Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Vivos hasta el final: Reflexiones sobre el último tramo
Vivos hasta el final: Reflexiones sobre el último tramo
Vivos hasta el final: Reflexiones sobre el último tramo
Libro electrónico262 páginas4 horas

Vivos hasta el final: Reflexiones sobre el último tramo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Serie de ensayos sobre el envejecimiento y la muerte, escritos por la autora estadounidense Susan Moon, practicante de budismo zen desde hace más de cuarenta años. Una visión realista y empática de distintos aspectos de esta etapa de la vida, que no cae ni en el dramatismo ni el endulzamiento.
IdiomaEspañol
EditorialMaitri
Fecha de lanzamiento3 oct 2023
ISBN9789568105297
Vivos hasta el final: Reflexiones sobre el último tramo

Relacionado con Vivos hasta el final

Libros electrónicos relacionados

Brujería para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Vivos hasta el final

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Vivos hasta el final - Susan Moon

    Título original: Alive Until You´re Dead

    Susan Moon

    © Shambhala Publications, Inc. 2022

    Ilustración de la portada: FoxyImage/Shutterstock.com

    Diseño de la portada y del interior: Kate E. White

    Foto de la página xv: Jeannie O´Connor

    Foto de la autora en la contratapa y en la página 221: Vickie Leonard

    Foto de la página 222: Sandy de Lissovoy

    De esta edición: Vivos hasta el final

    © Editorial Maitri

    Traducción: Teresa Gottlieb M.

    ISBN: 978-956-8105-28-0

    ISBN digital: 978-956-8105-29-7

    Santiago de Chile, julio de 2023

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida por ningún medio, ni electrónico ni mecánico, incluidas las fotocopias y las grabaciones o cualquier sistema de recuperación y almacenamiento de información, sin la autorización por escrito de la editorial.

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Para Noah y Sandy

    —ya no jóvenes, pero no viejos todavía—,

    que trabajan, aman y crían a sus hijos

    en algún punto entre el nacimiento y la muerte.

    Índice

    Introducción

    Esfuerzo entusiasta

    Juntas en el umbral

    El monasterio, un lugar para dejar de tomarme muy en serio

    Haz de tu cuerpo un reloj de sol

    Aprender a sentirse satisfecho

    También seremos antepasados

    La amistad, un lazo a toda prueba

    ¿Seré yo la maestra que buscan?

    De ida y de vuelta

    Seguir queriendo

    ¿Despertaré alguna vez?

    Sutra del diario de la abuela

    Algunas prácticas favoritas de contemplación de la muerte

    Amigas que ordenan

    Los seres sintientes son infinitos, hago el voto de liberarlos a todos

    Lo más importante

    Lágrimas

    El plazo ineludible

    Agradecimientos

    Referencias

    Sobre la autora

    Introducción

    No sabes cuánto vas a vivir. Solo sabes que vas a morir, aunque parezca irreal. A medida que envejeces, los que quieres empiezan a morirse y eso te hace sufrir. Tomas conciencia de tu mortalidad. Reconoces la impermanencia de todo lo viviente, quizá incluso de la especie humana, y te das cuenta de lo impresionante que es estar vivo. Te sientes feliz por la conexión con algo que está fuera de ti. Intuyes a qué se refería el maestro zen Dogen cuando, hace novecientos años, dijo: «El universo es el verdadero cuerpo del ser humano».

    Actualmente, me preocupa mucho menos que antes envejecer, porque nos preocupamos por lo que aún no ha pasado y no solo ya soy vieja, sino que llevo muchos años envejeciendo. Ya tengo prótesis de titanio en las rodillas, implantes de silicona en los ojos y ahora, por extraño que parezca, camino y veo mejor que hace veinte años. Pero el resto de mi cuerpo, todo el original, no ha mejorado en la última década y lo más probable es que el deterioro continúe. Ahora entiendo que luchar contra la vejez es una pérdida de tiempo y dejar de hacerlo es un enorme alivio. Mi visión es más amplia y no por los implantes en los ojos. Aunque mi futuro es cada vez más limitado y los días pasan cada vez más rápido, me sucede algo curioso. De hecho, cada instante es más pleno que los instantes de los años anteriores.

