No quiero morir
Por Carlos Valtierra
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Carlos Valtierra Hernández es un médico exitoso que disfruta ejercer su profesión.
Él ha aprendido a lidiar con la muerte todos los días al tratar a sus pacientes, sin embargo, se encuentra en una situación vulnerable al enfermarse de COVID 19.
Desde ese momento se da cuenta de que está solo en el mundo y enfrenta a su soledad con di
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No quiero morir - Carlos Valtierra
CAPÍTULO UNO: El limbo
No quiero morir, no aún, no así. Nadie debe morir de esta terrible manera; es cierto que todos moriremos algún día, sin embargo, no tiene que ser así. Esta no puede ser la voluntad de Dios. Hay mucha saña en esta forma inhumana de morir. ¿Será que Dios me está poniendo a prueba y yo debo resistir estoicamente sin siquiera protestar? Creo que mientras viví fui una buena persona, no fui un religioso empedernido, pero cuando pude ayudar, ayudé, no lastimé a nadie con plena conciencia, no era mi costumbre pelear con nadie ni causar conflictos, era respetuoso de las ideas de los demás. Siempre viví mi vida a plenitud, como a mí me gustaba y también dejé vivir. Hasta el último minuto de mi vida estoy obrando bien, así como debe vivir un buen cristiano que se dice bien nacido y agradecido de lo mucho o lo poco que ha recibido en nombre de Dios, de la naturaleza y de la humanidad. Por principio de cuentas no dañar a los demás, era mi manera constante de pensar.
No, yo no puedo creer que esto sea un castigo mandado por Dios, ¿Castigo por qué? Sería muy injusto. Siempre me porté bien, cumplí con los diez mandamientos, así como Dios manda. También fui caritativo doné algunas veces a casas hogar y también algunas otras a asilos de ancianos.
Aunque, ahora pensándolo un poco mejor y con más calma voy recordando, y sí, sí pequé. Hubo momentos mientras vivía, no durante toda mi vida, pero sí hubo muchos instantes en los que algún pecado capital, se me atravesó y lo abracé, lo hice mío: Gula, pereza, avaricia, soberbia, lujuria, ira y envidia. No en ese orden de tiempo, ni de importancia, pero creo que no me falto ninguno de ellos por vivir y además los disfruté plenamente, no me arrepiento de ninguno de ellos. Entonces, tal vez sí merezco morir, como todos, nadie en el mundo es perfecto, pero…
…¿Por qué ahora? ¿Por qué así?
Traté, de verdad que traté de quedarme en este mundo, traté de no dejar abandonado a mi cuerpo, ahí tirado en esa cama de hospital, frío, marmóreo, maloliente de tanto jadear y jadear; pero no, no fue suficiente mi esfuerzo, ya estaba yo muy acostumbrado a respirar, tanto que cuando ya no pude jalar más aire, nomás ya no me quedó de otra, al verme sin opciones me dejé morir, me quedé sin ánimo ni fuerzas para luchar.
Dicen los afortunados que han vuelto del más allá después de haber muerto por un instante, que en ese preciso momento, en el punto exacto de partir al cielo o al infierno, según corresponda, la vida pasa muy rápido ante ti, como una película en cámara rápida; yo nada más pude ver una luz brillante, intensa, una luz que me dio miedo y al mismo tiempo me dio calma, una luz que me deslumbró y al mismo tiempo me permitía ver, una luz que me dejó sin voluntad propia y me llamaba; me sentí atraído, pero yo no la quise seguir, me rehusé, no era miedo, solo era que yo tenía todavía muchas ganas de vivir, yo me quería quedar en este mundo que me hace sufrir y también me hace llorar, pero me agrada, y me ha permitido hacer una y mil locuras, me dejó vivir como yo quería, me gusta estar este planeta donde he sido feliz.
Y entonces, sin esperarlo, de la nada empezaron los susurros, escuché muy de cerca el sonido de las voces entrecortadas, oí los agudos pitidos intermitentes y constantes de los aparatos médicos que me aturdían y no me dejaban concentrar. Por un momento me sentí desorientado.
