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Los colores del último puerto
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Libro electrónico467 páginas6 horas

Los colores del último puerto

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¿Qué harías si te quedaran pocos meses de vida?

El protagonista de esta historia vivió de cerca lo que supone sufrir una enfermedad con pocas posibilidades de cura. Cuando él es la víctima, acabar sus días en un hospital no es una opción, así que decide llevar a cabo el mayor acto de rebeldía de su vida, hasta entonces previsible y sin sobresaltos: embarcarse en un velero con tres desconocidos rumbo al Caribe.

Un viaje sin retorno en el que le atormenta de forma creciente un pasado que creía olvidado. Una novela que indaga en cómo exprimir la vida, incluso inventar una nueva, cuando nuestros días se agotan. Una historia sobre la amistad y el amor como tablas de salvación.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 feb 2020
ISBN9788417813765
Los colores del último puerto
Autor

Ferran Vallespinós Riera

Ferran Vallespinós (Montcada i Reixac, Barcelona, 1948) es doctor en Ciencias Biológicas. Ha sido profesor universitario, investigador científico del CSIC, consultor ambiental en varios países y también alcalde de Tiana (Barcelona) durante doce años. Ha trabajado en el mundo editorial con la traducción de numerosos libros del italiano, inglés y francés; también redactor del Diccionario Enciclopédico Grijalbo. En 2014 cruzó el Atlántico, junto a dos compañeros, en un velero de 12 metros, navegó por varias islas del Caribe y al regreso tuvo un accidente a mil quilómetros de la isla más cercana (Saint Martin). Esta aventura ha sido, en parte, fuente de inspiración de su primera novela, aunque con anterioridad ha publicado varios libros de su especialidad científica.

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    Los colores del último puerto - Ferran Vallespinós Riera

    Capítulo I

    En el rostro de los pacientes que están en la sala de espera veo claramente reflejadas todas las etapas de mi propia tragedia: la esperanza de la primera visita, cuando aún es posible que la pequeña hemorragia, persistente durante días, tenga una causa banal; la inquietud extrema al acudir a recoger la sentencia después de los análisis y pruebas, cuyo alcance identifico por la forma de los sobres, idénticos a los míos en su día; la desesperación de quien va a recibir la primera sesión y también la resignación de los que están en tratamiento cuando ya todo está prácticamente decidido. Casi nadie acude solo, como yo, a la consulta; la mayoría están acompañados, supongo que por un familiar cercano, y apenas se hablan.

    *****

    Esta es mi tercera visita. Llegué a esta sala por ser el doctor Ferrer un oncólogo de renombre al que encontré en el cuadro médico de mi seguro privado, más por evitar las dilaciones de la sanidad pública que por ningún atisbo de preocupación. Yo estaba seguro de que iba a recibir un diagnóstico favorable. Tanto es así que en la primera estuve a punto de marcharme. La consulta acumulaba un retraso considerable y yo tenía la sensación de estar perdiendo el tiempo. Cuando estaba a punto de irme, la enfermera pronunció mi nombre.

    La única concesión a la modernidad del despacho del oncólogo era un ordenador sobre la mesa. Le acompañaba un chico joven, seguramente un ayudante o un médico en prácticas. Le entregué todas las pruebas que acumulaba, revisó los resultados, anotó algo en el ordenador y comentó alguna cosa a su segundo. Me preguntó sobre síntomas, siguió anotando y, cuando esperaba oír una sentencia absolutoria, me miró y me dijo que era necesaria otra prueba para descartar cualquier problema, pues mis analíticas no eran concluyentes.

    Me recomendó hacérmela rápido y me anotó en una tarjeta el nombre de un centro médico. Aquello me intranquilizó. Por primera vez tuve conciencia de que cabía la posibilidad de estar enfermo. El día de la prueba ya no quedaba rastro de mi tranquilidad. Mientras esperaba mi turno, recordé una visita que años atrás hice a un museo de instrumentos quirúrgicos en Brujas. Quedé horrorizado de la función que se adivinaba detrás de cada pieza y el sufrimiento espantoso que debía provocar, aplicado en vivo, a los pobres pacientes. Por suerte la investigación médica ha evolucionado y hoy en días los instrumentos de tortura se limitan a introducirte en un tubo con una serie de ruidos muy raros; sin embargo, los preliminares suelen ser estereotipados, con personal que intenta ser excesivamente simpático en unas circunstancias en las que solo se desea brevedad. Y, cuando crees tener el derecho de que alguien te diga si hay o no algo después del mal rato pasado, se limitan a informar que debes esperar a la cita con el médico.

