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La odisea de Pablo Camino: LIBRO 1 DE LA TRILOGIA DE PUERTO RICO
La odisea de Pablo Camino: LIBRO 1 DE LA TRILOGIA DE PUERTO RICO
La odisea de Pablo Camino: LIBRO 1 DE LA TRILOGIA DE PUERTO RICO
Libro electrónico323 páginas4 horas

La odisea de Pablo Camino: LIBRO 1 DE LA TRILOGIA DE PUERTO RICO

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Un reconocido artista puertorriqueño va en busca de la verdad de un posible pasado homicida de su difunto padre, Cornelius Rhoads, un médico estadounidense al que enviaron a la isla con fines investigativos. El médico declaró en una carta que había matado intencionalmente a ocho de sus pacientes debido a su desprecio por los «nativos». Las obsesiones personales y los eventos políticos colisionan a medida que los personajes de la novela luchan contra mentiras, identidades falsas, conexiones desconcertantes, guerras estadounidenses y colonialismo.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento19 feb 2021
ISBN9781071587393
La odisea de Pablo Camino: LIBRO 1 DE LA TRILOGIA DE PUERTO RICO

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    La odisea de Pablo Camino - Robert Friedman

    LA ODISEA

    DE PABLO CAMINO

    ––––––––

    LIBRO NO. 1

    DE LA TRILOGÍA

    DE PUERTO RICO

    ROBERT FRIEDMAN

    Para Ginny

    NOTA DEL AUTOR

    Esta novela está inspirada por un acontecimiento verídico. Si bien he conservado los nombres de las figuras históricas involucrados, como el dr. Cornelius «Dusty» Rhoads y el nacionalista puertorriqueño Pedro Albizu Campos y he citado material fáctico y hallazgos, también he cambiado fechas e inventado personajes y eventos posteriores en la búsqueda de verdades a través de la ficción.

    PRIMERA PARTE

    * * *

    11 de junio de 1950

    Hospital Presbiteriano

    San Juan, Puerto Rico

    Querido Ferdie:

    Fue maravilloso tener noticias suyas nuevamente. Por favor, siga tratando de involucrarnos en ese nuevo programa de investigación médica que están preparando nuestros amigos de Georgetown.

    El programa sobre comportamiento humano suena fascinante. Si los soviéticos, chinos y norcoreanos utilizan el control mental, ciertamente deberíamos investigar estas técnicas.

    En cuanto al futuro inmediato, puedo conseguir un excelente trabajo aquí y me siento tentado a aceptarlo. Sería ideal excepto por los puertorriqueños. Sin duda alguna, son la raza de hombres más sucia, perezosa, degenerada y ladrona que jamás haya visto este mundo. Es enfermizo habitar la misma isla con ellos. Son incluso peores que los italianos.

    Lo que esta isla necesita no es labor en salud pública, sino una marejada o algo que extermine totalmente a la población. Recién ahí puede ser habitable. He hecho todo lo posible para promover el proceso de exterminio al matar a ocho e idear un método para trasplantar el cáncer a varios más. Esto no ha provocado muertes hasta el momento... La cuestión de la consideración del bienestar de los pacientes no juega ningún papel aquí, de hecho, todos los médicos se deleitan con el abuso y la tortura de los desafortunados sujetos.

    Bueno, eso es todo por ahora, viejo amigo. Solo es una breve nota para hacerle saber cómo están las cosas. Cuídese y avíseme si tiene más noticias.

    Atentamente, Dusty

    UNO

    Se estaba poniendo mucho peor, volviéndose asfixiante de nuevo.

    Hace un par de días, en el Mercado Santurce, los tubérculos y las raíces. Como embarazadas, rostros fruncidos, cabezas hinchadas. Ojos diminutos, vieron profundamente dentro de ti. Un sudor pegajoso, que te adhiere la ropa al cuerpo y te quema los ojos. Los compró para una pintura de bodegones: «Tubérculos que se roban el alma». La vieja y arrugada bruja que vendía aguacates lo señaló con un dedo. Otros miraban y sonreían con satisfacción. ¡Quería estrangular a esos bastardos!

