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Marionetas
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Libro electrónico322 páginas4 horas

Marionetas

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Schreber quiere volver a casa pero no puede. Las calles, las casas, todo desaparece, en su lugar solo ve figuras planas, falsas representaciones, y en quienes lo rodean no ve más que a indignos juguetes de un Dios Inferior. Paralizado por una enfermedad que no entiende, y que la mayoría del tiempo ni siquiera sabe que padece, no está en condiciones de enfrentar lo peor, pero lo peor le sigue sucediendo. Su familia se desintegra y los fantasmas del pasado lo atormentan. Pronto se encontrará atrapado en una institución que no sabe bien qué hacer con él, exigiendo ‒¿como un loco, con derecho?‒ ser enviado a casa o ser curado. Basada en la historia de Daniel Paul Schreber, prominente juez alemán de finales del siglo XIX y principios del XX, y uno de los casos de psicosis más famosos de la historia, estudiado por Freud y Lacan, Marionetas explora las profundidades de una mente perturbada en su intento por no confundir lo inconsciente con lo real, en esos días en que comenzaban a aflorar las raíces de los grandes males del siglo XX, la estructura psicológica del fascismo, el cáncer del antisemitismo y el abuso del poder institucional. Una novela luminosa y trágica, intensa y poética, sobre lo que significa ser humano.
"Si Marionetas es una neuronovela, entonces podría decirse que es la mejor neuronovela que se haya escrito […] Aunque trasciende cualquier categoría. Es simplemente una magnífica novela a secas, kafkiana en su fluidez pesadillesca y una demostración poderosa de la afirmación de Kant de que 'El loco es un soñador despierto'" (Literary Review). 

"Marionetas es sin duda inteligente, pero también maravillosamente sorprendente y vívida, algo nuevo" (The New York Times).

"Una voz en tercera persona pero muy cercana sitúa a Marionetas en un lugar inquietante […] En la realidad que Schreber vivió, los enfermos mentales eran juguetes del 'bien', los niños eran juguetes de los adultos, y las minorías eran juguetes del Estado. […] Pheby lo ilustra con compasión y sutileza; la posición híbrida del libro entre lo histórico y lo ficticio lo hace aún más potente" (The New York Times Book Review).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2023
ISBN9789874682796
Marionetas
Autor

Alex Pheby

ALEX PHEBY lives with his wife and two children in Scotland, and teaches at the University of Newcastle. Alex’s second novel, Playthings, was shortlisted for the 2016 Wellcome Book Prize. His third novel, Lucia, was joint winner of the 2019 Republic of Consciousness Prize. Mordew, the first book in the Cities of the Weft trilogy, was selected as a Book of the Year by The Guardian, The I, Tor.com and Locus.

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    Marionetas - Alex Pheby

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    Sobre Marionetas

    Schreber quiere volver a casa pero no puede. Las calles, las casas, todo desaparece, en su lugar solo ve figuras planas, falsas representaciones, y en quienes lo rodean no ve más que a indignos juguetes de un Dios Inferior. Paralizado por una enfermedad que no entiende, y que la mayoría del tiempo ni siquiera sabe que padece, no está en condiciones de enfrentar lo peor, pero lo peor le sigue sucediendo. Su familia se desintegra y los fantasmas del pasado lo atormentan. Pronto se encontrará atrapado en una institución que no sabe bien qué hacer con él, exigiendo ‒¿como un loco, con derecho?‒ ser enviado a casa o ser curado.

    Basada en la historia de Daniel Paul Schreber, prominente juez alemán de finales del siglo xix y principios del xx, y uno de los casos de psicosis más famosos de la historia, estudiado por Freud y Lacan, Marionetas explora las profundidades de una mente perturbada en su intento por no confundir lo inconsciente con lo real, en esos días en que comenzaban a aflorar las raíces de los grandes males del siglo xx, la estructura psicológica del fascismo, el cáncer del antisemitismo y el abuso del poder institucional.

    Una novela luminosa y trágica, intensa y poética, sobre lo que significa ser humano.