    Cuando acudí a la siguiente cita, el oncólogo doctor Ferrer me recibió con cara de malas noticias. Serio, pose que iba en el cargo y que le tocaba adoptar con frecuencia. Ya tenía sentencia: se había descubierto un tumor y ahora era necesaria una prueba definitiva para conocer su estado; debía hacérmela inmediatamente, ya que el tiempo era un factor muy importante. Intentó mostrarme su localización en las imágenes del informe que indicaban que era de pequeño tamaño, por lo que en principio, remarcó, no debía preocuparme. Además, según él, la ciencia había avanzado mucho en el tratamiento de este tipo de tumor, que distaba mucho de ser de los más malignos.

    Apenas le escuchaba; la poca malignidad, su pequeñez y haber sido descubierto a tiempo me parecieron meros edulcorantes de un trago amargo. El anuncio fue un mazazo que me hundió en los peores presagios y mi aparente serenidad, sin preguntas ni aspavientos, escondía mi deseo irrefrenable de huir, de alejarme cuanto antes de allí. De repente me di cuenta de que mi vida podía cambiar y que era imprescindible valorar todos los escenarios, incluso los más pesimistas.

    *****

    El ambiente de la sala de espera es siempre el mismo y totalmente ajeno al drama personal de los pacientes: sillones cómodos, plantas en perfecto estado —hasta el punto de que la primera vez necesité tocar una hoja para asegurarme de que no eran de plástico—, paredes de colores cálidos, pinturas y litografías aparentemente de valor, revistas que apenas se leen, trasiego de enfermeras y papeles. Sensaciones que se mezclaban con mi miedo, pánico ya, a lo que me aguardaba. Hay que aparentar normalidad en medio de la tragedia, tragedia que conozco y reconozco, que no es nueva.

    *****

    Mi padre murió en el verano de 1992, en plenas Olimpiadas, después de dos años de agonía desde que le diagnosticaron un cáncer de colon. Le operaron, fue sometido a sesiones de radio y quimioterapia que le dejaron completamente calvo; mi padre era un tipo alto, elegante y presumido, y creo que la decadencia física le afectó más que la muerte, que siempre sintió segura. Hizo todo lo que le dijeron los médicos, aunque estaba convencido de la inutilidad de los sufrimientos, pero no tuvo las fuerzas de negarse a nada.

    Aquellos meses fueron muy duros: nunca hasta entonces había sentido esa sensación de soledad, de orfandad prematura, de devastación. Hijo único y con la madre ya afectada de Alzheimer, tuve que dedicarle mucho tiempo a mi padre. Viví de cerca el proceso de destrucción y de pérdida paulatina de sus funciones, cada vez peor, pero siempre cumpliendo estrictamente con una programación médica que era claramente inútil. Fue entonces cuando me prometí que si me tocaba a mí pasar por lo mismo, jamás me sometería a una tortura como la que padeció mi padre.

    Fue un hombre poco cariñoso y con solo dos dedicaciones: el trabajo y el fútbol. Ingresó muy joven en la SEAT y a base de horas, en la propia empresa o en talleres externos, consiguió alcanzar todos los logros materiales del desarrollismo: piso, coche, electrodomésticos… Siempre con la firma previa de un montón de letras. En mi infancia pasamos juntos muy pocas horas: él salía de casa cuando yo aún dormía y regresaba después de acostarme, incluso los sábados. Solo recuerdo algún domingo por la mañana dando de comer a las palomas en la plaza Cataluña o una vuelta en las golondrinas del puerto; las tardes de los festivos estaban reservadas para el fútbol y sus amigos. Yo crecí entre las faldas de mi madre, una mujer andaluza, de Córdoba, que llevaba todo el peso de nuestra casa a la vez que trabajaba como mujer de la limpieza en las de otros.

