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La perfecta pócima
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Libro electrónico175 páginas2 horas

La perfecta pócima

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Información de este libro electrónico

¿Y si tu única solución fuera una hormona probada solo en insectos, monos y ratas?

Waldo necesita despejar sus dudas y dejar claras ciertas cosas. Su sensibilidad y manera de ser le hacen parecer ambiguo, cosa que le lleva a establecer nada más que una fuerte amistad con las mujeres, y ninguna relación sentimental. Piensa que la raíz del problema proviene de una anomalía química en su cuerpo y busca solución.

Úrsula es una brillante y misteriosa científica que, antes de proporcionarle las sustancias adecuadas, le dice que ha de completar ocho directrices básicas. Solo si las consigue superar será apto para someterse al experimento químico en el que trabaja desde hace tiempo.

Se trata de una potente hormona hasta ahora probada con bastante éxito únicamente en insectos, monos y ratas.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento29 sept 2017
ISBN9788417164300
La perfecta pócima

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    La perfecta pócima - MONICA GARCIA RODRIGUEZ

    La-perfecta-pocimacubiertav22.pdf_1400.jpgcaligrama

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    La perfecta pócima

    Primera edición: septiembre 2017

    ISBN: 9788417120511

    ISBN eBook: 9788417164300

    © del texto

    Mónica García Rodríguez

    © de esta edición

    , 2017

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Prólogo

    Debo reconocer que, a pesar de ser un hombre, la naturaleza me ha provisto de bastante sensibilidad. Podría incluso ser capaz de sufrir al teléfono la aflicción de algún amigo en apuros mientras estoy friéndome un huevo.

    Va para aquellos mi historia que, confusos, necesiten adquirir el valor de salir de este armario de una sola hoja sin miedo a que su sensibilidad sea interpretada como homosexualidad y aclaro que no tengo nada en contra de serlo, es más por ese aire de ambigüedad, lastre de la personalidad, que despliega velos de humo entre nuestro ser y los ojos de las mujeres, haciéndonos invisibles.

    No soy de palabra fácil ni conozco a nadie que, entre bromas y conversación, me haya confesado adolecer de lo mismo. Por si a alguien pudiera serle de utilidad me aventuro a plasmar estos ambiguos recuerdos, ya casi extintos, así como las alegrías y sin sabores padecidos hasta hallar… La Perfecta Pócima.

    Un altercado en hora punta y yo como testigo principal fue lo que hizo que me plantease por primera vez lo de la empática sensibilidad como problema existencial.

    Un hombretón de maneras desmesuradas se apeó de su coche cuando aquel otro conductor (que se le cruzó en la rotonda porque no encontró momento mejor para cambiar de carril más que precipitándose por delante del gigante iracundo), le insultó ensuciando el recuerdo de sus muertos. Yo, aun viendo como el grandullón lo cogía por detrás del cuello alzándolo con una mano mientras abría amenazante la impresionante palma de la otra, fui incapaz de prestar declaración a favor de ninguno de los dos.

    Sopesé los pros y los contras de ambos bandos y no logré discernir cual fue la postura más indigna: si la de aquel que infringió maltrato físico o la del que profirió el psicológico.

    Quedé tan dañado emocionalmente que aun hoy cuando alguien me pone en el compromiso preguntándome el consabido:

    ¿Tengo razón o no tengo razón?,

    yo, discreto y ambiguo, intento salir del escollo con respuestas tan insustanciales como:

    Hombre, razón, razón… como máximo en un noventa y nueve por ciento, ó

    Sí, claro, tanta razón como el hecho de comer torrijas en semana santa.

    Aunque a veces corto por lo sano y sentencio:

    Los temas de la razón no me los preguntes a mí, consúltalos con tu psiquiatra;

    Puede que mi problema no sea cuestión de exceso de sensibilidad sino más bien de falta de objetividad.

    ***

    Mi estatura es normal, quiero decir, nadie por la calle diría Qué señor tan alto; de hecho a los catorce años las amigas de mi mamá (aun sin ella estar) dejaron de decir eso de ¡Pero cómo ha crecido este niño!. O quizás fuese porque a esa edad yo ya tenía pelo en barba y pecho, y les quedaba un poco impúdico exclamar: "¡Como ha crecido este hombre!

