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El peso de mi vida… y un poquito más
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El peso de mi vida… y un poquito más
Libro electrónico303 páginas4 horas

El peso de mi vida… y un poquito más

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Información de este libro electrónico

A sus 35 años, Adriana despierta en un hospital en la ciudad de México. Tras una operación en la que le extirparon un tumor canceroso, su exitosa vida de viajes, ropa, trabajos directivos y glamour son puestos en jaque. ¿Será acaso que su vida es solo una apariencia?  La protagonista no se ha dado cuenta que ha construido u
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 abr 2022
ISBN9786074107517
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    El peso de mi vida… y un poquito más - Adriana Arrazola Lara

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    El peso de mi vida... y un poquito más

    Adriana Arrazola Lara

    Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático".

    El peso de mi vida … y un poquito más

    © 2022 Adriana Arrazola Lara

    © 2022 Innovación Editorial Lagares de México, S.A. de C.V.

    Gladiolas 225

    Col. La Florida

    Naucalpan, Estado de México

    C.P. 53160

    Teléfono: (55) 5240- 1295 al 98

    Email: editor@lagares.com.mx

    Twitter: @LagaresMexico

    Facebook: facebook.com/LagaresMexico

    Instagram: instagram.com/lagaresmexico

    Cuidado Editorial: Rosaura Rodríguez Aguilera

    Diseño de portada: Jacqueline Hernández Rodríguez:

    ISBN Electrónico: 978-607-410-751-7

    Primera edición: abril, 2022

    Prólogo

    Esta es la historia de una mujer con hambre de libertad.

    Un hambre que pronto, en su vida, identificó que podía satisfacer viajando, aunque en cada viaje siempre faltaba algo para sentirse totalmente libre.

    A través de anécdotas, paisajes y culturas, Adrix nos demuestra que vayamos a donde vayamos, siempre nos llevamos a nosotros mismos, y que por ello, la máxima libertad no se alcanza estando en el punto más remoto del planeta, sino comprendiendo y abrazando los puntos más remotos de nosotros mismos.

    ¿Qué es lo que realmente nos hace libres? En cada parada de su viaje, Adrix descubre ese algo que hacía falta: aceptarse tal como es, sentirse en paz con su cuerpo, dejar de juzgar sus conductas y mejor comprenderlas y aprender de ellas…

    Ahí está la máxima expansión. En abrazar todo lo que somos con aceptación, compasión y amor. En la libertad de decir: este es mi cuerpo y no está aquí para complacerles, está aquí para mí, para ser el sostén y compañero que me permite recorrer el mundo.

    En ese sentido, este es un libro de viajes. Pero no solo de viajes por países y geografías. Es un libro de viajes a la infancia y a los recuerdos más significativos. Un viaje con destinos dolorosos y alegres. Un viaje a través de la piel, de las curvas, los pliegues y las sensaciones. Es un viaje donde la mochila se deshace una y otra vez, para sacar lo que ya no funciona y solo pesa. Una oportunidad para aprender a andar más ligero.

    En el viaje de Adrix, como en el de muchas personas, hay un componente esencial: la comida.

    La comida es la gran compañera de viaje. No importando en qué punto del mundo se encuentren, Adrix y la comida logran encontrarse. La comida es un ancla. Está ahí siempre: fiel, dispuesta e incondicional. Ha estado en momentos de gozo, de angustia y de soledad. Ha sido fuente de conexión y desconexión. Búsqueda de amor y pertenencia. Identidad.

    Este es un recorrido que no ha llegado a su punto final, porque la relación con la comida y el cuerpo es dinámica, como la vida misma. No podemos saber dónde ni cómo culminará este viaje, lo que sí es garantía, es que con cada recorrido a nuestro interior, ganaremos sabiduría, libertad… y un poquito más.

    Ana Arizmendi

    Ciudad de México, junio 2021

    Inicio al gozo… y un poquito más

    El viaje de la vida nunca es en línea recta y el punto de partida no define ni el camino ni el rumbo.

    La capacidad de cambiar nuestro destino siempre está latente. Solo tienes que atreverte a escuchar a tu voz interior, ésa que el mundo nos obliga a callar para darle volumen a las de otros, y después actuar conforme a la guía que te señala.