En ese momento los vi, todos parecían apurados, estaban arremolinados, muy ocupados a mi alrededor, coordinados atendiendo a mi cuerpo inerte, puedo ver como alguien, no sé si doctor o doctora, ya envueltos en sus batas y con sus máscaras de protección no se puede distinguir la fisonomía de las caras ni siquiera había diferencia en la forma de sus cuerpos. El hecho es que alguien, hábilmente me está picando con una aguja larga y gruesa debajo de la clavícula derecha para ponerme un suero, pero no sentí nada, no me dolió. La jeringa que tiene en la mano casi se llena de inmediato con sangre oscura, es demasiado espesa, aunque yo estaba convencido que debía ser de color rojo brillante. Luego esa persona continúo introduciendo un alambre largo por la aguja hasta detectar un par de brincos en la línea verde de electrocardiografía que cruzaba de lado a lado la pantalla del monitor, la guía de alambre entró fácil, como abriendo brecha, como haciendo el camino más ancho para un catéter plástico muy flexible que inserto cuidadosamente después. En seguida, la vi conectar un par de sueros pequeños que ya estaban listos, colgados en el tripié esperando su turno para actuar y entrar en acción, parecían ser muy importantes e insignificantes a la vez.
En algún lugar de la gran habitación compartida de este hospital público, muy arriba, cerca del techo, estaba yo, sin cuerpo, flotando expectante, desde allí me podía ver a mí mismo, inmóvil postrado en una cama de hospital, no era una imagen agradable, era más bien una imagen deplorable, estoy seguro de que he tenido momentos mejores. Pienso en las posibilidades de porque me ocurre esto, no encuentro una explicación científica que me satisfaga. No logro entender como es esto posible. Había leído muchas teorías de lo que pasa después de la muerte, pero esta situación no se parece a ninguna.
—Inicia norepinefrina en infusión a cero punto cero ocho microgramos kilo minuto. —Dijo la doctora que me había picado, mientras conectaba un equipo de infusión y le daba iniciar a la bomba volumétrica. La solución del suero empezó a caer gota a gota, muy lento.
Curiosamente, ahora puedo escuchar mejor que cuando estaba vivo. Por el tono dulce de su voz, me puedo dar cuenta enseguida que es una doctora. Y en mi cabecera puedo ver que permanece de pie un doctor pegando una tela adhesiva a mis resecas y pálidas mejillas para fijar un tubo orotraqueal de plástico transparente que sale de mi boca, y lo conecta a una manguera corrugada que a su vez se encuentra pegada a una máquina manejada por el técnico de inhaloterapia. Es un ventilador mecánico de traslado, un respirador color azul pastel con vivos blancos y letras negras, muy gracioso, es como un pequeño robot colorido sacado de una caricatura de ciencia-ficción. No es el ideal, pero, es el que hay, y funciona, eso lo convierte en el mejor para mí, en ese momento.
—Ponle una fracción inspirada de oxígeno al cien por ciento e incrementa la frecuencia respiratoria a veinte respiraciones por minuto en lo que sube la saturación. Ponle PEEP de diez centímetros de agua. —Ordenó el doctor.
—Listo, el ventilador ya está ciclando, funciona bien. —Contestó el técnico.
—Bien, esperemos un poco, tiene que mejorar su saturación de oxígeno.
Mientras, un poco más abajo, alguien, tal vez una enfermera, o un médico interno me está poniendo una sonda Foley, de esas que sirven para orinar. Otra vez no siento nada, ninguna molestia, pero solo de ver lo que me hacen me pongo de malas, se puede ver en la bolsa de recolección la orina concentrada que indica deshidratación.
—¡Eeeh! déjenme en paz, no quiero eso por ahí. Ten cuidado. Protesté malhumorado, pero nadie me escucha. No tengo masa ni densidad, no tengo voz, pero estoy aquí, mirando impotente cada grotesca invasión que le hacen a mi cuerpo desnudo, que permanece quieto, desprotegido.
El monitor del desfibrilador del carro de paro que está a un lado de mi cama muestra bradicardia sinusal, pero con la frecuencia cardíaca subiendo lentamente, por efecto de los medicamentos, hasta quedarse en sesenta latidos por minuto, el pitido nítido, rítmico y constante por alguna razón, me hace sentir bien, me reconforta, me parece un sonido conocido, la escena me comienza a parecer familiar.
—Vamos doctor échele ganas. Usted puede lograrlo. —Decían todos, mientras repartían sus miradas entre los datos en el monitor y mi cara, como buscando respuestas inmediatas. Sin embargo, mi cuerpo no responde, se mantiene impávido, ni un solo gesto, sin ninguna reacción, ni buena ni mala, como muerto.
Ahora comienzo a entender mi situación real, estoy enterándome de quien era yo cuando estaba vivo. Yo era un doctor. ¿O soy doctor? Sí claro, si el trazo electrocardiográfico que se registra en el monitor es detectado por los cables pegados a mi pecho, es porque aún estoy vivo, todavía hay esperanza.
—Gracias, gracias a todos, no quiero morir. Ayúdenme, no se detengan. —Ahora entiendo que no me están torturando, me están ayudando, todo es por mi bien. No me escuchan, no saben que estoy aquí mirándolos atento, pero mi agradecimiento es sincero.