    Alex Pheby

    Alex Pheby

    Nació en Essex, Inglaterra, en 1970. Actualmente vive en Londres. Es director de Escritura creativa en la Universidad de Greenwich. Además de Marionetas (2015), es autor de las novelas Grace (2009) y Lucia (2019), por la cual acaba de recibir el prestigioso Republic Of Conciousness Prize For Small Presses, que celebra la ficción publicada por editoriales independientes.

    COMPAÑÍA NAVIERA ILIMITADA es una editorial que apuesta por la buena literatura, por las buenas historias bien contadas. Con la convicción de que los libros nos vuelven mejores y nos ayudan a soñar, a ver el mundo, y todos los mundos dentro de él, de otra manera. A pensar que un mundo diferente es posible.

    Los autores, editores, diseñadores, traductores, correctores, diagramadores, programadores, imprenteros, comerciales, administrativos y todos los demás que de alguna manera colaboramos para que los libros de Naviera lleguen a los lectores de la mejor forma ponemos mucho trabajo y amor.

    Tu apoyo es imprescindible.

    Seamos compañeros de viaje.

    Marionetas

    Alex Pheby

    Traducción de Martín Gambarotta

    Pheby, Alex

    Marionetas / Alex Pheby.

    1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Compañía Naviera Ilimitada, 2022.

    Libro digital, EPUB

    Archivo Digital: descarga y online

    Traducción de: Martín Gambarotta.

    ISBN 978-987-46827-9-6

    1. Literatura Inglesa. 2. Novelas. I. Gambarotta, Martín, trad. II. Título.

    CDD 823

    Título original: Playthings

    © Alex Pheby, 2015

    © Compañía Naviera Ilimitada editores, 2019, 2022

    © Martín Gambarotta, de la traducción (revisión de Francisco Almeida), 2019

    Diseño de tapa: Santiago Palazzesi / gostostudio.com

    Primera edición impresa: marzo de 2019

    Primera edición digital: abril de 2023

    ISBN de edición impresa: 978-987-46827-4-1

    ISBN de edición digital: 978-987-46827-9-6

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito del editor.

    Compañía Naviera Ilimitada editores

    Pje. Enrique Santos Discépolo 1862, 2º A

    (C1051AAB), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

    editorial@cianavierailimitada.com

    www.cianavierailimitada.com

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    Índice

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    XX

    XXI

    XXII

    XXIII

    XXIV

    XXV

    XXVI

    XXVII

    Para Emma

    Perturbado por una enfermedad inesperada, el ya retirado Senatspräsident de la Corte Suprema de Sajonia, Daniel Paul Schreber, último del gran linaje de los Schreber, experimenta el retorno de sentimientos y pensamientos que por mucho tiempo mantuvo a raya.

    I

    Cayó carbón por el vertedero y un rastro de negrura escapó escaleras arriba, hacia el pasillo. Schreber se detuvo. Enmarcado por el arco que daba a la sala de estar, tragó saliva y respiró hondo. Nada de qué preocuparse. En realidad, todo lo contrario. Un polvillo de carbón que se mezclaba con el aroma de las flores recién cortadas. La correspondencia dispuesta en abanico sobre la mesa del pasillo. Luz tenue. La niebla opaca de la grasa de panceta cocida más allá de la transparencia, hasta quedar humeante y chisporroteante. Cosas simples.

    Desde la cocina, escaleras abajo, llegaron los crujidos y chas­quidos de una sartén caliente que dejaban caer sobre una mesada. Perfectamente normal.

    Se enderezó.

    —¡Sabine! —gritó

    Schreber—.

    ¿Sabchen?

    Nada.

    Volvió sobre sus pasos y se asomó por la puerta que llevaba hacia abajo.

    —¡Cocinera! Querida mujer, ¿es tan importante?

    La cocinera respondió con su habitual aire de agraviada, articulando con claridad solo la mitad de las palabras para que debiera adivinarse la otra mitad. Algo acerca del almuerzo, el club, una promesa. Muy bien…

    —¡Sabine! ¡Te busca la cocinera!

    Nada.

    ¿Estaría dormida?

    Nada.

    Olfateó y fue por el pasillo hasta la puerta de la sala, que permanecía cerrada.

    No se oía a Sabine dentro. ¿No debería estar tarareando una canción? ¿O silbando? No se oía ni una cosa ni la otra. Tampoco sus ronquidos quedos. Giró la cabeza para acercar la oreja a la puerta y prestó atención.

