Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La versión del Minotauro
La versión del Minotauro
La versión del Minotauro
Libro electrónico267 páginas4 horas

La versión del Minotauro

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Un mercenario curtido en diversas guerras y empleado ahora como matón a sueldo, recibe el encargo de liquidar a ciertas personalidades del Estado y otros mandos militares que, de manera muy inconveniente, se han enterado de algunos secretos sucios que alcanzan incluso al máximo mandatario de la nación. En su camino de destrucción, sus intereses, de pronto, parecen converger con los de otro tipo no menos expeditivo que, incomprensiblemente, ha sido contratado para cubrir las pistas que el primero va dejando tras de sí. Unidos por estos intereses, será inevitable que lleguen a encontrarse. A partir de ese instante su objetivo será el de descubrir la verdad, el punto primero del que partió toda esta espiral de violencia...

En la línea de las apasionantes novelas de Forsyth o Le Carré, ambientada en un mundo de alta política sin escrúpulos, fontaneros del sistema, agentes de campo adiestrados en la muerte y gobernantes corruptos, "La versión del Minotauro" nos enfrenta, en una ágil y estremecedora trama, a un escenario donde, si el beneficio lo justifica, hasta la misma realidad puede ser tergiversada a conveniencia cuantas veces sea necesario. Todo un laberinto.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 sept 2012
ISBN9788415414452
La versión del Minotauro
Autor

Francisco Pérez Fernández

Francisco Pérez Fernández nació en Madrid en 1969, siendo doctor en filosofía desde 1997. Actualmente trabaja como profesor de psicología y criminología en la Universidad Camilo José Cela, de Madrid, llevando en el mundo de la enseñanza universitaria más de catorce años. Posee un amplio currículo investigador, habiendo publicado en múltiples revistas científicas de impacto. Por otra parte, también colabora como articulista en algún que otro medio y es autor de varios ensayos de temáticas varias como la psicología criminal –así por ejemplo "Imbéciles morales" (2003) o "Duendes en el laberinto" (2005)-, o la antropología cultural, como su reciente "Mentes criminales" (2012). Asimismo, y junto con su pasión profesional por la ciencia y la docencia, es un empedernido lector, cinéfilo y devorador de cómics desde la más tierna infancia, teniendo el vicio oculto e inconfesable de inventar y escribir historias de toda suerte y color. De hecho, lleva años haciéndolo —y colocando alguna que otra por ahí, abusando de los amigos— aunque ésta sea la primera novela que vio publicada en papel de la mano de la ya extinta editorial NGC. Colaborador de manera habitual en varios blogs (actualmente comparte mesa y mantel en exclusiva con su gran amigo –y mejor modelo- Juan Ramón Biedma en El Subcultural; http://elsubcultural.blogspot.com). Pese a que adora a los clásicos del goticismo y el romanticismo decimonónico, su estilo directo como una bofetada, siendo perceptibles en él notables influencias de sus héroes del relato pulp (Robert E. Howard, H.P. Lovecraft, Dashiell Hammett o Philip K. Dick). Le gustan sobremanera, y así se trasluce en sus páginas, el rock, la gente con sentido del humor, y el personal con fuertes convicciones y un sentido desarrollado de la justicia social. Y, aunque parezca mentira, también le gustan los discos de Bob Dylan.

Relacionado con La versión del Minotauro

Libros electrónicos relacionados

Misterio para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La versión del Minotauro

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La versión del Minotauro - Francisco Pérez Fernández

    Francisco Pérez Fernández

    1ª Edición Digital

    Agosto 2012

    Smashwords edition

    © Francisco Pérez Fernández, 2010

    © de esta edición:

    Literaturas Com Libros

    Erres Proyectos Digitales, S.L.U.

    Avenida de Menéndez Pelayo 85

    28007 Madrid

    http://lclibros.com

    ISBN: 978-84-15414-45-2

    Diseño de la cubierta: Benjamín Escalonilla

    Smashwords Edition, License Notes

    This ebook is licensed for your personal enjoyment only. This ebook may not be re-sold or given away to other people. If you would like to share this book with another person, please purchase an additional copy for each person. If you’re reading this book and did not purchase it, or it was not purchased for your use only, then please return to Smashwords.com and purchase your own copy. Thank you for respecting the hard work of this author.

