Con el alma en un rincón
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Padre de cinco y con veintitrés años de casado, muere en un trágico accidente. Su familia está destrozada. No hubo despedida, ni perdón posible. Ahora, es testigo de todo lo que pasa a su alrededor y es forzado a revivir eventos de su vida que lo marcaron para siempre. Un sobre que olvidó entregar a su mujer antes de morir es crucial para la sobrevivencia de una de sus hijas y tendrá que vérselas con innumerables obstáculos para lograr su cometido de salvarla. Pero de ese lado, y de éste, existen fuerzas que no descansarán hasta verle fracasar.
Apasionante y sorprendente de principio a fin, Con el alma en un rincón parte de la visión de una vida ordinaria a la cual la muerte transforma en una increíble aventura de amor y redención.
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Con el alma en un rincón - J. J. Padilla Romo
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© J.J. Padilla Romo
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1181-215-3
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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Lo menos frecuente en este mundo es vivir.
La mayoría de la gente solo existe.
Oscar Wilde.
Para mi esposa y mis hijos, quienes son la fuente
de toda inspiración que he tenido.
J. J. Padilla Romo.
Prólogo
¿A qué he venido a este mundo? La pregunta es toral. Sin embargo, poquísimas personas se cuestionan profundamente su significado. Sí, todos nosotros en algún momento de nuestra vida nos hemos hecho esa misma pregunta.
Aun así, pocas, muy pocas personas realmente consiguen darle un verdadero significado a su vida, la mayoría simplemente existe.
Si cuestionamos al respecto a cien individuos elegidos al azar, muy seguramente, un aproximado del 80 % contestará que para ser feliz. Pero quien responde así es porque realmente no lo es, porque no sabe con exactitud qué significa serlo, o porque simple y sencillamente desde su perspectiva no lo ha sido nunca. Porque ¿qué es la felicidad a final de cuentas? ¿Realmente la buscamos? Por lo menos eso nos gusta creer.
Vivir significa existir, si existimos luego somos lo que somos, y si somos quienes somos es porque hemos nacido bajo ciertas circunstancias, las cuales no han sido elegidas por nosotros. A esto lo llamaré determinismo. Pero de lo que sí somos responsables es de las elecciones que tomamos, y a esto lo llamaré libre albedrío. Es muy simple. Pongamos un ejemplo. Al jugar al póker, nos entregan cinco cartas al azar, luego entonces, la mano que nos toca es el determinismo. La manera de jugar y las decisiones que tomamos resultarán en qué tan bien nos irá en el juego, y esto entonces es el libre albedrío. En el póker, estadísticamente, les va mejor a quienes han jugado miles de partidas, ya que toman las decisiones correctas en base a la experiencia adquirida a lo largo de los años.
Pero en la vida, el Gran Juego, desgraciadamente, las decisiones más importantes, las que de verdad influirán en nuestro éxito o nuestro fracaso como individuos, por circunstancias que no discutiré ahora, por lo general, se toman solo una vez, sin experiencia alguna, cuando aún somos muy jóvenes. Claro, por supuesto que se puede rectificar después, pero las primeras decisiones influyen decisivamente.
Y cuando somos jóvenes, tenemos a la mano la experiencia de los adultos más cercanos, los que más se interesan en nosotros. Los que más nos quieren. Nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros maestros. Pero este cúmulo de sabiduría, generalmente, lo desechamos con singular desdén. Si aprendiéramos a escuchar, si ese joven orgullo se permitiera permearse con las enseñanzas de los «viejos», mucha gente andaría mejor por la vida, o por lo menos no tan perdida.
Aun así, la felicidad no está ni siquiera en las decisiones que tomamos, aunque ayudan. Se encuentra en el territorio más insospechado. Dentro de nosotros mismos. Y precisamente, nuestro interior es la parte que menos exploramos durante nuestra corta y fugaz existencia.
Sólo unos cuantos, cuando han comprendido que la felicidad no está en el exterior, sino en esa brillante y exquisita luz que todos por el simple hecho de ser humanos portamos dentro, podrán acercarse un poco, solamente un poco, a ese concepto utópico y maravilloso.
Para esos pocos va este relato…
J. J. Padilla Romo.
I
Abro los ojos. Pero no estoy aquí, estoy allá, y me miro con extrañeza, como sólo quien se encuentra en una forma etérea e inmaterial podría mirarse. No sé qué es lo que sucede, mi mente está en blanco, como quien despierta de un gran letargo, como quien ha tenido una noche de insomnio prolongada y vuelve a dormir con la angustia de no saber si vuelve a despertar o no. Pero estoy despierto y, aun así, no entiendo nada. Y sin embargo duermo.
