Desde que estoy presente en la luz
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"Cualquier necesidad o carencia será paliada para que tu nuevo ciclo te lleve a un estado permanente de armonía y paz.
Alcanzando esta sabiduría interior, no deberemos temer nada cuando llegue la confusión.
Por eso, las puertas de los universos se irán abriendo para que los seres de este nuevo mundo puedan alcanzar planos más elevados, razón por la que todos nosotros podremos llegar a ser grandes seres de luz y amor.
Nuestro destino está marcado. Llegará el día en que comprenderemos la razón de vivir. Entonces será cuando realmente comenzaremos a comprender la verdad existencial."
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Desde que estoy presente en la luz - Francesc Martínez Fonts
Prólogo
Cuando alguien se va y te deja un encargo, hay que cumplirlo. Ves su ordenador apagado, sus notas sobre la mesa en esa penumbra del despacho. Él ya no está para pedir tu opinión sobre lo que escribía en sus ratos libres. Es una ausencia que sigue presente. Y le debía un prólogo.
Desde hace mucho tiempo, esperaba que me viniera la inspiración. Pero no llegaba, hasta que esa noche descorrí las cortinas de ese despacho en penumbras y me iluminó una luna que estaba cruzando el cielo.
Prendí la luz y el ordenador, y comencé a teclear en el viejo PC de mi marido para decir que este libro está escrito por una persona que ya no existe en este plano corporal, pero que en un momento de su vida sintió un encargo: el de redactar lo que tenéis entre vuestras manos, supongo que en el momento justo y necesario, como diría él; y que será leido por las personas que tengan que leerlo.
En la ventana, la luna seguía cruzando el cielo y estas breves palabras me eran dictadas mientras las escribía. Porque así es la vida. ¿Cuesta entenderlo, verdad? Una afirmación tan simple y que se tenga que estar tan evolucionado para comprender su PLENO significado.
A veces las letras son espinas y la pasión son flores.
Espero que estas líneas os sirvan para que os guíen en vuestras vidas, tal y como han ayudado mi existencia.
La misión que se me encomendó se hará realidad en el momento en que cada uno de vosotros descubra la obra de una persona que tuvo el encargo de transmitir un mensaje de luz. Espero que os sea útil para salir de la oscuridad, que esta lectura sea una guía personal para vuestra evolución. Espero que así sea y que podáis superar todas esas oscuridades que sobrevuelan nuestras almas.
Me gustaría que este libro estuviera dedicado a todas esas personas que se cruzaron y compartieron su vida y le quisieron de alguna manera. A todos ellos, que Dios los bendiga.
Paquita Muria
Primera parte
El lago del amor
1
Recuerdo con nostalgia los momentos felices de mi infancia que viví con la familia y los amigos: los juegos, las risas, la inocencia de aquel momento de mi vida... y los sueños. Yo era un niño con mucha imaginación, quizá más que los demás, pues, sin saberlo, estaba canalizando mi propia energía interior. Una de las cosas que más me gustaba era escuchar a la gente de mi entorno. Lo pasaba muy bien en las reuniones de los padres y de otras personas mayores. Hablaban de sus problemas, de sus inquietudes ante la vida dura que muchas veces les tocaba sufrir. Y era entonces, sobre todo, cuando sentía algo diferente dentro de mí. Me veía como el salvador de todos sus males. Deseaba incluso que sus dolencias vinieran a mí y así se lo pedía a Dios.
En parte, se me concedió ese deseo, pues mi vida ha sido un verdadero calvario de accidentes y enfermedades desde muy joven. La más importante de ellas me ha hecho padecer los peores infiernos del dolor físico, un sufrimiento que no le deseo a nadie. Pero, como alguien dijo una vez, no hay mal que por bien no venga, porque la propia enfermedad me condujo hacia mi interior.
También recuerdo de mi infancia los engaños a mi madre. Ella venía a despertarme para ir al colegio, pero a mí no me hacía ninguna gracia porque no me sentía a gusto allí. Los maestros de aquella época eran muy duros con nosotros. Nos golpeaban con reglas y bastones; y sentía temor, aunque mi conducta en la escuela era impecable. Además, no se me daban bien los estudios. El propio miedo provocaba que mi mente se bloqueara. Entonces le explicaba a mi madre que no me encontraba bien y ella consentía que me quedara en casa. Después, una vez pasada la hora de entrar en la escuela, me levantaba de la cama, le decía que me sentía mejor y le pedía que me dejara salir a la calle. Normalmente me daba permiso, porque era un niño enfermizo y ella se creía en la necesidad de mimarme.
Cuando salía, caminaba hasta el final de la calle para alcanzar mi rincón preferido de la ciudad de Amposta. Allí discurría majestuoso el río Ebro, a pocos kilómetros de su desembocadura en el mar. Por aquel entonces, en los años sesenta, era un lugar paradisíaco y la gente se bañaba en las aguas sin temor a la contaminación. No conocíamos el significado de esa maldita palabra. Ahora todo está mucho más degradado. Pero la evolución es imparable y debe seguir adelante, aunque sea dirigida por seres inconscientes del daño que producen.