    Estar gorda en un mundo gordofóbico fue mi pecado, en el que, como muchas otras, purgué la condena de sentirme inadecuada, hacer dieta tras dieta e intentar a toda costa achicar el tamaño de mi cuerpo.

    Por años seguí ese camino, hasta que descubrí que había otras formas y tomé la decisión de darle un giro distinto al que se esperaba de mí, a mi destino.

    En mi caso, la ruta de transformación fue capitaneada por los kilos extras, pero sin importar quién vaya liderando la tuya, aquí encontrarás señales que te permitirán ir en la dirección de la aceptación y la confianza personal.

    En este libro narro mi travesía, ésa, que sin cambiar la forma de mi cuerpo, me llevó al Gozo, literal y metafóricamente.

    Adriana Arrazola Lara

    Ciudad de México, enero de 2022

    Ciudad de México

    México — 2004 — 35 años

    —Adriana, ¿me escuchas? Despierta, soy yo, el doctor Mario.

    Intento regresar de un sueño profundo. Apenas puedo abrir los ojos, no siento mi cuerpo y a lo lejos escucho una voz que dice:

    —Terminó la operación. Encontramos un tumor canceroso que quitamos junto con el ovario izquierdo. Esperaremos unos días hasta recibir los resultados de las biopsias. Ya le avisamos a tu familia.

    La noticia me despertó de golpe. Luego, escuché de nuevo esa voz:

    —¿Entendiste lo que te acabo de decir?

    Miré al doctor Mario a los ojos y asentí. Me sentía profundamente enojada, a tal grado que me negaba a emitir palabra alguna.

    —Estarás todavía un rato en recuperación —agregó con voz grave— y después te subiremos a tu cuarto.

    Volví a asentir. Mi cuerpo no respondía y opté por seguir en silencio, recordando con claridad la maldita petición que le hice al universo años atrás. Desde pequeña, el cáncer había sido una constante en mi familia paterna. Éste se había llevado a la tía Mary, la más joven y divertida de los hermanos de papá. Tras su partida, todos quedamos devastados. También en ese entonces, la tía Helen luchaba contra esa terrible enfermedad.

    En algún punto álgido de crisis pensé que si eso pasaba en la familia de papá, habría muchas probabilidades de que nos pasara a las Arrazolas —como nos gusta llamarnos a mis tres hermanas y a mí—. De hecho, a mis veintitantos años, en un instante de estúpida superioridad disfrazada de fortaleza, pensé: Diosito, si nos va a pasar, que sea a mí. No creo que ninguna de mis hermanas pueda soportarlo.

    A mis 35 años se me concedió esa petición. Sola, en mi camilla, pensaba en lo imbécil que había sido. Me sentía tan llena de rabia que ni siquiera podía decir: ¿Por qué a mí?.

    —Señorita, ya venimos por usted para llevarla a su habitación —dijo un camillero de veintitantos años que sonreía ajeno a mi tragedia.

    Casi no recuerdo cómo me sacaron de ahí. Solo tengo muy presente que al abrirse la puerta del elevador, la primera cara familiar en aparecer fue la de mi tía Helen.

    —Mija, si yo pude con esto, tú también.

    A ella le siguió mi hermana San, quien al ver mi rostro, solo comentó:

    —No te enojes.

    Ella sabía bien de lo que hablaba, porque seis meses antes había estado a punto de morir tras una operación mal realizada de un bypass gástrico, y después de tres meses de lucha constante, había logrado salir adelante.

    Al ver el terror en la cara de mis padres y hermanas, me enojé más. Esa noche no emití palabra alguna. Me negué a hablar a manera de protesta por lo que me estaba pasando.

    Corría el año 2004, y en ese entonces, sentía que ya la había hecho en la vida. Tenía un puesto directivo en una empresa internacional, un buen salario, mi propio departamento en una buena colonia de la Ciudad de México y coche del año. Viajaba por el mundo viviendo la ilusión de la mujer libre, todopoderosa y dueña de su cuerpo, esa que se vale sola y no necesita a nadie. Ese sueño se vio interrumpido un mes antes cuando comencé a tener un malestar en el estómago. Al principio pensé que era una molestia habitual, provocada por llevar un estilo de vida estresante, mala alimentación, alcohol y cigarros. De inicio, como muchas otras veces, ignoré a mi cuerpo; no obstante, por alguna razón que desconozco y agradezco, esta vez hice algo distinto.