Estoy allí, macilento, en esa plancha fría, en esa habitación sobrecogedoramente vacía. Me veo y no siento nada, tal vez, tan solo una abrumadora paz, como quien observa un suceso que no tiene absolutamente nada que ver consigo mismo, como quien se aleja poco a poco en un tren con un destino incierto en una mañana lluviosa. Y me alejo lentamente, flotando sobre mi cuerpo, disfrutando de esa sensación extraña y algo embriagadora de por primera vez no sentir los estragos de la gravedad.
Una tenue y fría luz blanca ilumina todo el cuarto, y yo, en el centro, desnudo, cubierto únicamente con una sábana de un mortecino color azul. Mi cara es inexpresiva, mi párpado y mi pómulo izquierdos están hinchados y de un color púrpura intenso, en mi frente se nota un corte transversal profundo, mi nariz se curva un poco en el centro, y un hilillo de sangre seca se asoma por uno de sus orificios. La imagen me congela. Podría jurar que hace unos instantes me había visto allí mismo, impertérrito, pero inmaculado, y la imagen actual me perturba.
De pronto me asalta un sentimiento de angustia, como si de un mazazo se tratara. Una fuerza descomunal me acerca espeluznantemente cerca de mi semblante mortal. Me veo y no quiero verme, no puedo cerrar mis ojos, algo sobrenatural me obliga a observar. Y entonces sucede. Los recuerdos acuden con una velocidad pasmosa, pero no en orden cronológico, sino aleatoriamente. Algo parecido al vértigo envuelve todo mi ser, de pronto, en un instante, se detienen y puedo ver con intensidad los últimos momentos de mi vida corporal. Tengo cuarenta y siete años, y estoy muerto.
Viene a mí una escena. La última. Segundos, milésimas de segundo, un golpe sordo, el crujir del metal, el sonido de cristales rotos y ese olor a podredumbre y gasolina lo inundan todo, el mundo se detiene. Un tremendo dolor en la frente, en el pecho y en mi costado izquierdo me hacen perder el sentido, mi nariz está rota. Y después nada.
Inmediatamente después, otra escena. Como si de un archivo de video donde se puede adelantar y retrasar las imágenes se tratara, yendo de atrás hacia adelante y en sentido contrario como buscando el instante correcto que debo observar, pero a una velocidad increíblemente abrumadora. De pronto, se detiene. El sutil aroma del café recién tostado y el murmullo del lugar, el cuchicheo de la gente, el tintineo de los cubiertos al chocar entre sí. Qué tranquilizador ambiente. ¡Cómo me gustaba esa sensación de tener a mi alcance una buena comida, el saberme atendido y poder disfrutar de unos momentos de buena compañía! Veo toda clase de personas, el lugar se encuentra abarrotado, una pareja sonriendo y sorbiendo a su vez una buena taza de chocolate caliente, en otra mesa, un hombre calvo de unos cincuenta y tantos, leyendo el periódico con la seriedad de quien se encuentra ensimismado al realizar la cotidiana faena de enterarse de los acontecimientos locales, o tal vez buscando trabajo en los anuncios clasificados. A mi lado dos mesas vacías, pulcramente acomodadas con el servilletero y los frasquitos de sal y pimienta en la misma posición, como si el mesero tuviera conciencia de que deben orientarse hacia el norte magnético. Qué curioso. Yo, que nunca fui demasiado observador, ahora puedo detallar con punto y coma la escenografía.
Es muy confuso; por un lado, puedo observarme allí en ese lugar y percibo todo lo que sucede a mi alrededor; y por el otro, al mismo tiempo, estoy allí sentado.
Una servilleta en el suelo detrás de una de las sillas, el trajín de la cocina y el sonido de la máquina registradora o el golpecillo metálico de unas monedas cayendo al piso, el abrir y cerrar de las puertas y el ajetreo de los meseros afanándose en atender rápidamente las mesas que les corresponden.
Pero no estoy tranquilo, el nerviosismo me domina, siento la ansiedad de quien espera al pelotón de fusilamiento. Levanto la mano para llamar la atención de una mesera, la señorita asiente con la cabeza, pero se distrae con un comensal que al parecer reclama por un platillo frío.
He llegado cinco minutos antes, puntual como siempre, como compulsivamente siempre lo hacía, odiaba la impuntualidad, siempre pensé que quienes tienen una cita y llegan tarde cometen una imperdonable falta de respeto a sí mismos y a quien los espera. Ordeno un café americano. Me lo sirven y lo preparo como era mi costumbre: dos sobrecitos de azúcar de dieta, los cuales debía abrir juntos, vaciarlos de igual manera en la taza y después meter los trozos de papel arrancados en los mismos sobrecillos. Qué manía, siempre igual. Revuelvo la mezcla y acomodo la cucharita en posición vertical, la servilleta de tela blanca sobre mis muslos. Quince minutos y nada. Comienzo a enfurecerme. Sólo he dado un par de sorbos al café y ya está frío.