    Índice

    Copyright

    Dedicatoria

    La versión del Minotauro

    Sobre el autor

    Familia; amigos...

    Vais conmigo allá donde voy.

    Mi patria en mis zapatos.

    La mayoría de la gente hace oídos sordos a las sirenas, pero también a sus víctimas, a aquellos que nos trastornamos con su canto. Está comprobado: a nadie le interesa la versión del Minotauro...

    ¿La versión del Minotauro? —pregunté.

    Sí... La del monstruo con cuerpo humano y cabeza de toro confinado en el laberinto; la del ser irracional, estigmatizado por su anormalidad, del que Teseo se deshizo en su carrera triunfal hacia la fama. Todo el mundo conoce esa parte de la historia, la parte romántica en la que el guapo bueno gana al malo feo con la ayuda de una prendada Ariadna. Pero nadie se pregunta lo que sentía el Minotauro.

    Ricard Ruiz Garzón

    Las voces del laberinto

    Hacia la oscuridad...

    El sol despunta en el horizonte cuando el patrón del pesquero de bajura Ariadna, que supervisa en ese momento la delicada y trabajosa recogida de las redes, advierte la inesperada presencia del catamarán silueteándose sobre el fondo anaranjado de la amanecida. Nada tiene de particular el avistamiento de una embarcación de recreo en pleno verano y en una zona de preclaro interés turístico como la Costa Brava, pero el experto marinero nota algo extraño, fuera de lugar, pues no hay nadie al timón de la embarcación, el velamen está medio desplegado a sotavento, y parece llevar así, derivando, varias horas. Tampoco se avistan luces a bordo. El tiempo anticiclónico del que se disfruta en aquel momento del estío y la brisa mañanera singularmente leve, frente a lo que suele ser habitual en la costa ampurdanesa, ha evitado males mayores a una nave ligera como aquella, pero el patrón estima que sería una buena idea prestar más atención a sus evoluciones.

    Encarga al segundo que ocupe su puesto en la supervisión de las operaciones, se introduce en la cabina, toma los prismáticos y analiza el catamarán de cabo a rabo. La rueda del timón está bloqueada y no hay rastro de vida a bordo. Parece abandonado a su suerte pese a encontrarse, al menos en apariencia, en perfecto estado para la navegación. No obstante, cuando acaba de tomar la decisión de acercarse hasta allí una vez que la pesca se encuentre sobre la cubierta, la brisa cambia de dirección, empuja a barlovento inflamando la vela de la embarcación deportiva, que se pone en movimiento. Muy despacio al principio, pero ganando velocidad a medida que se ajusta a la fuerza del aire. En un primer momento, el patrón trata de comunicarse por radio con la tripulación del catamarán, pero todos los intentos resultan infructuosos. Luego, calculando que el viento sopla a unos cinco nudos y que cuenta con la ayuda de la corriente favorable de la pleamar, estima que en apenas quince minutos el barco fantasma llegará al final de su singladura, pues estará penetrando sin control en la cala de Cadaqués. Tras un rápido cálculo mental, decide que no parece gozar de tiempo material para interceptarlo, y opta por radiar los hechos al farero del pequeño puerto.

    A poco que se ha corrido la voz de la insólita llegada entre los pescadores y los veraneantes aficionados a la navegación y el submarinismo que operan en la cala, se va conformado una minúscula manifestación de curiosos en la estrecha y sinuosa carretera sin murete que bordea la costa, ante las hermosas fachadas blanqueadas. No son demasiados dado lo temprano de la hora. De hecho, los agentes de la Policía Local y un equipo de la Cruz Roja del Mar, que se presentan de inmediato comandados por el jefe, Luis Maluenda, un hombre maduro y menudo, de tez morena, mirada inteligente y actitud simpática, apenas tardan cinco minutos en establecer un cordón de seguridad que mantenga al creciente remolino humano a una distancia prudencial. Se barajan entonces diferentes posibilidades, entre ellas la de abordar el catamarán, pero en último término, tras analizar su trayectoria y su velocidad, se decide que no hay tiempo material de poner en marcha el operativo y que, dadas las circunstancias, tampoco se enfrentan a un peligro serio. Esperan. Los murmullos especulan por los corrillos que se forman en torno a la cala, pero parece imponerse la idea de que el barco podría transportar algún tipo de alijo y debió de ser abandonado a su suerte por los contrabandistas, quizá al encontrarse con alguna patrullera del Servicio de Vigilancia Marítima. No iba a ser la primera vez.

