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Cuando el fondo te toca
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Libro electrónico172 páginas2 horas

Cuando el fondo te toca

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Cuando el fondo te toca es un libro sobre las emociones que vive una persona con obesidad y durante un proceso de pérdida de peso. Es, también, una guía al amor propio para las personas que sufren de este problema y a la empatía para quienes los rodean. Es, además, un diario de mis propias vivencias, las cuales me llevaron a ganar y perder 50 kg. de peso y con ello trabajar en mi salud mental y mi amor propio. 

 

Dra. Valeria Martín

Siempre viví luchando con el sobrepeso. Desde que era muy pequeñita. Al crecer, estudié medicina y decidí especializarme en Bariatría Clínica (la rama de la medicina que se encarga de tratar el sobrepeso, la obesidad y sus complicaciones) porque quería ayudar a otras personas con sus procesos de pérdida de peso desde el respeto y la empatía, procurando en todo momento su bienestar emocional. A los 19 años bajé 50 kg. de peso y ahora me dedico a tratar pacientes en mi consulta privada e intento crear conciencia en redes sociales sobre la gordofobia, los trastornos alimenticios, el amor propio y el respeto a los demás. 

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 jul 2021
ISBN9798543239285
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    Excelente para quienes estamos emprendimiento un camino de amor propio. Sin desperdicio. Gracias!

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Cuando el fondo te toca - Dra. Valeria Martín

Prólogo

Este libro es una recopilación de las lecciones de vida que he adquirido a través de mis vivencias y camino personal, de la información médica que adquirí a través de mi experiencia profesional y del conocimiento que he obtenido a través de la fusión de la teoría llevada a la práctica en mí misma.

Cuando el fondo te toca es una historia de amor. Así es, de amor propio; el amor que debería ser el más grande y principal en nuestras vidas y que, por alguna razón, es el que más falta nos hace a todos los seres humanos. Hombres y mujeres por igual, creo yo.

El amor propio es la aceptación, el respeto, el valor y los cuidados que nos damos a nosotros mismos y que es apreciado (en ocasiones de forma muy evidente) por quienes nos rodean. Depende de nuestra propia voluntad para querernos y no de quienes nos rodean ni de las situaciones o ámbitos en los que nos desarrollamos.

Es un reflejo de cómo es la relación, pensamientos y sentimientos que tenemos con nosotros mismos, hacia nuestro físico, personalidad, carácter, acciones y comportamiento.

No nos confundamos con la autoestima, que es la valoración o juicio, ya sea positivo o negativo, que una persona hace de sí misma con base en sus pensamientos, sentimientos y experiencias. Cuando la autoestima se equilibra con nuestra consciencia y estado anímico (cuando llegamos a dominar el autocontrol), nace el amor propio.

Tengo la certeza de que, al menos una vez, en alguna situación en particular, todos hemos tocado fondo (o el fondo nos ha tocado a nosotros). Y bien, a partir de esto pueden surgir dos cosas: o nos tiramos al drama, a la auto compasión y permanecemos en el fondo por un tiempo indefinido, o lo utilizamos como apoyo para tomar impulso y resurgir en la mejor versión de nosotros mismos.

En este libro, tocaré la parte emocional de la pérdida de peso que nadie menciona: los sentimientos, el sacrificio, el dolor que conlleva cambiar tus hábitos para transformar tu cuerpo y tu vida. Pero no todo es tan malo como suena, descubrirás a lo largo de estas páginas que, si te haces consciente de tu amor propio y de tu alrededor, tú tienes el control para disfrutar tu proceso y volver tu vida maravillosa.

A lo largo del proceso creativo de Cuando el fondo te toca, este texto se convirtió también en una especie de guía en la que encontrarás partes interactivas con ejercicios y consejos que te ayudarán a amarte a ti mismo a lo largo de todo tu proceso evolutivo, o a ser más empático con tus seres queridos, si es que tienes a alguien cercano con obesidad, o con tus pacientes si es que eres un profesional de la salud.

