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El Cazador de la Mente Subconsciente
El Cazador de la Mente Subconsciente
El Cazador de la Mente Subconsciente
Libro electrónico130 páginas1 hora

El Cazador de la Mente Subconsciente

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Información de este libro electrónico

Todos tenemos una historia y una negación en nuestras vidas que buscamos ignorar u olvidar; sentimientos y reacciones que no entendemos, así como personas que nos activan heridas De las que no estamos conscientes. El cazador de la mente subconsciente nos permite acceder a nuestra historia personal a través de la historia de María para sanar y liberar ese mundo interior desconocido que nos mantiene atascados y frustrados en la vida y nos provee de herramientas y casos prácticos para tomar consciencia e iniciar un proceso de crecimiento y reprogramación de mente subconsciente.

Diseño de portada realizado por la diseñadora gráfica Brunil Romero.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 nov 2020
ISBN9781643346373
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    El Cazador de la Mente Subconsciente - Elia Azulel

    El cazador

    Cuando estás desesperado

    y te sientes acorralado

    un volcán de palabras

    por tu boca se desborda,

    un sentir equivocado

    que a otros destruye,

    llega y perturba tu alma

    y te roba la calma,

    y tu corazón reboza

    de lo que en silencio escondes

    pues el temor te lleva al cultivo

    de la mala hierba

    en tu jardín tan querido;

    pero qué cosa tan rara

    la naturaleza humana

    que busca la aceptación

    a través de una activación,

    buscando el amor sin saber

    que lo que siembra es rencor,

    que se disfraza y se niega

    a disfrutar de la paz que se alcanza

    por agradecer nuestra libertad con mucho fervor.

    Libertad confundida

    y por muchos reprimida,

    pues la capacidad de expresar

    tu esencia y tu verdad

    la ves como una debilidad,

    como un defecto

    que te quita lo perfecto.

    ¡Qué ironía de la vida

    cuando lo perfecto es esa esencia

    que llevas muy adentro!

    Cuando lo has cubierto

    con mucho veneno

    para que otros

    nunca lleguen a conocerlo,

    cuando te has mentido a ti mismo

    y te has perdido en un mundo de ciegos.

    Ciegos que ven y nunca observan

    pues su necedad nunca los deja,

    ciegos que caminan

    tropezando con su propia sombra

    y sienten que esta los acosa,

    ciegos que confunden el día con la noche

    y que solo creen en su mente,

    ciegos que olvidaron

    que el éxito en el mundo material

    es consecuencia de mantener contacto

    con su propia infinidad.

    En aquel amanecer de julio, cuando el sol asomaba su tibia y vibrante energía, Azulel, acompañada por la soledad, contemplaba en el horizonte la sutil incandescencia de los primeros rayos del sol.

    Sentada en la fresca arena de una playa en San Diego, sintiendo el suave movimiento de su cabello mientras era acariciado por la brisa cálida, Azulel, como en un acto ritual, abre aquel atesorado libro que siempre la acompaña, para leer valiosos testimonios de vida, que representan la extensión de su propio y nuevo ser, y que en algún momento fueron fuente de su propio crecimiento. Y en ese mismo instante escucha junto a las olas, el vaivén de sus pensamientos: «Qué sensación placentera y que calma me produce la frescura de esta brisa en mi cara, pero no puedo explicar con palabras lo que siento cuando toca mi esencia y mi alma. La brisa es parte de mí y yo de esta, definitivamente es una experiencia indescriptible».

    Con su rostro iluminado por la paz, tomaba una profunda bocanada de aire fresco, sintiéndose realizada y orgullosa de sí misma, pues luego de mucho pensar, ya había descubierto que ella era parte del todo.

    Para Azulel, las quejas, las críticas y la envidia eran comportamientos y sentimientos comunes, para ella todos lo hacían, algunos más que otros, pero lo hacían. Estaba convencida que el sufrimiento y el resentimiento era algo intrínseco y natural de la existencia humana: «Yo era parte de ese mundo incambiable y no imaginé que existiera otra forma de experimentar la vida. Era inevitable convivir con mis recuerdos y demonios. Mi existencia estaba condenada al fatalismo, debía lidiar con esa realidad toda mi vida. Creía que era imposible y que me estaba negado vivir en paz y con amor en mi corazón». Esa quieta mañana pensó que la libertad y el goce de sentirse completa, no tenía precio.

    En un instante su mente la trasladó a otra época de su vida cuando sentía que no era lo suficientemente buena para algo, ese estado del ser era cotidiano para ella, sintió tristeza y aflicción.

