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En busca de un propósito
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En busca de un propósito
Libro electrónico153 páginas1 hora

En busca de un propósito

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Información de este libro electrónico

Polly Weil nació en Buenos Aires bajo el nombre real de Paola Castro Saguier.
Es escritora, analista de feng shui, y dicta cursos sobre su especialidad.
Se recibió de Licenciada en Comercio Internacional, en La Universidad de la Marina Mercante, y anteriormente
de Técnica Superior en Comercio Exterior, en la Fundación ICBC.
Trabajó durante 10 años en entidades bancarias.
Vivió en Nueza Zelanda, y viajó durante meses por el sudeste asiático. El conocimiento de la cultura oriental, ciertas experiencias vividas en India y Nepal, y un encuentro inesperado; propiciaron en ella una profunda transformación que cambio radicalmente el rumbo de su vida.
Actualmente reside en la Argentina con su esposo e hija.





IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 oct 2022
ISBN9789877612998
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    En busca de un propósito - Polly Weil

    PRIMERA PARTE

    Un encuentro…

    Capítulo I

    Algo que buscar…

    El destino a veces suele cumplirse en pocos segundos,

    y aquello que durante años se ha buscado,

    nos lo concede un dichoso azar.

    -Franz Schubert-

    —— 1 ——

    Fue un sábado de invierno del año 2007, llovía y hacía mucho frío. Era un encuentro de meditación y, como no tenía un mejor plan para aquel día, decidí asistir.

    Me encontraba en la puerta del lugar, ya había tocado varias veces el timbre pero nadie contestaba aún. Me estaba mojando mucho y hasta llegué a pensar en volver a casa para ver una película en vez de estar ahí perdiendo el tiempo. Así lo creía en aquel momento.

    Las gotas se hacían cada vez más gruesas y había una fuerte neblina que dificultaba la visión. Apenas lograba entrever a lo lejos, a una distancia de un poco menos de media cuadra, a una mujer mayor que caminaba rápidamente, aunque con algo de dificultad, mientras luchaba con un paraguas que se le doblaba para un lado y para el otro por el fuerte viento que empezaba a sentirse.

    La observé, e inmediatamente pensé: ¿qué tendrá que hacer una mujer de su edad en un día como este que la obliga a salir de su casa?

    Justo en ese momento, finalmente, abrieron la puerta y entré.

    Había mucha gente a quienes no conocía. Al verme, quien organizaba el encuentro, se acercó, me saludó y con un afectuoso abrazo, dijo: Hola, qué bueno que viniste.

    Era mi mamá, quien como toda madre lo que más anhelaba era ver la felicidad en su hija. Su preocupación al ver mi estado de tristeza permanente, la llevaba a intentar distintas opciones a su alcance con el fin de verme salir de mi ánimo sombrío.

    Mientras, detrás de ella y con la puerta de entrada aún frente a mí, vi con asombro entrar a aquella anciana. ¿Quién iba a decir que este era el lugar al que se dirigía?

    Un semblante luminoso y radiante. Rostro sonriente, pacífico y amoroso. Su pelo blanco prolijamente peinado, sin rastros de haber sido afectado por el viento ni por la lluvia. Su tez clara con algunas arrugas y sus ojos de color celeste profundo. Estimé que su edad rondaría los 80 años.

    Ésa, fue la primera vez que vi a Martita.

    Había en aquel lugar 36 personas de variadas características: hombres y mujeres; jóvenes, adultos y ancianos; estudiantes, profesionales, empleados, empresarios, doctores, amas de casa. El encuentro consistía en una breve charla informativa sobre la sanación pránica¹ y luego una meditación. Había un pequeño atril y en frente varios asientos. Cada tanto, entre la multitud, lograba ver a aquella anciana que no dejaba de llamar mi atención.

    Me senté casi al fondo del salón. La gente comenzaba a ocupar asientos acomodándose lentamente. Ya hacía un rato que la había perdido de vista. Creí que se había retirado, cuando una voz me dijo: ¿Este asiento está libre?. Respondí casi automáticamente, , levantando la mirada y con sorpresa al ver que se trataba de ella.

    Luego de la charla sobre sanación pránica se hizo una meditación pidiendo por la paz mundial. El encuentro se extendió por poco más de una hora. Solo había meditado un par de veces anteriormente, pero por algún motivo, aquella vez fue especial. Una sensación de bienestar me invadió desde el primer momento y mi mente llegó a quedar en blanco durante la experiencia. Sin preocupaciones, ni pensamientos, solo una profunda tranquilidad que se transmitió a mi cuerpo, mi mente, mi corazón. Simplemente absoluta quietud.

    Al finalizar la actividad, comenzamos a retirarnos. Saludé a mi madre desde lejos –ella estaba rodeada de personas que se despedían– sacudiendo mi mano.

    Media cuadra después de emprender el regreso, note que tenía a mi lado a tres mujeres. La anciana estaba entre ellas y quedamos caminando casi a la par.

    –¿Sos la hija de Luci? –preguntó.

    –Sí. –respondí.

    –Yo soy Marta.

    No sé bien desde qué momento pero unas cuadras después caminábamos solo nosotras dos. La lluvia había cesado, pero aún había viento y hacía frío. Podía notar su esfuerzo aunque también su voluntad al caminar. Tenía la sensación de que pudiera tropezar en cada paso que daba, cuando de repente trastabilló, pero sin caerse. Parecía saber exactamente donde iba a caer su otro pie. Aunque se la veía muy segura, le ofrecí mi brazo para que se apoyara pero dijo no necesitarlo, con un dejo de orgullo y en un tono suave pero inquisidor como queriendo averiguar el porqué de mi ofrecimiento. Estaba tan afianzada a su idea de que no iba a caer, que no comprendía por qué le tendía mi ayuda para caminar.

