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La sangre del Elegido: Despertar
La sangre del Elegido: Despertar
La sangre del Elegido: Despertar
Libro electrónico376 páginas5 horas

La sangre del Elegido: Despertar

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Información de este libro electrónico

Una vez que empieces a leer te adentrarás en un mundo en donde el tiempo es un personaje en sí mismo, en donde las decisiones se toman casi por instinto. Tienes que estar dispuesto a enfrentarte a una historia en la que, en un breve instante, la vida puede derrumbarse alrededor de los distintos personajes que van apareciendo. Todo tiene significado, aunque no lo parezca, en un lugar en donde uno vale lo que vale un suspiro, donde el amor y el odio, la vida y la muerte, van de la mano y en donde nada es lo que parece.

Conocerás una tierra en la que todos luchan por sobrevivir, por buscar su destino, en donde la paz y la prosperidad han traído dejadez y olvido. En la que nada ni nadie es blanco ni negro, donde la pasión y los sentimientos ciegan el entendimiento, donde la ambición y el poder son tan reales como la muerte y la propia vida.

Este primer título arranca en un tiempo en el que las viejas fronteras han desaparecido, en el que las murallas caen decrépitas y sin sentido, donde se ha olvidado el pasado. La edad antigua es un recuerdo moldeado en las manos de aquellos que ostentan el poder. Las efímeras vidas humanas no tienen tiempo de recordar, sólo unos pocos lo hacen de manera obligada

Aquí es donde les ha tocado nacer y sin saberlo, serán los encargados de terminar lo que nunca se llegó a cerrar, todo para comenzar de nuevo.

IdiomaEspañol
EditorialJavIsa23
Fecha de lanzamiento1 ago 2017
ISBN9788416887194
La sangre del Elegido: Despertar
Autor

Juan José Patilla

Soy Juan José Patilla, el autor del libro que tienes en las manos. Es el primero de otros dos que te estarán esperando en caso de que decidas que la historia merece la pena. “Oscuridad” y “Destino” son los títulos que continúan y cierran la trilogía de “La Sangre del Elegido”, y que conseguí escribir mientras trabajaba como ingeniero en una empresa de ferrocarriles.Apasionado lector, crecí entre comics y libros, empujado por unos padres que decidieron que leer era una de las mejores cosas en las que su hijo podía ocupar su tiempo, hasta que finalmente opté por contar mis propias historias...unas cuantas ya a estas alturas.Durante muchos años sólo me dediqué a estudiar y a prepararme para un mundo que nada tenía que ver con aquel en el que me había criado, en donde por no haber no había casi ni carreteras para ir a la escuela, por no hablar de la ausencia de personas en un radio de siete kilómetros a la redonda. Quizás por eso siempre he buscado conocer aquello que me rodea, por muy lejos que se encuentre, quizás por eso mis novelas presentan otros mundos alejados de las ciudades y del agobio y la locura que conllevan.Llevo escritas seis novelas, porque después de treinta y tantos cuentos me di cuenta de que había historias que quería contar y que necesitaban mucho más para desarrollarse de lo que un cuento podía ofrecer.“Despertar” es mi primer libro, en el que más trabajé, en el que más disfruté y con el que mis sueños de escritor comienzan.

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    La sangre del Elegido - Juan José Patilla

    Juan José Patilla

    La Sangre del Elegido

    Libro I

    Despertar

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    Ediciones JavIsa23

    Título: La Sangre del Elegido: Despertar

    © del texto: Juan José Patilla

    www.juanjosepatilla.webnode.es

    © de la portada: Juan José Patilla

    La cubierta se ha realizado utilizando varias imágenes de diferentes autores.

    © de la imágenes originales Angela Wolf, Texture Mirror 3; Jon Mac Govern, Blood Cells y Faruk Ates, Infinite Loops II

    Las imágenes que componen la portada y contraportada han sido extraídas de la web de Flickr con el permiso de su respectivos autores y retocadas para su uso en estas cubiertas.