    Pasaron treinta segundos.

    Nada.

    La cocinera maldijo: una cacerola díscola rebosaba de caldo hirviente. Junto al salón solo había silencio.

    ¿Debería abrir la puerta y entrar?

    Se alisó el chaleco.

    De acuerdo con algunos de sus conocidos, el dueño de casa tenía el derecho de entrar en cualquier habitación que quisiera. Sin embargo, otros

    —en

    especial los

    casados—

    sostenían que si a los maridos se les permitía andar por cualquier parte del hogar era solo a regañadientes, y que no debían osar entrar en una sala que sospecharan ocupada únicamente por su esposa, pues si esta no se encontraba ya en compañía de su marido, muy probablemente se debiera a que no quería estarlo.

    Se volvió, tosió y escuchó otra vez.

    Nada.

    En la pared que tenía enfrente había un retrato de su abuelo. Estaba pintado en tonos marrones y verdes y rojos apagados, deslucido por los años que llevaba colgado, gastado por el sol, casi perdido entre la mescolanza de naturalezas muertas y carteles teatrales. El abuelo se hallaba de pie, con una mano en el bolsillo del pecho y la otra apoyada en su escritorio. Schreber extendió la mano y limpió una línea de polvo en el marco del cuadro. Pobre abuelo.

    Lamió una punta de su pañuelo y la pasó con cuidado por la madera dorada. Cuando terminó volvió a mirar al anciano. Parecía haberse refugiado en el fondo del cuadro, dentro de la pared, como si el marco dorado y la grasa de panceta y el polvillo de carbón ofendieran su recato. A los pies del anciano estaba el padre de Schreber.

    Schreber alzó el mentón y olfateó. Un tic. Un observador tal vez lo recordara de cuando Schreber iba de su despacho a la sala del tribunal, o incluso de antes, cuando lo llevaban ante su padre en pantalones cortos, almidonados, con el dorso de las orejas coloradas de tanto lavarse y ardidas por el jabón.

    —¡Sabine! ¿Te has vuelto sorda, cariño? Te necesitan.

    Nada.

    ¿Debería arriesgarse? ¿Sabiendo exactamente cuál sería su respuesta si estaba ocupada?

    Suspiró y tosió sin moverse.

    Junto a su abuelo colgaba en la pared el padre de Sabine, Herr Behr, un tipo de hombre completamente distinto: de cara redonda y sonriente. Exuberante. Extravagante. Hasta en un aguafuerte desprendía un aire de vitalidad y energía. Era un aviso de un teatro de aquella misma ciudad, Dresde, para Das Gefängnis, y él, el actor principal, estaba de pie con la boca abierta, cantando. ¿Un poco ridículo? Tal vez.

    Schreber le dio la espalda y ahí estaba otra vez el picaporte de la puerta.

    —Sabchen —dijo.

    ¿Qué estaría haciendo allí dentro?

    Sintió un hormigueo en la nuca. Se le nubló la vista.

    Cansancio.

    Nada más.

    Era un día normal, como cualquier otro.

    Estaría tomando el té y ocupándose de sus asuntos, como antes él de los suyos, ambos distraídos por las obligaciones del día, los preparativos para la fiesta, las noticias. Si la cocinera necesitaba algo, ¿qué más daba? ¡Siempre tan exigente! ¿No era su deber atenderlos a ellos? ¡Cualquiera creería que era al revés! No debería pensar en molestar a Sabine por el pedido de aquella mujer. La encontraría dentro perfectamente bien, y ella se irritaría con él. Era insensible y desconsiderado. Ella se lo había dicho muchas veces, ¿y encima venía a molestarla? ¡Qué tontería! Sabine tendría cientos de cosas sobre la mesa

    —tarjetas,

    servilletas y servilleteros de

    hueso—

    y estaría tan absorta tomando decisiones sobre esto y lo otro —cosas que escapaban a la comprensión de los

    maridos—

    que esperar una respuesta, incluso si lo escuchaba, era ridículo. ¡Una necedad absoluta! Si girara el picaporte y abriera la puerta, la vería de pie, inclinada sobre la mesa como un general, moviendo sus tropas por el mapa. Cuando él la llamara por su nombre, se daría vuelta para mirarlo y tendría la mandíbula apretada y el ceño fruncido. Sí. Se vería obligado a disculparse.