    Un día, cuando tenía unos ocho años, convencí a mi mejor amiga que sería entretenido perdernos adrede para descubrir qué se siente cuando uno está perdido. Sentía curiosidad por saber cómo era eso. En los libros y en los cuentos de hadas, era común que los niños se perdieran y se encontraran de pronto en un mundo imaginario. Yo también quería conocer otros mundos y mi amiga estuvo de acuerdo con mi plan. Mis padres me dejaban ir y venir por el barrio, un barrio tranquilo y residencial donde conocía a los vecinos y ellos me conocían. Les dije que íbamos a jugar y partimos. Era una mañana soleada y las calles estaban silenciosas, casi sin autos. Al final de mi manzana, doblamos y seguimos caminando en zigzag y en círculos por calles desconocidas, calles angostas y callejuelas, decididas a no mirar atrás ni estar pendientes del camino recorrido, aunque me daba cuenta que íbamos de bajada. En un lugar por donde pasamos, había folletos satinados con propaganda electoral desparramados en la vereda y recogimos algunos, pensando que podían ser interesantes. Pasamos de un barrio con casas separadas a otro en el que había casas para dos o tres familias. Estábamos juntas y estábamos entusiasmadas. Después de un rato, nos detuvimos y miramos alrededor; ya no sabíamos dónde estaban nuestras casas. Habíamos logrado lo que nos propusimos: ¡estábamos perdidas! La adrenalina me hacía sentir todo con más intensidad. Percibía el agradable olor a tostadas de las hojas de arce secas en la boca de la alcantarilla. Veía girar el cielo por encima de nosotras, entre los techos desconocidos que se extendían a los dos lados de la calle. Estaba perdida, pero ahí estaba. Sin ninguna duda, ahí.

    Mi amiga y yo éramos exploradoras, con todo el miedo que debíamos tener o quizá incluso un poco más. Dejándonos guiar por el instinto, nos echamos a caminar cuesta arriba. Ya empezábamos a sentir que llevábamos mucho tiempo caminando y a pensar en nuestros padres. ¿Se habrían dado cuenta que habíamos desaparecido? Seguimos caminando hasta llegar finalmente a una calle conocida; después de eso, no nos costó nada volver al punto de partida. Cuando nos íbamos acercando a mi casa, vimos en la terraza a nuestros padres —a los cuatro, uno al lado del otro— buscándonos con ojos atentos. Estaban preocupados y enojados, y habían llamado a la policía. Mis padres me dijeron que no podía volver a salir sin avisarles. Como castigo, me prohibieron asistir esa tarde con toda la familia a una exposición canina en el Madison Square Garden.

    Perderse adrede puede parecer una curiosa manera de encontrarse a sí mismo, pero seguramente eso es lo que hacen los exploradores. A esta edad, sigo siendo curiosa como cuando era niña, aunque ahora a veces me pierdo sin querer, y este es un libro sobre mis búsquedas. En estos ensayos hablo de la constante comprobación de estar viva. Aunque hago algunas referencias al zen, es evidente que los lectores no tienen que ser budistas para leerlo. Muchos de mis amigos y familiares más queridos tampoco lo son. Era un ser humano mucho antes de ser budista y sigo siendo más humana que budista. Soy curiosa por naturaleza y he pasado toda la vida preguntándome qué significa ser humano. Ahora me pregunto qué es ser un viejo que se va a morir; qué sentido tiene la vida si nos vamos a morir de todos modos.

    Esas preguntas pueden sonar deprimentes, pero no lo son. Son preguntas inspiradas por una gran curiosidad. Siempre he sentido curiosidad por lo que nos rodea; por saber cómo una araña puede tejer la tela que usa para colgarse o por cómo sería vivir en una casa construida sobre pilotes. Las dificultades también han contribuido a mi curiosidad. Años atrás, cuando sufría de mucha ansiedad, un terapeuta me preguntó: «¿Podrías sentir curiosidad por lo que te pasa?». Es un buen mantra, que ahora me repito en los buenos y en los malos momentos. ¿Puedo sentir curiosidad por lo que me pasa?

    Cuando era joven, mis aventuras eran de otro tipo: me encantaba ir a lugares desconocidos, conocer a sus habitantes, y comprobar una y otra vez que no había fronteras. Descubrí formas maravillosamente diferentes de ser un ser humano que podían coexistir perfectamente.