    Debido a que el malestar no cedía, acudí a consulta con el doctor de la familia. En el consultorio todo era risas y plática sin sentido, hasta que al tocar mi bajo vientre su rostro cambió por completo. Fue tan obvio, que en ese segundo supe que había encontrado algo grave y que mi vida estaba por cambiar. El médico me prescribió varios estudios que realicé con prontitud. Al regresar con los resultados, el diagnóstico fue que tenía algo en los ovarios que no se veía con claridad, y que me tenía que operar lo más pronto posible para quitarme todo junto con la matriz. De inmediato mi certeza de no querer hijos se puso en jaque. Salí de ahí con otra receta para más estudios y una fecha tentativa de intervención quirúrgica.

    En la soledad de mi casa, sentí cómo mi mundo colapsaba y mi cabeza explotaba con preguntas que estaban retando mi propia existencia: ¿En verdad soy libre?, ¿puedo hacer esto sola?, ¿para qué me sirve todo lo que tengo en situaciones como ésta?.

    Al principio no compartí esa información con nadie. Necesitaba acomodarla en mi mente, antes de que al revelarla, se volviera una realidad. En la siguiente consulta con mi terapeuta expresé mis dudas, y llorando, me derrumbé y reconocí que tenía miedo. Los recuerdos de ese día y hasta la operación, son vagos. Me realicé un montón de estudios y consulté a varios doctores, quienes coincidieron en que no había un diagnóstico concluyente y que habría que operar de inmediato para descubrirlo.

    Una de esas mañanas me levanté muy temprano. Antes del amanecer, salí de casa rumbo al laboratorio. Llovía a cántaros; las calles de esta inmensa metrópoli, siempre llenas, lucían más solas que nunca. Y ahí, en medio de la penumbra, pude reconocer mi propia oscuridad. Mi existencia, que al exterior lucía glamorosa, era una pantalla. Me cuestioné al punto de dudar si cuando lloraba lo hacía por el tumor o porque esa situación develaba la realidad de mi vida.

    Me estaba enfrentando a la desolación que vivía en secreto a diario, una paradoja estando en la quinta ciudad más poblada del mundo. Había 21 millones de almas y yo no lograba conectar con ninguna.

    Tenía un trabajo exitoso, lujos, viajes… pero casi todos los días después de salir de la oficina, me iba a casa sintiéndome miserable. Luego, al llegar a mi hogar, me encerraba a ver televisión y a atragantarme una o varias bolsas grandes de papas fritas, acompañadas de litros de refresco… esos atracones se repetían día tras día hasta quedarme dormida.

    Los Ángeles

    Estados Unidos – 1973 – 4 años

    Llevaba tanto tiempo llorando que me estaba quedando sin fuerzas. Llorar cansa, y hacerlo acompañado de gritos y pataleo, es devastador. No podía creer lo que mamá me obligaba a hacer. ¿Qué se pensaba? ¿Cómo me iba a meter en la boca de una ballena?.

    Mi abuela Ana me abrazaba con fuerza e intentaba consolarme.

    —Adrita, —como me acostumbraba llamar— no te va a pasar nada.

    Cuando cierro los ojos, aún hoy recuerdo su olor a rosas, su sonrisa franca y amable, las palabras tiernas que acompañaban sus largos abrazos cálidos, los cuales me han hecho mucha falta a lo largo de mi vida adulta.

    No podía entender los motivos por los que mi madre me impulsaba a hacer algo tan riesgoso. Mi miedo era insuperable. Esa era una ballena muy grande, imponente; podía verle todos sus dientes, y el chorro de agua que salía expulsado a toda velocidad de su orificio nasal del lomo, daba miedo. De aquí no me muevo. Mejor que me dejen sola y que este gigante las devore a ellas.

    Era mi primer viaje internacional. Papá nos había pagado a las cuatro hermanas, con mamá y abue, el viaje a Disneylandia, en la ciudad de Anaheim, Los Ángeles.

