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El Infierno no fue Suficiente: 13 historias que no se quedaron
El Infierno no fue Suficiente: 13 historias que no se quedaron
El Infierno no fue Suficiente: 13 historias que no se quedaron
Libro electrónico150 páginas2 horas

El Infierno no fue Suficiente: 13 historias que no se quedaron

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Lo cotidiano cobra una horrorosa dimensión cuando en estas páginas el horror compite con lo real y ni siquiera el infierno fue suficiente para retener estas historias en el putrefacto lugar que merecían. Julia es acosada por personas que solo ve de reojo, Marcos recibe extrañas cartas de una admiradora secreta e Iker descubre un oscuro secreto de su esposa gracias a un monstruo. En las pampas, El Abatido nos cuenta su peculiar historia y Agostina vive un apocalipsis emocional, entre otros cuentos...
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 nov 2021
ISBN9789878720067
El Infierno no fue Suficiente: 13 historias que no se quedaron

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    El Infierno no fue Suficiente - Daro Ceballos

    Daro Ceballos

    El Infierno no 

    fue Suficiente

    13 historias que no se quedaron

    Ceballos, Daro

    El infierno no fue suficiente : 13 historias que no se quedaron / Daro Ceballos. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

    Libro digital, EPUB

    Archivo Digital: descarga y online

    ISBN 978-987-87-2006-7

    1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

    CDD A863

    EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

    www.autoresdeargentina.com

    info@autoresdeargentina.com

    Dibujo digital/Arte de Tapa: Gustavo Merlo

    Diseño gráfico inicial: Gino Richetta

    Corrección ortográfica, gramatical y de estilo: Miranda Ceballos Scoponi

    Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

    Impreso en Argentina – Printed in Argentina

    A Mimi, Gino, Julia, Viky, Gus y Ema por la ayuda incondicional para llegar a esta versión del proyecto.

    A mis amigxs y familia por el apoyo emocional.

    A los lectores que creyeron en mí y ahora tienen este libro en sus manos.

    Todos ustedes saben que esto es solo el principio.

    Prólogo

    Cuando conocí a Daro descubrí en él a una de esas personas que no son fáciles de encontrar: las que aman las historias de terror. Los fanáticos de este género acordarán conmigo en que es un hallazgo entablar una conversación con alguien que de repente diga: Amo a Lovecraft y a sus monstruos deformes. Con Daro, así sucedió y sucede hasta el día de hoy. Desde que nos conocemos, es mi único recomendador de películas y series terroríficas. No conozco a otra persona que encaje mejor bajo la categoría de escritor de cuentos de terror y leer esta antología fue la confirmación de eso. Este género, que hoy está de moda, no siempre fue un orgullo para quienes lo disfrutamos desde pequeños y lo elegimos de grandes como móvil para contar nuestras historias. Escribir relatos que den miedo no es cosa simple, y no sólo presupone un amplio conocimiento del género, sino también un profundo goce por experimentarlo. Siempre digo que, si un escritor no se conmueve con aquello que escribe, no logrará conmover a nadie. Y estoy segura de que Daro escribió las historias que le gustaría leer, esas con las que se sentiría movilizado.

    Esta antología nos transporta a universos aparentemente ordinarios que, de pronto, revelan una oscuridad sepulcral. Una oscuridad que, además, podría ser perfectamente posible porque nos arrastra a escenarios de la vida cotidiana en los que lo paranormal pareciera ser más real que la vida misma. Es entonces cuando comenzamos a mirar asustados a nuestro alrededor mientras leemos, buscando y temiendo encontrar allí, a nuestro lado, alguna de las entidades que protagonizan esta serie de cuentos espeluznantes. Empezar esta antología fue una delicia, un viaje que se terminó precipitadamente como todo lo que se disfruta plenamente. Fue leer sin poder parar, sin darle descanso a mis miedos. Fue una experiencia que viví de un modo maravilloso y que, sinceramente, espero se vuelva a repetir.