    La vida de mis padres fue un continuo sacrificio, que ambos aceptaban con resignación, con toda la esperanza puesta en que la de su hijo fuera mejor. La primera semana de vacaciones de mis padres no llegó hasta mi adolescencia. Fuera de mis horas de colegio, vivía en la calle con mi pandilla de amigos, con todo tipo de juegos tan imaginativos como peligrosos. Mis padres jamás me llevaron a un concierto o un museo. La distancia con mi padre aumentó cuando al llegar a la universidad me impliqué, sin mucho compromiso, en la lucha antifranquista. Un día tuvimos una fuerte discusión en la que le espeté que «sus logros materiales se debían a su esfuerzo y no a los veinticinco años de paz del dictador» y desde entonces apenas nos hablamos.

    Después de abandonar el domicilio familiar perdimos casi por completo el contacto; supongo que mi incapacidad de darle un nieto al que poder llevar al fútbol no hizo más que empeorar las cosas. Cuando supe lo de su enfermedad y operación, acudí a verle al hospital; el cáncer y la derrota habían aplacado su carácter. Nunca hablamos ni de nuestro pasado ni de nuestras diferencias, pero durante su agonía pasamos muchas horas juntos, en silencio casi siempre.

    Descubrí su afición por las películas de piratas; le regalé un reproductor y me encargaba de ir al videoclub, en auge aquellos años, para alquilar todo tipo de películas de piratas: buenas, malas, de color, en blanco y negro, no importaba; las veía todas. Su preferida era La isla del tesoro, la versión de 1950 dirigida por Byron Haskin. Quedaba pasmado ante la pequeña pantalla, infantilmente sorprendido por escenas que ya había visto muchas veces. Tuve que averiguarle las diferencias entre pirata, corsario, bucanero y filibustero e intenté también comprarle algún libro de la materia, que no llegó a leer. Lo suyo eran las imágenes, los paisajes, las tormentas, los naufragios, las peleas… También descubrí sus movimientos de labios, en silencio, avanzando las frases de sus personajes favoritos. Yo me sentaba en el sillón incómodo de su habitación, enfrascado en mis propias lecturas, hasta que le ayudaba en la cena y me despedía no sin antes asegurarme de que lo tenía todo a mano para seguir viendo películas.

    Durante todo el tiempo que estuve a su lado apenas conversamos. Fui testigo de su ruina física; solo sus hermosos ojos de color miel conservaron la viveza hasta el último momento. Pocos días antes de su muerte, en uno de los pocos momentos de lucidez que le permitía la morfina y cuando ya habían finalizado sus sesiones de películas piratas, me mandó acercar a la cama y me susurró al oído: «De lo único que me arrepiento es de no haber ido al Caribe, haber pisado sus playas. Hijo, no hagas lo mismo, no te mueras sin ir».

    Fueron sus últimas palabras, la frase más larga en dos años y la única vez que yo recuerde que me llamara «hijo». Le apreté la mano con fuerza, una expresión insólita, y póstuma, de cariño entre nosotros.

    La tarde discurre con un importante retraso acumulado en las visitas, percance frecuente según un pequeño cartel en la pared que me pide paciencia a cambio de que otro día pueda ser yo la causa. No me importa en absoluto; no creo que las noticias sean buenas y, cuanto más tarde en saberlas, mejor. Es más, la larga espera me ha servido para analizar de nuevo todas las opciones de que dispongo. He pasado una semana llena de temores, antes y después de la prueba. No obstante, los he padecido en la intimidad y nadie conoce mi situación; he conseguido llevar una vida en apariencia normal, aunque el grado de desesperación ha aumentado con el paso de los días.

