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El tiempo sin años: Un comienzo, 19 cuentos y 2 coronas
El tiempo sin años: Un comienzo, 19 cuentos y 2 coronas
El tiempo sin años: Un comienzo, 19 cuentos y 2 coronas
Libro electrónico225 páginas3 horas

El tiempo sin años: Un comienzo, 19 cuentos y 2 coronas

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Diferentes épocas habían padecido y a su vez rememorado otras igualmente tremendas. De este modo, se confundían entre ellas en una curva trazada sobre un tiempo inespecífico, sin cronologías ni escansiones. Quizás este era el dato inicial más notable de la primera calamidad devenida en pandemia furiosa en el siglo XXI. Posiblemente habría otras plagas, o nuevos brotes de la misma, porque, como decían algunos, la peste había venido para quedarse y, con ello, interpelar asuntos cruciales. La tecnología era por ahora insuficiente para calmar su mar desbordado.
Los relatos de Gerardo Guzman en El tiempo sin años se ubican en distintos escenarios pandémicos, particularmente amenazados por la escurridiza covid-19. En su derrotero de contagios, se asocian la insolidaridad y la contienda cruel de una sociedad alienada, de políticas y de medios, agentes alentadores de su invasión frenética. Mujeres y hombres navegan a través de estas historias en el asombro, la lucha doméstica y el miedo. Habitan países y tiempos reales, fantásticos o fabulosos, no siempre lineales, más bien, replegados sobre sí mismos y confundidos en hebras de pasados reminiscentes y futuros casi descabellados. La realidad de cada instante insiste igualmente en quebrar credos y resistencias, cuestionar hábitos y doblegar voluntades. Algunos personajes se abren también al amor, a la fe y la esperanza, como depositarios de los deseos e ilusiones particulares y colectivos. A veces una memoria opaca busca explicación, ayuda o consuelo destilando un reguero vacilante de luces y sombras. Los humanos circulan sobre él, siempre frágiles y anhelantes. La actualidad pestilente sometida a juicio y de cara a un posible cambio de rumbo general, quizás utópico, tal vez imposible, irremediablemente necesario.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 nov 2021
ISBN9789878140049
El tiempo sin años: Un comienzo, 19 cuentos y 2 coronas

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    El tiempo sin años - Gerardo Guzman

    UN COMIENZO

    Normalidad

    Diario de una familia de jóvenes profesionales, de clase media, normales

    Diciembre de 2019.

    El reloj despertador sonó a las seis de la mañana. Federico abrió los ojos, detuvo la alarma, encendió el celular y casi sin remolonear se levantó y se metió en la ducha.

    Marina y Joel dormían.

    Ese día Marina tenía clases en la Facultad de Artes a las diez, y podría descansar hasta las ocho. Joel por suerte iba al colegio de tarde.

    Se vistió con el conjunto elegido por su mujer la noche anterior. En el espejo del baño se dio cuenta de que en su camisa faltaba un botón. Entró a la habitación y abrió suavemente el placar. Le costó elegir otra prenda que combinara con su pantalón. Notó que las perchas y los estantes estaban saturados de ropa.

    Finalmente cambió de parecer y seleccionó una chomba lisa de color claro.

    Llegó hasta la cocina y se preparó el desayuno: café solo y unas tostadas con mermelada dietética. Sintió nuevamente el dolor de una contractura en el hombro que lo acicateaba desde algunas semanas. Hizo algunas flexiones, rotaciones y estiramientos del cuello. La molestia se suavizó.

    Mientras sorbía el café se asomó por la puerta ventana y vio los listones en el patio que pronto integrarían el deck. Comprobó que estuvieran ordenados, así como las bolsas de pegamento y los clavos.

    Lavó rápidamente la taza y la cuchara, guardó la mermelada en la heladera, las tostadas en la alacena y repasó la mesa. Se puso una campera liviana y tomó el portafolios. Antes de irse pasó por los dormitorios y disfrutó mirando cómo Marina y Joel dormían a pata suelta. Besó a ambos y salió.

    Cruzó la calle y observó que el tránsito ya a esa hora era inquietante. Bocinas, apuros, y paradas bruscas de colectivos en las esquinas.

    El día estaba reluciente. Como había leído en su celular, haría calor. Pensó que salir con campera había sido una mala decisión. Pero Marina siempre lo alertaba de la fresca nocturna. En ese momento se dio cuenta de que hasta las veinte horas no volvería a su casa.