    Como ya he dejado caer, soy velludo, bastante; manto que hoy luzco con orgullo, y que en edad pubescente provocaba las mismas miradas en las amigas de mi mamá y en las mamás de mis amigos que mismas miradas ellas echaban a los amigos de mamá y a los papás de mis amigos.

    Sensibilidad y timidez es una combinación que entorpece bastante las relaciones con el sexo opuesto, sobre todo si no eres un irresistible adonis. He procurado cuidarme y mi mediano cuerpo… no está mal. Mantuve y me deshice de ciertos gramos de vellón según iban llegando y pasando las modas, y en cuanto a la vestimenta… me dejo guiar por mi mejor amiga, Carla, un bellezón con la que jamás hubo flirteo. ¿Comprenden ahora porqué he de abrir una de las puertas de mi armario? ¡Los gays me cuestionan y las mujeres me sopesan! Necesito salir ya de este mal ventilado armario por la puerta de la heterosexualidad.

    Tal vez podría haber vivido toda la vida manteniendo esa ambigüedad, pero el trance de pasar por ciertos incidentes que iré relatando me llevaron a la necesidad de tener que dejar cada cosa en su lugar.

    Soy, más por afición que por vocación, visitador médico y principalmente trabajo en el campo de la oftalmología.

    El viernes, durante una de mis visitas al doctor Reizsoler en su consulta privada, sonó el avisador. La secretaria le comunicaba que acabada de llegar una urgencia. El oculista me pidió que recogiera las novedosas prótesis y ungüentos esparcidos por la mesa de su despacho y le aguardase fuera.

    Esa sería mi última visita de la semana y nadie me esperaba en casa, así que hice uso en usufructo de la solitaria, relajada y turquesa sala de espera, con el dulce sonido del intercomunicador de fondo y la correcta voz de Ofelia, la secretaria, haciendo los breves coros.

    Cuando levanté la cabeza el florero de la mesita auxiliar estaba volcado y los crisantemos me habían servido de almohada. Tenía los párpados hinchados y la brusca salida del estado MOR no me permitía ver con claridad lo que había dejado de ser sueño.

    La secretaria ya se había ido a casa y la enfermera, que acababa de salir de la consulta acompañando a la paciente, estaba deseando largarse también. Cuando me vio allí, sus expectativas para tener una cena en familia, se desvanecieron.

    Me ayudó a levantarme y dijo que ya podía pasar. Había estado durmiendo durante dos horas mientras esperaba a que diera fin la urgencia oftalmológica y aun seguía atontado. Volví a entrar en la consulta y vi, como si no fuera conmigo, que la enfermera preparaba cuidadosamente el instrumental encima de un impecable paño de campo.

    —Siéntese —Dijo, ofreciéndome un sillón reclinable muy similar al de los dentistas.

    Obedientemente dejé mis maletines en el suelo y me senté, tenía las piernas muy cansadas. Vi que ella entraba en la sala contigua donde supuse que estaría el doctor Reizsoler. Oí como ambos intercambiaban unas frases en susurros de voz alta, como a quien algo le molesta pero no quiere que se le escuche renegar. Decidí subir las piernas al sillón y mientras me planteaba si sería o no correcto la enfermera volvió a salir:

    —Suba las piernas al sillón, por favor.

    ¡Cuánta amabilidad!, pensé.

    —Sentirá un entumecimiento de la zona periorbital, será pasajero. Vamos a ponerle anestesia local para levantar la córnea.

    La amabilidad se me agrió cuando oí esas palabras. Mis sensibles genitales se introdujeron muy al fondo en su bolsa y los músculos se me tensaron impidiéndome profesar un involuntario manotazo a aquella figura femenina que estaba a punto de entumecerme la periórbita y a levantarme la córnea.

    —Discúlpeme, señorita. Yo… verá, mi… córnea está perfecta, quiero decir que, ¿Por qué me quiere operar?