    © de esta edición: Ediciones JavIsa23

    www.edicionesjavisa23.com

    E-mail. info@edicionesjavisa23.com

    Tel. 964454451

    Primera edición en PDF: abril de 2017

    ISBN: 978-84-16887-19-4

    © de la edición original en papel: Ediciones JavIsa23

    Primera edición en papel: Diciembre de 2016 / ISBN: 978-84-16887-09-5

    Segunda edición en papel: Marzo de 2017 / ISBN: 978-84-16887-15-6

    Conversión en e-book: NOA ediciones

    Todos los derechos reservados. Queda prohibida, según las leyes establecidas en esta materia, la reproducción total o parcial de esta obra, en cualquiera de sus formas, gráfica o audiovisual, sin el permiso previo y por escrito de los propietarios del copyright, salvo citaciones en revistas, diarios, libros, Internet, radio y/o televisión, siempre que se haga constar su procedencia y autor.

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    Dedicatoria y agradecimientos

    Por encima de todo, este libro se lo dedico a mis padres. Tengo la enorme suerte de que mi madre, a la que adoro, y cuya fe ciega en mí todavía no puedo entender, es mi mayor fan, sólo espero que no sólo sea amor de madre; además mis hermanos Angélica, Rafa, Ali y Jesús siempre me han servido como fuente de recursos inagotables… espero seguir utilizándolos durante muchos años.

    Según escribo estas líneas me acuerdo de mis mejores amigos, los cuales me apoyaron en todo momento durante el largo periplo que supone escribir…Paz, Carmencita, Miguelón, Carlos, Paco, Isa…muchos de ellos me dieron más de lo que ellos creen. Recuerdo como si lo estuviera leyendo ahora mismo el análisis de Bea, veo a Silvia con su todavía estoy en shock, a Raquel exigiendo la continuación e incluso escucho a Fer y su vitalidad contagiosa, a todos muchas gracias. Por supuesto no puedo olvidarme de Javier e Isa, mis editores, que confiaron en un desconocido como yo, espero poder devolverles con creces su visión.

    Sin embargo, las dos personas más importantes, para mí y para mi libro, han sido Eva, sin la que ni siquiera habría podido empezar a escribirlo, y Noe, sin la que ni siquiera lo habría terminado y mucho menos publicado. Las dos me sufrieron, me aconsejaron y me guiaron, convirtiendo en realidad personajes que sólo ellas veían, les debo mucho más de lo que nunca podrán imaginar. Ojalá pueda seguir agradeciendo vuestro apoyo en muchos más libros…porque cualquier cosa que diga será siempre insuficiente.

    Ahora sólo quiero…que os guste.

    Juan José Patilla

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    I. La llegada

    Los dolores eran cada vez mayores y a pesar de forzar la respiración no conseguía que el aire entrara en sus pulmones. El pelo apelmazado se le pegaba a la frente y a las mejillas mientras las gotas de lluvia caían sin parar resbalando por su piel. Los gestos de dolor parecían diluirse entre el agua endureciendo aún más el sufrimiento de su joven rostro.

    Le dolía la espalda del esfuerzo y hacía mucho que había dejado de sentir la corteza del árbol cuando al empujar se le clavaba en la carne. Poco a poco empezó a perder la conciencia de lo que ocurría a su alrededor, mientras el agua que seguía cayendo trataba de hacerla volver a la realidad de la que había querido huir en los últimos momentos.

    Al final todo cesó de repente y sólo el despertar de los gritos le hizo darse cuenta de que acababa de ser madre. Entonces empezó a llorar, porque sabía que ese momento iba a ser el único en el que podría abrazar a sus niños y protegerlos antes de tener que abandonarlos para siempre, e imploró a los dioses que conocía para que su padre pudiera cuidar de ellos.

    1

    La oscuridad de aquella noche volvía la senda casi imperceptible bajo el rápido galope de su caballo. El ruido de los cascos era amortiguado por la tierra húmeda y el incesante caer del agua a través de la hojarasca. Llevaba casi tres meses fuera de casa. La frontera no era un sitio agradable donde vivir, sobre todo para un cuarentón cansado y con una suma de dolores en su cuerpo equivalente a los de todo el destacamento que tenía bajo su mando.

    Quería llegar cuanto antes. Necesitaba desprenderse de las ropas húmedas y olvidar los últimos meses junto con ellas. Sólo pensaba en el calor de un buen fuego y en el olvido que le iba a proporcionar una buena jarra de vino. Quizás en otros tiempos esos pensamientos hubieran sido diferentes, otros en los que habría aparecido una agradable compañía femenina o no tan agradable, dependiendo de la cantidad de vino que hubiera ingerido previamente. Esos pensamientos fueron los causantes de que estuviera a punto de caer de la montura cuando ésta se encabritó sobresaltada, quizás al percibir el olor de algún animal en la noche o quizás sólo fuera el frío, que le calaba los huesos dentro de aquel inhóspito bosque donde nadie en su sano juicio se habría atrevido a entrar.