Desafortunadamente, la saturación de oxígeno no sube a más de setenta por ciento, necesito tiempo para que el oxígeno pueda llegar en cantidad suficiente a todos los tejidos, aun a los más alejados del corazón. Mi presión arterial se mantiene noventa sobre cincuenta milímetros de mercurio es algo baja pero suficiente por el momento. Me recupero bien del efecto inicial de los medicamentos que me administraron para dormirme antes de la intubación orotraqueal, pero se requiere incrementar un poco más la presión arterial media para mejorar la perfusión de oxígeno a los tejidos que ya están sufriendo por falta de el oxígeno necesario para funcionar.
Uno a uno fui reconociendo a quienes estaban participando en el esfuerzo para mantenerme un día más o unas horas más con vida, primero identifiqué a la Doctora Sofía Alcántara, una destacada Médico Internista, joven, profesional y responsable como nadie. En algún tiempo, no hace mucho, fuimos muy cercanos; después, el Doctor Carlos Núñez, mi tocayo, cuantas veces le reñí forjando su carácter, cuantas veces le exigí, siempre quise sacar lo mejor de él cuando estaba cursando el programa académico de la especialidad en anestesiología, y lo logró, no solo cumplió, superó por mucho las expectativas de todos los médicos en el servicio. Es uno de esos excelentes y valiosos médicos que aparecen de vez en cuando, un real garbanzo de a libra. Hoy por hoy es más que un alumno confiable, hoy es un gran compañero, se ha convertido en el mejor anestesiólogo del hospital. Él superó a sus maestros, nos superó a todos.
Me reconforta saber que son ellos quienes me atienden, me siento muy seguro, estoy confiado, pienso en que tendré la mejor atención disponible. Aunque de cualquier manera tal vez muera, tal vez la atención oportuna y adecuada que me están otorgando no sea suficiente para regresarme a la vida. Nadie puede garantizar un resultado positivo en esta situación, pero estoy seguro de que se hará lo mejor posible. Estoy en buenas manos, aceptaré mi destino, sea cual sea el resultado.
Hace pocos minutos, me dijeron lo que yo le dije tantas veces a tantos pacientes: le vamos a poner medicamentos que lo van a ayudar a dormir, respire profundo por favor, degluta su saliva, cierre sus ojos, duérmase tranquilo, aquí lo vamos a cuidar. Yo siempre había cumplido en forma religiosa esa sincera promesa; hasta hace unas cuantas semanas, cuando todo empezó a ser distinto y tuvimos que adaptarnos a la nueva circunstancia y nos enfrentamos a una nueva amenaza.
Desde la década de los ochentas con la aparición del Virus de Inmunodeficiencia Humana, ninguna enfermedad nueva había causado tanto temor en el ámbito médico y científico en general. El Sars-Cov2 llego y cambió nuestras costumbres, nuestra vida personal, social y profesional. Cambió todo en nuestro mundo.
Todo ocurrió muy rápido, estamos aprendiendo sobre la marcha, la información científica se modifica día a día y en ocasiones es contradictoria, se experimentan tratamientos nuevos y viejos para tratar al COVID-19, sin encontrar los resultados que satisfagan las necesidades de los pacientes, hasta el momento no hay cura. Solo damos soporte y cada cuerpo decide si quiere y puede resistir, de acuerdo con sus propias condiciones.
En la pared, arriba de la cabecera, veo pintado un letrero pequeño en color verde y blanco con el número que le corresponde a mi cama, es la número 337. Es una cama en un pabellón de seis, en otros tiempos, tal vez, tendría el privilegio de estar hospitalizado en una habitación individual, con baño propio, pero son los tiempos terribles de COVID-19. No puede ni debe haber privilegios para nadie. De hecho, estar ahí dentro con todos ya es un privilegio, cada cama de hospital es más valiosa que hace seis meses.
En la cama siguiente, debería estar Doña Águeda, en la cama 338. La busco insistente y obsesivo con la mirada y no la encuentro, ella ya no está ahí, su cama está vacía. Me produce angustia no saber en dónde se encuentra. ¿Estará segura en su casa, riendo divertida con las ocurrencias de sus nietos? ¿Acaso falleció? No quiero pensar en ello, quiero ser positivo, quiero pensar que se ha salvado, es verdad que estaba muy grave la última vez que la vi, pero tenía la esperanza de que al final, ella estaría bien.
Doña Águeda es una mujer mayor, su mirar es fuerte y apacible da confianza, aunque se siente inquisidora. A ella los golpes de la vida le han enseñado a conocer a las personas con solo mirarlas a los ojos. Es una de esas mujeres de antes, mujer del