    El optimismo jamás ha sido mi primera opción ante los problemas y me doy cuenta de que en poco tiempo puedo perder todo lo que tengo y quedarme sin poder realizar ningún sueño pendiente. Todos sabemos que tenemos que morir y creemos que la muerte solo nos llegará con la vejez; como aún no somos viejos, pensamos que tenemos tiempo para todo o para casi todo. A veces el orden natural de las cosas se trastoca y a mí me ha sucedido. Está ya probado que incubo un enemigo, que es parte de mí, y ahora solo queda saber cuál es su grado de maldad y la prisa que tiene por triunfar. Si el peor escenario se confirma, deberé priorizar y las opciones a futuro son limitadas: o lucho, o me rindo. Una cosa tengo clara: no quiero acabar como mi padre. Por ello, cuando finalmente oigo mi nombre susurrado por una enfermera, ya tengo la decisión tomada; de hecho, hace mucho que la tengo, desde el verano de 1992, cuando decidí que jamás aceptaría el destino de mi padre.

    —¿Qué tal vamos? —es la frase rutinaria que utiliza el doctor Ferrer al recibirme y la acompaña con una especie de amago para levantarse del sillón a la vez que avanza la mano para estrechar con debilidad la que le tiendo.

    Se produce un momento de silencio mientras ojea mi historial. Él maneja «casos» y supongo que su prestigio profesional está en función de su estadística de éxitos, aunque en su especialidad deben ser escasos. A diferencia de él, yo solo tengo un caso: el mío.

    —Las pruebas adicionales confirman el diagnóstico que ya le avancé hace quince días.

    —¿Qué posibilidades reales tengo?

    —Bien, es el momento de comenzar a actuar, pero es un tipo de tumor que si se diagnostica a tiempo, como es su caso, las estadísticas confirman una supervivencia por encima del 50 %. Los progresos recientes son muy importantes, como ya le comenté en la anterior visita.

    Necesito oír de nuevo todos los datos, por lo que insisto:

    —Y, sin ningún tratamiento, ¿qué puede durar un enfermo en mi situación?

    —¿Por qué lo pregunta?

    En su tono advierto una prevención.

    —Quiero comparar los dos escenarios.

    —Vaya, pues es muy difícil de determinar con precisión, ya que intervienen una serie de factores que ahora mismo resulta muy complicado de prever.

    —¿Semanas, meses?

    —No, no. Bastantes meses. Por encima de un año, con seguridad. Comprenda que esta es una pregunta compleja. Los pacientes suelen preguntarme cuántas posibilidades tienen de sobrevivir, no cuánto van a vivir si no se tratan. Supongo que entre año y medio y dos. Pero ahora es el momento de comenzar la batalla y vamos a luchar en varios frentes, primero, con la operación y luego con los tratamientos…

    Decido que ha llegado el momento de exponer mi plan. A veces me cuesta mucho negarme a algo y, cuando más avance el programa de compromisos, más difícil será salirme de él. Por esto le interrumpo:

    —Yo había pensado si es posible atrasar un poco el comienzo de la guerra. —El médico me mira con un gesto que invita a la justificación—. Bien, tenía previsto un viaje antes de que sucediera todo esto. Necesito solo unas semanas, pero es algo muy importante para mí, que he preparado intensamente durante varios años. Y en mis actuales circunstancias creo que aún es mucho más importante poder realizar mi sueño.

    A medida que hablo me siento un poco ridículo tratando de justificar la petición. Al fin y al cabo, puedo hacer lo que me dé la gana, incluso levantarme y desaparecer, pero me siento forzado a excusarme.

    —¿Dónde quiere usted viajar?

    —Egipto, Nilo, culturas faraónicas.

    Miento descaradamente y espero que no se note, ya que la mentira no es mi fuerte. El médico levanta por vez primera la mirada de los papeles y afronta la mía:

    —Yo conozco muy bien Egipto, lo he visitado con asiduidad desde hace veinte años. Es un país fascinante. ¿Es usted aficionado o estudioso del tema?

    —No, en absoluto… —Me arriesgo a fantasear para tratar de hacer que la historia sea más creíble—: Lecturas de infancia y juventud. Ya sabe, Julio Verne, Salgari, pero también Dioses, tumbas y sabios, de Ceram. Es como una asignatura pendiente que por las circunstancias de la vida nunca he podido realizar y que quizás esta sea la última oportunidad. Además, con el terrorismo ahora es muy barato viajar a Egipto.

    —Y también peligroso.

    —En mis condiciones, ¿qué más da cómo acabe?

