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Historias de otro lado
Historias de otro lado
Historias de otro lado
Libro electrónico189 páginas2 horas

Historias de otro lado

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Información de este libro electrónico

La Literatura como forma de expresión del espíritu humano encuentra en Historias de otro lado, la creatividad y reflexión de este autor.
Este Libro es la suma de poesías y cuentos breves que con exuberante minuciosidad transportan al lector a paisajes y situaciones donde en distintos tiempos se van tejiendo historias en un viaje entre los sueños y la realidad.
Alejandro Poncio, combinando su formación en ciencias y su pasión por la literatura fantástica, ha jugado de manera exquisita con las tramas y sus posibilidades, invitando a nuestra imaginación a formar parte de su obra, dejándonos ávidos al final de cada página.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 jun 2022
ISBN9789878712161
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    Historias de otro lado - Alejandro Ramón Poncio

    3391-Poncio-B1A.jpg

    Poncio, Alejandro

    Historias de otro lado / Alejandro Poncio. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

    Libro digital, EPUB

    Archivo Digital: online

    ISBN 978-987-87-1216-1

    1. Literatura Argentina. 2. Cuentos. 3. Poesía. I. Título.

    CDD A860

    Editorial Autores de Argentina

    www.autoresdeargentina.com

    Mail: info@autoresdeargentina.com

    Diseño de portada: Alejandro Poncio

    Para Gra, mi amor de esta y otras vidas.

    El ardiente y el que fluye como el agua.

    El otro

    El espejo me devuelve la mirada

    del que fui. Mi memoria abrió una puerta

    y la sombra de un pasado que despierta

    acecha en el umbral, agazapada.

    Percibo los ojos escrutantes

    de alguien que conozco y no recuerdo,

    sus pupilas me hipnotizan y me pierdo

    en la extraña realidad del que era antes.

    Poco a poco el tiempo se disuelve,

    y en un momento el velo se retira.

    Por un instante soy el otro que me mira,

    soy aquel que quedo atrás, soy el que vuelve.

    El sueño

    El sonido de la gota se repetía rítmicamente. Abrió los ojos pero el lugar estaba en completa oscuridad. Se concentró en el sonido, la gota caía sobre una superficie líquida, y el eco era notable, profundo. Y luego un silencio total, hasta la próxima gota. Mantuvo los ojos abiertos y a los pocos minutos un resplandor rojizo comenzó a insinuarse. No podía definir dimensiones, pero parecía estar en una caverna inmensa. Se arrastró con lentitud hacia el sitio donde la gota se escuchaba caer. El suelo comenzó de a poco a pasar de un polvillo seco a un barro espeso, hasta convertirse por fin en un líquido fresco.

    Sus ojos ya se habían adaptado un poco más a la oscuridad y pudo percibir las paredes rugosas elevándose hasta una bóveda de proporciones colosales. Justo enfrente de él distinguió una piedra que sobresalía apenas sobre la superficie, y sobre ésta, dos figuras difusas, no mayores a un palmo. Se arrastró hasta poder tocarlas. Por los bordes irregulares se notaba que habían sido talladas con alguna herramienta primitiva. Asoció la primera a una bestia terrestre erguida en dos patas en posición desafiante, con dos enormes cuernos y cabeza desproporcionadamente grande, tal vez un toro. La segunda más redondeada y simétrica, se le figuró un pez. La sensación de que estas criaturas pertenecían a eras muy remotas era poderosa, y se imaginó seres primitivos movidos por un impulso creativo que no comprendían.

    Intentó ponerse de pie, pero la debilidad se lo impidió. Alargó su mano, la humedeció y la pasó por su cara, se sintió mejor, y se animó a probar un sorbo. Más allá del sabor terroso, le pareció reconfortante. Bebió un poco más y se acostó de espaldas, tratando de recordar cómo había llegado a ese lugar. Relajó los músculos, suavizó su respiración y cerró los ojos. La gota seguía cayendo implacable. En ese momento llamaron a la puerta.

    Los golpes eran fuertes y urgentes. Se dio cuenta de que se había quedado dormido. Saltó instintivamente de la cama y se acercó a la amplia ventana que desde la planta alta de la casa dominaba los jardines anteriores de su propiedad. La abrió y las gotas de una lluvia que ya se estaba diluyendo le mojaron la cara, se asomó, y vio al cochero que le hacía señas de que era tarde. Se vistió en unos pocos minutos, tomó su maleta preparada la noche anterior y bajó corriendo las escaleras, agarrándose del pasamanos por temor a caerse. El sueño aún no se había disipado completamente.

    Sus pasos resonaban en la casa vacía luego de que la semana anterior hubieran retirado todos los muebles. Había sido condición del comprador que la entregara desocupada y con la servidumbre despachada sin reclamos. Abrió la puerta principal, y apoyó el equipaje en el suelo. Con ambas manos retiró la placa tallada en madera con su nombre, Klaus Steinberg, que era el último rastro de su paso por esta propiedad.

