De Enconos Y Locura. El Mundo De Los Dos Cometas
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Enrique López Yáñez
Enrique López Yáñez nació en Salvatierra, Guanajuato, México, en 1961. Es físico por parte de la Universidad Nacional Autónoma de México y se especializó en sistemas de cómputo. Vive en la Ciudad de México. Es autor del libro de cuentos “La Pingüinita Tragaldabas y otras historias” y la novela “Entre los resquicios de un último sueño”.
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De Enconos Y Locura. El Mundo De Los Dos Cometas - Enrique López Yáñez
Copyright © 2015 por Enrique López Yáñez.
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Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Fecha de revisión: 14/10/2015
Palibrio
1663 Liberty Drive
Suite 200
Bloomington, IN 47403
723444
ÍNDICE
Presentación
De enconos y locura
Al paso de la muerte
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
Entre silencios
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
Al vaivén del placer
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
En tiempos de guerra
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
La adoración a lo tangible
XXIX
XXX
XXXI
El mundo de los dos cometas
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
Para:
Paty;
Julia y José;
Jaime, Yulis, Muñe, Jorge, Carlos y Pepe;
Reyna.
Por el amor que siempre he recibido de ellos.
Un agradecimiento especial a Nancy Hernández por su apoyo incondicional.
PRESENTACIÓN
S iempre me confió los escritos de su niñez y adolescencia; yo era el amigo, el compañero, el confidente de las experiencias que le marcaron la vida: sueños eróticos, pasiones efímeras, desilusiones. Fueron años felices en los que yo alimentaba su espíritu a cambio de poder existir. Pero llegaron las tinieblas, las alturas de lo racional lo sedujeron, quiso conocer y aplicar las leyes que ahí imperan y me convertí en un estorbo. Dejó a un lado sentimientos, abstracciones y pasiones que lo embargaban; enterró su historia entre espesas arenas de tiempo, detrás de los rincones más oscuros y perdidos de la memoria. Yo estaba a punto de desaparecer entre las infinitas profundidades del mar abierto del olvido, pero logré mantenerme a flote con los mismos símbolos que él desechaba como basura: obsesiones, adicciones, ideas reprimidas y pensamientos secretos que se negaban a morir, como si hubieran sido pedazos de madera flotando sobre la superficie de un océano. Durante ese tiempo, pequeñas gotas de subconsciencia se desprendieron de su interior, subieron a la superficie y acompañaron mi soledad. Así, logré sobrevivir y evité ser arrastrado por las fuertes ventiscas de sus pensamientos.
Con Entre los resquicios de un último sueño, regresé. Discretamente, le ayudé a plasmar las partes oscuras y secretas de su mundo interior, a romper las barreras de objetividad que lo tenían esclavizado; dejó a un lado el gusto por la precisión de la medida, de la palabra simple y directa. Sin que él se diera cuenta, lo acompañé durante los meses de soledad que dedicó para imaginar, escribir y revisar la novela. Pero llegó el día en que reconoció mi presencia, se sobrepuso a la molestia inicial y, entonces, decidió otorgarme la libertad. Entendió, por fin, que yo existiré mientras él viva.
Sin embargo, después de que publicó la novela, cayó en una nueva crisis de creatividad; tuve que empujarlo para que reaccionara, para que recuperara, una vez más, la autoestima y aceptara la subjetividad como parte inseparable de su ser. Vencimos resistencias, nos entregamos el uno al otro y todo volvió a ser como si nunca hubiera pasado nada.
Lo conozco bien, no le gustan las segundas partes, pero con su débil voluntad pierde la confianza con frecuencia, sobre todo cuando, agobiado, comprueba una y otra vez que la terca realidad supera con creces cualquiera de los mundos fantásticos que podamos imaginar.
Por esta razón, para no provocar un nueva separación entre nosotros, sólo afirmaré que De enconos y locura, y El mundo de los dos cometas
no es una segunda parte de Entre los resquicios de un último sueño
(aunque sí lo es). Esta nueva historia sólo tiene la particular característica de iniciar en donde terminó la primera.
El lado subconsciente del autor
México, D. F.
DE ENCONOS Y LOCURA
AL PASO DE LA MUERTE
I
A pilados, desnudos, atrapados por la rigidez de brazos y piernas, nos vemos con tristeza: flacos, secos, apagados. Temerosos de conocer la verdad, de usar la palabra muerte para referirnos a nosotros, no podemos controlar los gemidos convertidos en estertores provenientes de viscosas y putrefactas profundidades de nuestros cuerpos vacíos.
