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El mago de feria
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El mago de feria
Libro electrónico176 páginas2 horas

El mago de feria

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Jelena Lengold (1959) es escritora. En su obra se pueden encontrar poesía, relatos y novelas. Ha trabajado como periodista y redactora en la redacción de cultura de Radio Belgrado, y como coordinadora de proyecto en la Academia Nansen-Academia Humanística Noruega de Lillehammer en la materia de resolución de conflictos.


Ha sido ganadora de numerosos premios literarios. Por sus libros de poemas ha obtenido el Premio Đura Jakšic y el Jefimijin Vez; en 2016 le concedieron el prestigioso Premio Ivo Andrić por el mejor libro de relatos del año en serbio, y por la novela Odustajanje se alzó con el Premio Ciudad de Belgrado de Literatura.


El mago de feria obtuvo el Premio de Literatura de la Unión Europea, el Premio Žensko pero, el Biljana Jovanovic y el Zlatni hit Liber. La prosa y la poesía de Jelena Lengold se han traducido al inglés, italiano, danés, búlgaro, macedonio, polaco, checo, esloveno, húngaro y albanés.
Los relatos de Jelena Lengold aparecen en varias antologías y recopilaciones de literatura actual serbia publicadas en Serbia y en el extranjero

IdiomaEspañol
EditorialŠtrik
Fecha de lanzamiento31 may 2021
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    El mago de feria - Jelena Lengold

    rusa

    Ese podría haber sido yo

    Si hubiera nacido solo unos pocos minutos antes, yo habría sido Viktor.

    Cada vez que el avión despega y la fuerza de gravedad me clava al asiento, lamento no ser él.

    Viktor posee una pequeña farmacia, en la periferia de la ciudad. A un lado de su farmacia se encuentra una relojería. En el otro, una tienda de prensa y estanco a la vez, donde todas las mañanas compra el periódico. Ya cuando estudiaba Farmacia, Viktor soñaba con poder colocar frascos de fármacos sobre unos limpios estantes blancos y con saber las indicaciones y el modo exacto de uso de cada medicina.

    Había algo en los medicamentos que lo fascinaba desde su más tierna infancia. Sus abuelos, así lo recordaba, tenían siempre muchísimos fármacos en casa. Dos cajones grandes de la cocina estaban repletos de cajas, tubos, frascos, y Viktor, de pequeño, solía abrir este mundo peligroso y prohibido, como otros niños abrían los cuentos.

    Allí estaban las pastillas corrientes, las cápsulas de diferentes colores, las pomadas de distintos tipos, unos aros rojos de esparadrapo, un frasquito opaco de yodo con su pequeño tapón de corcho, gotas para la nariz, colirios para los ojos, un termómetro en su envoltorio de cartón medio roto, los apósitos para los callos de la abuela, un líquido que olía a caramelo de menta y se untaba en la frente cuando alguien tenía dolor de cabeza, allí había también medicinas cuya fecha de caducidad se había rebasado hacía tiempo, pero los abuelos no las tiraban porque nunca se sabe si de repente algo puede ser necesario.

    Viktor estaba convencido de que había aprendido a leer precisamente allí, delante de aquel cajón, abriendo cada una de las cajas y leyendo el prospecto de todos aquellos fármacos.

    Su juego favorito era meter en un frasquito diferentes cápsulas, lo que producía todo tipo de combinaciones: había cápsulas transparentes a través de las cuales podían verse los gránulos, otras que ocultaban su contenido detrás de un plástico opaco, había cápsulas pequeñas y grandes, y cuantos más ejemplares diferentes poseía, más rico se sentía. Cogía una cápsula en la mano, la sacudía con cuidado al lado del oído y escuchaba cómo susurraban dentro los granitos diminutos. No todas las cápsulas sonaban igual. Ya de niño, Viktor se había propuesto la tarea de reconocer por el sonido, con los ojos cerrados, el fármaco que sujetaba en la mano.

    A su abuela le horrorizaba aquella colección y todo el tiempo le repetía que en ningún caso debía tomar aquellas medicinas, advertencia que a él le parecía completamente absurda, ya que en su caso no se trataba de probar los fármacos, sino de poseerlos y sentirlos bajo los dedos, clasificarlos y, de algún modo infantil, dominarlos.

    Él dominaba las medicinas, y las medicinas dominaban la vida. Y la muerte. De la cual no se hablaba por aquel entonces, pero que de una manera muy clara estaba presente en aquellos cajones grandes y pesados.

    Más adelante, cuando Viktor cumplió el sueño infantil y abrió su farmacia, le pareció que las cosas estaban en su sitio. Al levantarse por la mañana, lo único que deseaba era ir a la farmacia. Y allí, feliz y contento, pasaba horas y horas y, cuando llegaba la hora de cerrar la botica, no sentía que se liberaba de una desagradable carga diaria. Al contrario, la vuelta a casa era una suerte de mal inevitable que lo separaba, aunque solo fuera temporalmente, de lo que amaba de verdad.

