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El día que dejamos de creer en los ángeles
El día que dejamos de creer en los ángeles
El día que dejamos de creer en los ángeles
Libro electrónico637 páginas10 horas

El día que dejamos de creer en los ángeles

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Información de este libro electrónico

Año 2047. La vida de la detective Michelle Cavelier da un giro inesperado cuando acepta echarle una mano al Señor de la Muerte, un ángel impredecible y caprichoso, empecinado en desvelar el misterio que ronda alrededor de un brutal asesinato, cometido por otro ángel. Lo que parecía ser un simple favor, una investigación de rutina, de pronto se convierte en un viaje alucinante a los recuerdos de Michelle para averiguar lo que sucedió con una misión fallida y mortal, borrada de su memoria muchos años atrás. El Ángel de la muerte decide violar algunas reglas para tratar de recuperar lo que desapareció de la mente de la detective. Mientras tanto, una adolescente llamada Isabel quiere hacer algunos ajustes a su aburrida existencia, sin sospechar que uno de esos cambios —perder su virginidad— despertará fuerzas poderosas que pondrán a temblar a la nueva clase dirigente de la Tierra: los ángeles, que conviven con la humanidad desde hace más de veinte años en paz y armonía (por ahora).
El día que dejamos de creer en los ángeles  es un thriller distópico entreverado de fantasía y ciencia ficción que engancha al lector desde las primeras líneas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 abr 2021
ISBN9788418527715
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    Me encanto !! su versión futurista y enigmática ,lo hace un verdadero libro de ficción, además de la gran imaginación de su autor.

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El día que dejamos de creer en los ángeles - Mariano Estela Aldana

colegio.

Libro Uno

El Ángel de la Muerte

1. Un buen influencer*

The New R News (blog neurovirtual)

Actualizado: 11/11/2047

Ramón H. Suarez, Ramonache

Cuando los ángeles llegaron, ¿algo cambió?

¿La verdad?, han pasado más de veinte años desde su aparición oficial y el mundo aún no se ha convertido en el tal Xanadú de las canciones. La Tierra sigue dando tumbos y vueltas alrededor del mismo y amarillento sol sin que, para mí, hayan ocurrido grandes cambios que ameriten tanto bombo y alabanzas… ¡Y no lo digo por ofender!, es que ya no se ven muchas rodillas peladas como al principio.

Pero bueno, ya me imagino a varios tomando impulso para deleitarse con mi yugular, así que comencemos por atender a los que dirán: «¿De qué putos koalas muertos estás hablando, Ramón?, mira todo lo que nos han ayudado a avanzar en temas de tecnología, en la erradicación de enfermedades, la reducción del crimen, del hambre, y lo mejor: ¡podemos vivir hasta los ciento cincuenta años…!». Y que si no sé qué, que si no sé cuá, que si esto, que si aquello… y otras florituras.

Por eso, vuelvo y repito…, sobre todo, para los que se exaltan y refunfuñan por las branquias: los cambios que NO veo son-en-lo-social.

¡La gente sigue siendo la misma de siempre…!, igual a la que había en 2021, en 2023 o en 2025 —cuando llegaron estos pájaros—, o la que hubo en 2030 o en 2035.

«¿Y para 2040?», dirán los más aventajados.

A ver —esposo de tu prima, hijo y nieto de tus otros incestuosos parientes—, que sí, que seguimos siendo los mismos y que no hemos cambiado ni un milímetro, ni lo vamos a hacer.

Ahora bien… ¿Que si pienso que hoy en día estamos un poco menos enfermos, más tranquilos y con más panza? Pues… de qué nos sirve si seguimos igual de indolentes, apáticos, mala leche, rencorosos y malagradecidos… Y no es por ser hater, pero ¡seguimos igual de mierdas! Aunque de eso no es de lo que voy a hablar en este post.

Tampoco vamos a darle vueltas a lo de la papa al vapor del nuevo orden político, ni a las novedosas y polémicas formas de impartir justicia —¿imponer, más bien?—, ni a la fallida redistribución de las riquezas. Tampoco nos vamos a volver a dar puñetazos virtuales por lo que opino sobre la (estúpida y borreguil) manera en que nos convencieron, con el tal megarreferendo de 2030, para ser gobernados como una sola (e ingenua) humanidad… ¿Como súbditos, tal vez?

¡Por todos los dioses de Ibiza en tanga…!, es que me acuerdo y se me sube la sangre a Marte.

Ya hablamos de eso en post anteriores y no pienso rebobinar el casete —¿saben lo que es un casete?—. De todos modos, y como en el fondo soy un pan de miel, los más despistados y los que sufren del tan desgastado déficit de atención los pueden volver a leer en mi neuroblog.

Y ahora, volvamos a lo importante… ¡Pay attention!

De lo que les quiero hablar es del momento que eligieron los ángeles para hacerse presentes. Y con eso me refiero a ese preciso instante tan perfecto en el que aparecieron estos buenos muchachos… Justo cuando ¿más los necesitábamos?

¡Ja…! ¡Pero qué casualidad!

La fecha que eligieron no pudo ser mejor: otoño de 2025; justo después del atentado al papa, del megaterremoto en Chile, del asesinato del presidente de USA, del gran bitcoñazo, los suicidios de dos poderosos cacaos políticos en Brasil y Colombia, el huracán que destruyó Cuba y Miami, el brote del SARS-CoV-3, la quiebra de Argentina y otras cosillas que venían sucediendo desde mediados de 2024… Ahora bien, seamos sinceros: todo lo que acontecía hasta ese momento les vino como anillo al dedo para presentarse al mundo, justo cuando todo estaba hecho una mierda.

Ya muchos de ustedes recordarán que cuatro meses antes de que los ángeles hicieran su primera aparición no oficial (a mediados de junio), más de treinta sistemas de moneda virtual fueron atacados el día del gran «bitcoñazo», nombre que le dieron los medios. Millones de personas, miles de empresas y algunos fondos de inversión, en todo el mundo, se vieron de la noche a la mañana con un gran cero pintado en el estado de cuenta de sus billeteras virtuales…, y con una duda enorme resquebrajándoles los sesos: ¿cómo se pueden desaparecer, en un abrir y cerrar de ojos, siete billones de euros en criptodivisas? Y lo pongo con los ceros que son: 7.000.000.000.000 €.

