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¿Quién soy?
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Libro electrónico263 páginas8 horas

¿Quién soy?

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Información de este libro electrónico

¿Qué ocurriría si un día descubrieras que el futuro precede al presente?

Todos nos hemos preguntado, alguna vez, quiénes somos, qué hacemos aquí y cuál es la finalidad de la vida.

¿Quién soy? trata de dar respuesta a todos estos dilemas a través de las vivencias de su protagonista, Sofía, y sus conversaciones con dos amigos: Miguel, un artista e ingeniero pragmático versado en «el mundo invisible», y Gloria, una fotógrafa que comienza a cuestionarse su existencia.

Juntos recorrerán un apasionante sendero que los llevará a descubrir las propiedades del tiempo y los orígenes de la humanidad. ¿Qué fue, realmente, lo que sucedió en el jardín del Edén? ¿Qué significó comer del fruto del conocimiento del bien y del mal? ¿Cómo podríamos recuperar la inmortalidad perdida?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 sept 2021
ISBN9788418665462
¿Quién soy?
Autor

Sofía Panero

Sofía Panero es licenciada en Ciencias de la Información. Ha desarrollado su carrera periodística entre Madrid y Asturias, en el ámbito de la cultura y el crecimiento personal. Actualmente vive en Gijón, donde compagina su faceta emprendedora con su actividad literaria.

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    ¿Quién soy? - Sofía Panero

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    ¿Quién soy?

    Sofía Panero

    ¿Quién soy?

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418665936

    ISBN eBook: 9788418665462

    © del texto:

    Sofía Panero

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para mamá,

    Alejandro, Encina

    PREFACIO

    Nunca he dudado de la existencia de Dios, siempre he percibido su presencia. De niña, solía hablar con Jesús y rezaba a diario para salvar las almas del purgatorio. Creía que estaba cumpliendo con un deber sagrado y me sentía especial por ello.

    Siempre supe que mi vida se convertiría en un viaje hacia Dios. Sin embargo, había tantos secretos por desvelar que me sentía abrumada. Tal vez, esa era la razón por la que no sabía qué estudiar. El camino religioso no era mi vocación y todo lo demás se me antojaba aburrido. No quería hacer Magisterio, como deseaba mamá, ni Derecho, como había estudiado mi padre; deseaba vivir, leer, viajar, explorar el mundo en busca de respuestas.

    Una amiga de mi hermana, Valeria, se marchó cuando yo era una adolescente a Londres. No era normal en la España de los setenta, y menos en una ciudad pequeña como Gijón, que una chica se fuera a buscar la vida a otro país, pero Valeria era una rebelde sin causa que tuvo el coraje de salir de lo conocido y enfrentarse a la incertidumbre. Y yo quería ser como Valeria, iría a Londres como ella, viajaría por el mundo en busca de respuestas hasta llegar a mi «Santo Grial».

    Mamá me inculcó que todo lo que un ser humano imaginaba podía hacerse realidad, lo que avivó mi imaginación. Lo había oído en uno de esos programas de radio que ella escuchaba en los años sesenta. Cuando nací, no había televisión y la radio era su pasatiempo.

    Como mamá se había casado muy joven, me alentaba a cumplir mis sueños. En ella tenía la aliada perfecta, aunque en muchos aspectos me convertí en su proyección. Me ha llevado muchos años librarme de la influencia de mi árbol genealógico, creo que aún hoy, después de tantos años, una fina liana invisible pugna por enredarse entre mis pies.

    Cuando comencé este libro, me marqué como objetivo compartir las experiencias que he tenido durante todos estos años de búsqueda incesante, porque cada uno de nosotros, en algún momento, se ha preguntado quién es, qué hace aquí y cuál es la finalidad de todo esto.

    Algunos piensan que no hay más que lo estrictamente tangible, que somos fruto del azar, o bien creen en un Dios que se alcanza a través de dogmas impuestos por aquellos que quieren apartarnos de nuestro verdadero destino. Otros, sin embargo, hemos descubierto que formamos parte de un plan, un sublime y perfecto plan.

    Supongo que para el ser humano no es posible conocer todas las respuestas. No obstante, hay experiencias que cambian para siempre tu vida y tu forma de percibir las cosas.

