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Abre los ojos: Ya no volverás a ser el mismo...
Abre los ojos: Ya no volverás a ser el mismo...
Abre los ojos: Ya no volverás a ser el mismo...
Libro electrónico184 páginas2 horas

Abre los ojos: Ya no volverás a ser el mismo...

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Información de este libro electrónico

Una ciudad, dos hombres desaparecidos, ninguna pista para encontrarlos, y dos detectives trabajan contra reloj para resolver el enigma.
Iván y Jacinto son amigos y, además, los encargados de resolver los crímenes más difíciles de San Rafael, Mendoza. Sin saberlo, se enfrentarán a uno de los casos más complicados de toda su carrera: deberán encontrar a los sujetos, pero desconocen que hay interesados en ocultarles información y complicarles la búsqueda. Un exjuez decidido a mantener a su hijo con vida y una fiscal que deberá decidir en hacer lo correcto o mantener el renombre de su familia.

El pasado volverá para cambiar la vida de todos y rearmar el rompecabezas incompleto de dos décadas atrás. Nadie es tan inocente como parece.
Crímenes sin resolver, venganza, oscuridad y torturas. Una búsqueda que hará replantear quiénes son los verdaderos culpables.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 ago 2020
ISBN9789878708959
Abre los ojos: Ya no volverás a ser el mismo...

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    Abre los ojos - Natalia S. Samburgo

    justicia.

    Prólogo

    San Rafael, Mendoza, Argentina. Diciembre de 1996.

    Dejó a sus amigas en la fiesta. Ella ya no quería estar allí. Pidió su campera de jean a la señora que atendía el guardarropa, entregando el papel arrugado con el número que identifica la percha en donde estaba colgada.

    Salió a la oscura noche. Eran pasadas las 4:00. Una brisa cálida le acarició la piel y decidió no ponerse el abrigo. La camisa verde agua con flores rojas y amarillas era suficiente para el recorrido hasta su casa. La pollera de gasa blanca terminaba el conjunto, además de la carterita que llevaba en bandolera donde guardaba las llaves y los pañuelos.

    Dejó atrás la música estruendosa y el olor a alcohol de sus amigas. Camila ya estaba pasada de tragos y se había quedado transando con un pelilargo que parecía comérsela. Denise, en cambio, bailaba solitaria en medio de la pista, esperando que le hiciera efecto la pastilla de éxtasis que le había entregado el dealer del lugar. El boliche se alquilaba para fiestas de egresados. Esta vez eran cinco colegios los que festejaban, que sumados a los que frecuentaban el boliche, habían superado la capacidad permitida. El humo de cigarrillos y otras sustancias dibujaban una nube que envolvía a los invitados y los dejaba sumidos en la penumbra, solo alterada por las luces de colores intermitentes de la bola giratoria.

    Mientras caminaba, se olió el cabello y frunció la nariz en una mueca de disgusto por el olor que se le había impregnado. Imaginó el baño que iba a darse antes de acostarse. No toleraba que la suavidad de la funda de la almohada quedara salpicada por un olor tan nauseabundo, como el del cigarrillo.

    En las afueras del boliche, se distinguían muchos grupos de adolescentes que bebían y reían en charlas amenas. En la otra esquina, una barra de chicos se enfrentaba en una contienda, donde se visualizaba a dos de ellos lanzar trompadas al aire. No se preocupó, ella iba en otra dirección.

    Siguió el camino más corto hasta su casa, aunque debía atravesar la plaza y la oscuridad que la acechaba. Trató de avanzar por el sendero más conocido. El ruido del crujido de las hojas secas no le gustó. Hubiese preferido un caminar silencioso para poder estar alerta a otros sonidos.

    Escuchó risas y volteó para saber si divisaba a las personas cercanas. Pero no vio nada. Supuso que estarían yendo hacia el boliche. Siguió presurosa, odiando el ruido de sus pasos, que le impedían distinguir si los sonidos se acercaban o se alejaban. Se internó entre los árboles del parque, sabiendo por dónde encontrar el camino más seguro. La visión se estaba dificultando sin la llegada de la luz de la calle. Trató de ir pegada a los arbustos, porque en ese punto estaba caminando a ciegas. Oyó risotadas más fuertes y luego, su nombre:

    —Soledad.

    —Soledad…

    La llamaban dos voces distintas. Pensó que serían amigos que la vieron irse del boliche. Se frenó y miró hacia atrás. Divisó unas siluetas, pero no los reconoció. Al fin, los tuvo a tres metros y corroboró que conocía, al menos, a uno de ellos. Era el hermano de su amiga Camila. No le gustó cómo la miraba. En la oscuridad de la noche, pudo distinguir su iris verde mirándola fijamente. Un escalofrío la recorrió y supo, como una película mental, que había llegado el final.

    El mayor alcance de la injusticia

    es ser considerada justa

    cuando no lo es.

    Platón

    Capítulo I

    San Rafael, Mendoza, Argentina. Julio de 2018.