    Pero ¿por qué había tanto silencio?

    —¡Sabine!

    Nada.

    Hizo ademán de girar el picaporte, pero, cuando intentó hacerlo, su mano aferró el metal con tanta fuerza que se le marcaron los nudillos, como si quisieran atravesarle la piel.

    ¿Y si…? Contuvo la idea, soltó el picaporte y se llevó la mano a la cintura, luego al chaleco, y alisó la curva firme y redonda que el paso de los años y la buena mano de la cocinera para la pastelería habían formado entre ellos. ¡No seas un viejo tonto! Era un día común. ¡Calma! Muy poco sueño y demasiada leche en el desayuno. No había nada que temer en este sitio. Su hogar. ¿No lo había constatado mil veces todos los días? Pestañeó y resopló y alisó y para cuando quiso acordarse su mano avanzaba de nuevo por el aire, hacia el picaporte.

    —¡Sabine! ¿Qué estás haciendo, querida?

    ¿Qué más daba que los ruidos de la calle no fuesen convincentes, que parecieran teatrales? ¿Qué más daba que las paredes parecieran delgadas, construidas con yeso de París? ¿No estaba también el periódico junto a la correspondencia? ¿No estaba Bülow, al que se habían llevado inconsciente del Reichtag? ¿Las veinte invitaciones de más que la muchacha había encargado neciamente a la imprenta, inútiles salvo para tomar notas, pues fecha y hora estaban clarísimas al frente? ¿No estaban las cosas en su lugar? ¿Las flores? ¿Los telegramas de las amigas de Sabine, aceptando la invitación? Si los cuadros estaban arreglados de una manera u otra, ¿qué más daba? Oía a la cocinera ocupada abajo. Oía su irritación en los golpes y estruendos de las sartenes. ¿No compensaba eso lo extraña que era la situación? ¡Claro que sí!

    Resopló y pestañeó y se enderezó y buscó el picaporte.

    —¡Disculpe!

    —dijo

    una voz detrás de él.

    Schreber saltó como picado por una avispa.

    Era la cocinera. Una mujer baja y gorda con grandes manos rojas como las de un ferretero, que hacía muecas y miraba de soslayo al hablar.

    —No quiero molestarlo, señor

    —dijo.

    —¿Qué es ese ruido?

    —¿A qué se refiere, señor?

    —En la cocina. Si usted está aquí arriba, ¿qué es ese ruido abajo?

    Por un momento, la cocinera no dijo nada. Se quedó mirándolo por el rabillo del ojo. ¿Buscaba algo? ¿Había detectado señales de alarma? ¿Podía ver lo que él solo presentía, las sensaciones siniestras que se cernían sobre la casa? ¿O era simplemente lerda, como tantas mujeres de su tipo?

    Al final, la cocinera respondió.

    —Es la muchacha, señor. Sarah.

    Por supuesto. Schreber asintió despacio y, cuando vio la suspicacia en la expresión de la cocinera, hizo todo lo posible por sonreír.

    —Por supuesto… la muchacha. Qué ruidosa, ¿no? Pues bien, usted dirá…

    La cocinera se miró los pies.

    —Lo siento mucho, señor, pero lo cierto es que necesito que me den una confirmación lo antes posible: ¿usted y la señora almuerzan aquí o van a comer afuera? No quiero insistir, pero es que la señora no respondió a mis consultas anteriores, así que, en fin, no sé a quién más preguntarle.

    A lo largo de muchos años de ansiedad y servicio, la cocinera se había frotado el frente del delantal de lino hasta dejarlo liso y brilloso, y eso hacía ahora. Schreber se quedó mirándola con una sonrisa, sin hablar, hasta que ella le devolvió la mirada: Sabine habría pensado que lo hacía con un poco de imprudencia, una muestra de descaro y hosquedad provocada por la actitud demasiado amable que adoptaba su marido ante los empleados. Demasiado complaciente. Demasiado culposa. Pero, si el señor tenía sus peculiaridades, no era asunto de ellos.

