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Elegía imperfecta
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Libro electrónico210 páginas3 horas

Elegía imperfecta

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Ningún rastro de la elegía perfecta imaginada sobre su padre.

Una pequeña caja de caudales contiene retazos de una vida que se fue. ¿Puede una vieja foto, un recorte de periódico o una entrada del Liceo romper el ajustado equilibrio familiar? La muerte del padre abre muchos e imprevistos interrogantes. Alguien tiene las respuestas, pero esas pueden acabar con una familia.

Sonia, la hija, quiere llegar hasta el final y conocer toda la verdad, aunque puede costarle la vida. María, viuda y madre de Sonia, guarda algunos secretos, consciente de que con ellos protege lo que considera su felicidad y bienestar. Jordi, un reputado arquitecto catalán, tiene algunas claves imprescindibles para desentrañar los secretos de la familia Sbert y sobre su propia vida.

Vida y muerte, amor y desengaños son un binomio, como las dos caras de una moneda, presente en el devenir familiar de esta familia acomodada y rural de Mallorca. Descubrir los secretos cambiará sus vidas para siempre.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 nov 2019
ISBN9788418073762
Elegía imperfecta
Autor

Biel A. Amer

Periodista, crítico de arte y gestor cultural, Biel A. Amer ha trabajado en el centro territorial de TVE en Baleares, gestor de programación cultural en la Fundació SA NOSTRA y colabora en el suplemento cultural «Bellver» del Diario de Mallorca. Ha organizado y participado en numerosos cursos y seminarios sobre periodismo, gestión cultural y teoría y crítica del arte. Ha comisariado exposiciones para Bill Viola, Rebecca Horn, Jaume Plensa, Miquel Navarro, Miquel Barceló, Rafa Forteza, Joan Sastre, Joan Morey, Gilberto Zorio, Yuko Shiraishi y Vinicio Momoli, entre otros. Como autor ha publicado junto a la artista Mònica Fuster el libro de poemas y relatos breves Drawings (monicafuster.es), recitados por Pep Tosar.

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    Elegía imperfecta - Biel A. Amer

    I parte

    Siento un vacío en mí; es como si faltara algo capaz de equilibrar todo el organismo. No quiero obsesionarme ni preocupar a mis padres. Siento ese vacío desde mi adolescencia y me he acostumbrado a vivir con él. No sé si es bueno o malo; no alcanzo a descifrarlo, porque el dolor no está en un solo órgano; ni siquiera sé si está en alguno vital o es solamente una suposición. No he sido nunca hipocondríaca y no me atrevo a una visita médica por algo que solo me provoca sensación de vacío. Acabo de comer y no es hambre; acabo de beber y no es sed…

    Sonia S.

    Valencia, jueves 16 de mayo de 1991

    I

    Fue una llamada escueta, urgente, imprevista y contundente:

    —La llamo del Hospital General. Su padre está ingresado de urgencia. Si quiere verlo vivo, le aconsejo que venga de inmediato…

    Solo pudo responder «sí» porque, acto seguido, oyó el clic, la señal cuando la comunicación quedó cortada, interrumpida tras el impacto de la noticia, precipitada en su contenido y, acto seguido, por su salida hacia el hospital para poder ver a su padre con vida.

    A menudo ocurren estas conmociones; sobre todo las hemos visto en las pantallas, exageradas en su dramatismo o sabemos de alguien que ha recibido llamadas intempestivas a cualquier hora del día o de la noche, siempre amenazadoras y, en algunos casos, con resultados devastadores. Si el destinatario eres tú, te dejan sin aliento, como si el aire no llegara al cerebro y este quedara suspendido en un precipicio mortal, hueco y sin salida.

    Sabía que su padre andaba mal, afectado de una amenazadora neumonía, cuya gravedad le impedía hacer una vida normal, y eso que solo contaba con sesenta y ocho años. A pesar de ello, sobrevivía a los continuos achaques, a esas embestidas de la vida o de la muerte porque, a esa edad, recordaba su padre, uno no sabe si trajina el camino hacia delante o lo desanda.