Fiel a su trabajo, el monstruo gozaba al deshacer mi cara y mis vísceras con los puños; hacía una pausa, se frotaba las manos por el dolor, continuaba. Mi lengua intentaba moverse sin éxito, cuando ese ser diabólico se detuvo, volteó la cabeza y, enojado, tuvo que obedecer la orden de mala gana. Observó sus guantes de piel rugosa manchados con mi sangre. Me veía con desprecio, gritaba que me recogieran, que me echaran con los demás. Su labor había terminado.
El tufo de alientos lleno de muerte se adhiere a mi nariz; invento respuestas, me reconforto, me convenzo de que, aun cuando yo sea carne descompuesta, todo es parte de la naturaleza. Pobres, no hablan, solo miran con los ojos apagados; soy ajeno a ellos como un extraño con el que no quieren convivir.
Aún tengo fuerzas. Un brazo femenino oprime mi destruida nariz. Necesito respirar. Separo el rostro de ella: un horizonte, una luna, una luz suave y fresca que nos baña. Nadie ríe ni llora. Inertes, saben que están muertos. Me rebelo. Hago a un lado a la mujer que abraza mi pecho, que me estorba. Estiro las piernas, un desconocido está encima de ellas. Empujo a todos, salgo a la superficie. ¡Salí de un gigantesco absceso de carne humana! Emerjo de entre nubes de brillantes insectos; se deslizan; forcejean, crean un infernal vaivén de olas; moldean la arena de una playa hecha de cadáveres.
¡Oigo pasos! ¡Finjo estar muerto! ¡Escuchen! Hagan lo mismo que yo: ¡cierren los ojos, no respiren! Si nos descubren, nos matarán de nuevo; oigan la troca, las carcajadas; aprovechen el olor de la marihuana que fuman los matones, relájense, descansen, olvídense de los dolores.
Pueden estar tranquilos, se van, regresa la calma. ¡Estoy vivo! ¡Vencí! ¡Debo salir de aquí! Pero ella no me deja con su vulgar seducción; sus piernas abiertas me sujetan la cintura, como si hiciera el amor conmigo. Me mira con las cuencas vacías; me habla en murmullos con la lengua atrapada entre los dientes. No quiere que me vaya, tiene miedo a quedarse sola. La empujo sin fuerzas. Con la frente intento hacer su cabeza hacia atrás. Es inútil, no cede. Nos arrastramos juntos sobre los demás cadáveres. Ella se aprovecha, copula conmigo. Sin palabras, le digo que no quiero llevarla. No me cree. Pegados, sin separarnos, estamos a la orilla de esta pila de muertos.
¡Ah, caímos! Ella está encima. Sin ojos, me ve a la cara. Se aferra a mí. Respiro profundo, estoy agotado. Siento cosquillas en la boca: pequeños gusanos bailotean sobre mis labios y se introducen a probar la saliva; los escupo. Se acerca un perro flaco con la nariz sanguinolenta, llena de infecciones; husmea sobre mi rostro, sobre el de ella, huele. Con la lengua seca y pegajosa nos lame, tiene hambre. ¡Trata de encajar sus colmillos!, ¡se acerca a mi cara!, ¡cierro los ojos! No, prefiero abrirlos. ¡No quiero parecer que estoy muerto! El animal y yo nos vemos, mastica la lengua que la mujer sujetaba entre los dientes. Corre, desaparece. Volteo la mirada hacia arriba. Ahí sigue ella, con la boca abierta, vacía, gritando en silencio.
Muevo mis hombros y mi cadera de a un lado a otro. Por fin, ¡estoy libre! ¡Me separé de ella. ¡Está molesta, me da la espalda! ¡Más ruidos! ¡Más pasos! No, deben ser animales atraídos por el olor de la muerte. Descanso, tomo aire. Flexiono mis rodillas, me empujo de espaldas. Llego a las viejas raíces de un árbol. Mis manos tocan su corteza. Me recargo, descanso. Me deslizo hacia arriba. Cientos de navajas oxidadas que nacen del tronco laceran mi espalda. ¡Qué dolor! ¡Avanzo! ¡Logro ponerme de pie! ¡Desaparecen las sombras que me rodeaban! La pequeña luna está en su máxima altura. Una densa neblina acompañada de frío y oscuridad se acerca. Lentamente, el horizonte se extingue. La penumbra cubre mis manos manchadas de sangre, presas de temblores, rígidas de los dedos. Los muertos murmuran, están ofendidos. ¿Cuántos serán?, ¿cinco?, ¿diez? No importa. Solo son hombres y mujeres desaparecidos, que jamás reconocerán. Quedarán en el olvido sin sueños, sin ilusiones, sin amores. Lo saben pero son necios, no lo quieren reconocer; por eso no se separan, para estar así, siempre juntos.