    Con la destreza propia de sus muchos años de batalla supo dominar el caballo, tirando con fuerza de las riendas, imponiéndose al deseo de huir del animal. Logró detenerse, sin otro percance que no fuera el de tener que volver a la realidad, alejando de sí la calidez de sus ensoñaciones.

    A partir de ese momento actuó el soldado que era. Desmontó rápido y aprovechó su descenso para, al mismo tiempo, decidir dónde estaban los lugares más seguros entre la hojarasca y aquellos que no lo eran tanto. Actuaba con precisión y rapidez, dejando que sus largas piernas se movieran por instinto. Sus pisadas se deslizaban sin ruido y su respiración se acompasaba al ritmo de sus movimientos de manera independiente. Siempre había confiado en el instinto animal, principalmente en el suyo y éste le decía que algo se ocultaba en las sombras.

    La oscuridad le envolvía. Arreciaba el agua, lo que le hacía más difícil el prestar atención a los ruidos de la noche, a tratar de diferenciarlos, filtrando y localizando aquellos que no pertenecieran a esa situación en concreto. Con el paso de los años había dejado atrás las reacciones alocadas y se había dado cuenta de que los sentidos bien entrenados podían ser incluso más importantes para su supervivencia que la habilidad en la lucha; sólo necesitaba concentración.

    Fue sólo un débil movimiento del arbusto, diferente a los que provoca la lluvia, acompañado de un ligero olor a pelo apelmazado y húmedo. Las sombras se escabullían entre los matorrales; Randal permaneció alerta, asegurándose, antes de hacer nada de que la daga que colgaba de su cinto tenía el camino libre para ser extraída de su funda de cuero.

    De momento sólo podía ver a dos de ellos, agazapados, moviéndose cautelosamente. Sabía que no tardaría en acudir el resto de la manada. No dudó ni un momento. El cuchillo salió impulsado de su mano con un movimiento brusco de muñeca, directo a la garganta del animal que se encontraba más cercano a la presa a la que acechaban; aquel se desplomó de inmediato. El otro, sorprendido, se giró, y por un instante sus ojos rojos se encontraron con los de Randal. Ninguno se movió, estudiándose mutuamente con detenimiento, sopesando cuál de los dos tenía las de ganar en un enfrentamiento directo.

    La bestia se decidió a actuar y finalmente saltó, para alejarse de aquel que acababa de terminar con la vida de su compañero. Desapareció sin apenas alterar las ramas bajas por donde había huido.

    Randal sabía que los sapures nunca atacaban por parejas, por lo que esperó hasta que los músculos en tensión de las piernas empezaron a dolerle. El tiempo pasaba y la noche seguía quieta, no podía esperar más. Pensó que quizás había llegado en el momento justo, antes de que el resto de la manada hubiera sido advertida. Se arriesgó a salir de su cobijo, alerta de ver aparecer en cualquier momento al resto de los que sin duda no tardarían en llegar. Recuperó el arma, extrayéndola del cuello sangrante del animal caído. El filo todavía empapado en sangre entre los dedos de sus manos, ni siquiera se detuvo a limpiarlo. Con la daga en la mano se acercó hasta el árbol donde momentos antes los dos sapures habían estado husmeando. En la corteza se apoyaba una especie de bulto envuelto en mantas. De la tela sobresalía el pelo mojado de una persona.

    Con sus duras manos trató de limpiar de hojas y de suciedad el pequeño rostro, sosteniéndolo con delicadeza. Descubrió a una mujer. Le sorprendió lo joven que parecía esa cara demacrada, todavía con marcas de sufrimiento reflejadas en sus rasgos; no quería imaginarse el dolor al que debía de haberse enfrentado para que unas huellas así se hubieran quedado reflejadas en su muerte. Como siempre le ocurría tras cualquiera de las muchas batallas en las que había participado, maldijo en silencio su impotencia ante tanto dolor sin sentido. Buscó síntomas de vida palpando bajo su cuello con sus dedos índice y corazón. Podía notar su piel todavía caliente, aunque ausente ya de vida. Sólo pudo cerrarle sus grandes ojos castaños, en donde aún perduraban cálidas las lágrimas mezcladas con el agua de lluvia.