    Descartando ese pensamiento trémulo llegó hasta la cochera. Cumplió con el ritual de todos los días para sacar el auto y emprendió el camino hacia el primer trabajo de los dos que conformaban la rutina diaria de su vida actual.

    Manejar hasta la escuela era un trámite cada vez más enojoso y lento. En la diagonal 79 estuvo detenido casi diez minutos en un semáforo. Luego la avenida 60, con sus cortes y desvíos a un carril único ocasionados por obras y controles.

    Llegó a las siete y cincuenta. La playa de estacionamiento pronto debería ampliarse o trasladarse. Era cada vez mayor el número de vehículos que se amontonaban a una hora temprana. Le costó encontrar un lugar cercano a la puerta.

    Ya en la escuela, un auxiliar lo detuvo en el hall central informándole que en los baños no había agua.

    Sin pronunciar palabra, Federico esperó hasta las ocho para llamar por teléfono al Consejo Escolar y requerir una inspección urgente junto con el consecuente arreglo. Sabiendo la respuesta anticipada, encendió la computadora para enviar un correo con la nota de solicitud respectiva. Y ahí el segundo contratiempo del día: no había internet.

    Para esta tarea y para su trabajo en general, la conexión virtual era imprescindible.

    Le pidió al auxiliar con atentas precauciones que subiera hasta la terraza y mirara los cables; a veces con solo tocarlos o engancharlos con un ladrillo contra el piso la conexión se restablecía.

    Efectivamente la señal volvió. Hacía semanas que esperaban la asistencia de personal especializado del ministerio para sanear la instalación.

    Federico redactó la nota para el Consejo y la envió.

    Estaban en la semana de mesas de examen y los profesores se ponían particularmente sensibles y ansiosos. Como solía ocurrir, faltaban algunas actas volantes que no se habían impreso en los días anteriores. Con paciencia, Federico imprimió los folios y los ordenó en la carpeta dispuesta para tal fin.

    Promediando la mañana, un docente se acercó un tanto alterado porque no le habían comunicado la suspensión de una mesa por falta de alumnos. Federico trató de calmar su reclamo, más aún cuando se enteró de que el único estudiante inscripto había avisado recién media hora antes que no asistiría al examen. Los mensajes se habían cruzado con la venida del profesor.

    Otro colega llegó hasta su oficina advirtiéndole que el libro de actas estaba por concluir, restándole solo tres folios útiles. Federico, preocupado, llamó a una preceptora del turno tarde para que por favor pudiera comprar un nuevo tomo en una librería muy cercana a su domicilio, ya que muy posiblemente el ejemplar se agotaría durante el turno mañana. Luego de asegurarle el pago por parte de la cooperadora contraentrega del ejemplar, la empleada aceptó cumplir con el pedido, aunque siempre con algún reparo y malestar.

    Federico no le dijo nada y volvió a agradecerle su deferencia. Pensó igualmente que esa preceptora era la primera en controlar el libro de actas, luego del cierre de las mesas. ¡Cómo no había avisado a nadie de su próxima finalización!

    Pese a todos los embrollos, pudo dedicarse a su trabajo específico. Firmó constancias, revisó las licencias, cargó datos de profesores en el sistema y con Rocío, una de las preceptoras, continuó chequeando legajos para la confección de los próximos títulos.

    Llegado el mediodía Federico completó su horario. Dudó en almorzar algo en el bar de la escuela o seguir de largo hasta su segundo trabajo y comer en el teatro.

    Prefirió esta última opción.

    Levantó sus cosas, saludó a las preceptoras y salió.

    En la puerta se encontró con Sara, la regente, que lo relevaba de su turno. La mujer estaba muy irritada. Le comentó que cuando estaba buscando un lugar para estacionar, un auto había chocado al suyo al salir como torpedo. Ya se había comunicado con el seguro e intercambiado datos con el energúmeno que apenas sabía hablar, pero en el último instante había perdido la carga en su celular. Increíblemente el gestor del accidente no le había querido facilitar su teléfono para concluir el trámite.

    Federico inmediatamente le ofreció el suyo y salió con su compañera hasta el lugar del siniestro: el vehículo embestido mostraba un abollón considerable en la puerta del acompañante. Sara y Federico buscaron al conductor y su móvil. Habían desaparecido.

    La regente entró en estado de ira. Empezó a maldecir. Las venas de su cuello se hincharon. Federico no solo pretendió calmarla, sino que la hizo reflexionar sobre los datos más importantes y necesarios para continuar con la denuncia ante el seguro, que ya había obtenido. Intentó volver con ella al interior de la escuela, pero la mujer le pidió que la dejara sola. Le aseguró que se tranquilizaría. En un estado prudente de mejor me voy, Federico se despidió de su compañera, llegó hasta su auto y salió del lugar.