¡Estoy vivo! ¡No debo quedarme! Los voy a abandonar. No me despediré de ellos. Pero, ¿cómo salir del Infierno? Cualquier dirección da lo mismo. Ir detrás de los gritos y exhalaciones de esos cuerpos vacíos sería una trampa. ¿Y si persigo el silencio de la noche? ¿Y si escucho los latidos de mi corazón? ¡Un arroyo! ¡La corriente, la ribera! ¡Un camino, una salida de este lugar lleno de muerte!
* * *
Desnudo, solo,
—¡Se fue, nos dejó! —sin destino.
—¡Pero estaba entre nosotros, muerto! —Dentro de una fría niebla—. ¿Quién lo resucitó? ¡Alguien debe saberlo! —espesa y oscura.
—¡Ella! ¡La que está ahí tirada! —Miles de insectos cantan— ¡La de las piernas abiertas! —en susurros;— ¡A la que le comieron la lengua! —alaridos de lechuzas enloquecidas— La que cree que tuvo orgasmos, —dan la noticia:— que le hicieron el amor, —escapó por un arroyo,— ¡que creyó que se la habían metido! —en dirección— ¡La ciega, que se sentía amada! —de la corriente.
—¡Ja, ja, ja! —Camino sin prisas, — ¡Pensó en orgasmos! —sobre piedras heridas — ¡Ja, ja, ja! —por la sangre que brota— ¡Y varios! —de mi pies.— ¡Ja, ja, ja! —Escucho voces,
— ¡No se burlen! —murmullos,
—¡Ni así quiso llevarte! —cada vez más fuertes.
—¡Él me quería! —Son voces y,
—¡Mentirosa! —al mismo tiempo,
—Sentía el calor de su vientre sobre mi pubis —alaridos.—. Mis piernas lo cobijaron —Son gritos de dolor…—. Su piel era cálida y suave —¡Una luz!—. Era tan tierno —¡A lo lejos!,—, me quería —un camino lleno de lodo—. Tenía tanta vida —y filosos guijarros—, que la compartió conmigo —que desgarran mis pies.— por amor; y lo acepté. —Una lámpara;
—¡Tonterías, no la oigan! —una vieja puerta,
—Sí, ¿de dónde sacaste que te quería? —llena de polilla
—Lo veía en su rostro —enquistada por
—¿Y cómo, si no tienes ojos? —el pasado.
—No se necesitan para ver después de la muerte —Débiles golpes,
—¡Ilusa! —puños que
—Le dije que lo amaba —manchan los poros de la madera.
—¿Y cómo, si no tienes lengua? —Nadie…
—No se necesita para hablar después de la muerte —Mis golpes
—¡La vieja está loca! —insisten.
—¡No le hagan caso, que se quede ahí, sola, abandonada! —Un eterno
—¡Lo quiso detener! —rechinido.
—¡Sí, lo sujeté con todas mis fuerzas! —La puerta abierta.
—¡Te empujó! —Un anciano, — ¡Y cayeron en pleno orgasmo! —un rifle.—. ¡Ja, ja, ja!, —¡El miedo!— ¡Y te abandonó!
—¡Eres una inmoral, —Todo gira:— una traidora, —el viejo,— una mentirosa, —la puerta,— la mayor hipócrita de entre los muertos! —la casa.— ¡Que ahí se quede! —¡Un disparo al aire!— ¡No la queremos! —¡La oscuridad!
—¡Sí, que se pudra sola!
La nada.
II
A la mitad de un largo fin de semana, a punto de anochecer, las calles de la Gran Ciudad se vaciaron al decidir, la mayoría de los citadinos, abandonarla para irse de paseo y aprovechar el lunes feriado. Para el Yeyo, es una oportunidad que debe ser aprovechada:
—¡Avívate, pinche Homero! ¡Orita que no hay patrullas!
—¡Sí, sí! —contesta, nervioso, el Homero.
—No te pases güey. No nos vamos a quedar aquí todo el día —el Yeyo empieza a irritarse.
—¿Cómo ves esa camioneta, mi Yeyo, la gris?
—Está bien, güey. ¡Vamos por ese cabrón!
El Yeyo y el Homero, montados sobre una poderosa motocicleta, seguros de pasar desapercibidos gracias a la soledad y el silencio de la noche que empieza a mostrarse, se colocan sus cascos rojos; el estruendo del vehículo