    Con algo de intrepidez le pregunté el porqué de su necesidad de salir de su casa solo para meditar en un día tan inhóspito. Respondió con espontaneidad y naturalidad: No lo hago por mí, lo hago por las otras personas. Es una meditación en donde se pide por el bien mundial.

    Me sentí egoísta, desconsiderada. Una mujer de su edad tenía la voluntad de salir de su casa para meditar por la paz mundial, y yo con treinta años pensando en volverme a mi casa para mirar una película ¿Cuántas veces había tenido las mismas actitudes? Pensar tan solo en mí sin reparar en los demás. Qué grandeza la de aquella mujer y qué pobreza la mía.

    Al llegar a la esquina me dijo: Acá doblo, fue un gusto conocerte. Y nos despedimos.

    Aquello que dijo y cómo lo dijo… había sinceridad en sus palabras. Mientras en mi interior me preguntaba a mí misma: ¿qué gusto podría tener el conocer a una persona tan descortés como lo era yo?

    —— 2 ——

    Mis días trascurrían por aquel invierno en un tedioso agotamiento de lo cotidiano. Es increíble la energía que se derrocha involuntariamente en el infortunio de la vida. Ese era mi sentir mientras viajaba cada día al trabajo. Sin embargo, aquella mañana mis pensamientos de pronto giraron retrospectivamente trayéndome al presente un breve resumen de mi pasado.

    Y recordé un momento cuando era niña, en que lo tenía todo y fui feliz. Pero recordé también, que poco después lo perdí todo y me sentí desdichada.

    Una gozosa y próspera infancia seguida de una adolescencia que amenazaba con cambios, donde todo el bienestar que había conocido de niña parecía desvanecerse. Las cotidianas discusiones de mis padres. El quiebre económico de la familia. El enfisema pulmonar que afectaba la salud de mi papá, con su posterior fallecimiento prácticamente en soledad, ante una familia disfuncional y desmembrada, que no supo cómo sobrevivir a una derrota total y absoluta. Con cada uno de sus integrantes heridos y destruidos, intentando levantarse luego de librar una batalla totalmente perdida. Una familia que no pudo superar los obstáculos, ni resurgir de las cenizas.

    Ya no podía soportar más la impotencia de no saber qué camino tomar o cómo hacer para que las cosas mejoren. El miedo latente que sentía en mi interior era una constante. Había dejado de sonreír, todo era pena e incertidumbre.

    La separación de mis padres. Mi hermano dos años mayor, quien volvía a casa después de haber terminado el servicio militar, y al encontrar este panorama buscaba destinos inciertos…

    Ese temor de que pudiera ocurrir algo terrible en cualquier momento… ese que con solo recordarlo me trae aún escalofríos y el aroma del miedo.

    Recuerdo un día en medio de una fuerte discusión, a mi papá enfermo y con lágrimas en los ojos, decir en un agitado grito casi sin fuerza: ¿qué está pasando en esta casa, es que estamos todos locos?

    Ese mismo día decidí irme. Esa niña-princesa de la infancia, protegida y a quien todo se le daba, con un padre que se encargaría de conseguir la mismísima Luna para su pequeña si así ella lo deseaba, esa niña-princesa se fue.

    Comprendí que todas aquellas cosas que hasta el momento había conocido de la vida, se habían terminado… había llegado la hora de valérmelas por mí misma.

    Tenía dieciocho años cuando toda esta pesadilla empezó, cuando noté que definitivamente algo dentro de casa no estaba bien. Cuando tuve que elegir entre aceptar seguir siendo parte de ese padecimiento diario hasta sucumbir, o alejarme.

    Y me fui.

    Luego vinieron años muy duros. El costo de la subsistencia fue mi adolescencia perdida, la cual se fue en el esfuerzo diario por ir logrando, más allá de mi manutención, las tempranas metas que me iba imponiendo.

    Con el correr del tiempo, con mucho sacrificio y con algo de suerte a mi favor, me fui levantando y comencé a alcanzarlas poco a poco. El trabajo que quería, poder comprar mi propio departamento gracias a un jugoso retiro voluntario con su consecuente doble indemnización, mi título universitario, amores, mas tarde viajes…

    Sin duda los triunfos que sola había logrado conseguir no eran pocos. Pero aun así, nada de todo eso me importaba lo suficiente como para saberme feliz. Entonces pensé: la vida no puede ser tan solo esto, es absurdo.

    En aquel invierno del 2007 me encontraba apenas regresando al país luego de residir por un tiempo en Nueva Zelanda… donde había vivido momentos increíbles y hasta había vuelto a sentir la felicidad de cerca después de muchos años.

    Me había enamorado siendo quizás la primera vez que realmente lo hacia. Lo entendí tiempo después, cuando sentí en carne propia el dolor de un corazón roto… y es que nunca antes una separación había sido tan dolorosa.

    Había estado viajando durante meses por el sudeste asiático. Y por primera vez había hallado en la libertad, y aun en la soledad, aquella sensación de plenitud producto de la más genuina paz interior.

    Y al volver a mi país, noté que nada de lo que había construido durante tantos

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