    De eso les hablo.

    Ese hombre —Viktor— fácilmente podría haber sido yo. Mientras observo su vida, colocada con sumo orden en los estantes, comprendo sin el menor espanto que me adaptaría muy bien a ese sistema. Reconozco el olor. Reconozco la infinita repetición de lo mismo, la benevolente espera del próximo cliente que entrará en mi farmacia y me entregará la receta. Reconozco esa maniática esperanza de que para cualquier cosa que les duela debe encontrarse en el mundo el remedio adecuado.

    A veces llego a casa y tengo la sensación de que la vida se me escapa, de que ya no puedo más. Que me desbordan los plazos, las relaciones complicadas, los asuntos inacabados, los formularios poco claros, los viajes que hay que planificar, las reuniones en las que hay que permanecer sereno. A veces todo eso parece demasiado grande para una sola vida. Entonces tomo un diazepam. Y me voy a duchar. Los minutos pasan, el agua caliente se desliza a lo largo de mi cuerpo y —puedo sentirlo— disuelve esa valiosa química en mi interior. Lentamente, todo se escurre por el desagüe. Todos los ceños fruncidos, todas las palabras ininteligibles, todas las conversaciones tensas. Los bordes afilados se tornan suaves. Ya nada es urgente ni incierto. Vuelven los colores, poco a poco. Al cabo de diez minutos, la vida parece incomparablemente distinta. E incomparablemente más soportable.

    Pero ¡ay, no! Yo no he nacido unos minutos antes, no he sido Viktor, yo nací justo en el instante en el que nacen los que corren sin cesar de acá para allá y vuelan a menudo en avión.

    A alguien le puede parecer incomprensible que uno viaje constantemente en avión y constantemente tenga miedo de volar. Pero eso es una forma de ver las cosas muy superficial. Porque ¿qué daría un sentido a estos viajes sino el miedo?

    Nosotros, en realidad, nunca sabemos en qué va a degenerar nuestra vida por culpa de los deseos y de los miedos. A mí, por ejemplo, me ha guiado sobre todo la improvisación. La improvisación y la casualidad. La improvisación, la casualidad y el destino.

    Por otro lado, dedico estas tres o cuatro horas a mi miedo. Los aviones no son lo suficientemente cómodos para dormir, ni para leer, ni para ver una película. Bueno, siempre me puedo poner en los oídos un MP3 Player y el ordenador portátil en las rodillas, pero esa no sería yo. Ni siquiera tendría que saberlo alguien más, yo me estaría mintiendo a mí misma. Soy mucho mejor en la planificación de mi propia muerte violenta que en teclear un informe financiero semestral a una altura de ocho mil metros.

    Y, de todos modos, ¿qué gracia tienen estos Player con auriculares? ¡Antaño la música era algo que se oía! Algo que se compartía inevitablemente con todos los que te rodeaban y tenían oído. Cuando sonaba la radio, cuando alguien cantaba, cuando giraba un elepé en el tocadiscos, era imposible no oírlo, eso era la esencia de la música. Los vecinos daban golpes en la pared, iban a pedirte que bajases el volumen, llamaban a la policía. Tapizabas tu habitación con cartones de huevos. Y todo eso ocurría, precisamente, porque la música se oía.

    Según lo que escuchaba la gente, uno sabía qué tipo de persona era, de dónde provenía, qué rollo le iba, qué cosas le atormentaban… Y ahora no se sabe nada. Estos con la música insonora en los oídos se me asemejan más a personas que, sin ocultarlo, quieren aislarse —¡apartarse de mí, por supuesto, de quién si no!— que a auténticos amantes de la música. No me sorprendería si en los auriculares, en realidad, no se oyera nada, o se oyera solo una suerte de ploc, ploc, ploc, la grabación de cómo se disuelve una estalactita en una cueva del Himalaya, alguna perversión de este tipo, así es esta gente con los auriculares en los oídos. Muy rara.

    Mi amigo pianista me contó hace poco una cosa tristísima: ¡ahora existen incluso pianos insonoros! El avión se adentra en una nube negra, una voz metálica nos ruega que nos abrochemos los cinturones de seguridad porque nos adentramos en unas pequeñas turbulencias, y yo me imagino las cuerdas bien disciplinadas en el interior del piano que de alguna manera tocan para su fuero interno. El pianista está sentado al piano, hace los mismos movimientos de antaño, las mismas muecas que hacía ya Domenico Cimarosa, pero no hay sonido por ninguna parte. Solo los auriculares en los oídos y un vecindario satisfecho. El pianista toca y toca y toca y no sucede nada. Excepto en sus oídos. La paz de los que lo rodean tiene prioridad.