    Tal y como predijo el experimentado patrón del Ariadna, el catamarán se adentra en la cala a la hora prevista. La brisa cede y la nave aminora su marcha. Luego, como guiada por manos invisibles, elude la colisión con los barcos de recreo que se aglomeran a su paso, muchos de los cuales no han podido ser movidos de su posición dado el escaso margen de tiempo, y enfila hacia la minúscula pedrera. Un minuto después, suavemente y sin sufrir daño alguno, la nave embarranca a pocos metros de tierra firme con un largo gemido provocado por el arrastre de sus dos cascos sobre el fondo. A una orden del jefe de policía, un miembro del personal de la Cruz Roja salta al agua, gana la cubierta y lanza cabos a los que esperan abajo. Jalan y fijan la embarcación. Maluenda no necesita decir una sola palabra, tan solo moverse, para que todos actúen. Acompañado de dos agentes, sube a bordo con decisión y penetra en la pequeña bodega.

    Vacía.

    El problema, sin embargo, no reside en explicar lo que no hay en el interior, sino precisamente en comprender lo que sí hay; el café, hierve en el hornillo aún encendido, la mesa está servida y perfectamente acondicionada para el desayuno. Dos huevos sin batir reposan en el fondo de un bol, sobre la pequeña encimera. La cama está hecha a conciencia, con el edredón perfectamente estirado y remetido bajo la colchoneta. La radio y los instrumentos funcionan, hay alimentos en buen estado para una semana de travesía, y la bitácora, repleta de detalles, está al día, siendo la última anotación de las cuatro de la madrugada. Incluso hay un par de cigarrillos recién apagados en un cenicero y en el aire todavía persiste el olor acre del humo del tabaco quemado. Por supuesto, no parece haber rastro alguno de drogas o cualquier otro tipo de contrabando.

    Maluenda, que se jacta de conocer de memoria todos y cada uno de los barcos que fondean en su puerto deportivo –pues lo considera de su entera propiedad desde hace años– así como a sus respectivos dueños, no recuerda este por más que hurga en los recodos de la memoria. Deduce, en vista de los resultados arrojados por el registro, que tampoco lleva en el mar más allá de un día y no estaba dispuesto para una travesía larga. Lo supone procedente de algún fondeadero cercano.

    Resulta que el jefe es hombre más o menos letrado, aficionado a los libros, nunca ha creído en duendes, que le parecen cosa de mentalidades calenturientas, y se tiene por sujeto cabal y poco dado a fantasías, de modo que asume sin duda alguna que aquello tendrá una explicación lógica. Toma por tanto la documentación del catamarán y sale a la cubierta, pensativo, rascándose la cabeza con los dedos introducidos por debajo de la gorra. Intentando dar con causas sensatas para esta historieta que, sin duda, va a ser la comidilla veraniega en toda la costa gerundense, lo cual, para un pueblo en el que nunca pasa nada destacable más allá de los homenajes a Dalí, no deja de ser una puñeta. Ya se ve asediado por periodistas de sucesos, reporteros de lo sobrenatural y toda otra suerte de fauna al efecto. Sus pensamientos, pese a todo, se ven quebrados por la presencia de otro hombre que no es de los suyos apoyado sobre la rueda del timón.

    En un primer momento, fijándose en sus gafas de sol caras, la camisola de lino y en las chancletas que calza, estima que se trata de un veraneante curioso y atrevidillo de por ahí abajo a la caza de alguna peripecia que contar a los amiguetes en horario de oficina, por lo que se apresta a echarle de allí a patadas. Con educación, pero a puntapiés. No obstante, cuando llega hasta el extraño, este se anticipa a la jugada y no le permite siquiera abrir la boca.