    Sumida en un estado de súbito nerviosismo, se enfundó el abrigo, colgado en el perchero de la entrada del piso, junto a la puerta de salida, donde también colgaba un manojo de llaves sujetas a un llavero publicitario donde podía leerse «Ferretería Novella», el negocio de su padre, ahora ya traspasado y cerrado, dedicado a la venta de utensilios de toda gama doméstica, jardinería, bricolaje y una extensa carta de productos químicos, origen de la enfermedad que lo tenía postrado al borde de la muerte. Puesto el abrigo, buscó el bolso, que debía de hallarse cerca de la puerta de entrada, pero que se encontraba colgando de la butaca orejera situada junto al sofá, en la sala de estar del piso de su propiedad. Se lo colgó en bandolera, lo abrió para comprobar si llevaba el billetero —«sí»—, el móvil —«sí»— y las llaves del coche —«bien»—. «Vamos».

    La ferretería ocupaba el espacio vital de su padre y, por extensión, de toda su familia. No solo era el modus vivendi, sino el eje que vertebraba la vida personal y familiar, también en determinado ámbito social y en el laboral de muchas personas, desde las gentes de campo, labradores, ganaderos, recolectores, vendedores, hasta carpinteros, constructores, fontaneros y la nueva variedad de bricoleurs del hogar; esos entrañables «chapuzas» que hacían del local un lugar de consulta, discusión e intercambio de conocimientos, donde acudían interesados sobre cualquier novedad en materiales o aperos. A menudo, cuando se concentraban diversos compradores, se establecía una tertulia donde se intercambiaban, de manera exageradamente anárquica, experiencias sobre el uso de tal o cual material, accidentes domésticos o fracasos diversos de los que siempre trataban de sacar conclusiones positivas que, inmediatamente, eran adoptadas por los menos iniciados. A Sonia le sorprendió que esta fuera una actividad eminentemente masculina y que, en cambio, las mujeres acudieran al establecimiento para comprar productos de limpieza, instrumentos para realizarla —escobas, cubos o detergentes— y determinados artículos que no comprendieran aficiones como bombillas, utensilios de cocina, insecticidas para todo tipo de bichos, aunque los más consumidos eran contra moscas, mosquitos y hormigas.

    Para los hombres, quedaban los artilugios pesados, como escaleras y tablones, maquinaria y aparejos para la tierra y, en especial y sin una razón que lo justificara, el matarratas. Su padre había adquirido un cierto renombre entre los lugareños y cercanías, gracias a su habilidad para la mezcla de componentes químicos para diferentes usos; la mayoría de ellos resultaban corrosivos, utilizados como fertilizantes, antioxidantes y otros usos, por ejemplo, para fumigaciones. En el manejo de estos productos de tremenda toxicidad y nocivos para la salud, como el dióxido de nitrógeno para pinturas, o el uso incontrolado del tricloroetileno, el hexaclorobenceno o el más vulgar cloroformo, le fueron dejando huellas internas imperceptibles; de ellas sobrevino todo tipo de enfermedades que, poco a poco, mermaron su salud. Debido a esa perniciosa experiencia en el uso y manejo de esos compuestos, derivó el enfisema que desembocaría en su prematura muerte.

    El ascensor del edificio donde residía estaba ocupado en subir y bajar; siempre ocurre cuando tienes prisa: a saber en qué piso se encontraba. No estaba nerviosa, pero notaba en su interior un vacío agrandándose a medida pasaban los minutos, el tiempo justo tras recibir el mensaje de urgencia; un vacío interior desconocido, ignoto hasta ese momento, tanto por su intensidad como por el desorden creado en un organismo poco acostumbrado al sobresalto.

    Salió del garaje como de costumbre y sin alterar su rutina diaria, que la lleva de casa al instituto, donde da clases de Literatura para alumnos de bachillerato. Cruzó la avenida central que separa el casco antiguo de la ciudad de la nueva, donde antes había una muralla medieval derribada a principios del siglo xx. Pero esos datos los sabía de antiguo y su pensamiento intentó centrarse en el futuro, en el día después de la más que segura muerte de su padre. No pudo. Su mirada fija repartida entre el asfalto y el resto de los vehículos que circulaban a su alrededor colapsó su capacidad para entender e interpretar el mañana. Sin darse cuenta, ya estaba en la ruta al hospital y, en menos de dos minutos, entraría en el parking; luego en el hall, frente a la recepción, tomaría el ascensor hasta la segunda planta y, de allí, a la habitación.