    Atravesó prácticamente toda la ciudad en la peor de las horas: el mediodía.

    No sabía en realidad cómo hacían los humanos para no estrellarse en cada cuadra, o evitar una batalla campal en cada semáforo. Una suerte de teoría del caos regulaba las marchas. La radio lo acompañaba pese al arrebato externo.

    Antes de entrar a la cochera del teatro lo llamó Marina. Le comentó que el transporte escolar había tenido un problema y que no contaban con un reemplazo para esa hora. Ella estaba en reunión con la jefa de interdepartamentales y por lo tanto Joel no tendría forma de llegar al colegio. Federico miró la hora.

    Tenía cuarenta minutos para volar hasta la casa de su suegra y buscar a su hijo. Marina de camino a la facultad lo había dejado a su cuidado.

    Federico se preguntó, como tantas otras veces y en otras eventualidades, por qué razón Adela no tomaba un taxi o un remise, en los que, por otro lado, recorría la ciudad durante todos los días de su vida, y se acercaba con Joel hasta la escuela. ¿Temor, comodidad?

    Se le pasó por la mente sacrificar al niño y privarlo de un día de escolaridad. Luego recordó que esa tarde tenía prueba de matemática. Joel había heredado el talante organizado de su madre y a esa altura de su vida ya era muy responsable.

    Tomó su cabeza y se restregó la cara. Meditó un instante.

    Le dijo a Marina que se quedara tranquila. Avisó a la suegra que iba para su casa.

    Volvió al río crispado de coches.

    Adela lo estaba esperando en la puerta. Federico apenas la saludó, a pesar de que la mujer, con bastante desubicación por cierto, lo invitó a pasar y tomar un té; alzó a Joel con su mochila y se sumergió por la diagonal 73, esquivando nuevamente autos y semáforos.

    Llegó al colegio a tiempo. Joel salió disparado del auto y casi no lo miró. A las cinco de la tarde, para su salida, el transporte escolar ya estaba garantizado.

    Ese día había un casting en el teatro. Federico estaba a cargo de la diagramación y los horarios. Miró la hora y por suerte estaba en tiempo. Pero no previó una manifestación de comedores barriales y de ciertas organizaciones docentes de apoyo que taponaban la plaza San Martín. La zona estaba colapsada. Era increíble que tantas personas se hubieran aglomerado en las calles, luego de pasar con Joel en el auto hacía quince minutos.

    Intentó varios caminos, pero las inmediaciones estaban cortadas. Tuvo que alejarse del lugar varias cuadras hasta poder retornar.

    Ingresó por fin a la cochera del teatro.

    En la oficina lo esperaban sus compañeros del casting. Estaban intranquilos.

    Federico comió un sándwich mientras efectuaba su trabajo.

    Tomó conciencia de los entes sándwich, barra de cereal, ensalada magra, alfajor, gaseosa diet, mate, que acompañaban y conformaban prácticamente su dieta principal.

    Todo el procedimiento de la elección de actores transcurrió en orden, salvo algún corte pasajero de luz, o las proverbiales quejas y caprichos de los concursantes, muchos de extrema susceptibilidad. También sortearon un ataque de histeria (léase importancia) del jefe de programación que los dispersó un rato.

    Ya eran más de las veintiuna cuando retornó a su casa. Guardó el auto en la cochera.

    Había comprado helado a la pasada.

    Marina terminaba de recibir por el delivery unas milanesas, con puré y ensalada. Federico se lavó las manos mientras Joel le mostraba sus dibujos escolares. Marina descorchó un vino blanco y refrigerado.

    Se sentaron a cenar.

    Federico lamentó haber perdido otro día de gimnasio. Su tarde en el teatro se había extendido considerablemente. Mirándose el vientre notó que estaba cada vez más abultado y flojo. Se prometió retomar su rutina y no dejarse atrapar por asuntos fuera de horario. Además, prestar atención a su contractura que ahora volvía a presionarlo.

    Marina se alarmó de la cantidad de tarea que le daban diariamente a Joel en el colegio. Le había ido bien en el examen de matemática.

    Federico le comentó algo del casting.

    Marina le recordó pagar los impuestos al día siguiente.

    Federico le recordó el cumpleaños de su hermano el domingo.