    —¡Le prohíbo que sea pesimista! —replica alzando el tono de voz.

    No creo que las prohibiciones tajantes me afecten ya lo más mínimo, pero no respondo. Por un momento parece que dude en decirme que es más tranquila la muerte sedada en un hospital que con el cuello rebanado en medio de la nada; o me lo parece. En realidad, un comentario de este tipo casa poco con la que intuyo que es su manera de ser.

    —Veamos… Estamos a principios de junio. Yo me cojo las vacaciones en julio. Precisamente este año voy a conocer la Patagonia y Tierra de Fuego; lástima, porque quizás hubiéramos hecho el viaje juntos a Egipto… —Sonríe, aunque ambos sabemos que ni él ni yo estaríamos dispuestos a viajar juntos—. En estas circunstancias, no veo ningún problema en empezarlo todo en agosto. Pero le quiero puntualmente en la clínica el lunes 2 de agosto para el ingreso. Espero que el viaje le reconforte anímicamente. En la lucha que vamos a empezar es sumamente importante su voluntad de resistir y triunfar.

    Ha sido mucho más fácil de lo esperado, por esto planteo abiertamente mi duda.

    —El que todo pueda retrasarse un mes y medio significa que no tengo solución.

    —Por Dios, hombre —replica con un cierto enfado—. ¿En qué quedamos? ¿Quiere o no ir a Egipto? Si piensa que esto va a comprometer su vida, creo que debiera decidir de una vez por todas iniciar el tratamiento. Usted verá…

    —Perdone, estoy muy nervioso.

    Adopta un tono protector.

    —Le comprendo, no se preocupe. Mire, yo le garantizo que en la situación controlada en la que estamos este viaje no compromete en nada su salud. Incluso pienso que puede resultarle beneficioso y como mínimo le ayudará a quitarse preocupaciones de la cabeza. Le voy a recetar unas pastillas que servirán para mantener las cosas a raya y también un calmante, tómeselo solo si lo necesita.

    »Y también la petición para las pruebas previas que deberá entregar al anestesista. —Mientras escribe la receta, sigue hablando—: Por otro lado, en El Cairo tengo a un buen amigo que es un gran especialista. Le voy a fotocopiar su tarjeta y le escribiré una nota de presentación. Nunca se sabe qué se puede necesitar. No sé, con cualquier empeoramiento que en absoluto es previsible tendrá usted dónde acudir; le aseguro que estará en buenas manos.

    Finjo escuchar atentamente las explicaciones acerca de dosis y número de tomas al día, recojo las recetas, la cita concertada para el día 2 de agosto y la fotocopia de la tarjeta del especialista egipcio que, mientras tanto, la enfermera se había encargado de hacer, en la que el médico había escrito una frase en inglés.

    —Necesito también una nota para la baja.

    —Yo no puedo extenderle la baja laboral. Deberá acudir al especialista del seguro.

    —Ya lo sé, pero soy funcionario y de momento con un escrito suyo bastará.

    —Ahora se encuentra usted en perfectas condiciones físicas para el trabajo, aunque comprendo que anímicamente esté afectado. Cuando lleguen las sesiones de tratamiento, se producirán efectos secundarios y entonces es preferible que usted deje de trabajar, aunque en su momento ya decidiremos. ¿En qué trabaja?

    —Soy químico, investigador en la universidad.

    —Voy a redactarle una nota un tanto ecléctica, ya que su enfermedad es un tema solo suyo. —Sigue escribiendo y al final concluye—: Bien, creo que esto servirá para que le dejen tranquilo mientras usted prepara su viaje.

    Se levanta del sillón después de recoger toda la documentación esparcida sobre la mesa, que de nuevo pone en el interior de un gran sobre marrón con mi nombre. Los papeles del sobre saben más de mi vida que yo. La visita se da por acabada y de nuevo me tiende la mano, de un modo mecánico y frío como al inicio, y sostiene un momento la puerta abierta para añadir:

    —Vacúnese antes del viaje. Llévese un repelente de mosquitos y algo contra las picaduras de insectos, sobre todo si tiene previsto realizar un crucero por el Nilo. Y no tome ninguna bebida que no sea embotellada: nada de agua del grifo ni tampoco bebidas con cubitos de hielo fabricados con Dios sabe qué agua. No le conviene caer en una infección gástrica. Hágase la analítica, la placa y el electro, y nos vemos el día 2 de agosto. Y disfrute de su viaje.