    Bajo la manta, protegidos entre los brazos de la mujer, descubrió dos diminutos cuerpos, aún cálidos y con el cordón umbilical intacto. Actuó sin pensarlo, sin saber si lo que estaba haciendo era o no correcto, lo mismo que le ocurría en mitad de un asalto con su espada en la mano y decenas de filos rodeándolo por doquier: lo primero era actuar, después ya vendría el tiempo de preocuparse por si lo que había hecho era adecuado o no. Olvidó su cansancio y su viaje y todo aquello a lo que en esos momentos se enfrentaba. Lo importante eran los niños.

    Cortó el cordón sin saber muy bien cómo ni por dónde, volvió a envolver a los niños en la sucia manta en la que estaban y salió corriendo en busca de su montura, tratando por todos los medios de mantener a los pequeños lo más calientes posible. Tras él dejó un charco de sangre, humeante en la frialdad del bosque, demasiado fácil de rastrear por las miles de criaturas que habitaban ese bosque maldito.

    Notaba el rápido pálpito de sus pequeños corazones mientras a caballo se alejaba veloz entre las sombras. Tenía que escapar de allí antes de que la manada apareciera reclamando su presa.

    Conocía perfectamente la región en la que se encontraba por las muchas escaramuzas que a las órdenes de su rey había mantenido en los últimos diez años y sabía que no era un sitio seguro. Sólo se le ocurrió un lugar al que acudir..., quizás demasiado lejos. El caballo estaba cansado y forzarlo no era lo más aconsejable, pero sabía que era la única posibilidad para aquellos pobres niños.

    No lo pensó más y espoleó a su montura. Tenía por delante un par de jornadas a una marcha normal, pero no disponía de tanto tiempo. Se lanzó sin descanso a través de la espesura de la noche y del bosque, obligando a su caballo a no parar, mientras espuma blanca aparecía en su embocadura, signo del esfuerzo al que lo estaba sometiendo.

    Las ramas le golpeaban el cuerpo al pasar al galope entre ellas, el agua le escurría por la capa, el caballo perdía pie más de lo habitual, indicando que su límite estaba ya demasiado cerca; de repente, el bosque de Oma terminó, dando paso a una estrecha lengua de arena que desaparecía bajo aguas turbias, el río Mytrel, que caía desde las lejanas montañas del norte y se perdía en las praderas que, más al sur, rodeaban el reino de Teo.

    El río que acababa de cruzar marcaba la frontera entre los tupidos árboles y la imponente pared rojiza que se alzaba ante él. La senda en la que se hallaba se abría más allá de la orilla, serpenteando en un loco ascenso que parecía no tener fin. Era la salida más rápida del valle que, cubierto de espesa vegetación, dejaba a sus pies. Al salir de entre los milenarios árboles, un peso pareció desprenderse de su alma; era una sensación que siempre se presentaba cuando abandonaba ese bosque, no sabía muy bien por qué, pero esos árboles parecían tener una historia de sangre escrita en sus troncos.

    2

    Al mismo tiempo que Randal salía del bosque, tratando de llegar a tiempo para salvar a los niños, la figura de un soldado de piel morena buscaba sin descanso en las profundidades del bosque de Oma, implorando calladamente que todavía no fuera demasiado tarde.

    No sabía cuánto tiempo había pasado. Mucho, se decía a sí mismo. Le costaba recuperar el movimiento fluido de sus extremidades y se movía como si de un sueño se tratara, pero aun así, seguía corriendo. Las esperanzas que albergaba de encontrarla se desvanecían con cada paso que daba sin conseguirlo, al igual que el débil rastro que seguía. El diluvio borraba con facilidad las huellas de su errática carrera, haciéndole aún más difícil perseguir las que había dejado ella en su huida.

    De pronto, entre los arbustos, apareció un sapur. Era un bello ejemplar, de poderosas mandíbulas y porte orgulloso. Se le quedó mirando, observándolo, tanteando las posibilidades que tenía en un posible enfrentamiento. Tras un momento de duda pareció decidir que el riesgo no merecía la pena y desapareció tan rápidamente como había llegado. El guerrero conocía a aquellas bestias. Sabía que esos carroñeros atacaban en grupo y que en raras ocasiones huían. Temió lo peor.

