Sigo aquí, de momento, con relatos de mesilla
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Sigo aquí, de momento, con relatos de mesilla - Clemente Barahona Cordero
Entrante
No he contado toda la verdad, pues seguramente, no. El bueno de Machado decía algo así en un proverbio de las Nuevas canciones, y se refiere a la verdad absoluta.
¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya guárdatela.
No es justificación, pero no puedo ser objetivo porque escribo mis recuerdos desde la mayor subjetividad. Además, cuando uno escribe está haciendo ya ficción, aunque esté basado en hechos reales. Sabemos que la memoria es un poco traicionera. Incluso habrá momentos que me haya engañado ese recordar, con intención o sin ella. Así son las emociones que se desprenden de lo vivido. Les aseguro que un tanto por ciento muy elevado de lo que les he contado es muy cierto. El cómo lo he vivido o lo viví, ahí está el dilema. Fíense de mí. Lo verdaderamente cierto es que no les he contado todo todo. Lógico, no deseo vaciarme con algunos episodios de mi vida, alguna historia que recordar no quiero, o bien, me han hecho tanto daño que prefiero, por salud mental, dejarlo en el oscuro baúl del olvido.
Todo lo que les cuento en estas páginas es muy cierto; quédense con esto. En que existe un cierto desorden les doy toda la razón. Seguro que es más entretenido y de lectura más fácil, creo.
¿A quiénes dedico esas miles de palabras, a veces tan íntimas, otras veces tan lejanas, nunca impersonales? Evidentemente, a mis dos hijos, Clemente y Fernando. Espero que sean mis lectores y así estar siempre en sus vidas. Que aprendan de mis errores y de mis aciertos, aunque también tendrán que aprender de los suyos. Que sepan, creo que lo saben, que un servidor, su padre, los quiere y querrá eternamente. Que daría mi vida por ellos, que no es un tópico y típico, es verdad, o mi verdad. Les doy las gracias por cuidarme tan bien y tan entregados con todo su amor. Gracias a ellos he salido adelante. Estresado de verdad, deprimido de más verdad y físicamente destrozado. Han sufrido lo suyo viendo cómo su padre se consumía y se iba muriendo. Estoy seguro de que, entre médicos, enfermeras y medicinas, me han salvado la vida. También estoy segurísimo de que las oraciones de muchas personas queridas han hecho cambiar de opinión a Dios, pero, sobre todo, me ha salvado el amor de mis hijos. No exagero ni dramatizo. Para mí es mi verdadera verdad. El motor de mi recuperación: su cariño y preocupación constante y continua. Hoy me siento orgulloso de estos hijos a los que he criado, educado y amado. El verdadero placer es mío, hijos míos.
Un sustote y un infartazo
La medicina ha prolongado nuestra vida,
pero no nos ha facilitado una buena razón
para seguir viviendo.
Miguel Delibes
Lo siento, don Miguel, pero la medicina no tiene por qué darnos razones para vivir. Quizá la verdadera razón sea el estar vivos gracias a los médicos y sanitarios. Con salvarnos la vida es suficiente y de sobra.
No sé si todo esto fue un sueño o un mal sueño. Dicen que estuve muerto durante ocho minutos. Mi cerebro estuvo durante esos minutos sin oxígeno, pero no lo recuerdo. Solo me acuerdo de unas extrañas alucinaciones, que luego les contaré. Ahora permítanme que les narre la reconstrucción casi cronológica de lo que viví durante veintidós días con sus veintiuna noches en el hospital.
Como siempre, me levanté a las seis de la mañana y me preparé el desayuno, dos o tres cigarrillos y una ducha. Ya vestido, comencé a vomitar. Al principio eran flemas, pero duraba demasiado. No me enteré de la sangre. Mi hijo, el mayor, se despertó y ya no soy consciente de lo vivido. Llamó a emergencias. Me dice mi hijo que llegaron dos técnicos sanitarios y bajé con ellos a pie hasta la ambulancia. Al salir, le dije a Tete: «Creo que me está dando un infarto y no puedo respirar».
Sinceramente, no recuerdo nada. Poco a poco he ido reconstruyendo esta pequeña historia o intrahistoria más o menos hilvanada. Es pequeña pero vital para un servidor de ustedes.
Un edema pulmonar, un infarto de miocardio agudo y, como broche de oro, una parada cardiorrespiratoria. Dicen los cardiólogos que, si un paro cardiaco dura más de ocho minutos, la muerte es segura, o al menos he entendido eso al leerlo. Pues más al límite que yo… Me entran escalofríos con solo pensarlo.
Agradecido, estoy y mucho, al equipo de Cardiología del Hospital Clínico de mi tierra vallisoletana. A la medicina, a la vida, al universo y a Dios. No me puedo olvidar del cirujano vascular, el doctor José Antonio Brizuela, también del Clínico; buena persona y un médico extraordinario. No pretendo hacer ninguna apología gratuita de nuestra sanidad pública, pero me abochorno cuando oigo de boca de los sanitarios afectados, la incertidumbre, junto a los contratos basura, en sus vidas. Creo que hemos sido unos desagradecidos con estos profesionales que se entregaron con verdadera valentía y vocación para cuidarnos y curarnos.