    Cuando miro hacia atrás, siento que he sido dirigida por esa mano invisible que lo abarca todo. Nada es azar, todo está escrito y, aun así, tenemos libertad. ¿Cómo conjugar todo ello? Pienso que el destino es como uno de esos caleidoscopios con los que jugaba de niña. Todas las piezas están en su interior, así como todos los dibujos posibles. ¿No se trataría, pues, de intentar formar el más bello?

    En ocasiones, la familia, la educación, la cultura del país donde nacemos nos apartan de nuestro verdadero destino. El reto consiste en descubrirlo, despojarse de trajes impuestos y conocerse. Uno no puede ser algo que no es. ¿Acaso un elefante podría comportarse como una mariposa? No podría porque todos sus instintos están ligados a su esencia.

    Nos cuesta saber cuál es el sentido de nuestras vidas. Hay quien descubre su vocación a muy temprana edad, pero la mayoría de los mortales pasan su existencia estudiando o trabajando en lo que les hubiera gustado a otros, casi siempre a sus padres, condenados a una vida infeliz.

    Deepak Chopra, un médico y escritor de origen indio afincado en Estados Unidos, les dijo a sus hijos a muy temprana edad que él pagaría todos sus gastos, sin importar por cuánto tiempo, hasta que encontraran su dharma, su misión en la vida.

    No todos hemos tenido la fortuna de tener un Chopra en nuestro hogar, pero los que llevamos dentro la semilla de la curiosidad nos hemos guiado por el deseo de saber qué hay tras este teatro que es la vida.

    Tras muchos cursos, la lectura de cientos de libros y mis vivencias, he llegado a la conclusión de que todo está en nuestro interior y, en consecuencia, lo que ocurre en el exterior es un reflejo de nosotros mismos. A pesar de ello, cada experiencia ha sido necesaria para aprender.

    CAPÍTULO I

    «El destino es el que baraja las cartas,

    pero nosotros somos los que jugamos.»

    William Shakespeare

    Nacemos y morimos, es nuestra certeza. Caminamos por la vida sin rumbo, sin libro de instrucciones, sin guía. Somos astronautas del tiempo. No sabemos ni adónde vamos ni de dónde venimos. Tal es nuestra ignorancia.

    En mi más temprana infancia no tenía noción del tiempo. Cuando observaba fotos de mi hermana, Encina, se me escuchaba decir: «Mira, yo cuando era mayor». Mamá me explicaba con paciencia que aún no había llegado a esa edad, hasta que un día logró que viera las cosas como todo el mundo; es decir, en un tiempo lineal. Sin embargo, el tiempo no es lineal, como descubrí más tarde; a distinta velocidad, pasado, presente y futuro transcurren a la vez.

    Recuerdo que pocos años después, cuando revisaba en la cama antes de dormir lo que había hecho durante la jornada, solía hacerme preguntas sobre el destino. ¿Qué hubiera sucedido si cuando paseaba en bicicleta en vez de girar a la derecha en esa calle, hubiese girado a la izquierda? ¿No es acaso una simple decisión lo que ha cambiado tantas vidas? Pero lo que me parecía más importante saber era quién determinaba una elección u otra. Es decir, ¿era yo quien elegía o alguien movía los hilos por mí?

    Mamá creía en el destino. «Todo está escrito, Sofía». No me convencían sus palabras. Entonces, para qué estudiar, para qué esforzarse. «Todo lo importante está escrito», precisó un día mamá.

    Imaginaba cómo iba a ser mi vida. Desde luego, deseaba estudiar en la universidad y viajar, el mundo era grande y yo tenía muchas ganas de explorarlo, casi tantas como conocer las leyes que regían nuestros destinos.

    Nací un 15 de diciembre del año 1959 y tuve una niñez privilegiada en el campo, rodeada de naturaleza. En los años sesenta podías jugar en la calle sin peligro. Isabelita, Iñigo, Ramonín y Ralph eran mis compañeros de aventuras.

    A veces acompañaba a mi hermana, Encina, ocho años mayor que yo, a casa de sus amigos. Recuerdo con nitidez los circos que montaban en el jardín de la casa de Georgina. Me quedaba pegada al asiento observando cómo Justo atravesaba aros de fuego. Después, Carlinos hacía el papel de payaso para nosotros, los más pequeños.

    El verano era mi estación favorita, me encantaban esos días cálidos que nos permitían acercarnos a una playa al lado de casa, el Tallerín, donde mamá vigilaba mis pasos.

