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Juego De Huída: Serie Reacher
Juego De Huída: Serie Reacher
Juego De Huída: Serie Reacher
Libro electrónico282 páginas3 horas

Juego De Huída: Serie Reacher

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El padre de Rachel lo llamaba el juego de huída. Cuenta las salidas, calcula las rutas, y siempre estate preparado para correr. Ella es una Reacher, buscada por el gobierno y el mundo criminal por sus poderes psíquicos.

Charlie y su hermano John tienen la reputación de lograr lo imposible. Pero tras perder a su familia, Charlie se ha convertido en un desastre y John apenas lo mantiene a flote.

Desesperados, aceptan un trabajo de un despiadado señor del crimen, sólo para descubrir que la chica a la que están buscando es una Reacher. Una de su propia especie.

Con la ayuda de peligrosos y dudosos aliados, ¿podrá Rachel dar la vuelta al juego y salvarse?

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento14 jun 2020
ISBN9781393677192
Juego De Huída: Serie Reacher

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    Juego De Huída - L. E. Fitzpatrick

    1

    Las once y cinco.

    El turno de Rachel debería haber terminado hacía tres horas. Metió deprisa su tarjeta en la máquina de fichar. Nada. Le dio una patada, luego otra hasta que se desatascó, marcando su tarjeta y verificando su salida por la noche. El vestuario del hospital estaba inusualmente silencioso. Había una enfermera firmando las altas por la noche, dos médicos haciendo los ingresos. Nadie hablaba con nadie, no era ese tipo de lugar. Tomando su abrigo desgastado de su taquilla, se lo puso sobre su bata de médico ,era la única barrera entre ella y la implacable noche de octubre. Atravesó la sala de espera de urgencias, con los ojos fijos en la salida. Tenías que ignorar la desesperación. Tres horas de más en un turno de doce horas, no había más remedio que fingir que no te importaba. Pasar de largo a las madres ofreciendo a sus hijos enfermos como si pudieras poner tus manos sobre ellos y sanarlos. Pasar de largo a los trabajadores desangrándose en el suelo. Empujar la puerta y salir. Llegar a casa. Tenías que hacerlo. En seis horas todo volvería a comenzar.

    La primera ráfaga de aire frío abofeteó a su dolorido cuerpo. La segunda ráfaga casi la devuelve hacia adentro. Se ajustó el abrigo, pero el viento helado todavía lograba atravesar sus dedos a través del fino material y las costuras abiertas. Llegaba noviembre y llegaba rápido. Aceleró el paso, tratando de escapar del invierno.

    Se apresuró a cruzar los restos esqueléticos de otro banco caído, una reliquia de los días anteriores a que la economía colapsase y el país se fuese al infierno. Ahora el edificio abandonado albergaba a los que habían sido abandonados en las calles: los demasiado viejos, los demasiado jóvenes, los débiles, los estúpidos. Los polis vendrían pronto, moviéndolos, empujándolos de una sombra a otra hasta el amanecer o la muerte, lo que ocurriera primero. Pero por ahora se sentaban acurrucados alrededor de bidones en llamas, empapándose de calor en silencio como si pudiesen transportar esa llama durante el invierno. No se fijaron en Rachel. Incluso el hombre más malvado que acechaba en los portales, esperando a que pasaran cosas indefensas, pasaba por alto a la joven doctora mientras se dirigía a casa. Nadie la veía nunca. Al menos nunca solían hacerlo.

    Tres, dos, uno.

    Las once y nueve. Perfecto.

    Sintió que alguien la observaba. Siempre era el mismo lugar, frente a la tercera ventana del viejo banco. Estaba escondido, no en el banco sino cerca. Tan cerca que casi podía sentir su aliento en la nuca. Había visto atracos antes, eran tiempos desesperados y la gente tomaba lo que podía cuando podía. También había violaciones, cinco esta semana, o al menos cinco que habían necesitado atención médica. Era una ciudad peligrosa y estaba empeorando. Pero esto era diferente. Él, y por alguna razón ella sabía que era un él, no hacía nada. Durante una semana había estado allí, nunca delataba su posición exacta o sus intenciones, pero ella podía sentirlo y cuanto más esperaba, más la atormentaba. Él sabía dónde vivía, dónde trabajaba, la ruta que tomaba hasta la tienda de intercambio. Y él la acompañaba a su casa todas las noches sin mostrarse nunca. No tenía sentido. Y eso lo hacía mucho peor.