    Schreber no podía imaginar qué decirle a la mujer. Tiró de los puños de su camisa hasta que asomaron la medida justa por las mangas del saco. Tragó saliva. Se pellizcó con el pulgar y el índice de la mano derecha el centro exacto de los bigotes y luego separó dedo y pulgar, alisándolos. La cocinera esperaba y se frotaba el delantal y miraba escaleras abajo en dirección a la cocina cada pocos segundos, cada vez que el ruido de una tapa o un olor a quemado capturaban su atención. Schreber tosió y resopló y se enderezó.

    —Sí, tiene usted razón, almorzaremos aquí, gracias

    —dijo.

    Eso debería haber sido todo, pero la tonta mujer continuó.

    —Muy bien, señor… es solo que la señora dijo que me lo iba a hacer saber esta mañana, para encargar las cosas y tener tiempo de preparar y demás, pero al final no me dijo nada, y me dio a entender que a lo mejor usted almorzaba en el club, así que habrá que arreglarse con carne fría y pan porque tengo el horno repleto con lo de esta noche, vio, para los invitados. ¿Le parece aceptable el pollo de ayer? Es que el cordero se echó a perder por el calor de la estufa, porque tuve que dejarla encendida anoche para arrancar temprano, vio, porque estamos solas yo y la muchacha, y usted no quiso que trajera a mi hermana como le había pedido.

    Schreber hizo un movimiento de cabeza que no negaba ni asentía, y que no hubiera podido explicar ni obligado. Al principio, la cocinera vaciló y se quedó mirándolo, pero al cabo de un momento, cuando sus palabras se disolvieron en la nada, y el gesto de Schreber empezó a borrarse en su memoria, pareció satisfecha y dio media vuelta y regresó abajo.

    Schreber dejó caer los hombros.

    —¿Sabine?

    Nada.

    Una vez, Schreber había ido a la cocina por un recado y había encontrado a la cocinera de rodillas fregando las baldosas del piso. Sus faldas se habían levantado por detrás y se le veía una de las piernas, casi hasta la rodilla. Schreber sabía que no debía aprovecharse de su desarreglo, pero no pudo evitar mirar. En su piel serpenteaban venas azules que nacían cerca de sus tobillos. Cada vena tenía el espesor del dedo de un niño y crecían y se enroscaban bajo las faldas.

    Como muchas veces, Schreber recordó esas serpientes azules mientras seguía parado afuera de la sala, con una mano en el picaporte. Un ruido, un zumbido, entró en su cabeza como convocado por la memoria, y con él un pensamiento: que la cocinera era madre y que había dado a luz a muchos niños. Esas eran las marcas legítimas que llevaban las mujeres como ella. Pero no se oía nada. ¿Una pequeña trampa? Descartó la idea y pensó en otra cosa: su pipa, antes de dormir, encendida y tibia en la palma de su mano. El cobre frío del picaporte. Algo sólido. Una defensa contra su vieja enfermedad, contra los sueños de maternidad y muerte y el devenir de las cosas. De Dios y las mujeres. Pensamientos uterinos. Posó la mano en el picaporte y abrió la puerta.

    La habitación

    —la

    parte

    visible—

    estaba como siempre: la ventana en saliente con un banco, la amplia mesa de madera de cerezo con un arreglo de jacintos en un jarrón azul y blanco. La cómoda espejada y los cristales. Los adornos de su amada esposa, comprados en pequeñas tiendas en las callejuelas de cientos de pueblos sajones durante cientos de alegres excursiones y atesorados aquí: perros de porcelana, molinos de vidrio perfectamente diminutos, siluetas y camafeos. Era la habitación de Sabine. Incluso Fridoline tenía prohibido entrar aquí, y la criada no podía pasar ni siquiera el plumero. Aquí, Sabine se encerraba a tocar el piano con tranquilidad, o ensayaba la letra de obras teatrales que nunca volvería a interpretar. Aquí, se inclinaba para hablar en susurros con sus amigas chillonas que siempre sabían, al parecer, cuándo Schreber pisaba el pasillo, pues el volumen de sus conversaciones descendía mientras cambiaban de tema, para hablar de asuntos sin importancia.

    Todo era como siempre.

