse, se deshizo de las sábanas que la cubrían y dejó las piernas colgando fuera de la cama. Estaba colocada lo suficientemente alta como para que no le llegasen los pies al suelo. Reconoció a la directora del centro en cuanto se fijó un poco. Su figura redonda y su pelo revuelto comprimido en un moño alto, acercándose mientras se frotaba las manos, con esa actitud impasible sobreactuada que tanto la desquiciaba. Con una sonrisa lastimera se le acercó, seguramente juzgándola, creyéndola una loca cualquiera que había vuelto de entre las tinieblas de su pena para pedir su trabajo de vuelta. Nada más lejos de la realidad.

    Intercambiaron efusivos y fingidos saludos, la ayudó a levantarse y a calzarse y la dirigió hasta la puerta. Le comentó que había sufrido un desmayo, y que unas alumnas habían notificado a las enfermeras, y aunque la empujaba disimuladamente a la salida, le comentó que podría reposar allí el tiempo que necesitase. A Esther le había sorprendido la visita sorpresa, eso estaba claro, y Andrea no sospechó nada extraño ya que normalmente solían avisarse por teléfono, ¡menudos eran en aquel internado! No había tardado en hacerle saber la incomodidad que le provocaba su presencia. Esa mirada de superioridad moral, esa manera de tratarla, como si fuese un quiste que extirpar. Andrea le había explicado que extrañaba su trabajo, y que le gustaría dar una vuelta para ver qué tal estaban los alumnos y qué ambiente se respiraba en el centro. La directora, muy comprensiva, palmeó su espalda repetidas veces y la dejó a solas con la visita. No tenía tiempo que invertir en ella, y Andrea lo agradeció. Nunca se habían llevado demasiado bien, desde que se hizo fija en el colegio había recibido un trato frío y nada profesional por su parte. «Yo tampoco me querría por aquí», se dijo.

    El centro estaba constituido por un único gran edificio con tres zonas bien diferenciadas: la zona central, donde

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