    Pablo cortó una franja amplia negra justo debajo de su garganta para el cuello de su camiseta negra. El lienzo estaba sobre un caballete en el centro de la habitación. El espejo que llegaba hasta el piso estaba apoyado contra otro caballete a la derecha del lienzo. Se inclinó sobre el espejo, luego sobre el lienzo, después retrocedió, se movió otra vez y, con su pincel doble «o», agrandó y sombreó el lunar justo debajo de su pómulo izquierdo, puso más gris en su bigote. Trabajó en los ojos, oscureciendo el marrón al aclarar el blanco alrededor de la pupila.

    Retrocediendo de nuevo, comparó el reflejo con la pintura del lienzo. ¿Debería hacer más cambios? El rostro reflejado es una máscara demacrada. Sucedió en las últimas semanas. Debe tensar la piel y hacer que los pómulos salientes sean prácticamente predominantes. Como una víctima de tortura. Un autoflagelador.

    No tuvo que exagerar mucho. Solo una representación realista de esos hundidos ojos marrones y esa boca carnosa y atribulada para capturar el patetismo esencial.

    ¿Pero no había nada más en ese rostro? Pablo buscó en el espejo. Una máscara, aunque con arrugas, pliegues, grietas, lunares, manchas. Deja la cara, trabaja en el fondo, logra el marrón adecuado. Pero después de unos pocos minutos, volvió a los ojos, al marrón lodoso y al blanco flema, a los hilos inyectados en  sangre, a las manchas cremosas y sanguinolentas en los  rabillos. Se necesitaba algo más en esos dos huecos oscurecidos, algo de humanidad transformada en pintura. Se quedó allí contemplando el lienzo.

    El teléfono sonó. Sabía que era Ana. Ahora no. No quería explicar nada. Lo dejó sonar.

    Metió el pincel en una lata de aguarrás que había entre las latas y los pomos de pintura en el piso. Se dirigió a la radio en un estante junto a su colección de santos de madera, tallados por artesanos campesinos. Nada más que salsa en las estaciones locales. No estaba de humor. Cambió la onda corta de la radio y sintonizó una emisora de jazz europea. Charlie Parker y Dizzy Gillespie estaban tocando «Night in Tunisia». Hermoso.

    Volvió al retrato. Había estado trabajando en él durante varias horas y de repente se sintió muy cansado. Se dejó caer sobre el sofá cama mientras el pájaro planeaba hacia el «este del sol». Pepa saltó a la cama y se sentó a los pies del pintor. Pablo flotó al oeste de la luna, luego al espacio inmaculado.

    La estridencia atravesó los oídos de Pablo y se convirtió en un bajo resonante. El megarock alternativo se apoderó de la estación de jazz y sonó en la radio haciendo que Pepa gruñera y subiera las escaleras a toda prisa. Caminó como loca, ladrando, luego soltó una serie de aullidos lastimosos. Pablo se despertó de un salto. ¿Qué diablos había ahí arriba? Adormilado, corrió a la cocina y tomó un cuchillo largo del mantel de goma de la encimera.

    Cuando llegó a lo alto de la escalera, Pepa aulló y arañó desde atrás de la puerta del baño a la derecha. Pablo estaba a punto de encender la luz de arriba cuando escuchó que se arrastraban cosas por el piso en la primera habitación del pasillo.

    La habitación estaba llena de un gris luminiscente debido a la luz de la luna que se filtraba a través de las dos puertas del balcón. No había cerrado las puertas con llave, pero las había cerrado. Ahora estaban abiertas de par en par. Un hombre estaba parado frente a una de las pinturas de Pablo como si la estuviera admirando. Luego comenzó a gruñir, dejó escapar un alarido y atacó la pintura. Cortó brutalmente el lienzo con un cuchillo. Pablo le gritó y él lo señaló con la cabeza. Ambos se miraron con incredulidad y empuñaron sus cuchillos al aire.

    Pablo se apresuró a rescatar la pintura. El atacante se lanzó hacia adelante y le cortó el brazo haciendo que el cuchillo de Pablo resonara por el piso de terrazo blanco y negro. La sangre tibia le rezumaba por el codo y goteaba hasta sus pantalones caqui salpicados de pintura. El atacante volvió a levantar el cuchillo. Miró con incertidumbre hacia las puertas abiertas del balcón. Pablo bajó la cabeza y cargó contra el hombre estrellándose contra una silla con respaldo de huso. La silla se astilló y colapsó.

    Pablo se liberó y se abalanzó sobre su agresor. Le agarró la muñeca y le dobló el brazo hacia atrás hasta que escuchó un crujido que hizo que el cuchillo cayera al piso. Pablo lanzó un puñetazo que le rozó la oreja. Una mano le pasó por debajo de la barbilla y le tiró la cabeza hacia atrás.