    A los dieciséis años, estuve en un campamento para adolescentes organizado por los cuáqueros en una reserva indígena de Dakota del Norte, en el que, supervisados por ancianos de la tribu mandan, ayudamos a construir una cabaña tradicional de adobe. Cuando estudiaba en la universidad, pasé un verano trabajando como voluntaria en Johannesburgo, donde me acogió una pareja de blancos muy valientes que luchaban contra el apartheid. En el siguiente verano viajé a Misisipi con otros voluntarios del norte de Estados Unidos para participar en el movimiento por los derechos civiles de los negros. En esos viajes, recibí mucho más de lo que di y esas experiencias me dieron una perspectiva más amplia de la condición humana.

    Me casé, tuve dos hijos y, después de divorciarme, los crié sola durante muchos años. Ellos me dieron estabilidad y me habría gustado ser más estable de lo que fui para ayudarles. Seguí tratando de ampliar mis horizontes y, algunas veces, me acompañaron en mis aventuras. Una vez, acampamos a orillas de un lago en la Sierra Nevada, donde comimos avena instantánea en tazones para senderistas mientras veíamos como el sol teñía de dorado la cara rocosa de la montaña. Mis hijos le dieron un enorme sentido a mi vida, enseñándome a querer una y otra vez, dándome una y otra oportunidad de hacerlo. Nunca me explicaron categóricamente cuál es el sentido de la vida, porque no les correspondía. Necesitaba seguir preguntándomelo para seguir buscando.

    Mi búsqueda me llevó a la práctica del zen hace más de cuarenta años, cuando mis hijos todavía eran chicos. Después de ellos, el zen se convirtió en el segundo incentivo para serenarme y concentrarme. El zen me invitaba a estar sentada y quieta; me alentaba a buscar dentro de mí. Recurro a Dogen nuevamente: «¿Por qué abandonar nuestro lugar, nuestra propia casa, para perdernos sin rumbo en tierras grises y desconocidas? El Camino está delante de ti. Has recibido la valiosa oportunidad de adquirir forma humana. No dejes pasar tu vida en vano». Entendía de qué hablaba, pero mi espíritu aventurero no desapareció del todo. Le tengo un gran cariño a mi templo y a mi sangha, pero también he participado en retiros y dirigido otros en muchas partes, en una búsqueda interna y externa al mismo tiempo.

    Ha sido la vejez —más que la maternidad o la práctica del zen— lo que ha hecho menos atractiva la idea de viajar a tierras grises y desconocidas. Y, últimamente, la larga reclusión durante la pandemia tuvo el efecto inesperado de demostrarme la tranquilidad que puede dar quedarse en casa. Sigo explorando, pero me estoy convirtiendo en una viajera pasiva como mis abuelos, que fueron grandes trotamundos en su juventud y que, cuando envejecieron, preferían sentarse en un sillón y mirar diapositivas de la India en vez de viajar. Sentada en el cojín o en una silla, en mi casa, en mi barrio y gracias a la tecnología, me traslado a épocas y lugares lejanos. A medida que me acerco al final de la vida, mi mínimo yo se expande y se une al de otros seres en un solo gran ser.

    A través de esta serie de ensayos, quiero compartir con ustedes mi exploración de «la valiosa oportunidad de adquirir forma humana». No les ofrezco una lista de dolores y tristezas, sino las observaciones que he hecho en mis intentos por entender lo que sentimos cuando nos queda poco tiempo de vida.

    Soy el principal objeto de este estudio y, además, describo situaciones vividas por gente que conozco, por lo que es un estudio cualitativo que ojalá tenga sentido para ustedes. No he llegado a muchas conclusiones. Solo puedo decir que, mientras más cerca estoy de la muerte, me siento más llena de vida; mientras más reflexiono en mi mortalidad, menos miedo siento de morir; y, cuanto más envejezco, más fácil me resulta no ser protagónica. Observo la generosidad de otras personas mayores y espero aprender a ser más generosa. Su ejemplo me ayuda a cultivar la empatía.

    En la tradición zen, se llama a meditar a los monjes con el golpe de un mazo en un bloque de madera, que se conoce como han, en el que está escrito «Toma conciencia del magno suceso del nacimiento y la muerte. La vida pasa pronto. ¡Despierta!, ¡Despierta! No desperdicies esta vida».