Mientras el resto de niños de la ciudad permanecían sentados en los pupitres de sus aulas, yo estaba encaramado en un muro sobre el cauce fluvial. Desde allí divisaba un bello panorama. Los días eran claros y la temperatura agradable; y corría una brisa que me acariciaba todo el cuerpo. El azul del cielo, el dorado del sol, el verdor del paisaje... ¡Qué belleza! ¡Qué sensaciones! Era consciente del trasfondo que había en todo aquello: en esos momentos estaba meditando, estaba reconduciendo mi ser hacia lo más profundo y, a la vez, hacia lo más elevado de mí mismo. Un impulso, una fuerza superior a mí, me hacía vivir aquel ciclo de vida que me daría la base para comenzar mi andadura interna.
También recuerdo a una señora de edad avanzada que vivía cerca de ese lugar. No podía reprimirse y venía a mi encuentro cuando me veía sentado allí, contemplando aquella maravilla de paisaje. Siempre me preguntaba por qué no estaba en la escuela como el resto de niños. Aseguraba que aquellas no eran horas de estar vagabundeando. ¡Qué vergüenza me hacía pasar! ¿Por qué no me dejaba tranquilo, si yo no me metía en su vida? Después, de mayor, la pude comprender. En su lugar, hubiera actuado del mismo modo.
Iba creciendo sin ser consciente de lo que me aguardaba, de lo que viviría años después. El entorno social que me envolvía estaba programado para llevar una vida clásica, sin demasiados cambios. Nos educaban para convertirnos en personas responsables, siguiendo unas pautas preestablecidas. Los tiempos eran los que eran, y la gente estaba encorsetada por aquel entorno gris y de pensamiento único. Soñaba con poder hablar de mis cosas internas, pero era inútil. Por mucho que me empeñara, los demás, incluida mi propia familia, no lograban entenderme. Así que, después de dolorosos fracasos, desistí. Durante unos años me dediqué a escucharles, intentando comprender sus argumentos y proponiéndome ser como ellos.
Para mí era muy duro, pero no tenía otra alternativa si no quería quedarme fuera del contexto social. Sé que algunos podéis pensar que estoy exagerando, pero os aseguro que en las ciudades pequeñas ocurrían estos hechos; supongo que en las capitales de provincia todo era más fácil.
Los días transcurrían y, como buen observador, no dejaba de mirar continuamente en mi interior, que era donde me sentía más a gusto. El exterior me parecía superficial y allí no me encontraba a mí mismo como ser. Ahora entiendo, mientras escribo, que los ciclos son para vivirlos y aceptarlos, aunque desde la disconformidad podamos rectificar algunos aspectos. No era fácil, por supuesto, y los que vivisteis aquella época sabréis comprenderme. Pero no debemos rendirnos cuando surgen problemas, porque son obstáculos a superar en nuestra continua y eterna evolución. Mirar atrás no es bueno si nos quedamos anclados en el dolor, como tampoco es bueno mirar al futuro con dolor. Entonces, ¿qué hacer? os preguntaréis. La respuesta es muy sencilla: debemos aprender a vivir el presente eterno.
Una de las cosas que me gustaría explicar es que mis padres, aunque eran católicos, no influyeron para nada en mí, ni en ninguno de mis dos hermanos, en temas religiosos. Mi madre decía que creía en Dios. En cambio, mi padre afirmaba que para él tan sólo la fuerza y la energía del sol nos daban la vida; en cierto modo los dos tenían razón. En nuestra familia, los razonamientos siempre eran de respeto hacia los demás y hacia nosotros mismos.
A los seis años tuve una experiencia tremenda. En aquella época vivíamos en un piso de alquiler muy pequeño y antiguo, donde no había ducha ni agua caliente. (Permanecimos en él hasta que pudimos comprar uno mejor, cuando mi hermano mayor y yo empezamos a llevar un sueldo a casa.) En él ocurrió algo que me marcó profundamente. Era de madrugada; no recuerdo exactamente la hora porque no tenía reloj. Me desperté con mucha sed. Me levanté a oscuras para no despertar a nadie y salí al comedor, del que me separaba una simple cortina. Después de tomar unos sorbos de gaseosa, regresé a mi cama. Cuando separé la cortina para entrar en la habitación, descubrí con asombro que estaba completamente iluminada y no era por la bombilla del techo, que continuaba apagada.
Era una luz diferente, muy especial, tenue y dorada. Pero lo más curioso e impactante era su origen. He pasado cuarenta años de existencia en este planeta y aún, cuando lo recuerdo, lo sigo viendo como aquel día. Incluso me invade la misma sensación de sorpresa y miedo a la vez, porque aquella maravillosa luz surgía de un cuerpo, situado sobre mi cama; de él emanaban sutiles rayos que iluminaban la estancia.