    Hago ver que escucho con interés un listado de recomendaciones absolutamente inútil, ya que no pienso viajar a Egipto.

    —Y, por encima de todo, no se deje vencer por el pesimismo. Vamos a aplicar un tratamiento integrativo en el que participarán también expertos en nutrición y psicología. Se ha demostrado recientemente que tanto la alimentación como la actitud mental son fundamentales no solo para superar los efectos negativos de los tratamientos, sino también para vencer a la enfermedad.

    Una enfermera me recoge al otro lado de la puerta hasta conducirme a una especie de mostrador situado en la recepción. Me entrega todos los papeles que debo rellenar para el ingreso, anota el día y hora en un cartoncillo pensado para que quepa en la cartera y, simplemente, me hace firmar el comprobante de la visita.

    «¡Qué barato es que alguien te diga que vas a morir pronto!», pienso. Me devuelve la tarjeta de la mutua y es entonces cuando tengo la sensación de vivir el final de la función que había comenzado aproximadamente hora y media antes. Me siento liberado, bajo con rapidez el tramo de peldaños de una escalera amplia y marmórea, típica de una mansión burguesa del ensanche barcelonés, y ya en la puerta de la calle cedo el paso a una pareja de mediana edad, en la que creo descubrir a víctimas del entresuelo, probablemente en su primera visita.

    Anochece; los rayos de sol han desaparecido de la calle, pero aún no se ha encendido el alumbrado público. Todo el ambiente presenta una luminosidad especial y no tengo sensación de calor. El fragmento de cielo que puedo percibir está completamente despejado, azul. Un anochecer típico de finales de primavera, que anuncia el verano que tenemos encima. En otoño los árboles amarillean y las primeras hojas se acumulan en el suelo, más si el verano ha sido caluroso y han escaseado las lluvias. Prefiero el otoño, porque este tipo de tardes anuncian frío. Aprovecho la cercanía de una farmacia de guardia para comprar, con escasa convicción, las medicinas que me han sido recetadas.

    ¿Y ahora qué? Tengo la conciencia de vivir las primeras horas del resto de mi corta vida. Mañana es sábado y dispongo de dos días antes de volver al trabajo. Es el momento de tomar algo. De los recuerdos de otros tiempos obtengo la situación próxima de un bar de copas. Al entrar veo que todos los clientes son parejas, estratégicamente situadas por rincones cómodos que garantizan una cierta intimidad. La barra está vacía y me instalo en un extremo. Al camarero no parece sorprenderle mi soledad, probablemente me identifique como un adelantado a una cita.

    Después de tantos años sin visitar el bar, todo está igual, aunque el paso del tiempo ha desgastado la madera; tengo también la sensación de mayor frialdad. Probablemente, el camarero no me reconoce como un cliente habitual y, en consecuencia, no hace ningún esfuerzo para mostrarse amable. Le pido un gin-tonic a mi gusto y el resultado queda lejos de lo esperado, con un exceso de ginebra. Un desastre de gin-tonic, que confirma una vez más mi teoría que los recuerdos son preferibles a la realidad. Con resignación e incómodo me dispongo a terminar cuanto antes.

    Entonces recibo una llamada de la gestoría que me informa que tengo lista la declaración de renta, que la pase a recoger; me toca pagar siete mil ochocientos euros por cursos y conferencias con escasa retención. Había olvidado por completo el tema. Por lo visto, la sociedad, o el Estado en su nombre, reclama los compromisos hasta el final. No hay misericordia. En mi situación, en la que me siento terminal diga lo que diga el médico, debiera existir una especie de moratoria o amnistía: fiscal, familiar, de trabajo, emocional.

    Con la muerte pisándome los talones, debería uno quedar libre de cualquier obligación y dedicarse a gestionar el final. Un final brillante o al menos de acuerdo con uno mismo; morir como no se ha vivido. Poner toda la valentía y decisión en este momento tratando de compensar todos los desaciertos anteriores y, sobre todo, no acabar como mi padre. Es una jugada del destino, la consecuencia insalvable de una mala genética. ¡Puta genética que nunca falla!