¿Cómo era esto posible?, ¿todo este montonón de dinero y ni un solo byte para seguirles el rastro?

¡No me pongas el chupo que ya tomo en la de a litro…! Eso no se lo cree ni mi tía —pobrecita ella—, que alcanzó a meterse en más de veinte redes de mercadeo antes del último infarto.

Obviamente, las protestas no se hicieron esperar; la indignación y la rabia fueron descomunales, pero nadie quiso…

El hombre de negro contuvo un bostezo con la palma de la mano izquierda. Luego, se rascó la barbilla con lentitud: se notaba que llevaba un par de días sin pasarle la cuchilla. Inclinó la cabeza a un lado, y al otro, hasta que sonó un chasquido en el cuello. Sin que le interesase mucho lo que sucedía a su espalda, sacó una cajita del bolsillo y se empolvó las fosas nasales con una pizca de rapé de Rio Branco. A un costado de la nariz, junto a las aletillas, se veía una pequeña cicatriz: probablemente de algún lunar que se mandó extirpar en su juventud.

De inmediato, se dedicó a terminar de leer el artículo que gravitaba frente a él… Después de unos minutos, se quedó mirando la pantalla bioholográfica sin hacer nada.

Ramón se encontraba de pie, junto a él, muy atento a todas y cada una sus reacciones. El hombre de negro arrugó la frente y releyó los últimos párrafos:

… Después, como ya sabemos, fue que comenzó la preparación del ser humano para que pudiéramos aceptar —y tolerar— a esta nueva especie con la que, parece, nos va a tocar convivir per sæcula sæculorum.

De todos modos, hoy sigo afirmando que ese par de (malditos) medios de información —que ya sabemos cuáles son— nunca reconocieron su culpabilidad acerca de lo que pasó cuando revelaron, con extrema torpeza, la noticia sobre la llegada de estos «cacatúas», como les dicen algunos a los ángeles.

¿Y que por qué no lo hicieron?

Porque no tienen el suficiente peso en los cojones para plantar la cara a la sociedad y a las familias de los muertos; fueron unos oportunistas de mierda, cómplices de la mayor barbarie informativa de la historia.

Como periodista, blogger y como ser humano se los voy a seguir recordando: que, gracias a ellos, mil ochocientas revueltas estallaron alrededor del mundo, fruto de sus desacertadas, simplonas y apresuradas informaciones, plenas de prejuicios morales y especulaciones sesgadas, que llevaron a la desidia y la anarquía a millones de personas que, por más que lo intentaron, no supieron entender lo que estaba por suceder.

¿O será que estoy exagerando?

Quién sabe, a lo mejor sí. Tal vez, más de trescientos mil muertos en casi quince días de disturbios aún deben de parecer poca cosa frente a los que fallecen del corazón cada año.

El hombre de negro meneó la cabeza. Luego, se volvió hacia Ramón sin tratar de ocultar el gesto de burla que había aparecido en su rostro.

—¿En serio piensas publicar esta pavada que pusiste al final acerca de los medios y tu odio hacia ellos? —le preguntó, tomando la botella de agua que había sobre el escritorio.

El bloguero no se alteró ante el comentario y se inclinó para revisar los párrafos a los que se refería.

—Pues… sí, creo que sí. No veo ninguna razón por la que no deba expresar lo que pien…

De repente, Ramón se enmudeció, como si no pudiera seguir hablando. El enigmático visitante tomó un largo sorbo de agua, sin dejar de mirarlo a los ojos. El bloguero se sintió agobiado por algo que parecía constreñirse en lo más profundo de su ser. Sin pensarlo mucho, bajó la mirada en actitud de respeto.

El hombre de negro se mostró complacido ante el gesto de sumisión que Ramón le demostraba. Enseguida giró sobre la silla para volverse a concentrar en la pantalla que flotaba ante sus ojos.

Uno a uno, volvió a repasar los últimos párrafos del artículo que había escrito para él.

—Voy a insistir en que dejes el articulo hasta la parte que dice: «…con la que, parece, nos va a tocar compartir y convivir per sæcula sæculorum». El resto es basura.

Ramón se puso rojo, odiaba que les metieran mano a sus escritos. Se trataba del último borrador y aún le faltaba un poco de reescritura, pero nada sustancial. El plan consistía en publicarlo —esa misma noche— en The New R News, uno de los neuroblogs más influyentes del planeta. Desde hacía unos tres años, Ramón impactaba con sus crónicas y artículos a más de mil seiscientos millones de personas en todo el mundo. Nunca fue valorado como periodista, pero como blogger, muchos conectaban con las ideas que posteaba. Era, de por sí, uno de los diez neuroinfluencers más seguidos.

Ramón tomó aire y se relajó… «Que lo borre si quiere» pensó; sabía muy bien que este artículo no aportaba nada distinto a lo que ya se había machacado, hasta la saciedad, sobre la llegada de los ángeles. Pero lo que estaba a punto de exponer con la otra publicación —lo que venía investigando hacía meses—, era algo que bien podría poner a temblar a los que regían el mundo desde las Torres Blancas.

Era obvio que ese otro artículo le podría acarrear un montón de problemas, como para ir pensando en desaparecer un tiempo una vez que lo lanzara a las redes. Aun así, se sentía firme y decidido, a pesar del peligro al que se iba a exponer. Se podría decir que nunca hubo en su vida algo de lo que se sintiera tan seguro como de lo que estaba a punto de revelarle al mundo en… uno o dos días…, aunque, ¿y por qué no esa misma noche?

Un par de horas después de haber publicado lo que estaba tijereteando su curioso invitado, no le implicaría mayor problema lanzar el otro; ya lo tenía de un ala, solo le faltaba anexar dos o tres cosas de lo que le había enviado Rafa. Además, los ochenta o noventa mil eurillos que generaría la exposición del artículo, de forma automática, podrían ser los últimos… Luego, el inevitable veto de los sponsor con tal de quedar bien con los angelitos.

Ramón sonrió para sí mismo, con disimulo, satisfecho por la forma en que trenzaba sus próximos movimientos. Algo que, estaba seguro, no sospechaba el que había venido —casi a media noche— a juzgar su trabajo.

