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Libro electrónico106 páginas1 hora

Todas las cosas en su sitio

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Con poco más de veinte años, Sara descubre que tiene un tumor. La enfermedad, aunque desbarata su existencia, representa la ocasión para involucrarse y seguir programando, luchando, amando y queriendo vivir a fondo su vida. Hasta el punto de que incluso la relación con su médico, Roberto, va más allá de las paredes del hospital y se catapulta a la vida real, donde amor y miedo se mezclan en un torbellino de emociones intensas. Lo que marca el tiempo son los ingresos en el hospital, los exámenes infinitos, las lágrimas, las sonrisas, la conciencia de una enfermedad que no quiere irse y el renacimiento físico y emocional de una chica que está obligada, demasiado pronto, a convertirse en mujer.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento18 may 2016
ISBN9781507110751
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    Todas las cosas en su sitio - GIULIA DELL'UOMO

    A mis padres, por haberme regalado la fuerza de ayer y la esperanza de mañana.

    A Sandro, porque las notas de tu guitarra vuelan libres en el aire.

    Todas las cosas en su sitio

    ––––––––

    —Sara, tienes que volver a hacer la extracción. Extiende el brazo.

    Aún estoy durmiendo cuando la voz de la enfermera me resuena en la cabeza como un eco. No es un sueño y, antes de que me dé cuenta, siento una aguja que me perfora la vena y veo cómo la cánula se pone roja. El brazo lo he extendido inconscientemente, tal vez en automático.

    —Hecho. Aprieta fuerte, te pongo un esparadrapo.

    Está bien, ahora recuerdo dónde estoy y quién soy. Bostezo y me estiro, alargándome hacia arriba con moderada energía, mientras la enfermera sale. Desde la ventana entra un rayo de luz tenue. Se abre paso entre las sombras de la habitación y atraviesa la oscuridad de estas cuatro paredes que me separan del mundo exterior.

    Me arreglo las mantas, miro el reloj. Son casi las seis de la mañana, afortunadamente puedo dormir un rato más. Cierro los ojos y el ruido del teléfono sobre mi mesita me devuelve a la realidad. Un mensaje. Mi padre. «Hola Princesa mía, estate tranquila. Jesús velará por ti en este periplo».

    Tú me has dicho siempre que se necesita paciencia, papá, pero quizás a veces la vida nos somete a una dura prueba. Entiendo que si estás despierto a estas horas es porque la preocupación ahuyenta el sueño y no permite a los ojos cerrarse y al cerebro desconectarse. No, el cerebro, ese está siempre en movimiento, está demasiado presente, demasiado consciente. Si hablas de Jesús, papá, cosa que no haces nunca, entonces en el fondo un poco sí que crees. Crees que existe un Dios que nos mira desde arriba y nos asiste. O tal vez crees que a Dios nos podemos aferrar en momentos como este. Si lo nombras, una cosa es cierta: has mirado dentro de ti y necesitas algo grande a lo que agarrarte. Algo fuerte que, a pesar del misterio, existe desde siempre y para siempre. Lo que la ciencia no puede darte. Lo aprecio, papá. Lo aprecio. Lo aprecio porque me muestras tu miedo, mientras tratas de vencer el mío. Llamarme princesa es ya de por sí un regalo inmenso para ahuyentarlo. Y cuando me dices que Jesús velará por mí, me gusta. Quiero pensar que será así. Antes o después todo pasará. Te lo garantizo, te lo prometo. Haré todo lo posible para devolverte la sonrisa tras la tristeza. La tormenta ha llegado, pero cuando termine, nuestros pasos serán más ligeros, el equilibrio más estable y, paso a paso, saldremos adelante más conscientes, más fuertes. No volveremos a caer. Te lo prometo papá.