    De noche, el hospital es un lugar sereno, frente a la multitud de visitantes que, durante el día, circulan por los pasillos, algunos afectados por dolencias incurables; otros llorando de dolor; otros medio en broma porque las heridas de uno mismo o de alguno de los suyos revisten escasa gravedad, manifestando una inusitada alegría en un entorno tan dramático y, por último, gente desocupada, que ha decidido hacer jornada entre los enfermos, charlar con ellos y hacerse cargo de sus desgracias; toda una serie de humanidades agolpadas en espacios reducidos, tanto como permiten las rutas de camilleros, doctores, enfermeros, asistentes, limpiadoras, analistas y familiares y amigos. El hospital es un lugar apropiado para conocer el dolor de los demás, evaluarlo y consolarlos, consolarte.

    —Habitación 202, segunda planta. Vaya por el pasillo final. ¿Lo ve? Aquel del fondo. Allí encontrará el ascensor.

    Sonia atendió la explicación amable de la recepcionista y recorrió todo el corredor, cercado en sus primeros metros por una enorme cafetería y un restaurante. Situado en una de las esquinas, el puesto de prensa estaba cerrado, a la espera de las nuevas ediciones de periódicos y revistas. El restaurante también estaba cerrado, ennegrecido por cristales cuya transparencia dejaba a la vista un montón de mesas y sillas acurrucadas, unas con otras, para permitir que las limpiadoras barrieran los restos y fregaran las gotas pegajosas derramadas por los vertidos de bebidas carbónicas y algún que otro llanto de desesperación y muerte.

    Pasados estos metros, un tabique cercando cada lado conducía al visitante hacia un primer cruce; comprobó el que no debía tomar y, luego, otro largo pasillo enfilaba hacia su corredor indicado por la recepcionista. Alguna puerta cerrada escondía material o informes; quién sabe si de algún paciente o del personal del centro. No prestó atención a los rótulos escritos sobre la puerta ni miró las placas de distinto tamaño que informaban sobre el interior de las dependencias ahora cerradas. Su objetivo era el pasillo final, el que la conducía a la zona donde estaban hospitalizados aquellos enfermos de larga estancia y terminales. En esta zona se hallaba, precisamente, la habitación de su padre.

    La soledad del corredor le provocó una áspera angustia, como una sensación crepuscular origen de alguna desgracia, presagio de un tiempo duro. Intentó sobreponerse a esa presión y procuró concentrarse en la búsqueda del ascensor que la conduciría a la segunda planta y la acercaría a la habitación del padre: la 202. Frente a la metálica plancha de aluminio pulido, su rostro se deformaba al menor movimiento, como la sombra de una pesadilla que se desvanece impotente, sin control. Dentro de la cabina, apretó con nervio el dos y desvió la mirada hacia ninguna parte, desinteresada por completo de cuanto la rodeaba en aquel convencional y hermético cubículo.

    Por un momento, creyó no llegar a tiempo y encontrar el cuerpo del padre cubierto con una sábana en el tránsito hacia el depósito, lejos ya de cualquier hálito, vacía la mirada de vida. Ya en la segunda planta, aceleró el paso al descubrir la dirección hacia la que debía dirigirse para llegar a la habitación, situada al final del angosto corredor. Fue un instante que pareció un mundo.

    La puerta no estaba cerrada y una vertical de luz descubría vida en el interior de la estancia. Con la mano izquierda sobre la puerta lacada de blanco, la desplazó y, casi precipitándose, entró, sin titubear y con la vista puesta hacia la cama. Allí descubrió el cuerpo de su padre, aún con vida, despierto, esperando la llegada de su hija, asediado por la muerte, pero atento a cualquier movimiento o ruido, o silencio. Un estrecho tubo le salía por debajo de la sábana hasta perderse en las cavidades nasales, lo que le ofrecía un tiempo extra de vida y alteraba el curso normal de esta. Pero era el camino que había tomado la ciencia y la medicina en su afán por arrancarle unos minutos más a la oscuridad absoluta, al fin de la existencia.