    Perdone por esta inesperada intromisión, jefe. Me llamo Florencio Hermida y tengo que hablar un minuto con usted sobre lo que está ocurriendo aquí...

    Maluenda ya ha tomado la decisión de interrumpirle y reanudar su plan original cuando el teléfono móvil, inoportuno, se le agita en uno de los bolsillos delanteros de la camisa. El extraño, detectando la vibración, ha dejado de hablar aunque sigue sonriendo y el jefe, sin dejar de observarle con cara de te vas a cagar por las patas en cuanto lo apague, toma el aparato, mira la pantalla iluminada, suspira y recibe la llamada entrante.

    Dígame, señor alcalde... Sí, le tengo delante... Por supuesto, se hará como usted dice...

    El de las chancletas sonríe de oreja a oreja.

    Primera Parte

    En el laberinto

    Estamos en presencia de unos criminales que están usando procedimientos misteriosos. De todas formas, son hombres sujetos a las mismas tribulaciones y a los mismos errores que sus víctimas, y no criaturas surgidas de otro planeta.

    Jean Ray

    La casa de las alucinaciones

    1

    Luna nueva.

    Espero en la cuneta pedregosa acompañado del martilleo pejiguero de los grillos. No más de cinco minutos. Pronto, en la lejanía, adivinándose al otro lado de la loma, diviso el destello de unos faros rompiendo la oscuridad. Entonces tiro el cigarrillo y lo aplasto con la punta del zapato. Estaba a la mitad, y eso me fastidia. De hecho, me enfurece. Cada uno tiene sus manías.

    Tengo aún algo de tiempo antes de que el coche alcance mi altura, de modo que reviso por última vez el estado del arma. Nunca ha fallado, pero siempre hay una primera vez para todo. Tengo las manos sudorosas. No son los nervios, que yo no recuerdo haber tenido nunca de eso, sino este enfermizo calor de agosto. El hierro se me escurre de los dedos, yendo a caer entre mis pies con un sonido apagado, amortiguado por la broza reseca que medra hasta el mismo borde del asfalto. Tengo que agacharme y las bisagras oxidadas que el tiempo me ha plantado en mitad de la espalda me recuerdan que ya no soy quien era.

    Eso me cabrea todavía más.

    Quito el polvo del cañón con el dorso de la mano entretanto miró a derecha e izquierda. Sé que es una precaución completamente absurda puesto que no hay nadie y la oscuridad es impenetrable, pero tampoco puedo evitar estas manías insensatas que se apoderan de mí cuando llega el momento. Son actos reflejos. Inevitables. Y da igual cuántas veces lo hayas hecho antes. Cuando uno se habitúa, se habitúa. Al principio, cuando empecé en el negocio, pensaba que estas costumbres desaparecerían con el tiempo, pero con los años he descubierto que las cosas no son tan simples y que la mente es una mierda de laberinto.

    Nada de ansiedad, a pesar de todo.

    Pero me fumaba otro cigarrillo.

    Lo que ya no aparece desde hace años es la gratificante sensación de la adrenalina regando mi cuerpo y despertando esa excitación que era precisamente lo mejor de esta historia. Lo que hacía que mereciese la pena. Ahora es como fichar en la misma porquería de curro mileurista durante años o, mejor, como chingar con la misma persona todos y cada uno de los asquerosos días de tu vida. La misma cara, el mismo sexo, idénticos prolegómenos y los quejidos repetidos una vez y otra, y otra. Hasta que te hartas pero lo sigues haciendo por inercia, porque sí, aunque no te guste y hayas dejado de sentir cualquier cosa que sintieras con anterioridad y de la que ya ni te acuerdas. Y pese a que te encantaría mandarlo todo a tomar por saco y que te tragase la tierra, sigues en lo mismo y no te explicas la razón por más que piensas en ello.