    Muchas gracias por el terror, Daro querido.

    Julia Scarone

    LOS DÍAS COMUNES

    Los días comunes suelen pasardesapercibidos y las cosas que hacemos mientras transcurren estos días suelen ser rutinarias y casi automáticas. Ese jueves a la tarde todo transcurría como en una programación de fin de semana de un canal familiar, siempre sucedía lo mismo en el mismo horario. El vecino regaba el pasto con su sobresaliente panza de cerveza, el horrible perro del otro vecino, el de enfrente, ladraba al mismo gato que lo esperaba sentado tranquilamente en la tapia a la que el pequeño perro no llegaba. Santiago se preparaba para su ejercicio aeróbico diario, era un jueves caluroso de verano, cruzando la calle detrás de su casa empezaba un extenso bosque. Estaba nublado, las nubes eran grises, podían empeorar en cualquier momento, pero le gustaba el clima tormentoso y el olor húmedo que surgía de repente en el ambiente, le encantaba experimentar esa calma antes de la explosión.

    Con música de potente ritmo en sus auriculares salió corriendo como hacía siempre, otro día común. El bosque ya tenía marcada una senda que los habitantes de la montañosa ciudad de San Javier solían utilizar para paseos. Ese día estaba desierto, Santiago supuso que era por la tormenta. Corriendo entre los árboles, llegó al tramo del sendero donde a la izquierda había un pequeño arroyo plagado de piedras, y comenzó a sentirse mareado. Mareado como cuando hay un pequeño temblor que apenas logra mover las luces del techo, así era la sensación, y crecía a cada tramo.

    Lo despertó el ruido de un trueno lejano, de repente el sonido del agua corriendo en el arroyo se hizo más claro en su cabeza, le dolía la sien derecha y no recordaba haberse caído. Se sentía pesado, sofocado, encerrado, pero estaba al aire libre, en el claro del bosque. Se sentó en el piso, y esperó a que sus ojos dejaran de dolerle por la luz, que parecía brillar más, diferente. La música en su teléfono seguía sonando, esta vez una melodía de la década de los ochenta, Just Another Day de Oingo Boingo. Paró la reproducción.

    Se dirigió hacia el arroyo y, arrodillado en una piedra, se limpió la sien derecha de donde caía una gota de sangre. El agua era densa, distinta, parecía agua destilada. Le atribuyó la sensación al golpe que se había dado en la cabeza; sin embargo, notaba que algo iba mal, todavía no podía descifrar que era, así que decidió volver a su casa. Emprendió el camino de regreso y, después de hacer unos cuantos pasos, no tardó en darse cuenta de que el pequeño sendero de caminata ya no estaba, era solo gramilla y algún que otro yuyo.

    Parado en el lugar donde descubrió lo del sendero, decidió sacarse los auriculares, que, si bien no sonaban, le tapaban una buena porción de su audición. Al retirarlos de los oídos, se sintió aún más raro, no había sonidos, solo algún pájaro raro de esos que sonaban en las películas de guerra cuando caminaban por alguna selva remota. Nunca había prestado atención exactamente a los sonidos que podía escuchar en esa porción de bosque, pero sabía que esa sensación que lo invadía era real, no se estaba imaginando nada.

    Con una pizca de pánico, empezó a correr en dirección a su casa. Comenzó a ver el bosque más lleno de maleza, no se veía como el mismo bosque, aunque era bastante parecido. Siguió corriendo, el camino era más largo de lo que imaginaba, la distancia era uno de esos detalles en los que no reparaba cuando salía a hacer ejercicio, pero ya comenzaba a asustarse realmente. De repente y sin aviso, un trueno ensordecedor rompió el silencio. Santiago se agachó asustado en plena carrera y cayó al piso. Aturdido, se quiso levantar y, al poner la mano como apoyo en el piso, un bicho salió de entre el pasto alto, parecía una tarántula negra y peluda, pero con una cola como la de un alacrán. El insecto atacó picándolo en el dorso de la mano, reaccionó con un grito y, moviendo la mano violentamente, hizo volar al bicho hacia el bosque. Se paró y siguió corriendo, un pequeño hilo de sangre caía de la picadura de la araña-alacrán.