    No se intimidaba fácilmente; los médicos en St Mary no podían. No importaba que solo midiese 1,52 de alto y pareciese que un fuerte viento la derribaría; podía cuidarse sola. Pero el acoso la había asustado. Las noches de insomnio se sucedían mientras ella se preguntaba quién era él, qué quería, si él lo sabía.

    No tenía a donde ir en la ciudad, ningún lugar donde pudiera esconderse, no había escapatoria. Si quería comer tenía que trabajar, y él la estaría esperando fuera del hospital, observando, sin hacer nada. Estaba harta de eso, harta de todo, pero había algo que podía hacer. Podía hacer que parase, de una forma u otra. Lo que él hubiese planeado, lo que fuera que quisiese hacerle, tendría que hacerlo mirándole a los ojos mientras lo hacía, porque ella no iba a correr más.

    Dejó de caminar y se volvió.

    La calle estaba vacía. Pero ella todavía podía sentirle allí. Los edificios presionaban su oscuridad hacia la calle y la salpicadura de farolas zumbantes ayudaba poco a exponer el peligro nocturno debajo. Había ruido. Siempre había ruido; voces, vehículos, el zumbido persistente de la electricidad luchando por llegar a los bordes de la ciudad. Tantas cosas sucediendo, pero tan poco para ver, un escondite perfecto.

    —Vale, pervertido —se susurró a sí misma—. ¿Dónde te escondes?

    El camino se extendía sin fin. Con cautela, sus pies retrocedieron hacia el banco en ruinas. Echó un vistazo a los edificios a su alrededor, las ventanas superiores, los portales a nivel del suelo, esperando que él se abalanzase. Un paso, dos pasos. Mirada. Nada. Volvió sobre sus pasos al siguiente edificio. Luego al siguiente. Lo notaba tan cerca, ¿por qué no podía verlo?

    —Me quieres, bueno pues aquí estoy, friki. ¡Ven a por mí!

    Hubo un grito en el banco. Alguien corría. Un hombre. Se le encogió el estómago. Se preparó. La pasó de largo, alejándose apresuradamente. No era "él".

    Se giró, sus ojos trataban de entender lo que estaba viendo. Luego, un cálido aliento tocó la parte posterior de su cuello.

    —¡Al suelo!

    El mundo se volvió blanco.

    Con la cara presionada en el camino sucio y frío, Rachel esperó. El suelo bajo ella tembló, pero eso fue todo. Frunció el ceño, esperando algo, tratando de entender lo que estaba haciendo acostada en un charco apestoso al lado de la carretera. Unas manos la estaban poniendo de nuevo en pie. Se giró hacia el banco, pero ya no estaba. Las llamas lamían el montón de escombros que había en su lugar. La gente tropezaba desde el edificio destrozado, ahogándose y tosiendo, otros con los ojos tan abiertos como la boca. Pero no había sonido, solo movimientos escalonados y calor creciente. Rachel miró, sintiendo más curiosidad que miedo. El pánico silencioso era fascinante. Comenzó a moverse y el ruido estalló en sus oídos. El impacto la derribó de nuevo. Gritos, gritos pidiendo ayuda, el sonido de las sirenas llegó desde todas las direcciones.

    El suelo tembló de nuevo y el edificio disparó otro fuego de mortero hacia la calle. Sintió que tiraban de su cuerpo. Pero venía gente a ayudar. Todavía quedaba gente viva. Ella era médico, la necesitaban.

    —Puedo ayudar a esas personas —gritó tratando de luchar contra el hombre que la frenaba.

    —Es una bomba señuelo.

    La voz era tan fría que la hizo congelarse. Miró al extraño y se tragó los grumos de grava alojados en el fondo de su garganta. Quería encontrarse con él cara a cara, pero no así.