Tras este inciso necesario, sigo con mi relato. Como un rompecabezas, voy reconstruyendo, gracias a mis hijos, aquellas interminables horas dramáticas, casi trágicas, para Tete y Nano. Les dijeron que su padre iba a morir, pero que iba a ser rápido. Creo que estuve cinco días en coma, lleno de vías, con un respirador, que acabé por arrancarme, y una máquina, cuyo nombre no recuerdo, pero sé que me salvó. El que me «resucitó» en realidad fue el equipo de Cardiología del Clínico.
Me contó Sonia del Castillo, una enfermera de Cardiología, a la que estaré eternamente agradecido, que los cardiólogos se emplean a fondo ante una parada, y de ahí las molestias en el pecho durante un mes, más o menos. Sin duda, lo más leve. Sería algo así como si de una neumonía bilateral te queda moquillo.
En la UCI permanecí unos dieciocho días. No había camas en el Clínico y me trasladaron a la residencia nueva, Pío del Río Hortega, imagino que en una UVI móvil.
Estuve dos o tres días hasta que me reclamaron los cardiólogos porque ya había una cama. Seguía en coma. Un respirador que me arranqué, sueños y alucinaciones, y en brazos de Morfeo, sin distinguir el día de la noche.
No sé cuántos días permanecí en la décima planta, solo sé que fueron los peores de mi vida. Soñé, repetidas veces, que huía de aquel infierno, pero no lo conseguía y alguien se reía con malicia. Me tenían adormecido y atado; no entendía nada.
Llegué a escuchar, de una voz masculina, algo así como que me podía dar un parraque, palabra que no existe en el diccionario, pero que por lo visto la decía su madre. Desde la ventana veía una azotea donde estaban sentadas tres o cuatro personas cubiertas de la cabeza a los pies. Eran árabes. Mi lógica, todavía un poco pobre, ya comprendía que no era posible esa quietud, esa inmovilidad con el frío que hacía. A pesar de esta visión extraña y un poco inquietante, pero poco, me sentía desgraciado, secuestrado y maltratado. De la UVI me subieron a esa planta del terror y de la humillación. Tenía COVID. El cardiólogo que me visitó el último día me preguntó que cómo es que me tenían atado. Creo que le rogué que me diera el alta médica y me la dio.
El día anterior reconocí a una doctora y le dije literalmente: «Usted me salvó la vida». Consciente nunca la había visto. Dicen mis hijos que me visitaba en la UCI, y yo en coma o, al menos, nada consciente. Esta joven mujer me contestó que eran un equipo y que no fue ella sola. No obstante, mi total gratitud a estos profesionales, médicos y enfermeras, que no cejan nunca a la hora de salvar una vida.
En esa décima planta de aislamiento, no dudo de que las enfermeras, auxiliares y celadores fueran buenos profesionales, pero a mí me trataron muy mal. Sería prolijo, es decir, pesado, reflexionar sobre mi nefasta experiencia allí. Llegué en mi delirio a pedir el alta voluntaria, y repetidas veces, papel y bolígrafo. Al final me dieron una hoja y un boli de tinta roja. Escribí varias veces al fiscal y al Juzgado de Guardia de Valladolid, pero nunca llegó a sus destinatarios. En mi escrito, argüía ese maltrato, incluyendo la dejadez ante mis heridas o úlceras de presión. Me dicen ahora que yo insistía en que me habían secuestrado e insultaba a las enfermeras con palabras que nunca se me hubieran ocurrido si llego a estar en circunstancias normales. Pedí un taxi, saliendo al pasillo, aunque no podía andar, pero parece ser que anduve. Todavía hoy no me lo creo.
Solo quiero hacer una reflexión de estos tristes días con una fragilidad tremenda, drogado y atado a la altura del pecho. Quizá todo esto no habría ocurrido si hubiera habido más personal sanitario, mejores contratos, más dignos y no de verdadera basura. A los políticos les encanta hablar de educación y sanidad como algo prioritario en sus etapas electorales, pero luego se olvidan con una facilidad pasmosa.
Un sistema solidario que nos damos todos los españoles con una sanidad gratuita y universal y una educación al menos hasta los dieciséis años. Sin embargo, los educadores están desprestigiados social y económicamente; y los sanitarios, vapuleados, y solo nos acordamos y aplaudimos cuando vienen mal dadas, mientras arriesgan sus vidas por curarnos y cuidarnos. Es una verdadera pena. El mundo al revés.
Se acercaba la Navidad y un servidor se vio diciendo a los auxiliares y enfermeros que se aproximaba el Día del Señor; nunca antes la había nombrado así. Seguro que era por las más que ganas de salir de aquel pequeño infierno, por decir algo menos duro de los pocos días que pasé en esa planta, dejémoslo así, sin otro calificativo. Otra vez más me salvaron los de Cardiología. Era el día 22 de diciembre, y en el hospital por fin me dieron el alta médica; podría irme a casa, a mi casa. No era consciente, en absoluto, de todo lo que me había pasado. Tan solo quería huir.
Llamé a mis hijos y no me creían. Más tarde supe que si no me creyeron era porque en esos días los había llamado muchas veces pidiendo auxilio para que me sacaran de allí, porque estaba secuestrado. A mi hermana Teresa, abogada, la llamé a las tres de la