    Parte del verano lo pasábamos en Ponferrada, donde vivía mi familia paterna. Mis abuelos tenían una casa de dos plantas situada en la parte alta de la ciudad, muy cerca del castillo de los templarios, el cual llamaba poderosamente mi atención. Tía Tere me contó que en la antigüedad los templarios protegían la Tierra Santa y solían representarlos con la imagen de dos jinetes sobre un caballo. «¿Por qué dos jinetes?», me preguntaba.

    Me gustaba sentarme en las rodillas de mi abuelo Gregorio, un ser entrañable, y degustar los espléndidos platos que preparaba mi abuela Teresa, la madrastra de papá y quien lo había criado tras la muerte de su madre cuando aún era muy pequeño.

    El final de mi infancia y la entrada en la adolescencia fueron años más complicados. No entendía a mi familia, las broncas entre mis padres y mi hermana, que salía mucho y estudiaba poco, me robaban la paz. Recuerdo un día, a pesar de mi felicidad innata, en el que sentí una enorme soledad y la certeza absoluta de que había nacido en el seno de una familia a la que no pertenecía.

    Me refugiaba en Jesús y conversaba con él, era mi amigo, mi confidente, mi cómplice.

    Me volví insoportable, echaba de menos a esa niña que cogía margaritas para mamá en el jardín, que esperaba con ilusión a los Reyes Magos de Oriente, que llegaba a casa desfallecida tras jugar en la calle con sus amigos, que vivía intensamente. En realidad, no quería hacerme mayor como deseaban otras niñas, sino permanecer para siempre en el mundo mágico de la infancia.

    Para evadirme, leía sin parar libros de Enid Blyton. Los tenía todos, Los cinco, Los siete, Colección aventura. Mamá estaba encantada, también le gustaba mucho leer. Más tarde comencé con Agatha Christie. Me apasionaba la novela policiaca y de suspense.

    En el colegio me aburría. Me aburrían el uniforme, las clases, las monjas, los ejercicios espirituales, las misas. Mis notas eran mediocres. Sexto de bachiller se me atragantó, fue entonces cuando dejé el colegio y me fui al instituto, donde conocí a Fuertes, mi profesor de Filosofía. Ese encuentro cambió mi vida.

    En aquel entonces no había asignatura que me motivara, solo me importaba el lado lúdico de la vida, desdeñaba las responsabilidades.

    La filosofía se volvió atractiva con Fuertes. Nos hacía pensar con sus preguntas. Uno de los primeros trabajos que nos encargó fue sobre el libro Un mundo feliz de Aldous Huxley. Una sociedad que vivía entretenida y dormida ante un Gobierno global, que lo dirigía todo, y tan ilusa que creía ser libre. ¿No era esa la dirección que parecía estar tomando el mundo en nuestros días? Sin embargo, el libro que de verdad me cautivó fue ¿Qué es la teoría de la relatividad? de L. Landau e Y. Rumer, dos escritores que interpretaban a Einstein con meridiana claridad, la suficiente para entenderlo y disparar mi imaginación. ¿Qué era eso de que el tiempo no transcurría igual en todo el universo?

    Además de un buen profesor, Fuertes era un gran orador. Recuerdo su mirada sagaz tras unas gafas pequeñas. Despertó mi curiosidad, conectó con mi alma, y al volverme inteligente a sus ojos me reconocí, algo muy importante para una joven insegura y tímida que quería ser ella misma, aunque no supiera cómo.

    Fuertes fue una de las personas que creyó en mí y me enseñó a cuestionarlo todo, algo esencial en mi modo de ver el mundo e interpretarlo.

    En mi juventud solía darle gracias a Dios por la felicidad que sentía. A veces, mientras estaba en El Jardín, una mítica discoteca de Gijón donde se pinchaba una música increíble, y escuchaba una canción de esas que te llegaban al alma, como El año del gato o Cowboy de medianoche, salía a la terraza para abstraerme y soñar. En algunas ocasiones pedía a Dios una señal: «Si ahora ponen esta canción, voy a conseguir que fulanito se fije en mí». Siempre he participado de la magia de «lo extraordinario».

    Cuando llegó la hora de estudiar en la universidad, me decanté, tras muchas dudas, por Derecho, como deseaba mi padre. Mi única vocación era conocer a Dios y los misterios que acompañaban a la existencia, pero ese conocimiento no se impartía en ningún lugar. Mi madre me había programado para estudiar una carrera universitaria, era preciso probar suerte.

