Las Confesiones De Una Concubina
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Una novela intensa, cargada de emociones fuertes, con un ritmo moderado. Una historia de violencia doméstica, de abusos psicológicos que os estrujarán el estómago. Misia, una mujer joven y su vida monocromática que paso a paso se teñirá cada vez más de negro, un negro que habla de tristeza, de miedo, de luto. Y en una escalada de violencia, cuando la situación parecerá convertirse en irreparable, imposible de soportar, la solución parecerá sólo una… Pero la vida, a veces, consigue sorprender y si bien esto no representará una recompensa equitativa por los males sufridos, quizás con el tiempo conseguirá mitigar los recuerdos, debilitando las asperezas vivas y abriendo una inesperada brecha de luz. Cada una de nosotras se merece una vida de colores, merece ser finalmente artífice de su propio destino, sin sucumbir jamás, para ser finalmente libre de amar y de amarse.
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Las Confesiones De Una Concubina - Roberta Mezzabarba
PRIMERA PARTE
Existe un sutil miedo a la libertad,
por el cual que todos quieren ser esclavos.
Todos, naturalmente, hablan de la libertad
pero nadie tiene el valor de ser realmente libre
porque cuando eres realmente libre, estás solo.
Y sólo si tienes el valor de estar solo puedes ser libre.
OSHO
Las confesiones de una concubina
Las confesiones de una concubina.
No soy nada más.
Nada más que la concubina con mis dolores, con mis insatisfacciones, con mis frustraciones, con mis necesidades puntualmente desatendidas, ignoradas, pisoteadas, vilipendiadas, despreciadas, quemadas en una hoguera.
Soy yo, despojada de toda dignidad, arrodillada sobre el altar de los deseos ajenos.
Obligada.
Forzada a formar parte de lugares angostos que mal se adaptan a mis ansias de libertad.
Al final de cada día sólo queda una penetrante sensación de vacío, dentro, como si me hubiesen robado las vísceras.
Y espero todavía tener ganas de escapar y no escuchar nada más, olvidar este tormento que nunca me abandona.
Por la noche sueño con los ojos abiertos que soy capaz de librarme de los lazos que he dejado que me encadenen y consigo prescindir de ellos. Conseguir prescindir de lo poco que, mendigando, logro obtener de manera vergonzosa.
La mía es una vida de sentido único, la dicotomía entre el dar y el recibir, entre el desgarrador deseo de vivir y la existencia que se consume a cada instante, en un vano intento por recuperar mi vida, como siempre quise.
Y no hay ninguna respuesta desde el vacío lleno de gente que me rodea.
De esta manera he aprendido a refugiarme en el universo solitario de jornadas desvaídas.
Siempre lo he comprendido demasiado tarde y, atrapada, tomaba conciencia del papel que debería personificar en aquel momento de mi vida, en esa situación, mientras de noche los pensamientos se mezclaban con los sueños y los sueños con los recuerdos.
Con el tiempo he aprendido a dejar colgado de una percha del armario el YO que hubiera querido ser y mi vida proseguía inexorable, en un esfuerzo, jamás consumado, por escapar de la incompetencia a la que nadie nunca había puesto remedio.
Recuerdos
Desde que era niña he tenido un temor casi reverencial por la opinión de mi familia, de mis padres.
Avanzaba con pasos inseguros en mi vida con un ojo siempre puesto en las reacciones que suscitaban mis acciones.
Nunca, ni siquiera una vez, fue necesario que me dijesen qué les hubiera gustado que hiciese, qué elección hacer, qué decisión tomar.
Una mirada.
Bastaba sólo esto para llevar a cabo, inconscientemente, lo que deseaban.
A lo mejor podría haber tomado una decisión distinta pero esta sensación nunca salió de la antesala de mis pensamientos, por lo tanto no existía en mi cabeza.
Sólo quería complacer, obedecer, además porque era lo único que sabía hacer.
Sin darme cuenta, en aquellos días, la pequeña concubina ha tomado forma y ha comenzado a dar sus primeros pasos.
Recuerdo que amaba con locura las lecciones de música que me daba un anciano director de orquesta que, después de jubilarse, se había establecido cerca de la casa de mis padres.
Esperaba con ansia el jueves por la tarde, el día en que iba a casa del maestro: él me recibía en el salón y me daba lecciones de música, haciéndome practicar con su piano.