    Entonces advirtió la presencia de una joven, quien acostumbraba a correr en la playa, todas las mañanas. Pero esta vez, no lo hacía, caminaba solitaria, con sus hombros caídos: «Por alguna razón reconozco esa actitud». Pensó, mientras miraba a la joven: «Recuerdo que en mi infancia conviví mucho tiempo con una mujer a quien le parecía injusto e insoportable la responsabilidad de criar y cuidar a una mocosa, en vez de disfrutar de su juventud». La mocosa era Azulel y la mujer a la que se refería, era su hermana mayor.

    Como en una especie de confesión, sus pensamientos se desahogaron con su propio ser e hizo una remembranza de su niñez: «Recuerdo claramente que yo quería comprar el amor y atención de mi madre, ayudando en los quehaceres y responsabilidades del hogar, me desvivía para que ella no se distanciara de mí, sin embargo, lo hizo, me apartó de su vida».

    Azulel se sintió triste y desprotegida, como un ser residual, evitaba mostrar esos sentimientos, como quien oculta un pecado cometido, y asumió una actitud para lograr algo de reconocimiento de su progenitora:

    —Me disfracé de hija y hermana perfecta.

    Ahora entiende que ese disfraz, no la reconfortó, solo fue un personaje que representó para visibilizarse y complacer a su madre y a su hermana mayor, a quien reconocía como otra madre más.

    Azulel pensaba en su infancia, mientras mantenía su vista en aquella joven de hombros caídos. De repente esta se detiene y sucumbe, dejando caer su cuerpo hasta que sus rodillas tocaron la arena de la playa: La escucho sollozar, siento su dolor y desasosiego. La joven caminante lloró tanto hasta que su cuerpo sintió cansancio. Sus abundantes lágrimas se disolvieron entre la bruma de las olas que llegaban a la orilla. Cuando notó el torrente de sus lágrimas cedieron, Azulel decidió acercarse con la intención de hablarle, reconfortarla de alguna manera, pero dudaba, pues nunca había conocido a alguien con la disposición de escuchar en medio de una crisis emocional o de una borrachera, empero, decidida a ayudarla caminó lentamente hacia ella:

    —¿Te ayudo? —preguntó.

    La chica, mirándola le respondió:

    —Dentro de tres meses recibo mi título universitario en psicología, ese fue mi primer pensamiento esta mañana cuando me desperté, además estoy feliz de no tener piedras en mi zapato. Soy María García.

    Luego de ese acercamiento y presentación ambas mujeres conversaron. Azulel prestó toda su atención para escuchar su historia de vida.

    María García recibiría ese diploma, luego de invertir mucho esfuerzo y dedicación, estudiando en la escuela, mientras cumplía noches de trabajo como recepcionista en uno de los hoteles más lujosos de la ciudad. Siempre mantuvo una actitud de cordialidad ante los clientes y visitantes del lugar, aun cuando dicha amabilidad no fuera recíproca. Ella mencionaba que simplemente guardaba silencio y cumplía con su trabajo de una manera sobresaliente. Siempre estuvo comprometida con ese trabajo que le resultaba muy conveniente, pues le permitía estudiar y cumplir con sus tareas universitarias. Vivía enfocada. Cuidaba de su alimentación, se ejercitaba correctamente, ingería vitaminas, tenía pocas amigas para evitar distracciones que pudieran arruinar el logro de sus metas y, por ende, de su futuro.

    Lo último que María deseaba era terminar como Rocío o como su hermana mayor, quien, obligada a asumir el rol de segunda madre de María, se cansó y se auto excluyó de la familia, por negarse a perder su juventud, criando a aquella mocosa.

    María se abstrae por un momento, como quien se sumerge profundamente en su propio mar de pensamientos. Luego de una pausa, le pregunté a María:

    —¿Quién es Rocío?

    —Mi madre —respondió.

    Comentaba que Rocío diariamente estaba en la cocina preparando la comida y lavando platos, comportándose como quien no merecía mayores logros en la vida. Agradece a Dios por sus hijos y por un esposo, quien pagaba por un techo y por las necesidades materiales y manutención familiar del día a día. Aunque María amaba profundamente a su madre, estaba consciente de la desvalorización en la que ella vivía, admiraba la gratitud que expresaba diariamente por lo mucho o lo poco que poseía. No entendía si era producto de la vida tan limitada que ella vivió durante su infancia o era el resultado de la relación desarrollada con Dios como protección ante la violencia vivida con su primer esposo alcohólico, es decir, el padre de María.

    María vivía en un pequeño apartamento sin lujos ni comodidades, solo lo necesario para lograr sobrevivir su etapa de estudiante.

    Dos veces por semana, visitaba a su madre y a sus dos medios hermanos, Mariana de 12 años y Javier de 16 años, quienes eran hijos de su padrastro Joaquín. Para ella era muy importante mantener contacto con su familia y aprovechar

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