    Forcejearon de habitación en habitación, rompiendo muebles, partiendo marcos de madera, destrozando lienzos, gruñendo y jadeando, pero conteniendo los principales sonidos de dolor.

    Hubo un breve respiro. A la luz de la luna, se miraron a los ojos. Pablo vio en el otro lo que sentía él mismo: la voluntad de abandonar la batalla asesina. Pero después de la pausa, que no duró más de dos segundos, volvieron a pegarse el uno al otro, confiando ambos en el único brazo ileso. Casi agotados, forcejearon, gruñeron, se golpearon las ingles y las cabezas.

    Cada hombre recuperó su propio cuchillo. Comenzaron a dar vueltas uno alrededor del otro, arremetieron, dieron vueltas y arremetieron otra vez. Escuchó al otro tipo respirar con dificultad, como un asmático. Luego, en una raudo golpe sobrehumano, Pablo empuñó ciegamente el cuchillo hacia delante hundiéndolo en la garganta de su contrincante. La sangre le saltó hasta la boca. Escupió y le chorreó por la barbilla hasta sus pantalones caqui, impregnándose con la sangre de su brazo.

    Pablo, con todo el cuerpo temblando, abrió la puerta del baño. Pepa aulló y saltó al aire mientras Pablo arrastraba el cuerpo hasta la ducha y lo apoyaba contra la pared de azulejos. La cabeza del hombre cayó mustiamente con la boca abierta. La sangre que aún brotaba le hizo un nuevo cuello oscuro a la camiseta gris. Con la  cabeza caída y la boca abierta, parecía un muñeco de ventrílocuo de tamaño normal, con la mandíbula rota. Pablo se mareó e intentó estabilizarse extendiendo los brazos en la pared a cada lado del tipo, cuyo cuerpo comenzó a plegarse hacia delante. Pablo volvió a empujar el cuerpo hacia atrás y pasó los anillos plásticos de la cortina a través de la barra de metal. Vio que el cuerpo se doblaba y se desplomaba cada vez más y sintió que tenia que sostenerlo nuevamente, y luego, deshaciéndose del pensamiento, salió del  baño y cerró la puerta de un golpe.

    Recuperó el cuchillo del agresor, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo. Bajó las escaleras, tiró el cuchillo de cocina sobre el arroz amarillo pegado al fondo de la sartén en el fregadero, que había quedado de su arroz con pollo, luego se sentó en el sofá cama con la cabeza entre las manos. Pepa saltó a la cama y se acostó a su 

    lado.

    Recuperó el cuchillo del agresor, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo. Bajó las escaleras, tiró el cuchillo de cocina sobre el arroz amarillo pegado al fondo de la sartén en el fregadero, que había quedado de su arroz con pollo, luego se sentó en el sofá cama con la cabeza entre las manos. Pepa saltó a la cama y se acostó a su lado.

    ¿Quién diablos era el tipo de arriba? ¿La materialización de un demonio por sus pecados del pasado?

    No era un demonio; había matado a otra persona.

    Estaba en sus genes.

    Le estaba costando respirar. Y la cabeza estaba por explotarle. Sin embargo, un sensación vertiginosa le corrió por el cuerpo.

    ¡Estaba en los malditos genes!

    Fue hasta un pequeño escritorio en un rincón de la habitación y revolvió en los cajones hasta que encontró el pasaporte. Sabía con absoluta certeza que lo necesitaría. Pepa ladró y aulló. En un segundo, la emoción se convirtió en ansiedad y Pablo luchó contra la agitación interior. Se inclinó para acariciar a su perra. El rabo le iba a una milla por minuto; ladeó la cabeza mientras lo miraba, sabía que algo estaba por pasar. Pablo dejó que le lamiera la cara.

    Una agitación insoportable escaló dentro de él y lo impulsó de la casa y calle abajo.

    DOS

    El libro se titulaba Hombre, solitario. Era una novela autobiográfica sobre lo que significa crecer como puertorriqueño en Nueva York, el embarque a una edad temprana en cargueros, las peleas en las húmedas selvas de Vietnam, las indagaciones como investigador privado en Nueva Jersey y luego el regreso a la isla caribeña donde había nacido.