    Él la miró con los ojos en blanco. Los muertos y los moribundos no significaban nada para él. Estaba allí por ella y solo por ella. Su mano todavía agarraba su hombro, reteniéndola. La mano que la había llevado a un lugar seguro. Muchas preguntas pasaron por su cabeza, pero solamente pudo hacer una.

    —¿Una bomba señuelo?

    «Una pequeña explosión para atraer a la policía», —recordó rápidamente—. «Seguida por una bomba más grande que los haría volar en pedazos». Se volvió hacia el espacio donde debería haber estado el banco. Más personas se apresuraban a ayudar, tirando de los brazos y las piernas de los enterrados. Si tenían suerte los cuerpos saldrían con ellos.

    —Tenemos que avisar...

    El hombre se había ido.

    Las sirenas se hicieron más fuertes.

    Rachel respiró profundamente. "Tres horas de más en un turno de doce horas, no había más remedio que fingir que no te importaba".

    Comenzó a correr.

    2

    Charlie se despertó sobresaltado en su silla, con la cara empapada de sudor. Se limpió la frente con la manga. El dolor le recorrió la espalda, recordándole su pesadilla. El sueño recurrente del día en que todo se estropeó. Rebuscó en sus bolsillos hasta que encontró sus pastillas. El placebo fue instantáneo, y el alivio del dolor lo siguió poco después. Se frotó los ojos y volvió a la cámara posicionada hacia el apartamento en el bloque de enfrente.

    Las luces estaban encendidas, las cortinas abiertas. Alguien había vuelto a casa y se lo había perdido. Su único tarea y la había cagado. Pateó la muleta que descansaba contra su silla y observó cómo se deslizaba por el suelo fuera de su alcance. Flexionando las manos ordenó volver a la muleta. No pasó nada.

    —Mierda.

    Se levantó de su silla demasiado rápido y su pierna derecha se dobló, tirando la cámara, solo era la parte más cara del kit que poseían. La lente se rompió.

    —Mierda, mierda, mierda. —gritó desde el suelo.

    Las oleadas de dolor comenzaron a disminuir. La ira y la vergüenza luchaban su batalla habitual, mientras que la voz dentro de su cabeza lo instaba a parar. Y, como siempre, una persistente molestia en su vejiga lo puso todo en perspectiva. Llevaba mucha indignidad sobre sus hombros, lo último que necesitaba era que lo encontraran sentado en un charco de su propio pis.

    Así no era como su vida debía ser. Charlie Smith había sido una leyenda. Era un Reacher, nacido con poderes increíbles y una arrogancia que lo hacían todo posible. Con su antiguo yo afianzado en su mente, apoyó la cabeza en el suelo y volvió a concentrarse en la muleta. Sus dedos se estiraron, alcanzando el mango de plástico en su cabeza. Todavía podía sentir el peso y sus propiedades con sus poderes, pero moverla requería un esfuerzo con el que su cerebro a duras penas podía. Esto debería haber sido fácil, pero sus poderes telequinéticos le estaban fallando. La cámara se sacudió, se volvió hacia un lado y luego se detuvo por completo. El esfuerzo era agotador y vergonzoso.

    Lentamente, porque hoy en día todo tenía que hacerse lentamente, se acercó a su muleta y, con esta a mano, logró llegar al baño. Era una pequeña victoria, pero fue suficiente para animarlo. Hasta que se vio a sí mismo en el espejo roto colgado sobre el lavabo. Solía tener carisma. Solía sonreír para salir de los problemas. Ahora tenía suerte si la gente no cruzaba la calle para evitarlo. Cabello canoso, ojos rojos opacos, piel pálida. Tenía treinta y tres años; aparentaba cincuenta; se sentía como un jubilado. El gran Reacher Charlie Smith, reducido a esto. Las cosas habían cambiado tan radicalmente en solo un año. Un año, dos meses y ocho días.

    La cerradura de la puerta de la entrada giró. Charlie se enderezó la ropa. Todo era normal, todo estaba bien. Podía soportarlo, por supuesto que podía soportarlo. Comprobó su sonrisa en el espejo y salió del baño cuando su hermano abrió la puerta de un puntapié y la cerró de otra patada, para dejar las cosas claras.