De espaldas a la entrada del establecimiento, me duele el cuello de tanto voltear. La veo llegar, al fin, hermosa como siempre, esos ojos grandes y castaños, y esa melena color caoba siempre me roban la calma, sus pómulos redondos y su boca pequeña hacen perfecta sincronía con esa nariz ancha y grande que le da un aire de superioridad, esos inconfundibles lentes oscuros y grandes que le gustan tanto y que acrecientan su porte, de lo cual ella es muy consciente y lo aprovecha sin pudor alguno. Eligió para la ocasión un vestido café chocolate de una sola pieza, el cual resalta muy bien su figura. Aunque no es muy alta, es de amplias caderas y de pechos grandes sin llegar a ser voluptuosos, cuando se lo propone sabe lucir de una manera espectacular. Al parecer en esta ocasión pensó que sería buena idea ponerme los nervios de punta.
Impuntual, como siempre. Es perfectamente consciente de que me molesta, y aun así lo hace. Su expresión burlona y su mirada imperturbable me causan unas inmensas ganas de estrangularla, pero su sola presencia me disuade de lo contrario.
En diciembre cumpliríamos 24 años de casados y ahora parecemos dos extraños que acaban de conocerse. Un frío beso en la mejilla y un cortísimo «hola», para después sentarse en la silla frente a mí, como si quisiera poner distancia de alguien que no le agrada en absoluto, y vaya que se nota. Separados desde hace poco más de un mes, mi salida de casa la ha puesto furiosa. Es de las que piensan que no importa si el vivir juntos se ha vuelto un infierno, el matrimonio es para siempre. Yo no pienso lo mismo, se ha vuelto insoportable, cada momento cerca de ella me ahoga, me mantiene en un sopor que me vuelve loco, aun así, su larga sombra me sigue a donde quiera que yo vaya.
Y, sin embargo, aún la amo. Pero qué significa amar si no se puede respirar después de todo.
Nuestros cinco hijos han sufrido de igual manera nuestros problemas, nuestras constantes discusiones y la manera tan poco sutil de pelear frente a ellos. Especialmente los dos mayores. Diego acaba de cumplir veintidós y Cristina diecisiete. Diego, más noble y preocupado, trataba de mediar entre los dos sin muchos resultados. Eso lo sumía en una depresión profunda que cubría ocupando casi todo su tiempo en los videojuegos, olvidándose casi por completo de sus obligaciones universitarias. Cristina solo se mostraba taciturna y furiosa todo el tiempo. Las otras tres niñas: María Clara, de ocho; Carola, de trece; y Carla, de catorce años, hacían como si nada pasara, pero, aunque aparentemente se entretenían en sus deberes escolares, de vez en cuando me las encontraba llorando cuando pensaban que nadie las veía. Eso me rompía el alma. Y me enfurecía conmigo mismo… y con ella.
Como si algún poder superior estuviera jugando conmigo, vuelvo a ser arrancado y, con la misma fuerza sobrecogedora, regreso de nuevo a donde comencé. Cuán abrumadora es esta soledad, qué vacío tan perfecto. Siempre pensé que morir sería un proceso difícil, algo parecido a zambullirse en una alberca olímpica sin saber nadar, esperando que alguien ofrezca una mano salvadora en el mismo instante en que se pierde la conciencia, pero aquí no hay nada ni nadie que pueda salvarme. O tal vez todo lo contrario, que fuera ese mítico aro de luz que te va succionando poco a poco al compás de una música celestial y tranquilizadora. Nada más alejado de la realidad. Aquí solo hay silencio, y un silencio insoportable.
De repente, sin aviso alguno, otra escena. Camino por la calle, no me veo a mí mismo, volteo hacia abajo y veo mis piernas, son cortas y pequeñas, mis zapatos son un par de escolares con las medias blancas a media pantorrilla, visto un short con bolsas azul marino y una camisa blanca de botones. Por momentos troto y brinco como solía hacerlo de muy niño. Tengo ocho años y me siento feliz. Mi madre me ha enviado a la papelería a por una libreta de raya tipo italiano que me han solicitado en la escuela, de esas rectangulares que son más anchas que largas y que vienen con tres grapas que mantienen unidas las hojas a las tapas que a su vez son de un cartón un poco más grueso que el papel regular. Para mí aún no existen preocupaciones. Es un día soleado y con pocas nubes, el aroma de las tenerías inunda el ambiente, vivo en uno de los barrios más antiguos e industriosos de mi ciudad, mi padre dice que ese aroma es el del dinero.