    El New York Times, el New York Review of Books y otros críticos importantes lo ignoraron. Pero Harold  Borenstein,  un profesor de estudios étnicos en la Universidad de Rutgers, lanzó el libro al ámbito académico. Escribiendo en el trimestral, «Estudios de la ficción estadounidense moderna», Borenstein vio el trabajo de Ralph Camacho como «un vínculo moderno con El eterno viaje que explora los temas universales del viaje del héroe mitológico sobre el Mar Cósmico y el Retorno y el Renacimiento espiritual a través del reconocimiento de la conciencia colectiva de la propia raza».

    Ralph, cuyas credenciales académicas eran prácticamente nulas (un año de escuela nocturna en el City College), recibió varias ofertas de empleo como escritor en residencia. Pensó que las universidades se le acercaban para cubrir una cuota de profesores de la minoría. Luego llegó una oferta de trabajo de un decano de la Universidad de Puerto Rico, a cuyo hijo Ralph había ayudado a localizar cuando estaba en Investigaciones confidenciales. El muchacho se había «autosecuestrado» en su dormitorio universitario en Princeton y había enviado una nota de rescate desde el Taj Majal en Atlantic City.

    Le pidieron a Ralph que enseñara Estudios Nuyorriqueños, una materia nueva que trata sobre la diáspora puertorriqueña. Aunque las ofertas de las universidades estadounidenses pagaban más, Ralph decidió permanecer en su hogar ancestral para compartir sus experiencias con la próxima generación de probables exiliados.

    En clase leían La Odisea. Ralph esperaba que los estudiantes sintieran algún tipo de vínculo con sus propias vidas. Lo supieran o no, en una medida u otra, también era su historia. Ese día habían estado leyendo el episodio «Las rocas errantes».

    Muchos de los estudiantes habían estado deambulando de un lado a otro entre la isla y Estados Unidos durante la mayor parte de sus vidas, buscando llegar a casa, dondequiera que fuese, y tratando de maniobrar a través de sus propias Escila y Caribdis. Se divirtieron nombrando a cada una de las seis cabezas de Escila, que masticaban simultáneamente a las víctimas, poniéndoles nombres de policías, sacerdotes, monjas, traficantes, maestros, asesores escolares, propietarios, investigadores de bienestar social, jefes de sus padres.

    Por la noche, después de que su hija se acostara, Tere y Ralph compartieron una botella de cerveza y vieron las noticias en la televisión. Durante un informe sobre una «masacre» más que involucraba a bandas de narcotraficantes en un barrio de viviendas públicas,  Tere se quedó dormida en el sillón. Ralph la ayudó a acostarse y regresó al sillón, apagó el televisor y tomó La Odisea.

    Con la televisión apagada podía escuchar la música de jazz que provenía de la casa de Pablo al lado. Luego, el jazz se desvaneció y fue reemplazado por una estática fuerte y crepitante que pronto se mezcló con un estruendoso chirrido electrónico. El punk, grunge, heavy metal, o como sea que se llamara, vibró a través del suelo y le provocó ondas de choque en el cuerpo. Intentó seguir leyendo.

    Zeus bramó mientras lanzaba un rayo. Golpeó el casco. Nuestro barco giró dando círculos... nuestrobarcoviródandoungirocompleto... Todos mis hombres... Todosmishombres...olas alrededor... Todo.

    Mishombresenlasolasalrededorembarcacióninclinada. Zeusbramó...

    Sonidos titilantes, resonantes, pulsantes, vibrantes, pitantes, incorpóreos. ¡Dios! Ralph tiró el libro sobre el sillón. 

    Diana entró en la sala, pálida, sudorosa y asustada.

    —Soñé que mataban a Marilyn Manson —. Dijo con labios temblorosos. Las lágrimas le brotaron de sus ojos almendrados.

    Ralph la abrazó y luego la llevó a la habitación de Tere y de él.

    Tere estaba despierta.

    —¡Maldita sea, esa música!

    —No sé que le pasa a Pablo —, dijo Ralph—. Probablemente se desmayó y dejó la radio a todo volumen. Ya vuelvo.

    Diana se metió en la cama junto a su madre y Ralph bajó las escaleras para ir a la casa de Pablo al lado.

    Golpeó con fuerza el llamador de hierro contra la pesada puerta de madera. El chucho asomó la nariz entre los barrotes curvos de hierro de la ventana cerca de la puerta y ladró y gimió. Ralph gritó a través de la ventana. No obtuvo respuesta.