    Marina hizo lo suyo con la reunión del sábado en lo de Mercedes. ¡Ah! Entonces, debía pasar por el centro a la mañana de ese día y comprar el regalo para Leandro.

    Federico se anotó en su agenda para el día siguiente: llamar al albañil para concertar la colocación del deck.

    Marina le insistió de paso en no postergar más la confirmación del hotel de Río.

    Federico se refirió a su deseo de reemplazar la silla de la computadora por otra de tipo anatómica.

    También Marina recordó su visita del viernes a la dermatóloga, la sesión de terapia y la consulta al dentista por Joel ese mismo día a la tarde. Y también la compra de algunos platos nuevos, para reemplazar los que estaban medio cachados.

    Luego de la cena y saboreando el helado en el living, Federico se rio de unas secuencias que pasaban por la televisión. Referían a los atuendos de protección estrafalarios que usaban unos chinos en supermercados o aeropuertos a partir de la expansión de una epidemia viral desconocida. Se hablaba de un factible trance de propagación por ahora controlado.

    Las vestimentas eran casi disfraces. Joel incluso le preguntó si los chinos eran Papá Noel.

    Federico lavó los platos. Marina se duchó. Al día siguiente ambos se levantarían a las seis.

    Joel no iría a lo de la abuela ni a la escuela. La empleada que vendría temprano para la limpieza, de paso, se quedaría con él toda la mañana. Era sumamente confiable y el niño se divertía mucho con ella.

    Federico, con el cepillo de dientes en la mano, fue hasta el cuarto de Joel y jugó un rato con su hijo.

    Cuando entró a su habitación, Marina dormía. Ya le había separado la ropa para el otro día. Se acostó suavemente a su lado, le besó el brazo, puso el reloj despertador en modo alarma y miró por última vez el celular. Había un mensaje de la directora de su escuela. Federico dudó en leerlo. Finalmente lo revisó. Le comentaba que al día siguiente cambiaría el turno por una reunión imprevista y urgente con la inspectora, motivada por la denuncia de un profesor. Federico respiró hondo; apenas imaginó su mañana. Se friccionó el hombro para menguar el tirón que persistía. Apagó el celular y apagó la luz.

    Imaginó apagar todo por un momento. En verdad, por un largo momento.

    19 CUENTOS

    La eternidad

    Había empezado a nevar, ¿o eran cenizas? Como fuere, una sustancia en copos caía del cielo esa mañana y se pegaba en la piel y en la ropa.

    El aislamiento decretado a raíz de la pandemia seguía resguardando a la población dentro de sus casas. Rodaba como esas minúsculas gotas de algo que caía, fastidioso, tardío en su latencia, y pegajoso.

    Se atravesaba una cuarta etapa de cuarentena. El encierro continuo había modificado costumbres. La apreciación más evidente consistía en aceptar la falta de urgencia en la vida cotidiana, incluso para efectuar trámites habituales y externos.

    Este aplazamiento de casi todo habilitaba como consecuencia introspecciones, recuperaciones de pasatiempos y deudas olvidadas, revisiones de cajas llenas de recuerdos, soledades, silencios y también preguntas.

    Los relojes de pulsera reposaban sobre una mesa de luz, inútiles y polvorientos. Igualmente, las agendas, las mochilas y los portafolios. Los celulares y las netbooks, en cambio, se erigían en los emisarios preferidos y también avasallados de voces y rostros.

    Era el invierno y el sol de fulgor declinante, similar a un globo rojo y viscoso, caía a una hora muy temprana.

    La percepción de pérdida en esos momentos era inenarrable. En los hogares acometía un vacío paulatino. Las cosas y los cuerpos eran despojados abruptamente de una pincelada de brillo, y en instantes se quedaban quietos tragados en una penumbra. Cientos de lámparas se encendían de inmediato para contrarrestar no solo la oscuridad sino la angustia que esperaba atrincherada para tomar posesión de los habitantes.

    … Pero todavía había mucha luz en aquella mañana fría y untuosa.

    Bernardo sonrió y se desprendió de su escalofrío nocturno. Estaba asomado a la ventana que daba al jardín, observando cómo aquella arena se depositaba en su campera.

    –¿Qué es esto que nieva o llueve? –se preguntó a sí mismo, o a Laura.

    –¿Cómo que llueve? Si hay mucho sol –replicó Laura desde la habitación.

    La joven se acercó a la ventana y se asombró al ver las partículas que se mecían en el aire como las flores del diente de león.

    –Extrañísimo –dijo, sacando su mano y

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