    En ese entonces tenía cuatro años, así que por mi corta edad, recuerdo poco del viaje… pero de la ballena no me olvido.

    Ante mis ojos, la gran estructura metálica, representativa del enorme mamífero lucía, tan real como la había visto en la película de Pinocho. Al final, lograron que me montara en el barquito de la atracción.

    Esa experiencia no sumaba elementos positivos a mi imagen dentro de la familia.

    Y para colmo, al día siguiente, cuando fuimos al parque de diversiones Knott’s Berry Farm, se subió un ladrón en la carreta del viejo oeste en la que íbamos —como parte del montaje de un espectáculo—, y con pistola en mano, le pidió a mamá su bolsa. Ese susto me llevó a la cama con calentura. Por tal motivo, me perdí de varios días de parques de diversiones y tuve que quedarme en la habitación del hotel y forzar a mi abue a que se quedara conmigo para cuidarme.

    Ambas experiencias solo confirmaban lo que ya se rumoraba en la familia: Adriana es una debilucha que llora por todo. Creo que fue a partir de ese viaje cuando aprendí a aguantarme las ganas de llorar hasta encontrarme sola, o mejor aún, no hacerlo, incluso si por dentro me estaba rompiendo. Como mínimo, no volvería a llorar en público para que nadie notara lo débil que era.

    Crecer en una familia de cuatro hermanas, con una diferencia de un año entre cada una, fue complicado; éramos muchas y la competencia era aguerrida. El asunto es que al competir, las otras contrincantes, aunque fueran mis hermanas, se volvieron mis rivales, lo que dejó poco espacio para el compañerismo y al amor fraternal.

    Cada una fue orillada a encontrar cómo destacar dentro del grupo para ganar la atención de mis papás y hacerse presente. En dicha contienda, ser la debilucha no era un buen presagio, ¡y eso que aún no llegaba a la primaria!, en donde tuve que pasar las noches en vela estudiando con esmero para alcanzar una calificación aceptable. Mis hermanas, por el contrario, apenas tenían que estudiar o echar un vistazo a sus cuadernos para conseguir notas sobresalientes.

    Para otros, mi infancia parecía normal y afortunada. Papá trabajaba en su propia empresa y mamá se quedaba en el hogar. Vivíamos en una hermosa casa con jardín, teníamos auto del año, asistíamos a una escuela privada y éramos cuatro hermosas mujercitas. ¿Quién podría crecer infeliz en ese ambiente? Si hasta nos llevaron a Disneylandia, el lugar que todo niño sueña conocer.

    Lo curioso era que en esa perfección, rodeada de tanta gente, yo me sintiera sola e indefensa. La vida familiar transcurría de forma rutinaria. En apariencia, nada extraordinario acontecía, y a pesar de ello, yo sentía que vivía con angustia constante en mitad del caos.

    Como cada uno andaba en sus cosas, yo pasaba mucho tiempo sola, así que no me quedó más remedio que empezar a platicar conmigo misma y buscar alguna compañía. Así, encontré a una compañera muy famosa. Una que todos conocían, y que según los anuncios de la televisión, era muy divertida. En el momento que acudía a ella me sentía abrazada. Su presencia llenaba mi ser, e incluso, me hacía olvidar mis temores y ansiedades. Cuando la encontraba, la escondía y la guardaba con celo en mi clóset. Siempre que me sentía mal, corría al confort que encontraba, esperándome oculta en mi habitación. Sin que nadie me viera, entraba a mi cuarto y cerraba la puerta con llave. La recompensa de que nadie me descubriera con ella era tal, que bien valía la pena arriesgarme. Ahí, en el silencio de mi guarida personal, podía tomar el destapador y beber directamente de la botella de Coca-Cola.

    Sí, por años, esa bebida gaseosa fue mi gran compañera. No podía describir la sensación de placer que las burbujas producían en mi garganta. En ese entonces, no sabía explicarlo, pero hoy sé que eso era lo más parecido a sentirme completa y sin vacíos. Además, tras ese primer impacto de frescura, sentir mi panza llena era la perfecta culminación del ritual. Las escabullidas al clóset eran constantes. Había algo que me hacía regresar una y otra vez. A pesar de repetirme a mí misma que solamente iría por un trago, en ocasiones me bebía la mitad de la botella familiar de cristal, de 769 milímetros, en una sentada.