    Un poco diferente…

    No había sonido alguno, salvo el que se colaba por la ventana. Nadie tocaba una opereta en el piano con una mano mientras la otra volteaba las páginas. No se oía el crujir de flores secas al salirse de los libros de papel amarillento sujetados con una prensa. Solo un hombre afuera y su caballo. Gritando órdenes que se ignoraban. El reticente golpeteo de las herraduras contra los adoquines de la calle.

    Con dos pasos firmes, las piernas rectas, Schreber entró en la habitación y, cuando asimiló la escena, vio a Sabine en el suelo con la cabeza junto a una mesita. Sus piernas estaban dispuestas como si corriera, aun estando quieta.

    Schreber no se movió. Al contrario, se quedó mirándola e inclinó la cabeza hacia un lado, como haría un perro. De ese modo intentaba comprender qué veía. Resopló y tosió y se enderezó.

    Sabine yacía ahí, con las faldas subidas, como una bailarina de cancán que las hubiera levantado de una patada. Tenía los brazos extendidos, las manos ávidas, como si buscara algo en el suelo. Trataba de alcanzar su collar: el prendedor de esmeralda de su abuela. Él lo había llevado al joyero, un eslavo, que aun así tenía buena reputación, y que había sido de lo más atento. Primero había engarzado la joya en una cadena de oro con grandes eslabones llamativos y luego en una más pequeña de plata, ambas con el mismo broche, de manera que se podía llevar prendido al pecho y, también, si así se deseaba, en torno al cuello. El mecanismo no impedía prenderlo en el pecho, ni dejar que colgara recto como un dije, y todo por un precio muy razonable. Había sido un regalo de aniversario, entre otros, un símbolo de su amor y aprecio por el matrimonio, aunque desgraciadamente sin hijos. Ella cargaba con la incompetencia, seis veces había fallado, pero aun así la amaba. La amaba a pesar de sus malhumores, ¡sabiéndose mucho peor! Mandó arreglar el prendedor como una muestra de aprecio, por las penas y dolores de su mujer y por las preocupaciones que él le había hecho pasar. Lo había encontrado en una caja de cosas olvidadas y arrumbadas. Ella nunca preguntó por las circunstancias en que había vuelto a descubrirlo, y a él le pareció más considerado omitir los detalles. Lo importante, en cualquier caso, era que había encontrado el broche y que lo había hecho modificar, sabiendo que su esposa prefería las joyas colgantes a las demás. Cuando se lo dio, ella lloró como pocas veces la había visto hacerlo, porque le había sido devuelto y por la bondad que él había mostrado.

    Ahora, el prendedor yacía en el suelo delante de ella. Sabine tenía la boca abierta, al igual que los ojos, y, al mirarla más de cerca, Schreber notó que, aunque tendida en el piso, estaba consciente. Parpadeaba y hacía pequeños movimientos: temblores de las manos y las piernas. Se le tensaban y aflojaban los labios.

    Finalmente, Schreber se adelantó, se arrodilló frente a ella y le posó la mano suavemente sobre la mejilla.

    Dijo:

    —Mi amor… —por mucho que esperó, ella no respondió.

    Hubo un grito.

    La cocinera otra vez, ahora en la puerta, con un plato tapado en las manos, el de los dibujos de frutas: ciruelas, manzanas y frutos del bosque. El plato se le cayó, estalló en el suelo y desparramó un cadáver de pollo entre los fragmentos. En lugar de limpiar el desastre, la tonta se quedó mirando, cubriéndose la boca ancha y muda con una mano. Entonces, otra mujer, una muchacha

    —la

    criada—,

    entró corriendo a ver qué era todo ese revuelo. Esta muchacha —una chica lista, gorda y vivaz— de inmediato supo qué debía hacerse allí donde sus mayores permanecían inmóviles como estatuas.

    —Voy a buscar al doctor, está en la otra cuadra

    —dijo

    y salió corriendo.

    Schreber levantó a su esposa, el torso al menos, de modo que el cuerpo se elevó mientras las piernas quedaron como estaban. La sostuvo contra su pecho, cerca del corazón, el aliento de Sabine agitaba el pañuelo en el bolsillo de su saco, todavía manchado por

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