De mi casa a la papelería son solo un par de cuadras, en ese tiempo se respiraba tranquilidad, no había motivos para temer peligros andando en la calle, la gente iba y venía, los niños jugaban en el parque que servía de atrio de la iglesia de la colonia, los comerciantes atienden sus negocios, por todos lados se observa el movimiento y el aroma de los puestos de comida se deja sentir. Tengo el impulso de gastarme las monedas que me han dado para comprar la libreta en uno de esos deliciosos elotes cocidos a los que insertan un palito de madera y que embadurnan con mayonesa, y que luego sazonan con queso rallado y chile en polvo del que no pica, pero solo de pensar en la tunda que me darían al llegar a casa si regreso sin lo que he ido a buscar se me quitan las ganas. Las campanas repican llamando a la misa de las seis de la tarde.
Llego a la papelería y me atiende el dueño; su esposa, que siempre estaba con él, se encontraba ausente, ni un solo cliente más, solo él y yo. Él es un hombre ya entrado en sus cincuenta y, según supe después, sacristán de la Parroquia del Señor de la Salud, por cierto, nunca pudo tener hijos con su esposa, la cual es una mujer menudita y muy amable que siempre me regala un caramelo de esos que tiene en un jarroncito de cristal en el mostrador. Ese día no recibiría ninguna golosina.
Don Chabelo, que así lo llaman, me recibe con una amplia sonrisa y pregunta qué necesito. Se lo digo. Por respuesta recibo que hay distintos tipos de libretas y que necesita mostrármelas para que yo elija la que quiera, pero que están en la parte de atrás, que son de muchos tipos y que no es posible traerlas todas al frente de la tienda. Inocente, acepto.
Detrás del mostrador hay tres filas de estanterías llenas de artículos muy bien acomodados que me deslumbran; a esa edad, los paquetes de hojas en colores pastel, las plastilinas de diversas consistencias, los sacapuntas, y toda clase de lápices y crayones son como la alegría en forma física. Me muestra un par de libretas muy coloridas y, al estar admirando las bonitas portadas, de pronto noto cuando él se coloca detrás de mí, se agacha y con ambas manos me toma por la cintura atrayéndome hacia sí. Yo inmediatamente tiro asustado lo que traigo en las manos. Por puro impulso intento zafarme de su abrazo, pero él es demasiado fuerte y no puedo evitarlo. Por instantes que parecen horas ni un alma entra en la tienda. Presa del pánico, miro hacia el mostrador suplicando que alguien entre. Intento gritar, pero no puedo, de mi garganta no sale ni un solo sonido. Es como si mi garganta hubiera olvidado por un instante cómo articular sonido alguno. Desesperado, me sacudo para soltarme, él continúa presionándome contra su cuerpo. Es entonces cuando siento en mis nalgas que algo duro se yergue, el pánico se apodera de mí, me siento morir, en mi infantil cabeza percibo de alguna manera inexplicable el enorme peligro en el que me encuentro, no puedo describirlo de otra manera. Comienzo a llorar, todo mi mundo se reduce a este momento, a ese mismo instante. Nunca en mi corta vida me había sentido tan vulnerable, tan indefenso, jamás había sentido el primario impulso de defenderme. Comienzo a patalear con todas mis fuerzas hasta que no sé de qué forma logro golpearlo en una de sus rodillas y es cuando por fin me soltó. Entonces corro. Corro con todas mis fuerzas. Corro sin sentir mis piernas, sólo sé que necesito alejarme de allí.
No se lo conté a nadie, ni siquiera a mi madre. Me siento tan avergonzado que decido que eso no ha sucedido y que no volverá a sucederme jamás. Desconozco cuántas horas pasé escondido en el clóset de la recámara más apartada de mi casa hasta que por fin me venció el sueño.
Mis hijos. ¿Qué estarán pensando mis hijos? ¿Qué estarán sintiendo? ¿Por qué no puedo moverme de aquí? ¿Por qué no puedo verlos, abrazarlos, decirles cuánto los amo y cuánto me pesa el haberlos dejado? Hasta este momento no había reparado en ellos. Desde el primer instante en que tomé conciencia de mi muerte hasta ahora no había pensado en ellos. Pobres.
María Clara estará intentando entender qué significa eso de que su papá no regresará jamás. ¿Qué es eso a lo que llaman muerte?, la razón por la que su amor más grande no vaya a escucharla más cuando todas las tardes abra la reja y ella salga corriendo a abrazarlo como si fuera la primera vez que lo ve. Mi niña pequeña. A mis otros hijos no los disfruté tanto como la disfruté a ella. No por falta de ganas, sino por esa estúpida falta de tiempo que mucha gente menciona. Los padres creemos que el trabajo y el descanso están por sobre todas las cosas, que satisfaciendo