Un día, cuando regresaba de la escuela, mientras estábamos todos alrededor de la mesa y mi hermana Silvia estaba haciendo un barullo impresionante en la trona con cucharones y tapaderas, mi madre me sonrió y me dijo:
«Misia, tu padre y yo hemos decidido que ya no irás a clases de música sino que, a partir de la próxima semana irás a lecciones de gimnasia artística en el gimnasio municipal. No es normal que todas tus coetáneas vayan a esas clases mientras que tú, con tu música, ¡cada día te encierras más! »
Fue como un rayo en un día sin nubes. Nada me había hecho presagiar aquel cambio repentino pero, si bien con pesar, acepté la decisión de mi familia sin decir palabra.
No estaba dotada para la actividad física, tanto era así que el profesor me dejaba siempre de última y, a veces, pasaba por alto que hiciera los ejercicios, que hacia ejecutar a todas las demás.
Nunca he tenido la sensación de verme obligada a comportarme de cierta manera, creo haber hecho todo con gran ligereza, guiada por la confiada mano de quien me había traído al mundo.
Si es justo seguir los dictámenes sociales y de comportamiento impuestos por la familia en la que uno crece, es también justo hacerse preguntas, interrogantes con todos los si y con todos los pero que pululan por nuestra cabeza.
Pero yo no tenía, tan ciega era la confianza en las manos que me guiaban.
Guía sabia que exige sin pedir, que obtiene sin solicitar, que acapara sin dar las gracias.
Esa vez, por ejemplo, habría podido decir a mi familia que hubiera querido continuar con las clases de música pero no estaba familiarizada a pensar por mi cuenta.
Todo me parecía tan normal, pensándolo bien, que si me encontraba con que tenía que tomar una decisión no teniendo consanguíneos cerca de mí, detenía el mundo y buscaba consejo.
Consejos, lo más estúpido y arrogante que se pueda pedir y pretender dar.
Mi abuela decía: Una cosa es morir y otra hablar de muerte.
Quizás sólo ella no había tenido nunca la pretensión de manejarme, de moldearme según sus deseos, de seccionarme en partes y luego quedarse con las gratas y desechar las no gratas.
Quizás sólo con ella, sin darme cuenta, el verdadero YO salía fuera y se movía libremente bailando con los ojos cerrados.
Recuerdo que reíamos a carcajadas por las cosas más estúpidas o que nos conmovíamos mirando, en la televisión, las películas de amor que a ella tanto le gustaban.
Me acariciaba los cabellos y me hacía sentir única en el mundo.
Única… una hermosa sensación.
Mi adolescencia nació y floreció a la sombra de severas reglas.
Nunca he salido por las noche ni he pedido poderlo hacer.
Me refugiaba en la música y en la lectura que me permitían evadirme de lo que yo no veía como una prisión, pero que lo era.
* * *
No tengo recuerdos desagradables que borrar, más bien una serie de jornadas desvaídas, pasadas soñando que vivía una vida de película.
Estudiaba por pasión y también para complacer a mi familia que, sin embargo, parecía que nunca estaba satisfecha, creyendo que quizás de aquella manera me incitarían a hacerlo mejor.
De esta manera me acostumbré a creer que no era nada especial.
En el espejo me miraba poco, creía que era incluso un poco fea, simplemente porque la vida me había enseñado a no confiar en mí misma, en mis capacidades.
Recorriendo mis días al revés, me doy cuenta de que, sólo ahora, se esperaba de mí lo mejor, que, sin embargo, una vez alcanzado el objetivo no valía ni siquiera una mención, una felicitación, para mover la meta siempre un poco más lejos.
Me diplomé con la máxima nota y también esto pareció algo evidente.
Los profesores incitaban a todos a que continuase estudiando pero mi familia no auspició esta iniciativa, de manera que para mí buscarme un trabajo se dio por descontado.
De esta manera, del prometedor futuro que imaginaba por la noche, leyendo mis libros, pasé a aceptar un puesto de almacenista en un supermercado de mi ciudad y a tener un novio que no sabía siquiera si me gustaba o no.
Filippo entró en mi vida en un momento en el que todas mis coetáneas estaban prometidas desde hacía tiempo y mi madre hacía continuamente preguntas sobre por qué no tenía un novio.
No lo había escogido, es más, en honor a la verdad, ni siquiera lo había considerado, y no podía hacer comparaciones.
Un día en el parque público, donde nos reuníamos por las tardes en verano, con las cigarras que interpretaban su canto, Filippo me lo había propuesto y yo había aceptado.
Volví a casa corriendo y jadeante, arrastré a mi abuela a su pequeño dormitorio: le conté lo que me había sucedido y sus blandas mejillas se ruborizaron regalándome una sonrisa cargada de dulzura.