El hombre de negro se sintió complacido con lo que Ramón creía que maquinaba por sí mismo. Tan solo faltarían dos, máximo tres susurros, para que el bloguero estuviera totalmente de acuerdo con lo que disertaba. Al fin y al cabo, ese era el propósito de haberlo visitado esa misma noche: sembrarle una idea en el alma que lo mantuviera en sintonía con su ego y que lo hiciera creer que aún tenía el control de sus propias decisiones. No era fácil, porque había que tener el talento —el don— de influir con fuerza sobre el libre albedrío; no era algo que se pudiera hacer a través de los sueños, como algunos humanos creían. No. Esto era competencia de los expertos; de los seres que nacieron con el don para educar y moldear las almas.

De todos modos, no creía que necesitara de un gran empujón. En su opinión, Ramón no pasaba de ser un idiota. Su alma era opaca, mundana e intrascendente. De por sí tenía un prana débil —como el de un mosquito—, ceñido a sus instintos…, tan solo bastaría un soplo de luz para acelerar el objetivo trazado: sembrar un manto de duda sobre los ángeles a través de su neuroblog.

Con un aire de suficiencia, el hombre de negro amplió la sonrisa —un par de hoyuelos se le marcaron en el rostro—, tomó un gran sorbo de agua y se recostó contra el respaldo de la silla. Su vista recorrió por un momento el sitio del bloguero: un loft de buen tamaño, techos altos, ventanas con vistas al río, mucho diseño y algunos lujos. Luego miró de soslayo hacia un rincón, oscuro, donde se encontraba el pequeño ser de luz que lo iba a ayudar con eso, aunque su luminiscencia no era estable: temblaba y titilaba como una luciérnaga en verano. Se notaba que no le gustaba ni un poquito lo que había sucedido, pero ahí estaba: flotando, alerta y muy pendiente de todo lo que pudiera pasar con el humano a su cargo.

Dos segundos después, la sonrisa del hombre de negro se convirtió en una mueca y el ser de luz no pudo hacer otra cosa que obedecer. Flotó hasta colocarse frente a él. Por un instante se volvió hacia donde estaba Ramón, pero lo vio abstraído, mirando la pantalla por encima del hombro de su visitante. El pequeño ser se desinfló un poco, como si se le hubiera escapado un suspiro. Así era esto. Ramón ni ningún otro humano lo podía ver…, tan solo el oscuro visitante, porque tenía el poder para hacerlo.

Resignado, avanzó hasta quedar junto a los labios del extraño de negro… Después de un breve instante, comprendió lo otro que debía implantar en el alma del bloguero. El mandato del hombre de negro era claro: necesitaba que Ramón publicara en su blog lo que le había presentado, a la mayor brevedad, y que terminara de una vez el otro artículo, en el que trabajaba desde hacía meses. Así que la orden era que lo terminara y lo publicara, de ser posible esa misma noche o en la madrugada, sin más dilaciones.

Un instante después de haber recibido las instrucciones, el pequeño ser giró y se desplazó hasta el hombro izquierdo de Ramón, donde se posó con delicadeza. Sus pequeñas alas se extendieron, relucientes, mientras comenzaba a susurrarle al oído. Se le notaba el disgusto por tener que hacer cosas con las que no concordaba, pero el objeto que le había puesto el hombre de negro sobre la espalda doblegaba su voluntad y le impedía negarse a ninguna cosa. Se trataba de una masa gris y traslúcida, que se extendía desde la nuca hasta el centro de sus alas; en el interior, algo parecido a un humo viscoso se movía y se estiraba, mientras unos filamentos se expandían hacia fuera, como pequeñas raíces negras que se fundían con su esencia y una parte importante de su entender.

El ángel de la guarda de Ramón cumplió con lo que le había ordenado el hombre de negro, sin poder evitar que se le notara el enorme sentimiento de tristeza que lo agobiaba por haber manipulado el alma de su custodiado.

2. Plan B

A pesar del miedo que lo envolvía, Ramón sonrió. Algo muy dentro de sí le decía que estaba a punto de lograr lo que siempre había soñado.

Casi todo lo que había deseado en su vida lo había conseguido, pero nunca fue suficiente para él, y pesar de haberse convertido en uno de los neuroinfluencers más buscados en las redes, ni la fama ni la fortuna parecían satisfacerlo. Sin embargo, desde que se le metió en la cabeza lo del nuevo artículo, su vida había encontrado un nuevo aliciente…, y, sin lugar a dudas, esta podría ser la mejor oportunidad para llegar a lo más alto del estrellato de la neuroweb.

Su mente se relajó y sintió que esa vocecita interior —la que desde niño le había aconsejado qué hacer— le confirmaba que el momento para brillar por fin había llegado. En medio del regocijo, concluyó que cualquier cosa podría pasar esa noche; ¡lo que fuera! Por eso no pudo evitar que una parte de sus instintos se manifestara cuando sucumbió a la tentación de fijarse en el enigmático visitante.

Los rasgos del hombre de negro eran rectilíneos, varoniles: tan perfectos como si los hubiera tallado el gran Bernini. El cabello era lacio y de corte clásico. Las manos, de dedos largos, y bien cuidadas. El traje, los zapatos y la camisa, impecables y muy actuales. Un estilo muy metrosexual.

Y ni qué decir de lo alto: más del metro noventa…, algo muy característico en la mayoría de los hibridoides.

«Demasiado hermoso, el cabrón», pensó Ramón.

Ramón tragó saliva. Se sentía muy intimidado ante la presencia del hombre de negro, pero no por eso dejó de sentirse atraído hacia su…

—Me siento halagado por lo que puedas sentir ante mi… ¿cómo decirlo?… ¿magnífica presencia? —le dijo a Ramón con voz suave.

Se volvió hacia él, clavándole el poder de su mirada. Ramón palideció de forma instantánea y retrocedió un paso, nervioso. El hombre de negro se levantó de la silla y le hizo una seña para que la ocupara. Ramón obedeció, temblando. El hombre de negro se inclinó hacia él mientras apoyaba las manos sobre los descansabrazos. Su rostro quedó a pocos centímetros del de Ramón.

—Valoro tu buen gusto, Ramón, pero debo decirte que no te conviene tomar ese camino —musitó, sondeándolo más allá de las pupilas—. Conmigo, nada queda lejos del fuego. Es más, se podría decir que a mi lado todo arde.

Un fuerte olor a quemado se comenzó a sentir. Gruesas volutas de humo se elevaron hacia el rostro del asustado bloguero; entraron por los huecos de su nariz sin que pudiera evitarlo. Estaba paralizado por el miedo. Casi de inmediato, Ramón sintió un ardor que le quemaba las fosas nasales, expandiéndose luego más allá de la laringe.