    Mi compañera de habitación duerme profundamente. Ronca fuerte, hace un ruido tremendo, casi parece un tractor. Es una especie de milagro que yo pueda dormir por la noche con ella a mi lado. Fue operada hace unos días y dentro de poco le darán el alta. Ahora duerme sueños tranquilos, es por eso que le permito transformarse en una pequeña grúa de noche, sin decirle nada. En el fondo se lo merece. Su miedo era el de no poder volver a ver a sus nietos. Cuando la conocí, hace pocos días, me dijo:

    —¿Sabes?, soy abuela de dos niños estupendos. Son la alegría de mi vida y cuando descubrí que tenía lo que tengo, mi primer pensamiento fue para ellos. Luego llegó el desánimo, luego el terror. Luego empecé a rezar.

    Fabiola, ese es su nombre, no llama nunca a la enfermedad por su nombre. Como si así no existiese. Como si no nombrándola, no le diese el derecho a aparecer de repente y llenarle la cabeza. Una forma de autodefensa. Una elección para sobrevivir.

    —Mis nietos para mí son hijos dos veces. Los amo demasiado para dejarlos solos.

    Le he sonreído con melancolía, porque los problemas por desgracia existen, incluso si no los nombras.

    Hay un momento en la vida de toda persona en el que nos preguntamos ¿por qué? Todos, antes o después, interrogamos a la existencia en voz alta, tratando de entender por qué motivo hemos sido elegidos para un determinado acontecimiento. Una de mis películas preferidas dice así: «A nadie le llega algo que no sea capaz de soportar». Claro, tiene que ser cierto, pero yo creo que hay algo más sutil, algo más íntimamente unido al hecho. Creo que cada vida ya está escrita en un libro que nosotros podemos hojear solo cuando los acontecimientos narrados toman forma y que solo somos peones que cada día se mueven en este planeta mirando al cielo en busca de respuestas. Pero quizás, a veces, la respuesta a todos los porqués es más sencilla de lo que pensamos. Simplemente «debía ser así». Tal vez a alguno pueda parecerle una solución simplista, superficial, pero ¿para qué sirve dar un sentido a lo insondable? Aquí dentro, entre las paredes de este hospital, todos más o menos se han hecho esa pregunta. Muchos seguramente han dejado ya de interrogarse. Ya han atravesado la fase de los puñetazos contra las paredes, los gritos y los llantos desesperados. Ya han pasado muchas noches insomnes, de búsquedas en Internet, de palmaditas en la espalda de los amigos más íntimos. Y ahora están combatiendo con uñas y dientes, porque no importa el motivo por el que se está en guerra. Importa solo que se está en guerra, es necesario arremangarse y hacer el salto al vacío más valiente de toda la vida. Sin saber si nos ahogaremos o si saldremos a flote, pero es un riesgo que hay que correr. Porque el tiempo malgastado llorando cuando descubres que eres el soldado elegido, no te lo devuelve nadie. Cada segundo es fundamental, cada instante es precioso para poder jugar con antelación y tratar de ganar. No existen otras tácticas excepto la de correr rápidamente y tener la valentía de hacer muchos kilómetros sin pararse a recobrar el aliento jamás. Sin rendirse jamás.

    Sucedió hace unos días. En una tarde de febrero de mis veintiún años. Volvía de una clase en la universidad. Quien se asomó a la puerta fue mi madre.

    — Hay algo que tengo que decirte.

    Mi madre es una mujer fuerte. Tal vez la más fuerte que conozco, hasta tal punto que a menudo me da la impresión de que es inquebrantable. Afronta los problemas de frente, con la mente siempre lúcida y racional y consigue encontrar una solución para todo, analizar el obstáculo y superarlo. Mis amigas dicen que me parezco a ella, que tengo un cerebro de adulta y que soy la más fuerte de todo el grupo. No sé si es verdad, aunque querría con todo mi ser que fuese así.

    Pero en aquella ocasión su voz estaba rota por la emoción, sus ojos hablaban por ella. Me estrechó la mano, cerrando su puño en el mío. Y apretaba fuerte, fuerte, sin dejar mis dedos, enlazándolos en los suyos. Luego me abrazó y, tratando de conservar la máxima serenidad, dijo:

    —Todo irá bien, tesoro.

    Sabía que había entendido de qué se trataba. Siempre ha sido así entre

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