    —¿Todo bien? —preguntó Charlie.

    Su hermano menor tenía el ceño fruncido tan profundo que podría haber sido cincelado en su cráneo. Obviamente todo no estaba bien. Pero con John era imposible saber cuán alto estaba la situación en la escala de desastre. Charlie había visto el mismo ceño fruncido cuando un trabajo no salía bien y lo había visto cuando alguien tiraba café sobre el traje de John.

    —¿Qué ha pasado?

    John desvió la mirada. Estaba molesto consigo mismo, nunca era una buena señal. Charlie se atrevió a dar un paso apoyado en su muleta hacia él. Había una brecha de edad de cuatro años entre los dos, y nunca había sido tan evidente.

    Charlie le hizo un gesto para que se sentaran en la mesa plegable del comedor. La mayoría de las veces, John tenía todo bajo control. Era raro que cometiera errores o calculase mal, y cuando lo hacía, se castigaba durante días. Necesitaba a Charlie, un profesional en cagarla, para poner todo en perspectiva.

    —Me ha visto. —confesó John.

    —¡Te ha visto! —dijo Charlie con incredulidad—. Eres como una criatura de la noche, ¿cómo demonios podría verte? Jesús, la mayoría de las veces ni siquiera te veo y yo sé que vienes.

    Los puños de John se apretaron y se abrieron. Se puso de pie para aliviar la tensión y comenzó a caminar; pasos cortos y rápidos, haciendo chirriar sus zapatos de cuero contra el suelo de linóleo.

    —Hubo una explosión. Algún cabrón puso una bomba señuelo justo en su ruta. Tenía que alejarla antes de que el maldito edificio se le viniera encima.

    Charlie se pellizcó el puente de la nariz. Incluso cuando su hermano se equivocaba, lograba hacer algo bien.

    —Lo que quieres decir es que la has salvado?

    John lo fulminó con la mirada.

    —No lo entiendes.

    Charlie puso los ojos en blanco. Solamente John se pondría tan nervioso por salvar la vida de su objetivo. —Escucha, ¿crees que nos pagaría si descubriera que la dejamos morir? —dijo Charlie.

    —Eso no lo sabes. ¡No tenemos idea de para qué la quiere!

    Era cierto, no la tenían y el hecho comenzaba a irritarles. Los infames Hermanos Smith siempre conocían las cartas sobre la mesa incluso antes de que se repartiera el mazo. Charlie planeaba los trabajos como si estuviera escribiendo un guión. Nadie se perdía nunca un detalle. Al menos así solía ser un año atrás. Un año, dos meses y ocho días. Desde entonces, los trabajos se habían agotado. Habían tenido suerte de conseguir el caso de Rachel Aaron y fue solo porque el viejo mentor de Charlie había hablado bien de ellos. Pero la suerte e incluso el respaldo de un viejo sacerdote no hacían que lo desconocido fuese menos preocupante. Estaban fuera de su profundidad habitual y todavía estaban en aguas poco profundas.

    —Tal vez la quiera muerta. —dijo John.

    —Si la quisiera muerta, nos habría pedido que la matáramos. —respondió Charlie—. Y si la quisiera muerta, no se acercaría a un sacerdote para ver si conocía a alguien que pudiera encontrarla. Quiere encontrarla John, eso es todo.

    —No me gusta. —espetó John—. Todo este trabajo me parece sospechoso.

    —Lo sé. —Charlie respiró hondo, su siguiente oración no debería haberlo puesto nervioso, pero lo hacía—. Por eso haré algo de trabajo de campo yo mismo.

    John nunca parecía sorprendido, ni feliz, ni nada más que un poco impaciente, pero cuando algo le agradaba, su ceja derecha se levantaba muy ligeramente. Cuando se levantó, Charlie sintió una punzada de culpa por no haberlo dicho antes.

    —Pensaba que eras un estorbo. —dijo John.

    —Es vigilancia en un hospital John, ¿quién se va a mezclar mejor, tú o yo?