El hombre de negro sopesó la posibilidad de ejercer un poco más de angustia sobre el alma de Ramón; eso sí, sin lastimar su espíritu para que no se espantara y siguiera haciendo lo que se necesitaba de él. De todos modos, exacerbó su miedo haciéndole sentir un súbito retorcijón en las entrañas. La frente de Ramón se llenó de sudor y, por la cara que puso, se le notaba la fuerza que podría estar ejerciendo sobre su esfínter para no hacer un estropicio en sus pantalones. Sin dudarlo mucho, vaticinó lo que le podría suceder al bloguero y lo liberó de inmediato; poseía un olfato muy fino y no soportaba ciertos olores. Se levantó con lentitud, soltando los descansabrazos de la silla; en las marcas que sus manos habían dejado aún se veían algunas brasas encendidas que no paraban de carbonizar el cuero.

Cuando por fin se pudo mover, Ramón se levantó de un salto y observó con pavor lo que le había sucedido a la silla. Doblegada, el alma del bloguero se arrugó un poco más, obligando a sus ojos a que evitaran un encuentro con los del oscuro invitado.

—Yo…, yo… Es decir…, yo no… —balbuceó.

El hombre de negro chasqueó los dedos y, de manera instantánea, la boca de Ramón se cerró, sellada sin voz ni voluntad. Ramón no pudo hacer otra cosa que mantenerse en pie mientras sentía los estragos de la adrenalina que se atenazaba en sus muslos. El hombre de negro notó los temblores y entendió que debía calmar el ánimo de Ramón.

—No te estreses, Ramón, relájate… Más bien, déjame echarle una última mirada a lo que has escrito que, más que entusiasmarme, me tiene al borde del bostezo —le dijo, mientras le suavizaba los ánimos y acariciaba su alma—. Ojalá tuvieras algo en verdad revelador, con cojones, capaz de remover el mundo hasta sus cimientos, pero… —Lo miró, de manera intencionada, de arriba para abajo—. En fin —concluyó, antes de volverse hacia la pantalla.

Ramón acusó el sablazo con estoicismo. El hombre de negro percibió que se había tragado su orgullo porque creía que sí tenía algo como para hacer temblar a más de medio planeta… y a los ángeles que habitaban en lo más alto de las inmensas Torres Blancas, las que ahora se elevaban imponentes en cada nueva capital del mundo.

El pequeño ángel de la guarda se había acercado a Ramón durante el breve inconveniente que tuvo con su visitante. Trataba de mantenerse lo más cerca posible de él, como siempre hacía, aunque hoy estuviera a merced del hibridoide. La extraña masa que le había clavado el hombre de negro en su espalda lo mantenía como en un estado de suspensión: medio aletargado y a la espera de cualquier otra orden, o idea, que se necesitara sembrar en el alma del pobre Ramón. La masa también bloqueaba cualquier intento de conexión con la Esencia Primaria para clamar por ayuda. Lo único que podía hacer era flotar en silencio, impotente y muy triste por no poder hacer nada por el bloguero.

Pero de la nada una idea le surgió, así, de repente, como todas las que siempre le venían: desde lo más profundo de su pequeño pero sabio entender.

Meditó la idea sin temor. Los hibridoides no podían escarbar en la esencia de ningún ser celestial, mucho menos en los entenderes, donde se transmutaban la sabiduría y los talentos de cada tipo de ángel. Tras un largo minuto, el pequeño ángel caviló sobre la mejor manera para enfrentarse a los planes del hombre de negro. De todos modos, no estaba seguro de que fuera a funcionar, pero tenía que intentarlo.

Consciente del poco tiempo que tenía, se alejó flotando hacia el rincón donde el hombre de negro le había ordenado que se replegara. Y en silencio, transmutó su esencia con cautela y se concentró en emitir la Señal con la que se daba aviso a la Esencia Primaria de que el fallecimiento del ser humano a cargo era inminente.

Por un breve momento, el pequeño angelito se puso a temblar y titilar mientras juraba que lo que sentía tendría que ser muy parecido a lo que los humanos llamaban sudor frío. Sin tener la certeza de que la existencia de Ramón corría riesgo, había puesto sobre aviso a la Entidad Regidora de todo lo que existía en la Tierra y en el mundo celestial. Sin embargo, algo en su interior le decía que de esa noche su humano no iba a pasar. La emisión de la Señal tan solo fue un acto desesperado para tratar de conseguir ayuda.

Súbitamente, pensó en que podría hacer algo más. Pero casi de inmediato se negó a contemplar tan grotesca posibilidad…, aunque, al cabo de unos segundos, la idea lo volvió a arañar, ahí, donde era más dúctil su entender, resonando como tambores de guerra.

Comenzó a girar lentamente sobre sí mismo mientras sopesaba el plan. Primero que todo, no tenía la potestad para juzgar las acciones de Ramón, pero sí el deber moral de reconocer que su protegido no era el mejor de los hombres; sabía de sobra que Ramón no cumplía con lo necesario para convertirse en un digno merecedor de El Llamado. Y estaba lo otro: la trasgresión de la norma. De solo pensar en las consecuencias se estremeció; en menos de un minuto ya había infringido una de las normas más estrictas que regían a los ángeles custodios, y ahora su propio entender lo estaba tentando para que violara otra, mucho más sagrada. Su corporeidad se sacudió ante lo que se podría venir encima, y comprendió que existía un mal mayor que ameritaba el riesgo y las consecuencias. Hacer El Llamado también podría funcionar, incluso mejor que la Señal

Sin dudarlo más, se concentró y comenzó a transmutar lo poco que le quedaba de esencia para obligarla a que se transformara en un cúmulo de energía. Luego, cuando se convirtió en lo que necesitaba, la contuvo el tiempo necesario mientras se abría un canal en la Esencia Primaria por donde pudiera enviarlo. Unos segundos después vio la oportunidad, y lo soltó.

El Llamado salió expelido y voló como un rayo hacia el techo, en busca de la Esencia Primaria. Desde esta, si todo iba bien, pronto se produciría el efecto deseado.

De inmediato, su mirada y su brillo perdieron fuerza; ya no había marcha atrás. El ángel de la guarda se inquietó por lo que le había tocado hacer, pero aun así intuyó que todo tenía una razón de ser: un principio y un final.