Como podréis imaginar, acto seguido de ver aquel espectáculo comencé a gritar desesperado, asegurando que en mi cama había un hombre. Mi madre se levantó asustada y encendió la luz del comedor y de la habitación. Lamentablemente, no vio nada parecido a una figura humana. Tras pedirme que me calmara, asegurando que todo estaba en orden, consiguió tranquilizarme y me volví a dormir. Pero nunca en mi vida olvidé aquella aparición. Más adelante os contaré algo al respecto; tan sólo os avanzo que se me volvió a revelar aquel maravilloso ser de luz y amor.
A medida que me hacía mayor, mis inquietudes internas iban creciendo en mi maravilloso pero duro camino de evolución personal. Cada vez me preguntaba más cosas sobre el infierno y el paraíso, dos lugares comunes en nuestro imaginario de entonces. La sociedad de aquella época estaba todavía bajo la influencia de la religión católica que nos había condicionado a una vida llena de pecados, demonios y castigos divinos.
Siempre recordaré lo que me ocurrió en el huerto de mi padre mientras trabajaba con un calor terrible. Era verano, el maizal tenía una gran altura y no corría la brisa. Estaba completamente sudado y agotado, y me senté para descansar un poco. Mientras secaba el sudor de mi cuerpo, tuve una visión de esas que nos vienen a los seres sensibles de vez en cuando. Vi con total claridad que el infierno, tal y como lo describen algunas religiones, no existía. Lo comprendí sin ningún esfuerzo por mi parte; era como si recordase algo que ya sabía.
Me encontraba una y otra vez con la barrera de la falta de comunicación con los demás. Hasta que entendí que, si a mí me costaba asimilar algún aspecto de la vida, a ellos les ocurría lo mismo. En definitiva, aprendí que no se puede forzar a nadie a entender nada, puesto que cada uno de nosotros tiene una forma individual y muy personal de interpretar el mundo. Mientras, seguía buscando respuestas a mis inquietudes más profundas; y cuanto más las deseaba, más tardaban en llegar. Quizás era mi impaciencia la que me estaba jugando una mala pasada.
En todo caso, fuera lo que fuera, sentía una gran necesidad de saber, de beber en la fuente del conocimiento y de la sabiduría, y pedía a Dios que me concediera ese don. No entendía la clase de vida que me estaba organizando aquella sociedad. No podía asimilar tanta superficialidad. A mí me encantaba hablar de cosas trascendentales.
Un día, en el huerto de mi familia, viví la experiencia que cambió el rumbo de mi vida. Allí había un pequeño lago, donde mi padre nos prohibió bañarnos porque desconocía su profundidad. Según nos contaba, en él podía habitar un monstruo que nos devoraría. Yo pensaba que nos mentía para que le hiciéramos caso y poder quedarse así más tranquilo. Lo cierto es que consiguió su propósito. Pero una tarde hacía tanto calor que, con mi hermano mayor, nos cuestionamos por qué tener tanto miedo a algo que nadie había visto. Así que acordamos tirarnos al agua para refrescarnos del calor y del sudor que sufríamos. Entonces, cuando estábamos a punto de entrar en el lago, saltó un enorme pez sobre su superficie y salimos corriendo. Nos quedamos de piedra. Nos miramos y juramos que nunca más intentaríamos bañarnos allí. Pero eso no fue todo.
El verano siguiente, cuando tenía doce años, me encontré en la misma situación. Estaba agotado y sucio por el trabajo en el campo y me planteé ir al lago a refrescarme. Lo pensé y sentí un estremecimiento. A pesar de todo, y sin olvidarme del juramento que hice con mi hermano mayor y del gran peligro que me podía acechar, decidí echarme tan sólo un poco de agua por encima del cuerpo, que me alivió y me dio un placer inmenso. Estaba fresca y limpia, pero no se podía divisar el fondo del estanque porque, a partir de medio metro de profundidad, todo era oscuridad. Después, me senté en la orilla para descansar y recobrar fuerzas. Las tareas en el huerto eran muy duras, pero me gustaban.
Entonces me ocurrió algo insólito: sentí en mi más profundo interior una voz que me decía:
—Mira bien este lago. Lo estás contemplando desde hace muchos años, sintiendo la necesidad de poderlo explorar, de saber qué contiene y qué es lo que realmente existe en él. No tengas miedo a sus aguas profundas. Sé valiente y penetra en ellas, porque es muy posible que encuentres las respuestas que tanto sueñas tener.
La voz era clara, dulce, suave y profunda. Nada en ella me hacía sentir desconfiado o temeroso. Todo lo contrario; al mismo tiempo que la escuchaba notaba en mi cuerpo una sensación de paz. Era como si algo, una energía, un sentimiento muy profundo, me estuviera protegiendo de mis miedos e incluso del fuerte