    El encuentro le hizo redoblar su esfuerzo. No tenía ningún rastro que seguir, perdido ya en las gotas de intensa lluvia. Sin embargo, la intuición le decía que el animal que acababa de ver estaba allí por algo. Su cuerpo en tensión saltó hacia delante en pos de la espesura por la que momentos antes había aparecido la cabeza mojada del animal.

    Por fin la vio, allí, recostada contra el tronco del árbol. Uno de los sapures yacía a su lado, muerto, con la mandíbula todavía abierta en un intento por alcanzarla; no se preocupó de él, sino que se abalanzó sobre el frágil cuerpo de la mujer.

    La tomó entre sus brazos, todavía caliente. Su cuerpo, frágil y liviano, apretado firmemente contra su pecho. La cabeza cayó a un lado, sin fuerzas, las piernas colgando, al igual que sus brazos. Notaba cómo la frialdad comenzaba a apoderarse de sus miembros. No había nadie más a su alrededor y el joven guerrero volvió a llorar por segunda vez en la noche. Las lágrimas le impedían ver lo que más tarde sería evidente: alguien había llegado a tiempo de evitar el festín de los sapures.

    El joven guerrero se dio cuenta de que su hermana había dado a luz sola. Mientras sujetaba con cariño su cuerpo, sus ojos buscaron con avidez alguna pista que le permitiera saber qué había sido del recién nacido. No encontró más sangre que la de la mujer que sostenía en sus brazos. Era posible que su hermana hubiera acabado con la bestia yaciente a sus pies y que el resto de la manada hubiera cogido su botín y escapado con él; en su fuero interno algo le decía que no había sido así; lo único que sabía con seguridad es que él había perdido el rastro de la única familia que ahora le quedaba. Mientras abrazaba a su hermana se recordó a sí mismo que nunca se perdonaría lo que había hecho.

    3

    Las primeras luces del amanecer amenazaban con romper la capa de nubes que cubría el cielo cuando, exhausto, arañado y completamente mojado, Randal alcanzó la enorme puerta de madera de la entrada. Casi no recordaba la última vez que había estado en aquel lugar, sólo esperaba encontrar allí a quien buscaba.

    La puerta se abrió pesadamente, dejando paso a la figura de uno de los monjes, envuelto en su túnica negra, que le miró sorprendido desde la oscuridad del pasillo.

    —Nada bueno te puede traer aquí, dado tu aspecto. Pasa y descansa.

    Se apartó suavemente, indicándole así que era bien recibido y que las puertas de la abadía estaban abiertas para él.

    —Gracias, hermano, pero antes de nada necesito tu ayuda.

    Sus brazos se abrieron delante de él mostrando el pequeño fardo que portaba. En su regazo dos pequeñas figuras, con sus cuerpos casi tan fríos como la mañana, luchaban por mantenerse con vida.

    El monje abrió los ojos con estupor. A pesar de su incredulidad, rápidamente recogió a los niños, dejando a Randal en la puerta, extenuado, aterido y hambriento, sin saber exactamente qué hacer. Por un momento pensó que sus piernas no iban a poder mantenerle en pie ni un momento más y que sus ojos se cerrarían para poder así descansar.

    Al fondo del oscuro corredor se podían intuir todavía las rápidas zancadas del moje en pos de un lugar caliente y de comida para esos niños. La vestimenta volaba tras él, desvaneciéndose en la oscuridad. Justo antes de desaparecer por completo, Randal descubrió la presencia más imponente de otro monje medio oculto en las sombras. Pudo ver una figura alta, enjuta y unos ojos más negros incluso que las sombras que los ocultaban fijos en él. Randal descabalgó, dejando a su caballo atado al poste de la entrada mientras que la delgada figura se dirigía hacia él.

    —Veo que tus heridas se curaron correctamente, Randal.

    El abad sonrió y abrió sus brazos.

    —Al menos, las físicas sí. Nuevamente vengo a abusar de ti, hermano.

    Ambos hombres se fundieron en un largo abrazo que borró de un plumazo los muchos años que llevaban sin verse.