    Abrió los ojos. Nuevamente sintió esa angustia. Ya no soportaba despertar. El brazo izquierdo dolía igual o más que antes de haberse quedado dormido. No quería mirar, pero reincidió. Debió apartar la vista cuando sobrevino la arcada. Se podía observar el hueso y la carne marrón, ya no era roja ni caía sangre. Los gusanos arrasaban con todo y no toleraba mirar y verlos en movimiento. Anhelaba volver a dormirse y no despertar jamás.

    Como todas las mañanas, se abrió la puerta. Deberían ser las 7:00 u 8:00, ya no sabía bien ni la hora ni los días que habían transcurrido. Advirtió el chillido de las bisagras desde esa pose incómoda en la que se hallaba atrapado: colgado de las axilas por unas cadenas, con los brazos en cruz y apenas la punta de los pies apoyadas. Tenía la imagen grabada de esa pared descascarada a la cual veía de frente. Las primeras noches trató de girarse para ver qué había más allá, pero nunca lo logró. Había llegado a avistar el techo lleno de humedad y telas de arañas. Con lo poco que podía tocar del piso, notaba que era áspero, como si fuera solo de cemento. Percibió los pasos cansados de siempre, arrastrando, como si llevara algo pesado. El cuerpo se le tensó como cada vez que los oía ante la anticipación de lo que estaba por ocurrir. Cerró los ojos con fuerza al mismo tiempo que el puño de su brazo sano. Ya estaba sintiendo el calor que lo atravesaría y, sin embargo, la sangre se le heló. Sintió la repetida presencia a su espalda. Jamás le había visto la cara. Le era imposible dilucidar si era hombre o mujer. No sentía el aroma de un perfume ni su respiración. El único olor que rodeaba el lugar era a humedad. Se había convertido en un fantasma que aparecía dos o tres veces por día y allí lo dejaba. Escuchó cuando la vasija fue apoyada en el piso y sus hombros se tensaron aún más, estaba por llegar el momento; apretó las mandíbulas y esperó. Un grito áspero salió de su garganta al sentir el agua hirviendo sobre su brazo herido. Los gusanos caían al suelo junto con el agua, y la carne ardía y se deshacía en tiras. Se desmayó. Como siempre.

    ***

    San Rafael, Mendoza, Argentina. Agosto de 2018.

    —¿Qué acelga, Polla?

    —Una vez más que me llames Polla aquí en el trabajo y te desheredo como amigo —contestó Iván enojado.

    —¿Y qué culpa tengo yo de que tu apellido sea tan largo y difícil? Po - llas - tre - lli. ¡Dejate de joder! —bromeó Jacinto, mirando hacia arriba, por la diferencia de altura que había entre ellos.

    —¡Terminala! Estoy trabajando y me distraés. ¿Qué averiguaste del tipo desaparecido? —consultó Iván, peinando su pelo lacio y oscuro con los dedos.

    —No traigo buenas noticias. Me acaba de llamar la jefa, y parece que desapareció otro hombre. Por ahora, no hay nada que asocie los dos casos, pero son de la misma ciudad y tienen la misma edad —informó Jacinto a su compañero.

    —¿Nombre?

    —Sebastián D´Angelo.

    —O sea, que en dos meses, tenemos a Emilio Guimarey y a Sebastián D´Angelo desaparecidos. Ambos hombres, de la misma ciudad y de cuarenta y dos años. ¿Algún otro dato? —se interesó Iván.

    —La jefa quiere vernos en su oficina, al parecer está bastante enojada, dice que no puede ser posible que, en casi dos meses, aún no tengamos una pista del otro hombre, quiere que nos pongamos a investigar de inmediato.

    A Iván le dolía la cabeza. Su humor no era de los mejores, y este nuevo caso traería serias consecuencias si no hallaban más indicios pronto. No era un pueblo muy habitado, todos se conocían, y no iba a admitirse seguir a la deriva con la información por mucho tiempo. Se sentó en su silla destartalada de escritorio, y se oyó el ruido de siempre: los engranajes oxidados. Abrió el cajón, revolvió entre los papeles que había dentro y sacó su blíster de Ibuprofeno e ingirió mil doscientos miligramos. Él intuía que ese dolor no iba a ceder, pero tomó el analgésico de todas formas.

    Jacinto se retiró sin decir una sola palabra y se dirigió a su oficina en la sala contigua, donde había cinco mesas más y papeles por todas partes. Lo mejor que podía hacer, sabiendo que a su compañero le dolía la cabeza cuando se preocupaba, era dejarlo solo. Lo conocía bien. Era su amigo desde el jardín de infantes. Fueron a colegios distintos en la primaria, pero se reencontraron en la secundaria y, desde allí, eran inseparables, al punto de elegir el mismo oficio: investigación. Ya hacía seis años que trabajaban juntos, luego de haber pasado por distintos puestos. El ingenio de Jacinto y la intuición y el olfato de Iván los llevaron a trabajar en dupla, desentrañando cuanto caso se les asignaba. Pero esta investigación se estaba complicando más de la cuenta.