    Volvió a llamar. Estaba vez la puerta se abrió. Entró. La perra se agachó sobre sus dos patas delanteras y gruñó. Ralph fue hasta la radio y la apagó. La perra se le acercó y le lamió los zapatos. Luego se alejó a los saltos, gimiendo y subió corriendo las escaleras.

    Todas las luces de la planta baja estaban encendidas. Ralph fue hasta el pie de las escaleras y la llamó. La perra corrió escaleras abajo ladrando y gimiendo. Ralph la quiso acariciar, pero se le escapó. Sintió el dejo del aroma del aceite de cocina, el sofrito y el pollo.

    Un lienzo estaba apoyado sobre un caballete en la sala de estar. Otro autoretrato autocompasivo. Prefería las pinturas anteriores de Pablo, los paisajes o retratos de familiares, amigos y putas de la ciudad. Los dibujos que había hecho en Vietnam, antes de perderse, eran espléndidos.

    La perra corría como loca, gimiendo y ladrando furiosamente. Volvió a subir las escaleras y miró hacia atrás. Ralph la siguió. La perra arañó la puerta del baño.

    Cuando Ralph abrió la puerta, supo de inmediato lo que había dentro de la ducha. Podía ver la forma de un cuerpo detrás de la cortina plástica. Encendió la luz y corrió la cortina.

    El cuerpo estaba apoyado con las piernas estiradas, los brazos doblados por los codos y la cabeza inclinada hacia un lado. Tenía la garganta cortada.

    No era Pablo, gracias a Dios.

    Ralph examinó rápidamente los daños en las habitaciones del piso de arriba, con la perra ladrando y chillando detrás de él. Había sillas rotas y mesas dadas vuelta, lienzos rotos atravesados por maderas que sobresalían como huesos rotos a través de la piel y en el piso de una de las habitaciones había una pintura cortada. Pablo no estaba allí, ni vivo ni muerto. Ralph bajó las escaleras, cerró la puerta principal y se apresuró a caminar por la calle, tratando de recuperar el aliento.

    El aire estaba calmo. La luna brillaba sobre los adoquines azulados. Los gatos callejeros se frotaban contra los edificios, tocando cucarachas y lamiendo todo lo que encontraban.

    ¿Pablo sabría que había un hombre muerto en su ducha? ¿Él lo habría puesto ahí? Tenía que encontrar a su amigo y averiguarlo. Se lo debía.

    Ralph se dirigió por la calle Cristo hasta El Batey, el actual antro favorito de Pablo. El lugar olía a sudor, cerveza y cigarrillos. Apenas podía sentirse el aire acondicionado. Los Alcohólicos Unánimes habituales estaban allí, pero Pablo no.

    —¿Vino Pablo hoy?

    —No lo vi todavía. Probablemente esté haciendo las rondas.

    Ernesto, el camarero, le dio a Ralph la misma sonrisa relajada que había adoptado para no asustar a los clientes. Tenía la cara de un pirata amante de la diversión que ansiaba la siguiente ronda de saqueos y estragos. Tenía sus enormes brazos cubiertos de tatuajes desde el hombro hasta la muñeca.

    —¿Quieres pagar su cuenta?

    Jerry Smith estaba al otro extremo de la barra, junto a la caja registradora, masticando un puro y contando dinero. Miró con recelo los billetes que tocaba con el  pulgar en la barra, como si los billetes de diez y veinte se fueran a convertir en sencillos si apartaba los ojos de perlas de ellos.

    Ralph revisó algunos bares más en el vecindario y luego se dirigió a la zona costera.

    Las luces de neón del club Latin Quarters iluminaban la acera de rojo, azul y verde. La sala, del tamaño de un loft, estaba llena de marineros, turistas, lugareños y prostitutas en pantalones cortos. Los percusionistas de la banda de tambores metálicos con camisas de mosqueteros doradas retumbaban un calipso desde un escenario giratorio detrás de la gran barra circular.

    Ralph echó un vistazo por la barra y las mesas. No había señales de Pablo. Estaba a punto de irse cuando Lucy entró al club.

    Se sorprendió de verla ahí. Por lo general, trabajaba en la sección de clase alta de Condado, donde se alojaban los turistas. Llevaba un vestido negro hasta la rodilla, medias oscuras y tacones.

    —Ey, Lucy, ¿cómo va?