Sabía que El Llamado pondría en marcha al ángel encargado del destino final de todos los seres vivos. Y eso era lo que más lo inquietaba: no saber qué actitud tomaría cuando se diera cuenta de que venía por un alma que no era ni tan excelsa, ni tan merecedora del trascender en vida, más allá de la misma Esencia Primaria…, algo que muy pocas veces había sucedido; una por cada veinte mil millones de almas.

Un estremecimiento le hizo caer en la cuenta de que no tenía muchas ganas de darle la cara a ese ángel en especial, sobre todo cuando descubriera que El Llamado no fue real.

Miró hacia arriba y tras un momento de reflexión se sacudió todas las excusas y los temores. Se acercó muy lentamente a la cabeza de Ramón. Al instante, se acurrucó cerca del cuello y se concentró, primero, en darle otro poco de amor, y luego le plantó una última idea, sin sembrarla en lo profundo de su alma, tan solo en la superficie, para que el hombre de negro no pudiera percibir ni un solo destello con los poderes de su esencia híbrida… humano-angelical.

Se inclinó hacia la oreja de Ramón y dejó que la diminuta idea se deslizara como un pequeño suspiro, más sutil que el pestañeo de un colibrí. La idea entró por el oído y se escurrió como una gota de rocío, hasta que se posó y se diluyó sobre el alma del bloguero. Se trataba de algo simple, pero brillante; algo que Ramón sabría apreciar y deducir en el momento adecuado.

El hombre de negro se detuvo y giró su cabeza, como si hubiera percibido algo. Sus sentidos se agudizaron al máximo mientras trataban de detectar si había sucedido algo fuera de lo normal aparte de los latidos y las intermitencias de luz que emanaban desde el ángel de la guarda, que se movía de un lado para otro como un cachorrito abandonado. Tras observarlo todo como un lince, el oscuro hibridoide concluyó que lo que lo había alterado, tan solo fueron los rastros de miedo y zozobra emitidos por el pequeño ser: efectos colaterales del inhibidor de esencias y voluntades que le había puesto sobre la espalda. Lo miró por un instante del mismo modo que a una mosca molesta. Luego se relajó y continuó con la lectura.

Ramón se sentía más tranquilo, a pesar del mal rato que había pasado. Calculó que no iban a ser más de cinco minutos de lectura los que necesitaría el hombre de negro para que luego se largara y lo dejara en paz.

De pronto, un fuerte sonido de aleteo se sintió retumbar afuera del apartamento, sobre el edificio. Una sombra oscureció la ventana. El hombre de negro también la vio, de reojo, y por un momento se quedó en suspenso, esperando… y esperando… Después de unos segundos, se volvió hacia el bloguero:

—Relax, Ramón…, no te angusties —le dijo, sin mayor asomo de emoción—. En teoría, son ellos los que se tendrían que desesperar; obvio, cuando por fin te decidas a sacar algo que en verdad les sacuda las plumas.

El bloguero lo pilló mientras desviaba la mirada hacia la ventana, con disimulo, al tiempo que estiraba la mano hacia la botella para tomar otro poco de agua. Lo hizo un par de veces, y a pesar de la calma que intentaba aparentar, el hombre de negro se notaba un poco más sombrío.

—Esto forma parte del juego que comienza a partir de esta misma noche —sentenció, sin dejar de revisar los párrafos—. Por lo pronto…, esto ya…, esto ya…, esto sobra…, y esto también.

El hombre de negro giró el asiento y se levantó; parecía que le había entrado un súbito afán. Alisó las mangas del traje, ajustó el cuello de la camisa y dio un paso hacia Ramón, que no pudo evitar que su nuez se moviera de arriba abajo mientras intentaba tragar saliva.

Ramón le tenía miedo…, y eso parecía gustarle al hombre de negro.

—Has cumplido con lo acordado, mi estimado Ramón —le dijo, en un tono más bien seco—. Así que…

Del bolsillo interior de su chaqueta, el hombre de negro sacó un teléfono ultradelgado de pantalla plegable. Realizó algún tipo de operación y esperó durante unos segundos hasta que por fin se escuchó un sonido que le indicaba que lo que fuera que hubiera hecho ya había sido aprobado.

—Listo… —pronunció, mientras guardaba el teléfono—. Revisa el estado de tu cuenta bancaria y me dices si estás conforme con tu nuevo saldo.

Ramón titubeó un instante, pero de inmediato miró en su muñeca. Hizo clic en un neurorreloj inteligente del que se desplegó un pequeño holograma azul verdoso. Ramón abrió los ojos al ver la cifra: era diez veces más de lo que habían acordado. No pudo evitar que se reflejara un tenue viso de felicidad en su rostro.

El hombre de negro sonrió.

—Dos o tres días antes de que hiciéramos nuestro acuerdo, me pareció oírte decir algo en una entrevista por neurovisión. —Lo miró con algo de suspicacia—. Ya sabes, en uno de esos programas matutinos donde siempre le dan la oportunidad a cualquier idiota para que infle su ego.

Ramón tan solo parpadeó, pero no dijo nada. El hombre de negro continuó sin inmutarse:

—Como sea… Ese día te escuché decir que tu sueño era el de desarrollar otro tipo de labor periodística, más de investigación, que querías ir en busca de datos reveladores y explosivos que derivaran en noticias realmente importantes —declaró, a medida que se acercaba al bloguero.

Ramón percibió de inmediato un olor que emanaba de ese cuerpo y que se filtraba por encima de la colonia que usaba su invitado. Era raro, dulzón, con un leve toque a… ¿lirios, rosas, tal vez…? Sin poder evitarlo, un leve estremecimiento recorrió gran parte de su espalda y el coxis. El hombre de negro dio otro paso y elevó una mano. La colocó con suavidad sobre el rostro del asustado Ramón, sin dejar de taladrarlo con la mirada.

—Este pequeño extra que ahora tienes en tu cuenta es para que te sientas libre de soltarle al mundo la verdad que quieras contarle: sea cual sea… no me importa —le dijo, bajando el tono de la voz, reemplazándolo por uno un poco más íntimo.

Ramón lo miraba, absorto, pestañeando con rapidez, pero sin atreverse a pronunciar ni una sola palabra que pudiera revelar lo que estaba sucediendo en varias partes de su cuerpo. El hombre de negro lo tomó de la barbilla para obligarlo a que levantara el rostro un poco más.