Espero que este libro te ayude, no solo como testimonio de vida y de superación, sino como apoyo para sentirte comprendido y acompañado, sea cual sea la situación que estés atravesando. No estás solo. Somos muchos tocados por el fondo.

Capítulo 1

Antecedentes personales no patológicos

Si no eres médico, te parecerá extraño el título de este capítulo. Te lo explico brevemente: cada vez que vas al médico éste debe elaborar tu historia clínica que es un documento médico-legal en el que se estudian y documentan todos tus antecedentes familiares, genéticos, tus hábitos, manías y enfermedades, entre muchos otros. En el apartado que lleva el nombre de este capítulo, el médico debe averiguar sobre tu forma de vivir; qué comes, cuánto y cuándo, si fumas, bebes alcohol o consumes drogas, etcétera.

Bueno, este libro llevará un curso similar al de una historia clínica. Debo comenzar por decirles que vengo de una familia de obesos. Tanto en la familia de mi padre, como en la de mi madre, todos son obesos desde Dios sabrá cuando. Tienen pésimos hábitos alimenticios, así como la tendencia a excederse en las porciones y cantidades de su comida, por lo que yo adquirí estos hábitos a muy temprana edad por imitación.

Para darte un ejemplo, te diré que mi mamá compraba unos platos hondos de plástico que tenían una línea en relieve a escasos quince milímetros del borde superior. Mi mamá llenaba los platos de toda clase de alimentos (sopas, guisados, cereales azucarados con leche) hasta esta línea. Da la casualidad, que la línea era marcada por el molde en el que se fabricaban los platos, pero no era un indicador de la capacidad del plato (mucho menos de la capacidad del estómago de las personas que comen en esos platos).

Las reuniones en las casas de mis abuelas tenían algo en común: ollas inmensas llenas de comida como para alimentar a tres ejércitos. La comida y la bebida se preparaban y servían con gran abundancia, todos podíamos servirnos y repetir sopas, guisados o postre las veces que quisiéramos. A veces, si sobraba comida, podíamos llevarnos un poco (mucho) a casa. En las navidades había al menos cinco platos fuertes diferentes: pavo relleno, pozole, lasaña y pastas, filetes de pescado empanizados y suflé de atún, sin mencionar postres, entradas y acompañamientos.

Sumado a esto, yo nunca he sentido saciedad. Nunca he sabido lo que se siente estar satisfecho. Hasta la fecha, podría comer y comer y comer, y no llenarme nunca. Pararía de comer sólo cuando me doliera el estómago si no tuviera la consciencia que tengo ahora sobre mi cuerpo, mis hábitos, mi relación con la comida y mi salud. Ahora que estudio el postgrado en bariatría clínica, sé que esto se debe a una mutación genética. Fue un alivio enterarme de que no comía en exceso meramente por decisión propia, porque crecí con mucha culpa dentro de mí. Me reprochaba todo el tiempo el estar gorda.

Recuerdo que me pasaba muy seguido cuando era niña, que yo comía hasta llegar a la depresión postpandrial (lo que los mexicanos vulgarmente conocemos como mal del puerco), esta sensación de sueño o pesadez que da después de comer grandes cantidades; de igual manera, muchas veces comía hasta llegar al vómito. Aun así, nunca lograba sentirme llena. Me dolía el estómago, sí, pero no tenía sensación de plenitud y nunca pensaba: Es suficiente, no necesito más. Posterior a sentirme mal o llegar al vómito, recibía regaños de mis padres. No los culpo, al contrario. Ellos no entendían lo que sentía ni lo que me pasaba, y querían evitar que viviera así de miserable toda mi vida.

La comida, como las drogas, es adictiva. Está hecha para que nos guste, para que nos provoque placer. Sin embargo, a mi parecer, es la peor de las drogas porque te enferma de manera muy lenta, y te enferma a nivel social, emocional y físico de una manera socialmente aceptable, a diferencia de las drogas ilegales.

A mis seis añitos de edad ya era toda una adicta. ¿Te sorprende? Pues según la OMS, al año 2016 había más de 41 millones de niños menores de cinco años con sobrepeso u obesidad. Habría que actualizar esas cifras de terror para causar un impacto más realista.