    Ambos tendrían que enfrentarse, ahora, a un nuevo desaparecido y estudiar la cercanía con el caso anterior. ¿Tendrían algo que ver? Este segundo caso, ¿complicaría las cosas o las despejaría para resolverlas?

    ***

    Inhalo y exhalo, inhalo y exhalo… así se levantaba cada mañana, así respiraba antes de cada comida, así pensaba antes de ducharse, una y otra vez. Inhalar y exhalar de manera consciente: ese ejercicio de respiración le hacía mantener el orden en su mente y cuerpo. Lo había aprendido en las clases de yoga que su tía le obligó a practicar tiempo atrás. Lo único bueno de esa rutina era haber aprendido a respirar, lo demás… basura.

    Hizo fuerza con sus brazos para levantarse de la cama. Le costaba horrores hacerlo. Le dolía cada centímetro de su cuerpo al despertar. A medida que la mañana transcurría y comenzaba con sus actividades cotidianas, el malestar cedía, y el odio se apoderaba de su interior, y lograba tener una fuerza de la que no se creía capaz. Su metro sesenta y siete semejaba casi siete centímetros menos por la curvatura de su espalda y por su pierna derecha torcida hacia afuera. Odiaba su pierna lastimada, era una carga no poder moverla de forma adecuada, le hacía más lento el caminar o subir una escalera, ni hablar de cualquier actividad que le requería de sus dos piernas. Se cepilló los dientes sin pasta dental, como lo había tomado de costumbre, se peinó con pasadas lentas, pero a la vez fuertes y sin consideración del cabello anudado. Siempre hacía lo mismo, se cepillaba como castigándose, por lo que los mechones caían o quedaban en el cepillo esperando a ser limpiados y tirados a la basura. Hecho que nunca ocurría. El pelo allí quedaba, y le gustaba mirarlo desprendido de su cuero cabelludo. Sentía placer de verlos sobresaliendo del accesorio de peinar y, luego, se tocaba la cabeza, allí donde le había quedado sensible a causa del tirón. Lo apoyaba con lentitud premeditada en la mesada para, luego, atarse el pelo en un rodete tirante, sin que ni uno solo quedara fuera de su lugar. La habilidad para hacerlo la había adquirido en sus épocas de aprendiz de danza, a la que había asistido desde los siete hasta los quince años. Después, todo se truncó y lo que prometía ser un futuro alentador de viajar a Buenos Aires para aplicar como alumna del Teatro Colón, murió. Al igual que su alma y sus ganas de vivir y su amor por las personas y su pasión por la danza y su anhelo de estudiar inglés y su cariño por sus familiares más cercanos… todo desapareció y quedó solo un despojo de ser humano capaz de seguir respirando, porque es un mecanismo automático. Su mente nunca más fue capaz de discernir entre el bien y el mal, entre lo claro y lo oscuro, entre lo lindo y lo feo, entre el amor y el odio. Indiferencia, sí, esa era la palabra: indiferencia a la vida misma y a los habitantes del planeta, excepto a cuatro seres que lo habitaban. Ellos no le eran indiferentes.

    ***

    Victoria del Campo cayó sobre su asiento de cuero negro, fatigada. Acababan de comunicarle que hacía treinta y seis horas que un hombre de cuarenta y dos años había desaparecido. El resumen indicaba que se lo había visto, por última vez, en la vereda de su casa, yendo en dirección a la calle Los Franceses y que, luego, lo vieron doblar la esquina. Eso indicaron dos adolescentes que tomaban cerveza en un bar próximo, como todas las tardes, y que eran vecinos del barrio. La esposa del desaparecido señalaba que no tenía idea a dónde había ido y que lo último que le dijo es ya vuelvo. La señora juró que no habían discutido ni que sospechaba nada raro de su marido, que era una excelente persona, padre, vecino y compañero.

    La fiscal, con cierto desgano, se comunicó con uno de sus ayudantes para ponerlo al tanto del caso. En su fuero íntimo sospechaba que esto tenía que ver con la desaparición de Guimarey, poco más de un mes atrás, pero nada indicaba que fuera así. Se lo comunicó a Jacinto, que quedó en avisarle a su compañero e ir lo antes posible a verla para decidir si dar comienzo a la investigación o esperar más tiempo. Victoria sospechaba que el desaparecido correría la misma suerte que el primero e iba a ser difícil encontrarlos. De Guimarey solo sabían que, desde el colegio donde daba clases, se había marchado en su Volkswagen Gol gris y nunca llegó a su departamento, en el cual vivía solo con su mascota, un gato blanco y amarillo, peludo, gordo y extremadamente arisco. La sospecha de que algo pasaba fue advertida por unos vecinos que oían maullar al felino y que sentían mal olor por las heces del animal. Se determinó que la fecha de desaparición había sido el 3 de julio, cuando se lo vio salir de la Escuela de Educación Técnica N.° 4-117 - Ejército de los Andes a las 13:45. Se buscó en hospitales, denuncias de accidentes de tránsito, terminales de ómnibus, hasta que se halló el automóvil

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