    Pronto me percaté de lo que mi alma ya sabía: pasé a segundo curso, pero Derecho no era lo mío; constituía un suplicio para mí memorizar leyes y estudiar asignaturas que no me interesaban nada. La aventura terminó cuando repetía segundo. Entonces decidí cumplir uno de mis sueños: vivir en Londres.

    En el colegio había estudiado francés, incluso pasé el verano del 78 en Niza con tía Angelines, la hermana de mamá, que vivía en Francia, donde tuve la oportunidad de practicarlo, pero el inglés era un idioma que desconocía por completo.

    Decidí buscarme un empleo como au pair, una fórmula que te permitía vivir con una familia inglesa, generalmente con niños pequeños, ayudando en las tareas del hogar durante cuatro horas y con las tardes libres para asistir a clases de inglés. A cambio, recibías alojamiento, comida y una pequeña asignación para tus gastos.

    Mi traslado a Londres se convirtió en un máster de cómo buscarse la vida. Lejos de amilanarme, como les ocurría a otras chicas, lo entendía como un aprendizaje. Para encontrar lo que de verdad deseaba, rodé por varios empleos, desde au pair en una familia judía que me mataba de hambre, pasando por una lujosa residencia de ancianos donde trabajé de camarera, hasta que conocí a Lucía, una excéntrica y acaudalada húngara de la alta sociedad, divorciada y madre de dos hijas que me doblaban la edad.

    Lucía vivía sola en un amplio piso, situado en uno de los barrios más exclusivos de Londres, Knightsbridge. Buscaba una estudiante extranjera que la ayudase en casa, ajustándose a las condiciones de una au pair. Cuando acudí a la entrevista, hubo empatía entre ambas, y allí me asenté durante seis meses.

    Era el hogar idóneo para mí, Lucía me trataba como a una hija, podía estudiar sin la complicación de cuidar niños y, sobre todo, disponía de tiempo para el ocio.

    Nos hicimos amigas. A Lucía, que tenía por aquella época unos sesenta y cinco años, le gustaba charlar conmigo y mostrarme fotos de momentos felices de su pasado, sobre todo las de sus vacaciones en Malta y Barbados.

    Se había casado en dos ocasiones. Su primer marido y padre de sus hijas había sido un capitán de la Marina inglesa, su segundo marido, y gran amor, un conocido hombre de negocios. Aún guardaba recortes de los diarios ingleses en los que habían publicado imágenes de ambos enlaces. Sin embargo, unas navidades, su último marido la abandonó. Lucía había intentado suicidarse, cuando la encontró su peluquero, que tenía llaves de su casa, tirada en el suelo de su dormitorio tras haber ingerido una gran cantidad de barbitúricos. Por fortuna, sobrevivió al incidente, aunque le quedó como secuela un ligero tartamudeo en el habla que no le impedía mostrarse como la mujer brillante que era.

    Llené su casa de amigas, alegría y risas, y Lucía se mostraba contrariada y dichosa a partes iguales.

    En el colegio conocí a Carlota, una joven de Valladolid que vivía a unos pasos de casa. Cuidaba de unas primas suyas, Natacha y Sonia, mientras su madre, Corín, una aristócrata francesa de ascendencia rusa muy relacionada con el mundo del arte y las antigüedades, viajaba por negocios. Corín estaba divorciada de un primo de la madre de Carlota, pero eso no le había impedido mantener con la familia de su exmarido una buena relación.

    Guardo inolvidables recuerdos de toda aquella experiencia.

    Comencé un diario con mis vivencias, ya que me gustaba escribir. Fue entonces cuando decidí estudiar Periodismo, pero en Asturias no era factible, tendría que ser en Madrid.

    Lo difícil sería convencer a mis padres. Trasladarme a Madrid ocasionaría unos gastos extras para mi familia y no estaba segura de que aceptaran mi propuesta después de abandonar Derecho. A mamá le pareció buena idea y me prometió convencer a papá. No obstante, tuve que ser yo, en última instancia, a través de una emotiva carta, quien derribara sus barreras.