    Eso no significa que debamos apurarnos. Puedes hacerlo como más te acomode. No tienes que correr a despertar donde ya estás.

    Vivos hasta el final

    Esfuerzo entusiasta

    Cuando mi hijo Sandy tenía cinco años, era un gran hincha de La guerra de las galaxias. Pasó meses haciendo dibujos de sables de luz y era muy común oírlo decir «¡Que la fuerza te acompañe!». Un día me dijo: «Cuando quieres a alguien, sientes que el amor sale del corazón como una línea, como un sable de luz que le hace cariño». Es una imagen que me sigue confortando.

    Según el budismo, un bodhisattva es alguien que se propone liberar a todos los seres del sufrimiento, una tarea nada fácil. Pero el solo hecho de querer aliviar el dolor ajeno de vez en cuando es dar un primer paso para convertirse en un bodhisattva. Y no hay que ser budista para serlo.

    En las enseñanzas budistas se enumeran una serie de virtudes que pueden cultivarse para ayudar a otros a dejar de sufrir. Mi favorita, que estoy tratando de aplicar ahora, es el esfuerzo entusiasta (virya en sánscrito). Es una buena cualidad que se puede cultivar en cualquier etapa de la vida, pero que es muy útil para alguien que ha llegado a una edad en la que ya no es capaz de abrir un frasco. Virya se puede cultivar incluso si nos resulta imposible abrir un frasco de mermelada de damascos. Virya no depende en absoluto de la capacidad física ni de la edad. No soy tan vieja como para no esforzarme, para no entusiasmarme. Si al esfuerzo le sumo el entusiasmo, el resultado es virya, que me imagino como una especie de fuerza vital, similar al chi de la medicina china. Virya es vitalidad, precisamente lo que no tiene un cadáver; es algo que se transmite a los demás, a todo lo que nos rodea, y que nos conecta. Es a lo que se refería Sandy: virya, un cariñoso sable de luz.

    ¿De dónde nace el entusiasmo del esfuerzo entusiasta? Me siento bien cuando no me mido, sino que ayudo a otro sin ponerme límites, pero el hábito me hace dudar y decirme: «¡No te aceleres! ¿Tienes tiempo y energía para hacerlo?». No me preocupa equivocarme; son dudas nada más. En cambio, cuando dejo de hacerme esas preguntas y simplemente actúo, siento un enorme alivio, me abro.

    Mi hijo no es el único que me enseñó qué es virya; también lo hizo mi padre y entendí que el sable de luz puede atravesar cualquier obstáculo. Mis padres se divorciaron cuando tenían unos sesenta años y papá se volvió a casar. Era un hombre fuerte, atlético, que quedó ciego debido a un desprendimiento de retina en los dos ojos poco después de su segundo matrimonio.

    Como si hubiera sido un recién nacido que se encuentra en un mundo desconocido, tuvo que aprender todo a partir de cero. Pero, a diferencia de un recién nacido, entró en este nuevo mundo viejo y ciego. Si uno ha sido una persona vidente toda la vida, tiene que aprender de nuevo a hacer hasta lo más simple, como servirse una taza de té. Recuerdo haberlo visto sosteniendo una tetera con agua caliente en una mano y la taza en la otra, llenándola con un dedo curvado en el borde para darse cuenta cuándo ya estaba llena. Ese nuevo comienzo exigía constancia y valentía, y mi padre tenía esas dos cualidades.

    Con su nueva esposa, que era mucho menor que él, tuvo dos hijos que literalmente no vio nunca, pero estaba muy pendiente de ellos. Le descubrieron el cáncer después del nacimiento del segundo, y los niños tenían apenas cinco y siete años cuando murió. Ahora son adultos, y su madre sigue sana y siendo cariñosa, como lo fue desde un comienzo. Su padre no solo estaba ciego, sino que también sufría de mucho dolor en los huesos debido a la enfermedad; pero, a pesar de todo eso, era muy dedicado.

    Lo vi ponerse en cuatro patas para jugar con sus hijos, moviendo a tientas las figuras de animales e imitando el «mu» de las vacas y el «oink» de los cerdos. A veces, la cara se le contraía de dolor, pero eso no le impedía ayudarles a los niños a llevar las vacas al establo para que las ordeñaran.