    4

    El calor de la chimenea de la biblioteca envolvía la conversación de Ailén y Randal. Ninguno de los dos perdió tiempo en charlas sin sentido ya que después de tres días entre aquellas piedras sólo quedaba por tratar el asunto que allí lo había traído. No podía demorar más su partida. Ambos hermanos se miraron a los ojos, igual de adustos y fríos, esperando quién de los dos comenzaría a hablar primero.

    —Sabes perfectamente que no podemos quedarnos con los dos. La niña, por descontado, sería una presencia demasiado perturbadora cuando creciera. De hecho, la sola presencia del niño ya es demasiado problemática dentro de nuestra comunidad, pero asumo ese riesgo.

    Ailén, quizás acostumbrado a su papel de hermano mayor, fue el que expuso directamente el problema. Su hermano se revolvió inquieto en la silla. Delante de Ailén volvía a sentirse inseguro, como cuando eran niños. Siempre parecía saberlo todo: lo que había que hacer y por qué. Él siempre había sido más irracional, más intuitivo y «físico», desde pequeño en que ganaba todas las luchas. Podía manejar todo tipo de situaciones en una batalla y conducir a un batallón entero sin esfuerzo. Sin embargo, cuando hablaba con su hermano le era imposible siquiera el sostener su mirada.

    —Conoces la vida que llevo, Ailén, no es para que una niña crezca correteando entre soldados. Los tiempos son cada vez más difíciles, los problemas en la frontera cada vez más preocupantes..., no puedo hacerme cargo de ella.

    Randal no sólo hablaba con su hermano, sino que trataba de convencerse él mismo de lo que decía. Nunca antes había querido ese tipo de responsabilidad y ahora precisamente era el peor momento de todos.

    —Lo sé, pero nuestra capacidad es muy limitada. Apenas podemos abastecernos por nosotros mismos, los lazos con la Hermandad son cada vez más débiles. Las luchas por el poder nos están relegando a esta posición de debilidad; no puedo ser responsable más que de mi comunidad y a duras penas consigo mantenerla.

    El cuerpo de Ailén descansaba pesadamente en la silla mientras trataba de ordenar sus ideas.

    —El Electo vuelve a exigir más a la orden. Todos los prioratos nos vemos obligados a aumentar nuestro diezmo. Incluso en esta abadía las armas están empezando a sustituir a los salmos. Además, las intrigas internas, el afán por controlar la biblioteca y la dejadez, hacen que las víboras cada vez se sientan mejor entre nuestros muros. No, Randal, mi decisión es firme, no puedo arriesgar más.

    Ambos se miraron a los ojos y supieron que no había más que decir. Se conocían demasiado bien como para continuar con una discusión que sabían sin sentido. Al menos Randal había conseguido un buen hogar para el niño. Ailén cuidaría bien de él. La niña sería a partir de ahora su problema.

    Al amanecer del cuarto día, la montura estaba nuevamente preparada para partir con su jinete; esta vez el fardo era mucho más pequeño de lo que había sido al llegar. El peso que experimentaba Randal, sin embargo, era incluso mayor que el que había tenido que soportar entonces. Se sentía realmente viejo y por primera vez el frío de la responsabilidad lo atenazó, más incluso que cuando estaba al mando de sus tropas en el fragor de la batalla, porque allí controlaba la situación; sin embargo, a partir de ahora todo sería nuevo para él... y para la niña.

    Randal espoleó a su caballo. Quedaba un largo trecho por delante. No volvió la espalda mientras se alejaba de la abadía. Podía notar los ojos de su hermano clavados en sus hombros. Ailén, al igual que él, siempre se despedía como si nunca más fueran a cruzarse sus vidas. Esta vez no había sido diferente.

    5

    —No hay nada más importante que el agua, ni siquiera la vida de mi hija.

    Así habló Suiht, sacerdotisa del agua de su pueblo desde hacía más de veinte años, mientras comenzaba los preparativos para el nacimiento de su primer nieto, un acontecimiento muy especial en los tiempos que corrían.

    Su hija yacía desnuda en el suelo, sobre la fría piedra de la cueva que, tras los años, había adquirido la forma adecuada para recoger todos los fluidos propios de un parto. Fuera, nada se movía en aquel infierno de calor. Los vivos tampoco se movían, esperando con ansia la llegada de una nueva vida.

    Las horas pasaron y con la llegada de las sombras Uriel dio sus primeros gritos en el mundo. Su abuela lo recibió en brazos, salió al exterior y lo alzó al cielo.