    Entregó los bultos al cochero que los acomodó con prolijidad en el cofre posterior, luego subió y se recostó en el amplio asiento tapizado en suave cuero, brillante por el reciente lustrado. Respiró profundamente, consultó su reloj y se relajó. Estaba retrasado una hora, pero no le preocupaba, ya que había arreglado que el barco no zarparía sin él, no importaba cuánto se demorara. Había tenido que desembolsar un poco más de dinero, pero era necesario. Había solo un viaje cada tres meses que pasaba cerca de la isla que los nativos del lugar llamaban Ungruth y no podía darse el lujo de desperdiciar la mitad del tiempo que los médicos le habían dado de vida.

    Los relatos de su padre sobre ese lugar lo habían obsesionado desde que tenía memoria, y había decidido que si algo le faltaba hacer, era al menos intentar encontrarlo. Había escuchado decenas de veces distintas versiones de una misma historia, relatada en voz baja en la sala de fumar donde su padre se reunía con sus viejos amigos los domingos por la noche. Se mencionaban expediciones tragadas por la tierra, exploradores que regresaban con serios desequilibrios, y profecías oscuras escritas en piedra. Se hablaba del lugar donde la vida había sido creada y donde finalmente terminaría. Por desgracia su padre había muerto en un accidente cuando él era aún demasiado pequeño como para saber siquiera qué preguntarle.

    Tenía aún una hora de camino antes de llegar al puerto, atravesando la campiña galesa. Sobre sus piernas descansaba la placa con su nombre. Abrió la ventana y la arrojó entre los matorrales que bordeaban el camino. La lluvia había cesado completamente pero las nubes no se habían disipado, y el sol estaba comenzando a aparecer, dándole a todo el paisaje un toque surrealista de pinceladas rojizas. El trote de los caballos, apenas apurado por el golpe esporádico del látigo, y el rítmico bamboleo de la cabina le provocaron una agradable somnolencia. Lentamente, cerró los ojos.

    El silencio total lo perturbó, la gota ya no se escuchaba. Sin abrir los ojos rodeó con su mano la piedra húmeda y notó el bajorrelieve de una tercera figura, un pájaro con las alas desplegadas, afiladas garras y un pico curvo y largo. Respiró profundamente y recordó la cara de su padre. Ya podía descansar en paz, su sueño estaba cumplido.

    Autorretrato

    Lo despertó la luz de la mañana que entraba por el amplio ventanal. Aunque el entorno le era familiar Joaquín estaba desorientado, y recién pudo ubicarse al sentir la molestia de la canalización del suero en su antebrazo. Reconoció entonces una sala del hospital donde trabajaba su madre. Se sentía aturdido, respiró profundo un par de veces y trató de relajarse. Giró la cabeza con lentitud hacia la derecha y sobre una mesita al lado de su cama vio su inseparable cuaderno de recuerdos. Allí registraba con infinitos detalles todas las experiencias que salieran de lo ordinario. Lo venía haciendo desde que tenía memoria, y ya había completado varios tomos. Su favorito era el de etiqueta amarilla, que tenía el viaje a las montañas con sus padres, y que hojeaba todas las noches antes de dormirse aunque fuera por unos segundos. Este tenía una etiqueta verde, y tras apartar un vaso y una jarra con agua pudo alcanzarlo. Lo abrió en una página al azar, y se sobresaltó. Si bien podía reconocer sus propios trazos en tinta negra, los dibujos que llenaban la hoja carecían por completo de significado. Recorrió varias hojas con el mismo resultado. Vencido por el esfuerzo apoyó el cuaderno sobre la sábana, cerró los ojos y se durmió nuevamente.

    Esta vez la madre de Joaquín estaba realmente preocupada. Hasta ese momento su afección nunca había tenido efectos tan serios. En general no pasaba de dolores de cabeza, a veces aparecía alguna confusión momentánea y solamente una vez se había desmayado, pero ahora llevaba dos días sin conocimiento desde que lo habían encontrado tirado en la plaza junto a su bicicleta. Aunque era enfermera profesional, siempre le había impresionado la imagen de los chicos internados en terapia intensiva, y cada vez que pensaba que ahora le estaba pasando a su hijo la atacaba una sensación de vértigo. Para superarla, trataba de recordarlo en sus momentos felices, lo que no era difícil, ya que pese a sus limitaciones Joaquín disfrutaba plenamente de la vida. Lo recordaba sentado en la cocina, después de la cena, repasando sus cuadernos. Nunca había entendido los dibujos que hacía, pero él se deleitaba mirándolos por horas. A veces, mientras ella lavaba los platos, él le contaba lo que estaba viendo. Una vez mirando un solo dibujo le contó con increíble detalle toda una semana de vacaciones en las sierras que habían tenido cuatro años antes, cuando él tenía apenas cinco. Ella recordaba ese viaje bastante bien, pero él tenía registro de cada paseo, cada comida, incluso cada estado de ánimo. Esa vez ella le había preguntado qué parte del dibujo reflejaba cada momento, pero aunque lo intentó no se lo pudo explicar, simplemente lo miraba como un todo y veía un tramo de su vida. Ella concluyó que si bien algunos trazos puntuales podían asociarse con estados de ansiedad y otros con sensaciones placenteras, no había manera de leerlo, seguramente los dibujos despertaban los recuerdos que tenía en su mente. Esta capacidad de Joaquín contrastaba con la imposibilidad que tenía de leer y escribir. Por una afección congénita en el hemisferio cerebral izquierdo, le era imposible asociar la palabra escrita con un objeto o un concepto. Habían consultado a decenas de profesionales y probado todos los métodos posibles. Había pasado infinidad de horas copiando palabras, pero nunca había llegado a reconocer ningún significado en ellas.