—Si por casualidad tienes algo así, tan grande y explosivo, no te lo guardes más; déjalo salir… y publícalo; hoy mismo, si puedes, o si quieres. Solo así podrás, tal vez, aspirar a obtener algún otro tipo de extra —le dijo, muy consciente de que esa cercanía y su aliento enardecían al bloguero.

De improviso, apartó la mano del rostro de Ramón, y sin darle tiempo a nada retrocedió en busca del abrigo y el paraguas, ambos igual de negros. Caminó hacia la puerta, pero súbitamente se detuvo, como si algo se le hubiera olvidado. Se acercó a un rincón de la habitación y se quedó ahí, dándole la espalda a Ramón, por varios segundos. Luego, chasqueó los dedos, y se marchó del apartamento sin pronunciar palabra… y sin volver la vista atrás.

Ramón miró hacia el rincón de la habitación donde se había detenido el hombre de negro, pero no vio nada. Luego giró y se sentó al frente del computador. Aún sentía en su piel el calor y el estremecimiento…, y la excitación. Se sentía vivo y, de cierto modo, muy animado para enviar el primer artículo; y más que dispuesto a publicar los resultados de la investigación que llevaba armando desde hacía meses, así lo cogiera el amanecer.

Cuando se disponía a descargar un par de archivos desde la neuronube, Ramón se detuvo de golpe. Lo que estaba viendo en la pantalla flotante lo había obligado a detenerse: el reloj digital de su computadora marcaba la una, once minutos y once segundos: «1:11:11».

Él era un obsesionando con el significado de los números, y ya sabía lo que representaban esos unos… Luego, al mirar el calendario, sintió un escalofrío al constatar que el mes era el once… y el día, once también.

3. 1:11:11

Ramón puso la mente en blanco a la espera de lo que pudiera llegar a su cerebro. Después de no más de un minuto una idea surgió, fuerte y concisa, pero no era algo que brotara precisamente de sus pensamientos; sintió que había emergido desde un lugar mucho más profundo…, como si le saliera del alma. Fue algo tan claro, tan simple, pero tan lógico, que lo puso a reflexionar sobre un aspecto que ya había contemplado días atrás y que, por alguna razón, había dejado de lado: tener un plan de respaldo, un seguro…, un plan B.

Sin perder más tiempo, Ramón cerró todas las ventanas que mantenía abiertas en la pantalla y reinició el equipo en menos de diez segundos. Luego, abrió Tor… Con mucha confianza, navegó en lo profundo de la web hasta que dio con lo que buscaba: una sala de chat ultraprivada. Sacó de su bolsillo un aparato de color negro: un token. A los dos segundos de haberlo activado, un código de nueve cifras y caracteres de color rojo apareció en la diminuta pantalla. Con el teclado virtual que se proyectaba sobre el escritorio, digitó el código en el cajón de acceso del chat y espero una respuesta. Al cabo de un larguísimo minuto, el personaje que estaba buscando le respondió: RedDanteDoll, un hacker con el que había comenzado a trabajar no hacía mucho. Le gustaba su estilo; era reservado, conciso y muy efectivo. Se lo había recomendado Rafael, para cuando necesitara un manejo más seguro de la información, más aún si se trataba de algo confidencial.

Ramón se humedeció los labios. Antes de escribirle al hacker reflexionó sobre lo que se disponía a hacer. Por un instante dudó y alcanzó a divagar si valdría la pena invertir una buena suma de dinero (los piratas informáticos no eran baratos) para salvaguardar esa información… Pero la idea de tener un seguro —algo que protegiera sus fuentes y la investigación— volvió a tomar fuerza, y comenzó a verlo todo con más lógica.

Con mayor confianza en sí mismo le contó a RedDanteDoll lo que necesitaba: le iba a entregar un material muy sensible y muy confidencial, que debía ser protegido a como diera lugar. Adicionalmente, le comentó que le iba a dar acceso a su bóveda virtual en la neuronube para que descargara el contenido y lo guardara hasta que le dijera lo que debía hacer. También le dijo que si le llegara a suceder alguna cosa, lo que fuera, tendría que contactar al cabalista argentino Rafael de Hornos para entregarle todos sus archivos, sin excepción y a la mayor brevedad.

Justo cuando le iba a entregar la clave de acceso se acordó de algo que también le podría entregar al hacker: lo de la niña… Aunque la sola idea lo puso a reflexionar: «¿Lo de esa niña si será tan importante como para conservarlo y protegerlo?».

La duda surgía de saber que todo lo concerniente a ella provenía de algo que le había encargado su gran amigo Rafael. Por eso era que no estaba muy convencido de que fuera algo relevante. Varias veces pensó que, muy probablemente, se trataba de otra de sus locas teorías, o de alguna nueva cábala en las que siempre andaba metido, tratando de predecir cosas que al final nunca sucedían…, como siempre.

Sin saber qué hacer, se recostó contra el respaldo de la silla. Cerró los ojos e intentó encontrar una respuesta. Pero después de un corto rato acordó. A su mente volvieron los recuerdos del momento en que el mismo Rafael le había pedido que se hiciera cargo de esos datos. Prácticamente le había rogado que se los cuidara como los hijos que ninguno de los dos iba a tener; parecía aferrado a una serie de coincidencias que, aseguraba, había encontrado en unos escritos muy antiguos, y que, según él, se venían repitiendo a través de los siglos. Según recordaba, Rafael habló de la correlación de siete cábalas donde se afirmaba que el mundo iba a sufrir una gran transformación con la aparición de un extraño cuerpo celeste del que no se tenía ninguna referencia; lo único en lo que todos los manuscritos coincidían era en que algo muy grande, y muy rojo, iba a aparecer en el firmamento. Y que lo que fuera a suceder tendría mucho que ver con los ángeles… y con esa niña.

Ramón se pasó la mano por la boca, sin decidirse, pero al fin se encogió de hombros y resolvió que se lo debía a Rafael; fueron muchas las veces en que su amigo había puesto todo de sí, sobre todo cuando necesitó de una mano ayuda en sus inicios. Que últimamente se hubieran dejado de hablar era otra cosa…

De inmediato decidió que no quería darle más vueltas al asunto y que, junto con sus archivos, también le iba a enviar al hacker lo que había averiguado sobre la niña. De todos modos, nada de eso encajaba con lo que estaba escribiendo sobre los ángeles, así que… a lo mejor le podrían ser de más utilidad a Rafael para que pudiera seguir jugando a las adivinanzas; algo que nunca se lo iba a volver a insinuar porque, en más de una ocasión, tuvieron una fuerte discusión sobre el valor práctico de lo que él hacía.