    Existe otra locura. Conozco ya varios países en los que hay unos cines muy extraños. Ni siquiera sé si estos lugares se pueden denominar cine. Porque no ponen películas. Allí te metes, pagas la entrada, te sientas, las sillas son siempre muy cómodas, la luz discreta y no agobiante, y todo lo que uno oye durante las dos horas siguientes es una música tranquila y relajante. Por increíble que parezca, hay países en los que semejantes cines están llenos todo el día. Siempre hay alguien que no quiere más que estar sentado dos horas y escuchar a un aburrido Clayderman o algo parecido, que por lo general se escucha solo en el ascensor.

    Esta gente, debo confesarlo, me resulta aún más rara que la de los auriculares. Ellos se encierran también para escuchar música de una forma discreta, políticamente correcta, pero han introducido en todo el asunto dos elementos más: la relajación, probablemente lo primero que les recomendaron sus psicoanalistas, y el enclaustramiento en un gueto con gente parecida a ellos mismos.

    No quiero ni imaginar cuál será el siguiente paso. De qué forma se escuchará la música en el futuro.

    Y, sin embargo, lo que menos deseo es sonar como una persona nostálgica. Como una de esas personas para las que cualquier tiempo pasado fue mejor. ¡Y un rábano era mejor! Por supuesto que no era mejor. No cambiaría toda esta tecnología por ningún museo etnográfico del mundo. Una vergüenza, pero cierto. No obstante, a veces tengo miedo de que ciertas cosas estén demasiado enfocadas en sí mismas, demasiado alejadas del resto de la silenciosa humanidad, incluso para mi gusto.

    Así que por eso no escucho música en el avión, es lo que quería decir. Si no podemos escucharla juntos, si al menos dos o tres filas del avión no podemos balancearnos al mismo ritmo, no me resulta divertido.

    De manera que me quedo sentada y callo. Ellos callan, yo callo. Ellos miran fijamente el anuncio en el asiento delantero, yo también.

    ¡Conozco a algunas personas que me intentan convencer desde hace años de que simplemente adoran volar en avión! Piden un asiento junto a la ventana y, cuando oyen que las enormes ruedas empiezan a tomar carrerilla, ponen cara de satisfacción, parecen felices, sonríen como si alguien les hiciera cosquillas justo ahí donde les gusta. Yo, sin embargo, no entiendo qué es lo que hay que adorar. Volar te puede dejar indiferente, lo puedes considerar un mal necesario, puedes pasar de ello, pero adorarlo, eso ya me parece una extravagancia.

    Y sobre todo ¿cómo el hecho de encontrarme a una altura de diez mil metros puede ser motivo de mi adoración, si no soy un pájaro, ni una nube, ni un cosmonauta? ¿O tal vez debería alegrarme de mi situación elevada justo a pesar de no ser nada de eso?

    No lo sé, nunca he sido buena en ese «a pesar de». Considérenlo un fallo grave de mi carácter. Nada que sea «a pesar de» me gusta. Las cosas «a pesar de» me dan miedo. Me esfuerzo por evitar las situaciones «a pesar de». Si quieren saber mi opinión, ni siquiera las cosas lógicas me resultan demasiado fáciles. Y para remate ahí está el «a pesar de». Prefiero dejar mis «a pesar de» a aquellos a los que las obviedades les resultan aburridas y asfixiantes.

    ¡Dong! Se ha apagado la lucecita roja sobre nuestras cabezas. Podemos desabrocharnos los cinturones. De nuevo, allí abajo, se ve el mundo que debería ser real, de nuevo se ven las cimas negras de las montañas. Es lo que parece el mundo si lo miras desde aquí arriba. Negro y hostilmente puntiagudo.

    Enseguida me vienen a la mente los montañeros. Son maniacos de la peor especie, que escalan altas cumbres expuestos al viento y al frío más atroz. Salen de su habitación cálida, de su hotel calentito, se apartan de la chimenea, dejan su taza de té y se ponen esa suerte de traje espacial, cogen los bastones, se echan a la espalda cien kilos de diversos clavos de escalada y se ponen en marcha. Bien untados con cremas para que no se les caigan los dedos y las orejas.

    Nadie puede convencerme de ninguna manera de que eso es normal. De ninguna manera puedo aceptar la explicación de que la humanidad ha avanzado precisamente gracias a esta gente. No me lo creo.

    Por fin abro el periódico, mientras espero a que el carrito de las azafatas llegue hasta mi asiento. Hojeo y hojeo y hojeo y, entonces, de repente ahí está la noticia. Y sus fotos. «Asesinan a un bebé recién nacido». Observo sus caras. Yo podría pasar delante de rostros semejantes sin sospechar nada. Una mujer joven y su padre.

    Un auxiliar de vuelo con músculos estratégicamente trabajados se presenta a mi lado.

    ¿Qué deseo?

    Deseo llorar, pero no sería educado decirlo.

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