Por estas causas padezco de obesidad desde los seis. Y digo padezco, porque la obesidad no se cura. Es una enfermedad crónico degenerativa que sólo se controla. En cualquier momento puedes recaer y recuperar tu peso si no te cuidas lo suficiente o de manera adecuada.

En caso de que no lo sepas, te informo que la obesidad provoca un proceso inflamatorio crónico en nuestras células, provocando que el estrés oxidativo se presente con mayor velocidad y envejezcamos prematuramente.

Lo recuerdo perfecto, iba en segundo grado de primaria y ya tenía que usar ropa de adulto que pareciera aniñada o infantil porque la de niños no me quedaba. Me mandaban a hacer los uniformes especialmente, porque ni las faldas que eran para las niñas de sexto grado lograban cubrir mi circunferencia abdominal.

Mi padre se dedicaba en ese entonces a comercializar pollo en todas sus formas: crudo, cocido, y productos de pollo congelados que, casualmente, siempre había en casa. Yo llevaba nuggets y pechugas empanizadas a la escuela, sándwiches de pan blanco, jamón y queso, pasta con cremas, muchos embutidos, tomaba bebidas carbonatadas e industrializadas llenas de azúcar, comía dulces, chocolates, galletas, pan dulce, todo en grandes cantidades para mi edad. Nunca fruta ni vegetales, y lo que se cocinaba en casa tampoco era muy saludable que digamos, pues mi madre preparaba platillos altos en carbohidratos.

Algo que no ayudó a esta situación es que mi única hermana, quien es tres años menor que yo, tiene una enfermedad considerada rara y, además, es autista. Así que absorbió toda la atención de nuestra familia y de nuestros padres. Mi madre dejó de preparar mis alimentos para preparar ollas industriales de comida casera para bebé y darle de comer a mi hermanita cada tres horas, de día y de noche, para evitar que convulsionara. Una razón bastante justificable, creo yo. A partir de esto, era yo solita contra el mundo. ¿Qué se puede cocinar una niña de nueve años? Sándwiches, cosas instantáneas, cereales azucarados, galletas con leche. Lógico. No conozco ningún niño de nueve años que piense: Se me antojaron unas verduras salteadas para comer, y se las prepare, o siquiera sepa usar la estufa sin correr peligro.

Mi padre de vez en cuando intentaba cambiar mis hábitos alimenticios poniendo en mi lonchera bastones de zanahoria, jícama y apio, preparándome huevos revueltos y jugos de frutas antes de irme a la escuela, pero en aquellos tiempos la educación nutricional en general, no solo la de mis padres, era insuficiente y ellos no me ponían el buen ejemplo: no bajaban de peso y seguían comiendo las delicias poco saludables a las que aún están acostumbrados, y como ya mencioné: ¡yo nunca he sentido la saciedad! De hecho, ahora que soy médico puedo asegurarles que existe una serie de factores que pueden bloquear los receptores de la hormona leptina por completo, por lo que la función del sistema de saciedad en el hipotálamo no se da como debería y, a pesar de haber plenitud gástrica, uno nunca se siente lleno.

Me recuerdo escondida en las escaleras de casa de mi abuela, cuando me dejaban bajo su cuidado, con un puré de papa que había hurtado o una barra de queso crema o un paquete de galletas, comiendo a puños, casi sin respirar, casi sin masticar. Mi abuela no me regañaba, más bien, fingía que no se daba cuenta. Quizá entendía lo que me pasaba, quizá sólo no sabía qué hacer. La ansiedad se hizo presente muy pronto en mi vida, lo que ahora veo con claridad, por qué aumenté mucho de peso.

También, recuerdo haber pasado momentos de lo más incomodos cuando alguna vecina o compañera del colegio me invitaba a comer a su casa. Se sorprendían por las grandes cantidades de comida que ingería o porque pedía que me sirvieran un poco más. Era humillante que después todos cuchichearan en la mesa o se rieran de mí. La sociedad nos juzga por nuestra manera de comer:

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