    Joaquín despertó nuevamente, se sentía un poco más fuerte y tenía sed. Con cuidado se sirvió agua de la jarra y la bebió de a sorbos cortos, como su madre le decía cada vez que estaba enfermo. No recordaba cómo había llegado allí. El último recuerdo que tenía era el de un paseo en bicicleta, en un día de sol radiante. Se vio saliendo de su casa, pasando por enfrente del colegio al que tanto le hubiera gustado asistir pero no podía por su enfermedad, y llegando a la plaza. Le llamó la atención un hombre de prolija barba blanca, boina e impecable delantal gris. Tenía un atril, una tela y una paleta y miraba alrededor como buscando un motivo para pintar. No era del pueblo, pero su cara le resultaba familiar. Se acercó curioso, y le preguntó si podía ayudarlo. El hombre le dijo que si no le molestaba, le agradecería que posara para un retrato. A cambio iba a concederle un deseo. El aceptó, y entonces le pidió que se sentara mirándolo de frente sin moverse demasiado. Tomó un fino pincel y comenzó a pintar, yendo y viniendo desde su paleta al lienzo con movimientos serenos pero que reflejaban destreza. Cuando la pintura estuvo terminada, lo invitó a que se acercara. Lejos del retrato de un niño, se parecía a los dibujos de su cuaderno, pero con infinitos colores y trazos más sutiles, entramados en complejos diseños que parecían sobresalir de la tela.  En ese momento sintió que toda su vida pasada y futura se mostraba ante sus ojos. En forma superpuesta vio su infancia y su vejez, imágenes de sus padres, sus hijos y sus nietos, vio momentos de felicidad y de sufrimiento, la muerte de seres queridos y su propia muerte. El hombre le ofreció el pincel y le dijo que modificara lo que quisiera. Después de eso no recordaba nada más. Intentó repasar lo que había visto, pero las imágenes se iban diluyendo frente a la razón, que le decía que todo había sido un sueño. Bebió otro sorbo de agua, giró la cabeza hacia la izquierda y por sobre su hombro descubrió un panel con botones. Vio uno que decía Enfermera y lo pulsó.

    La mancha

    El calor era insoportable y el dolor de cabeza lo estaba matando. Estiró su mano tanteando en el piso hasta encontrar el frasco de aspirinas. Sacó dos, se las puso en la boca y las masticó. El gusto amargo le provocó un escalofrío, pero no tenía ánimo para ir a buscar agua. Desde el sofá y con la luz de la mañana que entraba por las rendijas de la persiana la vista era desalentadora. El cielo raso descascarado, el ventilador de techo inerte y el parquet con manchas de algún líquido pegajoso que alguien había pisoteado. Se quedó mirando las partículas de polvo flotando a contraluz hasta que las aspirinas comenzaron a hacer efecto y decidió que debía levantarse. Con esfuerzo se incorporó y caminó hasta la cocina, donde el panorama no era mejor: platos sucios apilados, un bol con lechuga marchita, y vasos con restos de vino. Algunas moscas que volaban sin rumbo completaban la escena. Bebió un sorbo de agua directamente de la canilla, miró el reloj que marcaba las diez y volvió a tirarse en el sofá. Desde su posición horizontal, observó una mancha de color ocre que comenzaba a insinuarse en un ángulo del techo. Seguramente una filtración, otra cosa más para arreglar cuando todo se normalizara.

    Marta no había pasado las últimas dos noches en casa y él no había podido pegar un ojo. Ya había amenazado antes con dejarlo, pero él sabía que era para asustarlo. No tenía adonde ir y después de todo no llevaba una vida tan mala comparada con la que había dejado atrás. La había rescatado de la noche dándole un pasar modesto pero digno. Los dos disfrutaban mucho de las caminatas nocturnas por el barrio, de ir al cine una vez por mes, y de visitar cada tanto la quinta de sus primos en Turdera. Habían pasado cuatro años felices y más allá de sus quejas por un poco de aburrimiento, hasta un par de meses atrás Marta no había tenido reproches. El cambio había comenzado a partir de su acercamiento a Ester, la vecina de arriba. La cena dejó de estar lista a tiempo, la ropa llegaba a los lunes sin planchar y cualquier discrepancia derivaba en una

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