    También está el dinero, pero eso es secundario a estas alturas de la película. Hace tiempo que podría haberme retirado a... Bueno, no sé a dónde, pero podría haberlo hecho si hubiera pensado en ello. El problema es que no sé vivir de otro modo, y pese a que ya no tengo claro por qué hago esto, de momento tampoco tengo ni la más mínima intención de echarme atrás. A servidor tendrán que convencerle o retirarle.

    Asco de laberinto.

    Pensando en estas cosas me sonrío entretanto le paso el peine al quitapenas. Luego me lo coloco en los riñones, cogido con la cinturilla del pantalón, y percibo la frialdad gratificante y tranquilizadora. La gozo. E imagino que a lo mejor por esto hago lo que hago. Tampoco le doy más vueltas. Da igual.

    El coche toma la curva despacio, con excesiva precaución, y luego se encara en mi dirección, ronroneando. Apenas doscientos metros. Al tajo.

    Paso la pierna por encima de la bionda, doy un paso al frente y me coloco sobre la línea que demarca el arcén. Me doy cuenta entonces de lo bien que he escogido el lugar, al comienzo de una larga recta y en la salida de una curva peligrosa. El objetivo no puede tomar la velocidad suficiente como para no advertir mi presencia con claridad. Ni siquiera me había dado cuenta del detalle y creo que es esto a lo que se refieren los novelistas cuando hablan del dichoso instinto asesino. A saber matar bien, a conciencia, sin darse uno ni cuenta de lo cojonudo que es matando al personal. Es cosa de rutinas. Te inventas una mecánica, la perfeccionas, la pules, la engrasas y llega un punto en el que funciona sola. Y soy bueno en eso de matar. Un fenómeno. Otros son héroes haciendo calceta, pintando tabiques o comiendo cacahuetes, pues cada quien tiene sus dones. El mío es vender billetes para el tren del más allá.

    Alzo un brazo y lo agito.

    Por las oscilaciones repentinas, fugaces, que sufre la trayectoria del vehículo comprendo que el conductor me ha visto. Ahora todo está en sus manos.

    El factor humano. A última hora todo viene a verterse en el sumidero de una decisión crítica que no está de mi mano controlar. Si el objetivo es listo y se acuerda de las normas más elementales de supervivencia, sabrá que nunca se debe coger a nadie en la cuneta de una carretera solitaria en mitad de la noche. A mí ya me lo reiteraba el pelmazo de mi viejo cuando tenía dieciocho años y acababa de sacarme el carné de conducir. Si él tuvo una relación tan poco edificante con su papá como lo fue la mía pisará el acelerador y se largará sin entretenerse siquiera en mirar el espejo retrovisor.

    Ya me ha pasado otras veces. No iba a ser el primer día que regreso de vacío, subiéndome por las paredes, tras acechar al tipo en cuestión durante horas, porque se le ocurre hacer lo que no hace nunca. Y entonces me hace perder el tiempo durante tres o cuatro días más, y cuando por fin le doy matarile ya no es solo negocio, sino también materia personal. Toma, por mamón.

    Me pongo en el lugar del tío que conduce el coche y supongo que ahora mismo trata de valorar si mi presencia es fruto del azar, de la fatalidad o de la amenaza. Por experiencia, tengo la completa seguridad de que cuanto más fantasmón y machote sea el menda, más fácil es que se meta en la trampa como un pardillo... Bueno, también están los buenos samaritanos. Esos que creen que su misión en la vida es la de hacer el bien sin mirar a quién porque la bondad, con bondad se cobra. Los que suponen irracionalmente que la virtud es una coraza que te protege contra todo mal. Con esos pobrecillos suelo sentir algo de pena, un leve remordimiento, tibio, escaso, apenas un susurro que pronto se extingue y que nunca me induce a desistir. Al fin y al cabo, ambos tipos representan diferentes modalidades de estupidez patológica. Y la tontería es una plaga que debe erradicarse para el beneficio futuro de la Humanidad. A veces incluso tengo la impresión de que los tíos como yo, con nuestra impagable contribución a eso que decía el tal Darwin y que nunca recuerdo cómo coño se llama, realizamos una auténtica obra social.