    No era fácil conseguirla. En la familia, los refrescos se compraban para las cubas¹, de acuerdo con mamá. Por eso, siempre que había fiesta en casa, aprovechaba la oportunidad para sustraerlas y llevarlas a mi habitación. De hecho, uno de los primeros recuerdos que tengo de la infancia es a los cuatro años —la misma edad a la que estuve a punto de ser devorada por una gran ballena en Disneylandia— cuando en una fiesta en casa, me dirigí a la mesa de bebidas en donde mi primo Chino preparaba las cubas. En cuanto me vio, extendió el brazo para ofrecerme un vaso de agua de Jamaica que rechacé de inmediato.

    —Chino, por favor dame refresco.

    —Adri, ya sabes que las Cocas son para las cubas, si te doy, tu mamá me va a regañar.

    Yo lo miraba con carita triste, implorando que me sirviera un vaso. A pesar de que me llevaba 15 años, mi primo me conocía bien y le gustaba hacerme reír, así que se apiadó de mí, y a lo largo de la fiesta, sin que nadie se diera cuenta, me sirvió una y otra vez. Esa no fue la única vez que me valí de todas las estrategias posibles para conseguir refresco y sentir la compañía de esta bebida gaseosa.

    Una vez que atravesamos la boca de la ballena aparecieron hermosos paisajes de casitas en miniatura, parecidas a las de Suiza. En la barquita mi abue me abrazaba y consolaba. Ahora, además de asustada, estaba avergonzada por el drama que había hecho, a diferencia de mis hermanas, quienes se habían mantenido en calma en la fila y sin hacer desfiguros.

    Fue una anécdota más que contarían por años y en la que yo era descrita como una debilucha llorona.


    ¹ Bebida alcohólica preparada con ron y refresco de Cola.

    Monterrey

    México – 1969 – A punto de nacer

    Escuché que algo pasaba. Esa mañana y los días anteriores habían estado muy movidos. No habíamos tenido descanso, hasta que tras un montón de voces percibí silencio y por fin sentí a mamá en paz.

    Era mi primer vuelo en avión e iba dentro de la panza de mamá, quien viajaba de Monterrey a la Ciudad de México, tras haber vivido un par de años en esa ciudad; el clima y tres embarazos no le habían sentado tan bien. Además de nosotras, viajaban sus dos hijas regias (nacidas en Monterrey), de uno y dos años, respectivamente, y abue Ana, quien había hecho el viaje exclusivamente para ayudarla con las niñas.

    Los planes de regresar a la capital mexicana se adelantaron por instrucciones del pediatra, quien había sugerido que la bebé no viajara a un nuevo clima recién nacida.

    Mamá fue hija única. Dice que desde que se acuerda, quiso tener muchos hijos para que no crecieran solos como ella. De acuerdo con la época, mamá salió de casa de sus padres para casarse y vivir con su esposo. Y también acorde con esos tiempos, tras concretarse la fecha de la boda, renunció a su trabajo como secretaria bilingüe, pues en aquellos tiempos, con el sueldo de una sola persona alcanzaba para mantener a la familia. ¡Y vaya que fue una familia grande! Una vez casados, mamá se pasó los siguientes cinco años pariendo hijas. Después de la cuarta, como que se asustaron de los partos y de tanta responsabilidad, a pesar de querer tener un hijo varón, y ahí le pararon.

    A los pocos meses de casados, mis papás se mudaron a vivir a Monterrey. Allá, mamá se quedó en casa, supuestamente a cuidar a sus hijas, pero como eran muchas, tuvo que apoyarse en dos personas de servicio que siempre le ayudaban con estas tareas.

    En la Ciudad de México, cada jueves, el abuelo Pachis compraba en la panadería Elizondo el pan que comerían durante la semana. ¡Ese sí era pan sabroso, con ingredientes de verdad, que duraban varios días sin perder consistencia y olor! Después de que mi madre se mudó a Monterrey, el abuelo seguía yendo por el

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