    Me viene el recuerdo de algo que leí hace unos años. Por lo visto, durante la represión franquista, cuando se fusilaba sin razón, un jesuita afirmaba que los condenados a muerte tenían una enorme ventaja. La idea era más o menos esta: puesto que sabían en qué momento iban a morir, Dios les daba la oportunidad de reconciliarse con Él. Confesando y arrepintiéndose de los pecados cometidos, se alcanzaba un estado perfecto de gracia. El fusilamiento era un simple trámite para mandarlo al más allá, a la vera segura de Dios. Y, claro, por el contrario, los pobres que no iban a ser fusilados desconocían el momento exacto de su muerte y quizás se enfrentarían a ella en pleno pecado: una bala perdida a la salida de un prostíbulo, por ejemplo. ¡Qué inmensa fortuna la de los condenados a muerte, ya que sabían el día y la hora!

    Mi situación es más o menos esta. Conozco el día: pongamos año y medio. Quizás algo más, pero situemos la hipótesis en la banda de la seguridad. Ya que sé que dispongo de este tiempo, voy a aprovecharlo para reconciliarme no con un dios en el que no creo, sino conmigo mismo. Pues en esto estamos: lo que antes del diagnóstico era una probabilidad para alguien en la cincuentena pasada, ahora es una certeza. Tengo menos tiempo, mucho menos, para vivir de aquí en adelante que el que he vivido hasta ahora La cuestión está en aprovechar este año y medio, en tratar de compensarme a mí mismo de todas las cobardías pasadas.

    Estos pensamientos me producen una cierta euforia: a corto plazo soy totalmente libre de hacer lo que me dé la gana, transgredir cualquier rutina respetada hasta ahora; después las cosas se complicarían, pero la felicidad siempre la he medido en términos de intensidad y no de duración. Los próximos meses podría vivirlos según mis deseos e incluso tendría motivos objetivos para justificar cualquier comportamiento que llamara la atención. «Pobre. Claro, como que está enfermo terminal», dirían de mí.

    Solo hay dos alternativas: someterse al tratamiento para intentar vivir más en condiciones precarias o simplemente vivir una nueva vida y esperar acontecimientos. ¿Qué ha de pesar más: el cuánto o el cómo?

    Me aterra la idea de un tratamiento oncológico no solo por los efectos secundarios, sino sobre todo por la falta de intimidad, la ostentación de las miserias delante de otros pacientes que su vez me mostrarán las suyas. La dependencia de médicos y enfermeras. Las simpatías lejanas que los enfermos inspiramos a conocidos y compañeros. En fin, que todos van a saber tanto de mí como yo mismo. Seguramente, algunos mucho más, puesto que no creo que el sistema sea totalmente transparente. Alguien antes que yo va a conocer con certeza que se acerca mi fin y, probablemente, mentirá diciendo que todo va bien. Y, finalmente, la impotencia para obrar. Llegará un momento en que estaré incapacitado para tomar decisiones y seré la víctima de lo que hagan por mí. Y la inconsciencia final, a la que también llegaré —seguramente antes— si huyo de cualquier tratamiento.

    Quizás sea afortunado y quede situado en el compartimiento del 50 % de los éxitos. Pero ¿y si no es así? Cuando sea conocedor de que voy a engrosar la cuenta de los fracasos, ya no estaré en condiciones de rectificar. Indefectiblemente, deberé seguir el protocolo y, llegado el caso, me llenaré de rabia impotente por lo que «pudo haber sido y no fue», como el bolero.

    La decisión está tomada; de hecho, cuando sospeché hace unas semanas que podía ser un enfermo de cáncer, empecé a imaginar toda una serie de actividades alternativas a mi vida actual. Ahora me siento con una lucidez extraordinaria para llevarlas a cabo. Mañana mismo empiezo, ya que tengo mucho trabajo por delante. Pido una segunda ronda para seguir dando vueltas al tema, en un ambiente ocupado solo por parejas que se meten mano de forma descarada. Deben ser suposiciones mías, pero he percibido una cierta compasión por parte del camarero para alguien al que supone que han dejado colgado.