    —La luz de Dios ha llegado,

    »para servir a nuestros antepasados,

    »para mantener la tradición,

    »para no olvidar nuestra historia.

    »Que su luz se mantenga limpia.

    Sintió en sus carnes el intenso calor, a pesar de la caída del sol. Esa noche el pueblo bailaría, entregando como muestra de alegría su don más valioso, el agua de sus cuerpos. No importaba entonces, porque era la primera criatura en nacer en esa comunidad que se extinguía.

    Suiht se sentó sola, apartada en un rincón cerca de la entrada de la cueva, mientras todos los demás celebraban la llegada del único varón en más de diez años. La sacerdotisa vio cómo su pueblo bailaba alegremente alrededor del fuego, mientras las estrellas brillaban con fuerza en el firmamento. Notaba su cuerpo pesado, sus huesos duros bajo la piel reseca y ennegrecida por el infatigable sol. Apenas recordaba ya los años que tenía, e incluso sus ojos estaban ya tan secos que cada vez que parpadeaba parecía como si la misma arena del desierto los barriera.

    Desde aquella altura abarcaba una vista general de los alrededores: primero una superficie plana cubierta de piedras afiladas y negras, allí donde ahora mismo ella descansaba y al fondo, donde se unía el horizonte con el cielo, el inicio de las enormes dunas de arena, rodeándolo todo, un mundo de arena y de colores amarillentos que se extendía en todas direcciones, sin descanso, separándolos del resto del mundo, aislándolos y protegiéndolos de todo lo que habían dejado atrás sus ancestros.

    Las ensoñaciones, cada vez más comunes con el paso de los años, la retrotrajeron a su juventud, a la época de las contadoras de historias en las que su pueblo era más numeroso. Recordó cómo narraban el éxodo de sus primeros padres, que les había llevado desde las lejanas costas, donde se decía que el agua se desbordaba en extensiones más grandes que la propia tierra, hacia estas ardientes dunas; todo ello se lo contaron en su niñez, a la luz de las hogueras, durante las largas noches en las que su pueblo se veía obligado a vivir.

    Las historias les decían que un centenar de perseguidos decidieron emprender el único camino que les alejaba de la guerra y de una muerte segura, dejando atrás sus tierras, hacia otra muerte casi tan segura como aquella de la que huían, la que les ofrecía el desierto, con sus brazos abiertos, ansioso de ocultarlos entre sus arenas.

    El destacamento de Milos cruzó montañas, mares de sal, arenas infinitas, hasta que consideró que estaban a salvo o quizás fue hasta donde sus fuerzas les llevaron, nunca lo sabrían.

    Abandonaron así la lucha perdida, sin mirar atrás, sin preguntarse cuándo caerían sus compañeros o dónde. Sólo corrieron, alejándose malheridos, sin esperanza. Persiguiendo a la única persona que parecía tener fe en lo que hacía.

    La unión de los ejércitos de los Tres Reyes había sido la solución definitiva para contener la embestida de los ejércitos enemigos. Nemedia registró la mayor concentración de soldados jamás vista en la historia: por una parte, el ejército de los Tres Reyes, que ocupaba la basta llanura de las tierras que precedían a las montañas y por otra, los ejércitos de los hombres del norte, a los que se habían unido las criaturas del desierto, todas bajo el mando del último de los elegidos: Toht.

    La batalla fue cruenta desde sus inicios y en ella los Tres Reyes mostraron el porqué de su gloriosa dinastía. Doblegaron sin remisión al enemigo, manteniéndose unidos hasta el final, fue entonces cuando todo cambió. Se cuenta que fue Toht quien hizo llamar a los Oscuros. Lo cierto es que la sangría fue la mayor que se recuerda… y no hubo piedad. Nemedia fue la primera en ver cómo sus habitantes desaparecían. Soldados, mujeres, niños…, sólo un pequeño destacamento no se mantuvo en su puesto, huyendo hacia el este, hacia el desierto..., su pueblo.

    Esa separación les permitió escapar de la barbarie y de las montañas del norte, perdidas ya en la memoria de los tiempos pasados. Las generaciones se fueron sucediendo y las montañas se olvidaron, quedando dormidas todas las historias, deformadas y convertidas en cuentos de niños. Ellos siguieron aferrados a su viejo modo

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