    Después de unos terribles minutos sin poder encontrar el final del bosque, Santiago recordó su celular, todo el tiempo en su bolsillo, y se avergonzó de sí mismo, siempre se quejaba de los personajes de películas que no utilizan el celular a tiempo. Lo sacó del bolsillo, rogando que no faltara la señal, como en las películas de terror, pero la barra de señal estaba llena, así que marcó el número del vecino, Julián, el dueño del pequeño perro hiperactivo. Sabía que Mariana, su novia, no atendería a esa hora ya que hacía horario de corrido en la maldita mutual que esperaba que cubriera ataques de insectos que no sabía que existían. Presionó el contacto y, al ponerse el celular en el oído, lo tuvo que alejar de inmediato porque el acople en la línea lo aturdió, un sonido agudo insoportable. Se quedó mirando la pantalla, se escuchaba el silbido desde el auricular. Cortó la llamada.

    —La puta madre —exclamó, frustrado.

    Comenzó a mirar alrededor. Un nuevo plan nacía en su mente... Tenía que encontrar algo familiar que le permitiera corroborar que estaba en el mismo bosque al que había salido a correr. Mientras recorría el lugar, la tormenta se hizo cada vez más presente, o al menos eso creía él, ya que, al parecer, desde que se despertó, el mundo había cambiado.

    La tormenta no se parecía a ninguna que hubiera visto, los truenos sonaban cada vez más pero sin refucilos, no podía ver luces en el cielo que le indicaran que estaba ante una tormenta normal, sin mencionar las pequeñas partes de nubes que podía ver por encima de los árboles, de un color verdoso oscuro, como una aurora boreal sin brillo.

    Su mente avanzaba a tropezones por sus vagos recuerdos de las salidas a correr, hasta que divisó una marca en un árbol y recordó que la había hecho él, un día que salió con su bici y golpeó ese árbol con el manubrio. Corrió hacia él, recordaba esa marca porque recordaba el golpe que se había dado en esa pequeña curva. Cuando llegó a tener a la vista lo que seguía después de la curva, su corazón se llenó de alivio. A unos diez metros, se veía civilización, el pedazo del techo de su casa al final, entre los árboles. Los truenos se escuchaban cada vez más frecuentes, pero Santiago estaba aliviado. Apuró el paso, pero ya sin ese pánico de sentirse perdido.

    Cuando estaba llegando a la calle, la luz se hizo un poco más intensa al salir de debajo de la capa de árboles y notó que había un resplandor verdoso en el ambiente. Miró hacia arriba y las nubes le dieron la respuesta, estas parecían una aurora boreal apagada y teñían la luz del sol de un verde oscuro. Se quedó mirando hacia arriba, nunca había visto un espectáculo como ese, pero no sabía mucho sobre el clima así que supuso que era un capricho de la naturaleza. Su mano le dolía, así que retomó su regreso a casa, cruzando la calle.

    Sus ojos de repente terminaron mirando hacía las nubes de nuevo. Veía estrellas. Un hombre gordo lo había chocado haciéndolo caer. Era su vecino, su cara era de puro terror, nunca lo había visto así, su camisa del trabajo estaba manchada de sangre que por lo visto había salido de su nariz. Cuando vio a Santiago en el piso, lo tomó de los hombros casi con la misma violencia con que lo había tirado, y lo levantó. Santiago escuchó a medias lo que decía porque todavía estaba aturdido del golpe.

    —…Nos trajeron a todos! —Gesticulaba de forma violenta y desesperada—. ¡Nos trajeron a todos!

    No pudo decirle nada porque su vecino ya emprendía una desesperada corrida calle abajo, para luego subir a su auto y pasar por delante de él a una velocidad absurdamente rápida para un

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