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La regla me llevó a la autodestrucción

En casa se lo tomaban ya a guasa. «Te va a bajar, ¿no?», bromeaba mi madre. Lo decía después de presenciar otra de mis crisis. No sólo me volvía irritable o lloraba por tonterías cuando estaba a punto de tener la regla, sino que además era incapaz de controlar mi vida y nadie sabía por qué. ¿Cómo iban a saberlo si ni siquiera yo lo tenía claro? Mi familia me quería, tenía buenos amigos y una carrera profesional envidiable. Lo lógico era que fuese feliz, pero no. Al parecer, mi depresión, ansiedad, anorexia… todo se debía al periodo. El problema es que tardaron 14 años, e incontables tratamientos, antes de diagnosticarme trastorno disfórico premenstrual (TDPM).

Todo empezó cuando tenía 12 años. Hasta entonces había sido una niña feliz. Pero comencé a despertarme con un nubarrón encima. Los pensamientos inquietantes invadían mi cerebro y acababan materializándose en una sensación de pánico y de malos presagios. Luego venían los síntomas físicos: dolor de cabeza, insomnio y una pesadez que me hacía sentir como si mis huesos fueran de hormigón. Sólo tenía un momento de alivio: durante cinco días al mes me encontraba bien y era yo misma. y acurrucada como un ratoncito en un rincón de la habitación. No recuerdo gran cosa de aquel día, únicamente que ella se quedó hecha polvo. Pero la culpabilidad que sentía no me hizo parar. Durante mi último año, me ingresaron tres veces más por sobredosis. Y a pesar de todo, estaba decidida a aprobar la universidad. Espoleada por el temor al fracaso, reescribí mi trabajo final cinco veces; me pasaba las noches despierta. Me gradué en 2012, conseguí un empleo a 30 minutos de mi familia y compartí piso con una desconocida. Me gustaba tanto mi trabajo que no quería perderme ni un minuto, pero aparte de eso, mi vida se desmoronaba. Tres años más tarde, mi anorexia era tan grave que mis propios jefes me aconsejaron coger la baja de forma indefinida. Mi madre se convirtió en mi cuidadora a tiempo completo, cocinaba comida que yo me negaba a ingerir, me controlaba la medicación y salía conmigo de paseo. Sentía que mi vida estaba en pausa. Durante esta época mi doctora empezó a darse cuenta de algo. Llevaba viéndola durante un año y no era como los otros médicos que me habían tratado. Por muy feas que se pusieran las cosas, ella siempre creía que yo tenía fuerza suficiente para superarlas. Con las visitas regulares advirtió que se repetía un patrón: siempre parecía estar en mi peor momento el día antes de que me bajara la regla.

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