    La ceja se alzó más arriba en la frente de John. Había sido paciente con Charlie, más paciente de lo que Charlie sentía que se merecía, esperando que su hermano volviera al juego en lugar de salir solo. John no había perdido su ventaja. No tenía problemas con las escaleras. Podía beber lo que quisiera. Dormir cuando lo necesitara. No les pasaba nada a sus habilidades. Charlie los estaba lastrando a ambos, pero sabía que John todavía se aferraba a la esperanza de que algún día Charlie se recuperaría y las cosas volverían a la normalidad. Y Charlie lo necesitaba demasiado para decirle que eso nunca iba a suceder.

    —¿Estás seguro? —preguntó John.

    —Necesitamos el dinero.

    —¿Y si él quiere matarla, o peor?

    A pesar de lo que Charlie había dicho, siempre era una posibilidad. No estaban trabajando para los buenos en este caso y la chica había sido difícil de encontrar, incluso con los poderes de Charlie. No iba a acabar bien para ella y tal vez por eso Charlie no había hecho muchas preguntas.

    —Necesitamos el dinero —le aseguró Charlie—. Esa tiene que ser nuestra prioridad. Él no hablaba así. Claro que había hecho cosas cuestionables, incluso cosas malas, pero tenía moralidad y en este momento gritaba dentro de su cabeza que todo estaba mal.

    John asintió y Charlie se sintió aliviado al ver que John compartía su forma de pensar.

    —Vale, pero si hay que hacerlo, lo haré.

    —No, no necesitas cargar con eso en tu conciencia. Lo haré.

    John lo miró.

    —¿De verdad vamos a discutir sobre quién se pide matarla?

    —Sobre quién debe. —corrigió Charlie—. Cuando dices quién se pide, haces que suene como si fuese un premio extra. Y no, no vamos a discutir, porque lo haré yo. No tenía que decirlo porque era su culpa que todo esto hubiera sucedido, eso era un hecho.

    John se cruzó de brazos.

    —Está bien, pero me pido deshacerme del cuerpo.

    Charlie frunció el ceño.

    —¿Cómo que te pides?

    Su hermano sonrió. Tenía un sentido del humor único.

    3

    El imperio británico tardó ocho años en caer.

    Como fichas de dominó, las principales potencias de Europa y el mundo occidental comenzaron a caer, una por una. Cada país sufrió una caída lo suficientemente dura como para garantizar que la reacción en cadena fuera cataclísmica en todo el mundo. Los historiadores no están de acuerdo sobre donde comenzó el problema; algunos argumentan que se remonta a la segunda guerra mundial cuando los poderes a cargo se pusieron a recoger las piezas rotas del mundo y las unieron. Otros son más cínicos y afirman que el hombre estaba destinado a la devastación tan pronto como las primeras comunidades fueron formadas por simios.

    En cualquier caso, las grietas habían estado bajo la superficie durante mucho, mucho tiempo, debilitándose y volviéndose más inestables. El conflicto interno mantuvo a muchos países en un punto muerto. Donde la pobreza y la guerra aún se mantenían firmes, el efecto de lo que estaba por suceder apenas tocaría la escala de Richter. Pero en lugares como Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, lugares que se habían establecido cómodamente en la paz y se habían enriquecido con sus vecinos en guerra, la perturbación se saldría de las gráficas.

    Fue la crisis financiera la primera en golpear. Cada país luchó por cuadrar sus libros de cuentas, tomando más crédito y prestando dinero hasta que el valor de la divisa se vino abajo. Cuando el sistema cayó, el gobierno civilizado comenzó a desmoronarse, incapaz de compatibilizar la avaricia política y la integridad pública. La gente se rebeló al ver a la élite en las grandes ciudades despilfarrando dinero mientras sus familias morían de hambre en los suburbios. En Francia y Gran Bretaña, los disturbios duraron cinco años, estallando en una guerra civil devastadora. Lugares como Red Forest y más al norte se convirtieron en trincheras de conflicto imposibles de atravesar que ni siquiera la milicia pudo conquistar.

    Los disturbios civiles se detuvieron temporalmente cuando la enfermedad comenzó a extenderse por Yorkshire y Lancashire. Deformidades de nacimiento, virus y problemas de contaminación dividieron a Gran Bretaña en dos mitades

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