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Los días
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Libro electrónico111 páginas1 hora

Los días

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Ya nadie confía en el otro, ni espera que un desconocido le entregue un poco de amor. Casi todos dan el mundo por perdido. Después de dos meses encerrado en su apartamento, negado al contacto con el exterior, Marcelo, joven negro y gordo de un barrio habanero, se dispone a salir y mezclarse con la gente. Le incomoda hacerlo, pues le repugnan la vanidad, el egoísmo y el desprecio que reinan en el mundo; sin embargo, no tiene otra opción que exponerse. Al pisar la calle, descubre que soplan vientos fuertes.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento6 sept 2016
ISBN9781635031508
Los días
Autor

Hugo Rivalta

Hugo Rivalta Castro (1970, La Habana, Cuba). Graduado en Guión en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños; y de Dirección de Medios Audiovisuales en el Instituto Superior de Arte de Cuba. Guionista de profesión. Varios de sus guiones han sido producidos por la Televisión Cubana. Co-guionista de la premiada Serie de dibujos animados “Pubertad”, producida por los Estudios de Animación del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos. En producción su segunda Serie de televisión para jóvenes y adolescentes, “Las Cabras.” Actualmente escribe su segunda novela.

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    Los días - Hugo Rivalta

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    En su sueño, tenía una vida perfecta en un pueblito de vecinos amigables y frías temperaturas, tal vez en las afueras de Glasgow; viviendo en una casa rústica, bien acondicionada, con un par de hijas, una mujer hermosa, y salmón fresco cada día en su plato.

    Al despertar, se sintió molesto consigo por su regreso al mundo real, se negó a abrir los ojos. Sin ganas de empezar el día refunfuñó en voz baja y dio mil vueltas en la cama, intentando dormirse otra vez. Después de un rato se dio cuenta que intentaba un imposible. Volvió a refunfuñar y finalmente abrió los ojos. Enredó la mirada entre la oscuridad del cuarto y sintió una intensa dejadez, un deseo ansiado de pasar el día allí, encerrado en su cuarto, sobre la cama, de espaldas a la gente y su mundo cruel.

    Tras largos minutos atrapado en sus pensamientos, comprendió que era inútil seguir; mejor se levantaba de una vez y le daba el frente al día; a fin de cuentas, estaba obligado. Dejó la cama molesto, sin encender la luz fue al escaparate y agarró unas ropas cualquiera; se vistió, se calzó su par de tenis y abandonó la habitación.

    El ventanal de la sala estaba cerrado, pero un poco de luz se filtraba por las persianas entreabiertas, dejando ver el reguero reinante. Se fijó en las dos butacas y el sofá, fuera de lugar. Encima del televisor advirtió un vaso junto a cuatro cds de música; sobre una mesa de caoba desplazada hacia un rincón, una botella plástica con jugo de naranja. En el multimueble, junto al viejo equipo de sonido, una botella de licor casi terminada. Recordó que había pasado el fin de semana entre el sofá y el mármol frío del piso, escuchando su música vieja, bebiendo jugo y licor; sin mirar televisión ni escuchar radio, aislado por completo del mundo exterior.

    La cocina al igual que la sala era un desastre. Desparramados sobre la meseta el sartén y las cazuelas; hundidos en el fregadero, cubiertos, vasos y platos con restos de líquidos turbios y sobras de comida. Aquel desarreglo de cosas en la sala y la cocina no le molestaba, tampoco el ambiente de su cuarto.

    El dormitorio era una habitación reducida con muebles grandes mal ubicados; el inmenso escaparate de caoba pegado a la única ventana robaba espacio, aire y luz; la cama, larga y ancha, colocada en el centro de la habitación, tenía a un lado un butacón gigante forrado con gamuza verde oscura, y al otro lado una cómoda de seis gavetas con un espejo desgastado. Esos muebles y la mesa de cedro que, sostenía una lamparita, eran un montón de madera vieja y oscura que convertía aquel cuarto pequeño, poco ventilado y escaso de luz, en un lugar casi imposible para el descanso. Sin embargo, a Marcelo le gustaba decirse que su casa era un anárquico revoltijo, sin orden ni color, porque la vida era igual, un caos desordenado y renegrido. ¿Por qué crear armonía aquí dentro?, ―gruñía a cada rato―; si cuando sales a la calle sólo encuentras la barbarie en las almas de la gente. Nunca encontraba razones para ordenar las cosas, animar su casa y darle luz. El mundo es feo, egoísta y cruel, crearse en la casa una vida de ensueño es vivir cobijado en la mentira.