Cuando terminó de transferirle los archivos, Ramón le hizo una última petición a RedDanteDoll y se quedó a la espera de una respuesta. Tras casi un minuto, un sonido de campana digital le indicó que su contacto acababa de aceptar esa última demanda. De inmediato, RedDanteDoll escribió una cifra que representaba el costo de todo lo que Ramón le había solicitado, incluido el valor de la última instrucción. Se quedó mirando la cifra mientras soltaba un bufido. Era mucho; más del triple de lo que había calculado. Ramón dudó un momento, pero al final hizo la transferencia del dinero: no le quedaba otra… RedDanteDoll le envió una carita sonriente y un pulgar arriba.

Ramón hizo una mueca:

—Raro sería que no sonrieras, cabrón… Con lo que me has cobrado, seguro que pronto te veré estrenando coche —musitó para sí, mientras le enviaba un guiño más bien solapado.

Sin más que decirse, le entregó la clave de acceso a su nube. De igual modo, Ramón quedó en eliminar toda huella del perfil que usó para hablar con él y que borraría los archivos que le acababa de enviar. Al final, determinaron que se comunicarían por medio de móviles desechables, cada tres semanas, para confirmar que todo andaba bien. Para esto, convinieron que el hacker le dejaría un mensaje cifrado en un grafiti que ambos conocían —en una pared de la plazoleta de la Vida— con las coordenadas del sitio donde Ramón podría recoger el móvil.

Se despidieron con un bye y, sin perder ni un segundo más, Ramón se dio de baja de la sala de chat privada. Luego, cerró Tor. Antes de reiniciar el equipo, borró una buena cantidad de archivos, y mientras se volvía a cargar el sistema operativo (OSNeuro-KINABALU), Ramón se tocó la mejilla… Aún sentía en la piel el suave roce de la mano del hombre de negro. Sin poder —ni querer— evitarlo, su mente se dejó llevar y recordó ese último instante. El pulso volvió a galopar sobre sus sienes y el pecho, y por las arterias femorales. Humedeció sus labios mientras sentía el fragor de la sangre que corría hacia la ingle.

Era consciente de que aún le faltaban algunas carpetas y un par de archivos por borrar —temporales, cookies y otros rastros—, y de que debía hacerlo antes de ponerse a hacer cualquier otra cosa… pero pudo más su libido que todo lo que venía razonando. Con poca sangre circulando hacia el cerebro, quiso tomarse unos minutos para volver a pensar en esa mano y ese aroma. Aun así, una voz trató de retumbar en su mente para decirle que lo primero era lo primero…, pero Ramón hizo caso omiso y desconectó el cerebro, al tiempo que comenzaba a desabrocharse el pantalón. Ya se había bajado los calzoncillos casi hasta las rodillas cuando una voz ronca resonó a su espalda:

—Espero que no te moleste si interrumpo… este pequeño instante contigo mismo.

Ramón pegó un chillido y giró hacia atrás, subiéndose los pantalones a toda prisa. A pesar de que el extraño se encontraba en la penumbra, el bloguero pudo constatar un par de cosas: lo alto y lo corpulento que era. También alcanzó a ver que de cada uno de sus brazos pendían tres espadas de filo azulado: la más larga se descolgaba desde el codo, la siguiente en medio del antebrazo y la más corta cerca a la muñeca. Mientras se le acercaba, pensó que los brazos del inmenso ser se parecían a unas alas.

Cuando por fin se detuvo a un par de metros, Ramón lo pudo detallar un poco más: su cabello era como el cobre y algo ensortijado; la cara, de rasgos bruscos…, y en cuanto a la piel: gris, como el hormigón. Casi de inmediato pudo identificar el uniforme de colores plateado, negro y rojo: un ángel guerrero, perteneciente a la llamada Guardia de Primer Nivel…, los protectores de los ángeles que habitaban en el último nivel de las Torres Blancas. Enseguida, el ángel guerrero se inclinó hacia su rostro y todo pareció convertirse en un déjà vu. Ramón sintió algo parecido a lo que percibió con el hombre de negro, aunque no tan intenso. Cuando el ángel terminó de explorarlo, comprobó que el poder que ostentaba no era tan taladrante e incisivo como el del anterior visitante…

«Tal vez solo seas sudor y músculos», pensó, aunque esa especulación lo hizo sonreír. El ángel arqueó la línea de sus cejas, mientras intentaba dibujar una sonrisa que al final se transformó en una máscara del terror.

—Tal vez así sea… Pero antes de que lo comprobemos quiero que me digas: ¿qué demonios es lo que andas escarbando sobre nosotros? —susurró, mientras apoyaba la punta de una de las espadas sobre la mejilla de Ramón.

4. Algo para llevar

Era tarde, cerca de la medianoche, y la calle no se veía tan concurrida como otras veces. Menos de una docena de transeúntes caminaban por la acera, algunos sin rumbo fijo, otros con una idea mucho más precisa del sitio al que querían entrar. La zona estaba atestada de pubs y bares incrustados en las bases de los edificios. La calle era de uso peatonal: no estaba permitido el paso de vehículos. Aun así, se veían un sinnúmero de patinetas eléctricas, segways y dos de los nuevos monociclos de impulso iónico aparcados frente a algunos locales. Desde hacía dos años, gracias a la nueva disposición del espacio público, varios food trucks y puestos de comida ambulante habían sido ubicados en la parte más ancha de la calle, una zona muy representativa de la ciudad, rodeada de bancas, árboles y arbustos bien podados. La noche se sentía cálida y la oferta de comidas era muy variada: árabe, hindú, mexicana, española, japonesa, peruana, brasilera, incluso algún que otro puesto de hot dogs y hamburguesas al estilo americano.

En uno de los costados, se veía un pequeño camión de teppanyaki, adornado con cintas de colores y varios faroles. Era uno de los pocos que tenían clientes a esa hora, ya que la gran mayoría de los transeúntes que se veían deambulando iban de camino hacia algún sitio de moda para escuchar música, hablar un rato y tomarse unas copas.