    Dejar Londres me entristeció porque todavía no dominaba el inglés. Aunque me defendía bastante bien, había desperdiciado mucho tiempo. Estudié poco, con Lucía me comunicaba en francés y relacionarme con españoles no había ayudado mucho. Aun así, si quería enderezar mi vida, no podía demorarlo por más tiempo.

    En septiembre del 83, con veintitrés años, comencé la carrera de Periodismo, a la par que una nueva y larga etapa en Madrid.

    Me asenté en la zona de Argüelles, cercana a la Complutense, donde compartía piso con dos chicas a las que conocí a través de un anuncio.

    Los primeros días de curso fueron emocionantes. Enseguida hice amistades. Entre ellas, Mercedes, una compañera de clase segoviana que me integró en su pandilla y con la que salía de fiesta. Ese fue el preludio de lo que sería mi vida durante muchos años, una fiesta.

    Madrid me parecía un paraíso, y, en los años ochenta, ciertamente, lo era. Viví la movida madrileña con intensidad, era una asidua de los locales de moda como El Sol, Pachá, Keepper…, conocí gente increíble. Sin duda, una de las mejores épocas de mi vida.

    A los pocos meses de comenzar la carrera, acudí a la consulta de un vidente que me recomendó una amiga de Mercedes, Fuencisla. Se trataba de José María Martínez Pardo.

    Cuando llegué a la consulta, me encontré a un enjuto viejecito de modales amables. Entre las muchas cosas que me dijo, resaltó que tenía en mi mano «la horca del escritor». Teniendo en cuenta que estudiaba Periodismo, tampoco era descabellado. Me preguntó si mis estudios estaban relacionados con la comunicación. Al confirmárselo, me dio una tarjeta con el número de teléfono de Luz Tambascio, la directora de un programa esotérico que se emitía en Radio 80, La hora de las brujas. En esos días, su ayudante de producción se había marchado y pensaba que yo podría ser la persona idónea para el puesto. Así fue.

    Todos los domingos a las doce de la noche se daban cita en La hora de las brujas la crème de la crème del esoterismo. Yo estaba encantada, pues aquello me daba la oportunidad de conocer personajes que pertenecían a un mundo que me apasionaba.

    Luz Tambascio tenía el carácter fuerte de Leo y un brillo especial en la mirada. Era culta y poderosa. Había venido desde su Argentina natal a Madrid, donde triunfaba en las ondas.

    Nuestro encuentro estaba escrito en las estrellas. Me interesaban esos temas y mi pasión se alineó con mi destino. Como descubriría más tarde, es así como funciona.

    En el programa conocí a numerosos personajes del mundo esotérico, incluso sectas. Venían los hare krishna, los de la Iglesia de la cienciología, videntes, astrólogos, escritores e incluso naturistas. Gente como Aitor de Goiricelaya, José Antonio Campoy, Jiménez del Oso, Rappel, Octavio Aceves, Paloma Navarrete, Enrique de Vicente y José Antonio López eran habituales del programa. Alguna entrevista se hacía por teléfono, como a J. J. Benítez, que en ese momento vivía en el norte de España.

    Un día a la semana nos reuníamos las tres integrantes del equipo, Luz Tambascio, Carmen Tilo y yo, para decidir los temas que íbamos a tratar. Cuando llegaba el domingo, mi cometido era recibir a los invitados, así como estar al tanto, una vez comenzada la emisión, de todos detalles, incluso las cuñas publicitarias. Estaba en mi salsa.

    Esa experiencia constituyó todo un entrenamiento en separar el heno de la paja, lo real de lo ilusorio. Conocí una disciplina que sería de gran ayuda en mi vida: el control mental. Luz organizó un grupo y una vez a la semana nos reuníamos para hacer «visualización creativa», así lo llamaba. Años después asistí a un curso sobre el método Silva, que me aportó herramientas nuevas para mi desarrollo personal.

    El control mental de Silva es un método de visualización en estado alfa, una calma profunda a la que llegas con unos simples ejercicios de relajación. Los seres humanos somos emisores y receptores de energía. Es la energía de nuestros pensamientos la que crea la realidad, la que se plasma en los acontecimientos. Lo hacemos consciente o inconscientemente. Pronto comprobé que funcionaba. Visualicé, en una pantalla imaginaria, durante varios días, una escena romántica con un chico que me gustaba paseando por Hyde Park, y en uno de mis viajes a Londres, ocurrió tal y como lo imaginé, a pesar de

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