    Del refrigerador cogió un pedazo de boniato hervido que quedaba en un plato y se lo comió. El hambre no se calmaba, sin embargo, no tenía otra cosa que comer. Se bebió un vaso de agua y salió de la cocina. Atravesó la sala y se detuvo frente al televisor, lo encendió; no obstante no se sentó frente al aparato ni se atrevió a subir el volumen. A cada rato se preguntaba por qué seguía ese equipo en su sala, y no lo vendía de una vez; y es que en realidad no le gustaba mirar la televisión, con su gente divertida, noticias falsas, y las películas de actrices flacuchas hasta la ridiculez, con vestimenta extravagante y maquillaje perfecto. Televisión, cine, periódicos y revistas, espectáculo grosero de farándula y política barata, donde las luces ocultan el rostro de un mundo perverso; ―así se dijo rabioso y cambió varias veces de canal, queriendo reafirmar su teoría.

    Sin embargo, para su sorpresa, se dio cuenta de que en todos los canales veía lo mismo; presentadores de televisión sonrientes, informando sobre algún suceso feliz, o personas en distintas partes del mundo, respondiendo sonrientes a las preguntas de agradables reporteros. No vio noticias terribles sobre las guerras del medio Oriente, o de algún tiroteo escalofriante en una calle o escuela de Norteamérica; tampoco vio imágenes ensangrentadas de un aeropuerto, un estadio o una discoteca, resultado de la acción de algún grupo terrorista. No vio protestas de enfermeras, maestros, campesinos o mineros de la América Latina. No pudo encontrar en la pantalla los rostros del hambre y la insalubridad, en las aldeas del África negra. Tampoco vio en las plazas de Europa, enormes marchas en contra del racismo, o en favor de los derechos de mujeres, homosexuales y refugiados.

    Aunque confundido por esta ausencia de conflictos, apagó el televisor. Le molestaban las caras felices de aquellos conductores de programas, y los rostros coquetos de esos reporteros que se acercaban a la gente haciéndola reír. Le molestaba la gente feliz y sus sonrisas. La risa se le antojaba un gesto vacío, superficial, o más aún, una expresión irresponsable en medio de ese mundo insano y despiadado.

    Fue al baño y se cepilló; tenía las encías rosadas y los dientes blanquitos, haciendo contraste con su cara negra y redonda, de expresión infantil, a pesar de sus casi treinta años. Regresó al cuarto y de la cómoda agarró su cartera, un recorte de periódico con ofertas laborales, y el poco dinero que le quedaba. Lo echó todo en el bolsillo y salió.

    Cerró la puerta del apartamento y atravesó el pasillo. Mientras bajaba las escaleras pensó angustiado que no era bueno ir a la calle y mezclarse una vez más con la burla de la gente. Recordó que dos meses atrás había dejado su puesto en una brigada de obreros que, trataban con las aguas negras de la ciudad. Su abandono de aquella plaza no había sido por el bajo salario, ni porque el trabajo consistiera en arreglar tuberías embarradas de mierda y suciedades; la causa horrible, el motivo real de su renuncia al trabajo y el contacto con la gente, había sido la burla y el desprecio. Para los otros, ―vecinos, compañeros de trabajo y el resto de los conocidos―, él no era más que un negro gordo cualquiera, que trabajaba entre mierda y suciedades y mal vivía en un horrible apartamento. Un día, cansado de las burlas y los estrabismos que no lo advertían, decidió alejarse del mundo. Soy un mísero obrero que manipula inmundicias, pero también merezco respeto y amor. Entonces corrió a refugiarse entre sus cuatro paredes, y estuvo así durante dos meses, distante de todo. Nada más salía para hacer pequeñas compras de alimentos, y en esos ratos odiosos en los que enfrentaba al mundo, procuraba no cruzar la vista con nadie, ni decir ni una palabra.

    En esas ocho semanas encerrado en su casa, lejos de la gente, había sido feliz. Para alcanzar la felicidad no necesitaba mucho, sólo su música y comida. En cuanto a la música, el asunto lo tenía resuelto; desde hacía años cuidaba como un tesoro cuatro discos y una memoria usb, repletos con sonidos y viejos videos musicales de James Brown, KC & The Sunshine Band, Earth wind and fire, George Clinton, Sly and the family stone y otras estrellas negras del funk.

    Aunque Marcelo no bailaba con esos sonidos y frases picantes, si disfrutaba escuchando esa música, herencia de sus padres difuntos. Para él, representaba la música de siempre, exquisita, repleta de gratos recuerdos familiares, como esas tardes de domingo en que sus padres pasaban horas, cantando y bailando en la sala, al compás de los sonidos del funk.

    En cuanto a la comida, ―tema complejo por el alto precio y su sempiterna escasez de dinero―, había resuelto el problema con dos platos diarios a base de arroz, boniato hervido y baratas croquetas de pescado. Acompañaba sus comidas con una jarra enorme de agua con azúcar negra. Aunque le gustaba todo tipo de platos, incluidas las exquisiteces, ―langosta, salmón, cordero, y en especial los postres a base de helado, flan, o natilla―, con ese barato menú de arroz, croquetas y boniato, ahorraba su dinero para prolongar su encierro, en vez de dilapidarlo comprando pescado, carnes o vegetales, productos carísimos en el mercado.

    Mientras

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