    El vehículo reduce la marcha. Ya sabía que este era de los que se paraban, pero también podía cambiar hoy de opinión. ¿No he dicho ya que siempre hay una primera vez para todo? Su relación paterno-filial no debió de resultar menos lamentable y petarda que la padecida por un servidor.

    La inercia prolonga la distancia de frenado y hace que pase de largo para terminar deteniéndose unos metros más allá. No tengo dudas porque no puedo permitirme el lujo de que el tío se mosquee y eche a correr. En décimas de segundo valoro la situación con esa habilidad depredadora que no sé de dónde pelotas sale y que, por supuesto, jamás pensé que tenía cuando, de niño, era el memo al que todos los chulitos del colegio le guindaban el pan con chocolate a la hora del recreo. Sorpresas te da la vida. Ya me gustaría a mí ver en qué agujero han terminado todos aquellos niñatos comemierdas que me hundieron la infancia, pero es que no va a poder ser... Hace años que recibí un papelote invitándome a una fiesta de antiguos alumnos y, por más que lo intenté, no pude resistir la tentación de limpiarme la cloaca con él.

    Camino despacio hacia el vehículo. No demasiado. Lo suficiente como para permitirle que se fije bien en mí a través del retrovisor. Bañado por la incandescencia de las luces traseras debo de tener un aspecto interesante, lo mismito que el guitarra solista de un grupo rock, y me regodeo en el efecto. Nunca hay que perder de vista la variable espectáculo y, si tienes que hacer algo, pues tienes que hacerlo como dios manda.

    Va solo. Como de costumbre.

    Hubiera sido una pena que se trajera al chalé a la mantenida que se trajina los martes y los jueves para hacerse un trío con la parienta, porque entonces hubiera tenido que cargármelos a los dos. Un desperdicio, y me molesta la simple idea de pensarlo. Bien maciza que está. Me da por pensar que igual un día de estos me presento en su casa y me lo monto con ella, y el simple pensamiento esboza una sonrisa en mi cara. Decido entonces aprovechar el gesto en beneficio de la causa, así que lo estiro, de oreja a oreja, derrochando simpatía. Un día de estos tendré que echarle un currículum al Spielberg.

    La ventanilla de mi lado está abierta, de modo que puedo escuchar con nitidez, a medida que me aproximo, cómo los Boston gimotean aquello tan profundo que recuerda más que sentimientos. Me gusta, pero eso no me empuja a empatizar más con el conductor. De hecho, ahora mismo, en este instante, el odio empieza a poseerme. Me envenena. Me reafirma. Es un sentimiento irracional, absurdo, negro y temible que a duras penas soy capaz de controlar.

    Me domina. Me domino. Sé hacerlo.

    Se supone que esto es un trabajo, que no es nada personal, que no debería odiar a este elemento, pero eso es cosa del cine. La verdad, y seamos sinceros, es que todo este asunto me pone. Que lo hago porque en el fondo me gusta y punto pelota. Hay que tener algo de manía a los mendas que liquidas para que tenga algún sentido. Y si no se la tienes, pues te inventas los motivos para tenérsela.

    Apoyo las manos en el vano de la portezuela, de manera que se muestren bien visibles. Luego, sin dejar de sonreír, agacho la cabeza y dedico un par de segundos, el manual indica que ni uno más, a estudiarle. Prefiero que tomen ellos la iniciativa, porque les hace sentirse más seguros. Este anda en los cincuenta, pero los lleva tan bien que aparenta diez menos. Va afeitado y peinado con pulcritud. Rostro vulgar pero no exento de atractivo. Gesto decidido. El polo a rayas horizontales de Ralph Lauren, abotonado hasta arriba, permite imaginar un pecho musculoso y bien formado, trabajado en largas y caras sesiones de gimnasio pijo. Hombros cuadrados y fuertes. Probablemente alto. Ni en las fotografías, ni visto de lejos, me pareció para tanto. Igual podría tratarse de un individuo difícil que de un mequetrefe aficionado a las mancuernas, así que tendré que andarme con mucho tiento. Hoy en día ya no sabes con quién te gastas los cuartos. Antes, por aquello de que las apariencias eran menos valoradas,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1