La pareja de clientes que estaban sentados al frente del teppan observaba con fascinación los movimientos del viejo cocinero japonés. Lo vieron depositar con delicadeza un poco de okonomiyaki sobre la plancha de acero. Un leve siseo se escuchó cuando la masa comenzó a freírse. En el centro, los trocitos de kobe comenzaban a humear y, a un lado, el yakisoba había tomado un hermoso tono dorado… Aun así, el cocinero dio otra vuelta a los tallarines para acentuar el color.

Las manos del viejo se veían pequeñas y de piel delgada, curtidas por el sol y el trabajo diario. Las venas se acentuaban junto a los nudillos y luego subían más allá de los antebrazos y de las mangas que apenas los tapaban. Un buen número de pecas hepáticas salpicaban los brazos, al igual que su rostro ajado, pleno de surcos y pliegues… La pátina del tiempo había caído de manera inexorable sobre él. Se trataba de un hombrecillo de baja estatura, no más de un metro sesenta, algo encorvado. Mantenía la boca fruncida, lo que acentuaba las arrugas en las comisuras de los labios, casi tan profundas como las que bordeaban sus ojos: dos tajos largos y oblicuos que albergaban un par esferas negras, profundas y brillantes. Se veía frágil, pero no era un vejete enclenque. Movía la espátula sobre la plancha de acero, y los largos tenedores, con una habilidad que solo se consigue con el paso de los años. Y qué decir de la agilidad de sus piernas; el viejo cocinero se trasladaba de un lado a otro con una vitalidad que ya quisieran tener los sesentones que aún no se habían animado a ir a las salas de revitalización.

Ingresó al programa de revitalización macro celular cuando ya pasaba de los noventa y se convirtió en uno de los primeros humanos en camino a los ciento cincuenta años. No obstante, la marca de los años que vivió de manera normal no se podía borrar. Se seguía viendo como cualquier hombre que se hubiera acercado a la mítica cima de los cien; o como bien les respondió a los que se sorprendieron con el resultado: «El programa de revitalización de los ángeles no es precisamente un tratamiento de belleza…». A él se lo practicaron seis meses antes de que enviudara.

El vapor que emanaba de la plancha de acero se esparció por el ambiente, al tiempo que estimulaba los sentidos de sus dos clientes. La mujer se sentía embelesada con los aromas, pero mucho más con el espectáculo y las talentosas manos del viejo cocinero. A su acompañante, un hombre algo hosco y corpulento, lo único que le interesaba a esa hora era calmar el hambre y tomarse unos cuantos tragos, para luego rematar en algún motel. Estaban esperando el pedido sentados sobre una banca elevada que les permitía ver el arte culinario japonés. A ella no parecía importarle la espera. A él, ya se le notaban las ganas de que le sirvieran lo más pronto posible.

De repente, el cocinero tomó una cajita de cartón y la comenzó a llenar con un poco de todo lo que había sobre la plancha. Por un momento, el hombre pensó que se trataba de lo que habían ordenado, pero de inmediato se dio cuenta de que no era para ellos, pues el viejo la comenzó a envolver con un papel de color marrón.

El cocinero salió del camión de comidas y caminó unos pasos al frente. En el rostro se le notaba el orgullo de su raza, pero también se veía un atisbo de pesadumbre: sumar años no resta los vividos.

El hombre se volvió hacia su pareja con cara de indignación:

—Bueno ¿y nuestro pedido qué? —rezongó, impaciente.

—Ya, amor, cálmate —le dijo la mujer, sujetándolo del brazo.

De inmediato el hombre se enfureció aún más, y la mujer se arrepintió de haber tratado de tranquilizarlo. Se soltó de ella con brusquedad y giró sobre la banca para encararse con el cocinero

—¡Hey! —exclamó, elevando la voz.

El cocinero se percató de la actitud del cliente y fingió que no lo había escuchado mientras seguía pendiente de la gente que pasaba por la calle.

El hombre apretó los labios y se bajó de la banca.

—¡Heeeey, heey…!, ¡anciano…! ¿Qué pasó con nuestro pedido?

El viejo giró sobre sí mismo y lo miró con infinita paciencia…, pero sin amilanarse.

—Caballero, permítame que entregue este pedido. No se impaciente, por favor. Lo que ordenó ya está sobre la plancha. Su turno es el que sigue…, y como puede ver, no hay nadie más —le dijo con mucha amabilidad, al tiempo que le hacía una reverencia muy leve.

La mujer sonrió, pero su compañero no. Estaba iracundo y a punto de salirse de los cabales. Pero cuando se disponía a replicar, alguien apareció desde un costado de la calle. Se trataba de un hombre alto, elegante, bien plantado y mayor de cincuenta, con un pequeño dachshund —perro salchicha— de color negro sujeto a una correa.

El cocinero se volvió, y al verlo venir a su encuentro, el rostro le cambió: en la mirada se veía el brillo del cariño sincero. El extraño se acercó al japonés y lo abrazó, con brevedad, pero con mucho afecto.

—Vaya, que bien te ves, mi querido amigo… Los años ya no pasan en ti —le dijo, sin dejar de sonreír.

—Sí, ya no pasan: se quedan…, como el frío en los huesos.

—… y la mala leche —agregó el extraño.

—… y las ganas de nada —concluyó el japonés.

—¡Ja! Cualquiera que te escuche pensaría que estás en las últimas, cuando los dos sabemos que estás en… ¿Cómo las llaman ahora…? ¡Ah, sí! ¡Que estás en tus nuevas primeras!

—Cómo se nota que usted no sabe mucho sobre lo que es… estar viejo.

El extraño echó la cabeza para atrás mientras soltaba una carcajada. Su rostro mostraba una gran simpatía hacia el viejo japonés.

—Tú sabes muy bien, mi querido viejo, que sí lo sé, aunque no se me note…, no como a ti —le dijo, guiñándole un ojo.

El cocinero hizo una mueca y se limitó a dar por terminado el tema, con una sonrisa y una reverencia, sin dejar de mirarlo con suspicacia. Luego extendió los brazos para entregarle la caja con la comida.

El hombre miró a su pareja por un instante, y de inmediato caminó hacia ellos; ella vio que su acompañante había perdido todo vestigio de paciencia. Cuando estuvo cerca le

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