    —Bueno, usted había concertado cita con nosotros… De hecho ayer llamó para anularla, pero al salir de la consulta he visto que estaba esperando. El doctor me ha dicho que le operaríamos igualmente aunque no haya seguido el protocolo normal solicitando nueva cita. —La enfermera calló bruscamente y volvió a hablar—. Porque usted es… el señor Gallardo…. ¿Verdad?

    Inspiré hondo y exhalé hacia el infinito.

    —¡NO, no, no, no! No soy el señor Gallardo. Mi nombre es Waldo Rosi y soy visitador médico.

    —¡Discúlpeme señor Rosi! —(Cada vez que oigo mi apellido me dan ganas de dar una fuerte patada a esa puerta de armario) —¡Le confundí! Es que el señor Gallardo y usted tienen un aire tan… parecido…

    Más tarde, entre risas, el doctor Reizsoler, me aclaró en que nos parecíamos tanto su paciente y yo… Si, en eso que están pensado, efectivamente, con el añadido de que la enfermera, al verme los párpados hinchados, seguramente por mi alta sensiblilidad al piretro de la planta, pensó que ya me habría sometido al arreglillo estético que el señor Gallardo anunció que se sometería la semana anterior, y por cuya causa había tenido que aplazar este otro arreglillo de dioptrías.

    Ese incidente fue sólo uno de tantos otros que estaban poniendo en peligro mi integridad.

    Capítulo 1

    La determinación

    Cuando alguien quiere arreglar un mueble busca un carpintero o en internet si se considera un manitas. Y eso hice yo con mi mueble corpóreo.

    Tras fracasar unas cuantas veces con la puesta en marcha de las instrucciones on line, que consistieron básicamente en no mostrar empatía con los demás, ni emotividad al tropezar con un maravilloso amanecer (ni mucho menos con un crepúsculo), y sobre todo en no ladear el cuello o encoger una de las caderas cuando tuviera que dirigirme a alguien sentado, agachado o menos alto que yo; me dispuse a localizar a un profesional de carne y hueso,y como lo más estropeado de mi mueble eran las feromonas, busqué a un químico.

    Fue la prestigiosa doctora Gardel, pionera en implantar electrodos para estimular al nervio óptico, la que me dio el número de una colega que trabajaba en el departamento de bioquímica del centro nacional de investigación oftalmológico dependiente de la universidad, la prestigiosa doctora Úrsula Kenneth. Me comentó que se trataba de una mujer muy retraída pero que si alguien existiera que pudiera ayudarme, era ella, y Gisela Gardel mediaría para convencerla en caso de severo retraimiento.

    La científica Investigaba los mecanismos de acción de los compuestos químicos que el cuerpo desarrolla para compensar el detrimento de las facultades sensitivas con el fin de que la merma de alguno de los sentidos no entorpezca el objetivo de la existencia de todo animal: la procreación.

    ¡Esa era mi chica!, pensé entusiasmado. Al fin me iba a llegar a mi también la hora de procrear.

    Para despedirme de la que en un futuro próximo iba a ser mi añeja vida, di un último paseo por la orilla del mar. Eso iba a ser, junto al chocolate negro, una de las afeminaciones de las que más me iba a costar desprenderme. Tenía la esperanza de que el proceso no fuese muy duro yde que la doctora Úrsula me prescribiera la medicación poco a poco, a dosis de acostumbramiento.

    Pero el día de la despedida ocurrió un incidente que volvió a abofetearme el ego. Llegué a aquella la playa con síndrome de abstinencia. El sol se acababa de asentar en el horizonte y una ancha banda de cielo color naranja dejaba constancia de lo ardiente que estaba el trasero del astro…, en ese momento se me saltaron las lágrimas y los vellos se me pusieron como escarpias con tan alto grado de emoción. Deslumbrado, no podía de dejar de mirar hacia el oeste.

    Cegado por el flash crespuscular vislumbré una delgada y nerviosa figura encapuchada que venía hacia mí con una vara en la mano dando órdenes a su también nervioso, musculoso y … emancipado perro de presa que velozmente surcaba la playa de lado a lado afanado en encontrar eso para lo que estaba genéticamente diseñado: a su presa.

    No me suele ocurrir, pero esta vez, he de confesarlo, me entró miedo. Fui desviándome de la dirección del dueño del cánido para que no confluyera con la mía

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