    Lucy sonrió cálidamente. Era, como siempre, una sonrisa de muchas capas: transparente, inquisitiva, astuta, sorprendida, expectante, incluso un poco tímida. Esta vez tenía una capa adicional: parecía algo nerviosa.

    —¿No haces más los hoteles?

    —Sí, pero es muy lento.

    —¿Puedo invitarte un trago?

    Lucy estudió a Ralph, como si éste fuera el primer encuentro entre ellos y nunca hubieran pasado tardes en la casa de Pablo jugando dominó o escuchando jazz o simplemente chismoseando y  Lucy no se hubiera puesto a leer y no hubiera tomado prestados libros de la biblioteca de Pablo. O como si estuviera viendo algo sobre él que nunca antes había notado. Asintió lentamente.

    Ralph la escoltó hasta una mesa en la esquina. Un camarero le trajo a Lucy un vodka con tónica y a Ralph una cerveza. Ralph miró el libro que Lucy llevaba en su pequeño bolso negro. Era un libro de bolsillo de «Crimen y Castigo».

    —Lectura pesada —, dijo Ralph.

    Lucy se encogió de hombros.

    —Está bueno. Me mantiene alejada del perico.

    —Rendición a través de sufrimiento. ¿Crees en eso?

    Lucy volvió a encogerse de hombros.

    —Ey, no me cuentes el final.

    —Por casualidad, no has visto a Pablo esta noche, ¿verdad?

    Lucy miró a Ralph fijamente, con curiosidad, como si buscara alguna esencia en su carácter. La movilidad inteligente de sus rasgos hacia que su rostro alargado y delgado, no particularmente bonito, fuera atractivo. Ella asintió.

    —Lo vi esta noche más temprano.

    —¿Sabes a dónde fue?

    —Sí, sé.

    Ralph esperó.

    —¿Por qué preguntas?

    —Porque tiene un problema y quiero ayudarlo.

    —Sí, se lo veía bastante alterado. Tenía sangre por toda la camisa y un corte bastante profundo en el brazo. Fuimos a una farmacia y lo ayudé a vendarse. Me preguntó si podía pasar la noche en mi apartamento. Le di las llaves.

    —Mira, puede que esté en grandes problemas. Creo que debería ir a hablar con él y averiguar qué pasó exactamente.

    —Me agrada mucho Pablo. Siempre ha sido muy amable conmigo —, dijo Lucy con una mirada recelosa.

    —Quiero ayudarlo —, repitió Ralph —. Es un buen amigo y creo que necesita mi ayuda. ¿Podrías darme tu dirección para que pueda ir a verlo?

    Lucy asintió lentamente.

    —Sí, está bien.

    Le escribió la dirección con el número de apartamento en una servilleta.

    —Tienes que pedirle al guardia de la puerta que lo llame.

    Un taxi que estaba afuera llevó a Ralph a la torre de apartamentos donde vivía Lucy en la avenida Ashford en el Condado. El condominio estaba frente a uno de los hoteles turísticos de lujo. Las palmeras se alineaban a ambos lados de la calle, sus hojas andrajosas se agitaban con la brisa, como si fueran peinados despeinados. Ralph fue hasta la pequeña caseta de vigilancia detrás de la puerta de metal. El guardia estaba en una silla giratoria, con la cabeza hacia atrás y la boca bien abierta, como un paciente en la silla de un dentista. Ralph lo despertó y le pidió que llamara al apartamento de  Lucy.

    —Ella no está —, dijo el guardia.

    —Ya lo sé, pero un amigo nuestro está ahí.

    El guardia lo miró con desconfianza.

    —Llame, por favor. Hablé con Lucy y me dijo que no había problema.

    El guardia respiró profundo y llamó al departamento.

    —Ocupado —, dijo.

    Ralph miró su reloj. Dos y media. El guardia se encogió de hombros. Parecía aliviado de que no contestaran el teléfono. Le ofreció un cigarrillo pero Ralph lo rechazó. Le pidió que intentara de nuevo. La línea seguía ocupada.

    Después de otro minuto, Ralph asintió levemente hacia el teléfono y el guardia marcó otra vez a regañadientes. Todavía ocupado.

    —Mire, puede que haya pasado algo ahí. ¿Podría dejarme subir al apartamento solo para comprobar?

    —Lo siento, caballero. No puedo hacer eso. Se supone que solo debemos abrirles la puerta a los residentes o a los visitantes que tienen permiso de los residentes. Si alguien se entera de

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