    Confecciono en los espacios libres de un posavasos una pequeña lista de temas a resolver con carácter inmediato, que de momento solo identifico con una palabra:

    •Sueños

    •Trabajo

    •Economía

    •«Familia»

    •Otros

    Sonrío por incluir a la familia, ya que no tengo. En cambio, el tema del trabajo puede ser un problema: después de años de investigación, estoy a punto de poder hacer una importante contribución científica. En ciencia todo es relativo: importante significa que va a ser publicada en una revista científica de referencia, meta perseguida por los que nos dedicamos con poco sueldo y escasos medios a cultivar nuestro prestigio personal en áreas de conocimiento que importan un bledo a la sociedad. Pero para cerrar todos los experimentos y escribir el artículo necesitaría un mínimo de seis meses, tiempo del que, evidentemente, no dispongo. No pienso perder un porcentaje importante del que me queda en cultivar inútilmente el ego. Tendré que pensar alguna solución.

    Me levanto decidido a resolver temas pendientes. Mientras tomo el primer café, repaso el listado del posavasos. Voy a empezar por el tema a priori más complejo, el del trabajo, por lo que llamo a Albert para invitarle a tomar una paella. Tarda media hora en devolverme la llamada; está pasando el fin de semana con la familia en el Delta del Ebro.

    *****

    Albert es mi mejor amigo, quizás el único verdaderamente merecedor de este calificativo, y también mi compañero de trabajo. Tiene una posición consolidada en la Universidad, fui director de su tesis hace ya muchos años —la suya fue la primera que dirigí— y desde entonces hemos trabajado juntos sin ningún problema.

    Nuestra amistad viene de muy lejos: a finales del 75, durante el último año de mi carrera, trabajé como alumno aventajado en un Departamento de la Facultad de Químicas y entre mis funciones estaba la de ayudar en las clases prácticas al profesor que me había acogido. Intentaba desarrollar con dignidad mi trabajo, a pesar de la vergüenza que me generaba el hecho de que los alumnos tenían mi edad. Albert estaba entre ellos, era responsable y si algo no entendía de la experimentación o se le torcían los cálculos, acudía siempre a mí.

    Nos encontramos también en alguna asamblea de facultad y le vi actuar como delegado del entonces sindicato ilegal de estudiantes. El asesino acababa de morir en cama, torturado por su yerno, y la sociedad exigía libertad después de tantos años de dictadura. Que su sucesor como jefe de gobierno fuera otro siniestro personaje represor no auguraba que las cosas fueran a mejor y era la hora de las movilizaciones, estudiantes y obreros en primera línea.

    En este ambiente, Albert me sugirió que fuéramos juntos a la manifestación convocada en Barcelona el domingo 1 de febrero de 1976 para pedir la libertad de los presos políticos, que aún seguían en la cárcel. Nos convocamos cerca del Parque de la Ciudadela y al llegar vi que estaba acompañado de un grupo de ocho o diez personas, algunas conocidas de la facultad. La zona prevista para la manifestación estaba bajo un fuerte control policial, por lo que recibimos la consigna de desplazarnos hasta el Paseo de San Juan. Era mi primera manifestación y estaba visiblemente miedoso; Albert se dio cuenta, me dijo que no me preocupara y que estuviera siempre a su lado.

    Empezaron las carreras por el Ensanche, al grito de «libertad», a la vez que algunos automóviles intentaban entorpecer la acción de la Policía y hacían sonar sus bocinas. Fui ganando en aplomo con el paso del tiempo y en un momento dado se decidió que un numeroso grupo nos sentáramos en el suelo, con los brazos levantados en actitud totalmente pacífica. La Policía no tuvo ningún respeto hacia nuestro gesto y empezó a apalearnos con rabia. Albert me protegió, recibió más de un porrazo en mi nombre y, finalmente, me ayudó a salir a la carrera del grupo convencido de que la protesta había llegado a su límite. Nos refugiamos en un bar, lejos de los disturbios, para repasar los golpes recibidos mientras tomábamos

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