    La madre se encontraba dormitando en un incómodo sillón colocado en una esquina de la habitación, puesto allí para quienes hacen vigilia, esperando el nuevo día y, con él, el encuentro con el médico amo y señor de todas aquellas estancias abarrotadas de personas mayores, ancianas, pero no vencidas, atentas a la esperanza. Abrazó como pudo a su padre y le besó en las dos mejillas; su madre le cubrió la espalda con un abrazo en busca de consuelo o, tal vez, dándoselo a la hija. Sonia aguantó el llanto para volverse hacia ella y abrazarla, colmándola también con sendos besos en ambas mejillas. En ese mismo instante, el padre acercó su mano izquierda a la de la hija y se enganchó entre sus dedos, dejando un pequeño apretón entendido por ella como una señal y se volvió hacia él.

    —Te hemos mandado llamar, porque papá quiere hablarte —le dijo su madre sin levantar la voz, casi en un susurro. Ambas se miraron y luego giraron la vista hacia el padre, y este movió los labios como si quisiera saludar o hablar.

    —¿Puedes hablar? —preguntó ella.

    Hizo un guiño que la madre entendió como una petición y le acercó un vasito de agua que había sobre la cómoda, lo ayudó a incorporarse y le acercó el vaso, del que sorbió una poca agua, justo para humedecer los labios, sin apagar el hervor que le consumía la garganta. Sonia también pidió beber agua, que su madre le sirvió en un vaso de cristal envuelto en un protector de plástico, dispuesto junto a la cómoda.

    Con un gesto mínimo, la madre entendió que el padre quería estar a solas con la hija; una situación que ya conocía de antaño, en una relación que la madre aceptó siempre, pese a sentirse desplazada de aquella intimidad y no entenderla, pero nunca se atrevió a protestar o reclamar mayor atención por parte de la hija, con quien aparentaba llevarse bien, aunque nunca hubo cordialidad ni, mucho menos, complicidad. Sonia no se culpaba por ello y había aprendido a vivir en esa particularidad familiar sin reproches. Al fin y al cabo, ambos eran sus padres y, si la genética te atribuye líneas hereditarias, la convivencia aporta relaciones humanas, alejadas de la dependencia, de la obligación. Por un momento, cruzó por su cabeza la idea cierta de lo poco que conocía a su progenitora, de su pasado, de su relación con su padre, con sus padres y con el resto de la familia. Nunca habían hablado de ello. Tal vez, algún día, más adelante, concluyó.

    Ya solos, la habitación se llenó de un silencio aún mayor, como si el aire creara una pesada losa, premonitoria del fin que acechaba; de la vida, por supuesto. Sonia se acercó más a su padre, cogiéndole de la mano y observando su rostro blando e inerte. De sus labios salió un ligero silbido, indicio de una palabra impronunciada. Acercó más el oído izquierdo y escuchó un soplido y, finalmente, las palabras que su padre quería hacerle entender. Escuetas y precisas, definidas como el testamento vital de quien hace llegar un secreto a alguien que sabrá interpretarlo y mantenerlo, si fuera preciso.

    Tras aquella confesión, su padre vivió apenas veinticuatro horas más. El anuncio de su muerte no alivió la pena, aunque el dolor por la pérdida no fue tan intenso como las horas previas al deceso. Las malas noticias tienen el efecto perturbador y desasosegante que no tiene la propia muerte, pese a la irremediable pérdida de un ser querido; así era en el caso de su padre, anunciada con mucho adelanto. A Sonia se le precipitaron los momentos vividos, como un alud sepulta el camino; agolpados entre sentimientos apasionados y confusos, apenas vislumbraba detalles de los momentos vividos, algunos intensos, otros vitales, la mayoría sencillos y triviales; la vida de sus padres no daba para grandes detalles y los compartidos eran abrumadoramente livianos, de huella escasa: pocas celebraciones, salvo aquellas anudadas a la tradición; algún que otro viaje fuera del hogar; emociones infantiles, como el primer viaje en barco o en avión…, todo de una vulgaridad propia de una familia aferrada a la tierra y a la convivencia servil, fría y distante de un matrimonio cuya felicidad estaba escrita en la fidelidad y la rutina diaria, salpicado por los quehaceres de un padre comerciante de ferretería y una madre atenta al servicio del padre, del negocio cuando hacía falta y de una hija independiente, profesora de Literatura en un instituto, viviendo sola en la ciudad y sin pareja conocida; un cuadro tranquilo plagado de convenciones. ¿La vida

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