«Misia, ten cuidado, el mundo no es bueno pero tu eres tan cariñosa que mereces todo el bien de este mundo, ¡que ojos tan brillantes tienes!»
Entonces le pregunté:
«¿Cómo se comprende quién es la persona justa? Y sobre todo ¿dónde se encuentra y cómo?»
Entonces ella, con paciencia, me contó cómo había conocido al abuelo que yo apenas recordaba.
«No nos conocíamos y debo decirte, mi pequeña, que he sido muy afortunada al encontrarlo. Pero también he sido lista a agachar la cabeza cuando la situación lo requería y a enseñarle también a hacerlo. No existe, Misia, la persona justa. Es necesario que dos personas se conviertan en adecuadas la una para la otra, juntas».
Después de algunos días, mi abuela tuvo un ictus que le quitó el uso de la palabra y de buena parte de su cuerpo. Algunos amigos de mi padre la trajeron a casa con las rodillas arañadas y las gafas rotas. Había perdido el conocimiento y había caído en la plaza delante de la iglesia.
Me miraba con los ojos muy abiertos, como si intentase decirme algo. Cuando estábamos solas, alargaba una mano entre las barras de su camita y ella me la estrechaba fuerte. Desde ese momento comencé a comprender lo que significaba sentirse impotente y solo.
Tenía miles de preguntas en la cabeza y ningún valor para planteárselas a nadie, así que jamás obtuve respuestas.
Mi abuela se fue una mañana de otoño, en silencio, y sus risas argentinas ya no resonaron más entre los muros de casa, dejando un vacío enorme dentro de mí.
La vida me había arrebatado una parte importante, la única persona que siempre había creído en mí, que me quería totalmente, así como era.
«Tú eres imperfecta y muy hermosa», me decía mi abuela.
Desde el día que ella murió sólo me sentí imperfecta.
Y sentirme transparente
Hay días en los que me siento hermosa, esplendorosa.
Me veo en el espejo y veo mi rostro reflejado, los ojos azul turquesa, los labios pequeños un poco carnosos, las pecas que ensuciaban un poco la piel alrededor de la nariz.
Paso la mano entre los cabellos rojos, sedosos, desanudando los pensamientos con los dedos.
En esos días, ver que mi marido me ignora, me hiere hasta morir: parece que no da importancia a lo que le pertenece por derecho, por contrato, y como un miope no percibe lo que tiene cerca.
Nunca me he puesto hermosa para los otros pero, ser ignorada de este modo, ser transparente, irrelevante, menos que una latosa mosca, es humillante, uno nunca se acostumbra.
Agarro con rabia la habitual pinza para los cabellos, descolorida, por todas las veces que la he usado, y aprisiono mis cabellos y con la mordida de aquellos dientes de plástico me hiero el corazón, el alma, el orgullo, el amor propio.
Y él no comprende tampoco este gesto mío de rabia.
Me observa de reojo, casi como si no consiguiese encajar bien toda la situación y, como siempre, me ahogo en esta incomprensión y sofoco las lágrimas que querrían liberarse, engullendo la amargura y el nudo en la garganta que no quiere bajar.
Mañana cambiará, o mejor, espero que mañana cambie yo.
* * *
«¡Te queda muy bien este corte de pelo, Misia!»
La voz de Pietro pronunció estas palabras, aceite ardiente para mis oídos.
Sentí que se me enrojecían las mejillas, el cuello e instintivamente bajé la mirada, al no saber realmente cómo contestar.
No estaba acostumbrada a recibir cumplidos, hacía tanto tiempo que… había deseado oír aquellas palabras de la boca de mi marido, en muchos sueños había anhelado que eso ocurriese y, en cambio, he aquí que aquel hombre que no me pertenecía me hacía encrespar la piel con un escalofrío, hacía aparecer el deseo de placer que está escondido dentro de cada ser humano.
Pietro era un colega que trabajaba en la administración del supermercado, siempre sonriente, con los cabellos oscuros ligeramente largos, sabiamente despeinados.
En honor a la verdad no le había hecho caso hasta que su mirada había comenzado a cruzarse con la mía, insistentemente. Empezó a saludarme y buscaba la oportunidad para entablar conversación conmigo. Y allí comenzaron a llegar los primeros signos de aprecio, los primeros y velados cumplidos.
Yo escuchaba, inconsciente, sedienta, lastimosamente necesitada de felicitaciones.
Extraño, digo, porque mi educación siempre me ha impedido gozar de