    ¿De dónde sacaba ese entusiasmo en los últimos años de su vida, estando enfermo, ciego y débil? ¿De dónde puede haberla sacado, sino del amor?

    Virya se puede traducir de muchas maneras fuera de «esfuerzo entusiasta», entre otras como «pasión», «energía», «vigor», «acción correcta», «perseverancia» e incluso «valentía». Sabía que esta palabra tiene muchos matices, pero hace poco un amigo que es un gran conocedor del sánscrito me dijo que originalmente virya no solo significaba «vigor», sino también «semen». ¡Increíble! La palabra latina vir, «hombre», tiene esa misma raíz, al igual que «virilidad», por lo que es una palabra con una marcada connotación masculina. Pero podemos quitarle el carácter masculino y aplicarla a las personas que producen óvulos. El camino del bodhisattva está abierto a los dos sexos.

    Por supuesto que estar sano es una ventaja si lo que uno quiere es sentirse fuerte y entusiasta. Trato de cuidarme, tanto por mí como por los demás, pero a pesar de las vitaminas y los abdominales seguramente me voy a ir debilitando por un motivo u otro. Aunque paso mucho tiempo ejercitando los músculos del tronco en el gimnasio, ya no puedo poner una maleta pesada —mía o de otra persona— en un compartimento superior. El paso de los años y la artritis me han enseñado a ser humilde; hay aspectos de mi estado físico que son incontrolables.

    Por suerte, como lo demuestra el caso de mi padre, virya no depende solo de la salud. Mientras estemos vivos, podemos esforzarnos con entusiasmo. La enfermedad y la vejez no nos privan obligatoriamente de la energía interior. Podemos seguir sintiéndonos totalmente vivos mientras estemos vivos.

    Lo que me da fuerzas es estar en contacto con la naturaleza, sentir la humedad de la lluvia, el frescor del viento, el calor del sol en mi piel. El ambiente me ancla en el presente. Lo mismo me pasa con los árboles y las plantas —por ejemplo, con el olor a alcanfor de los eucaliptus y sus hojas que se mecen en Tilden Park, cerca de mi casa en Berkeley—; con los seres no humanos, como el picaflor que sobrevuela el jazmín y me atrae al presente con su pico puntiagudo. Cuando estoy decaída, una caminata por un bosque o a la orilla del agua siempre me reanima… siempre que consiga superar la inercia y salir.

    Esta mañana iba caminando con una amiga por la bahía de San Francisco cuando, de repente, se nos cruzó una serpiente de piel brillante que medía cerca de un metro de largo. Las escamas de la parte superior estaban dispuestas en un hermoso patrón color café y no tenía un cascabel en la cola, así que no había nada que temer. Antes de esconderse en el pasto, nos dejó mirarla detenidamente. Nos hizo abrir los ojos. «¡Fíjense por donde caminan!», nos dijo, y eso fue lo que hicimos. Sobresaltadas, nos olvidamos de lo que veníamos conversando antes de verla, pero no me importó y disfruté la descarga de virya.

    Cuando tenía setenta años, mis rodillas, que llevaban años quejándose, me empezaron a molestar más que de costumbre y tuvieron que ponerme prótesis en las dos al mismo tiempo. Me operaron seis meses antes del viaje a España que planeaba hacer con una amiga con la idea de recorrer el Camino de Santiago para celebrar sus sesenta años. Los peregrinos han hecho ese recorrido —que se extiende por más de ochocientos kilómetros en España y que culmina en la catedral de Santiago de Compostela— desde el siglo ix y en las últimas décadas también se ha hecho muy popular entre peregrinos laicos. Se tarda alrededor de un mes en hacer esa ruta a pie, pero mi amiga contrató un bus para hacerla en dos semanas, caminando solo parte del trayecto cada día. Antes de inscribirnos, le comenté con preocupación que quizá la operación me impidiera viajar y me contestó que podía hacer todo el recorrido en bus si quería.

    Por estar operada de las dos rodillas, no podía apoyarme en ninguna de las piernas; además, la recuperación fue larga y difícil. Los ejercicios de rehabilitación son dolorosos, porque su principal objetivo es eliminar el tejido blando que produce el organismo para proteger las heridas.

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1