OCTUBRE DE 2022
LOS NIÑOS RÍEN y se mueven como un enjambre multicolor. Pasan por delante de la recepción del hotel y salen hacia la niebla de la mañana saltando y chocándose entre ellos. Llevan orejas de Mickey Mouse y una sonrisa espléndida. Detrás los sigue una retahíla de padres que empujan carritos de bebé entre muñecos de peluche y mochilas de dibujos animados. Llenan las aceras en dirección al sitio más feliz que cualquier niño pueda conocer: se dirigen a Disneyland.
El médico camina contra la marea de niños felices a través de la recepción, mientras se dirige hacia el centro de convenciones. Los niños le rodean al principio, pero sigue caminando y a medida que sus risas se desvanecen a lo lejos, se encuentra rodeado de personas que visten trajes elegantes. Se dirigen al estadio donde se celebra la reunión de 2022 de la Academia Americana de Pediatría (que se celebra en Anahaeim, California) luciendo las acreditaciones azules y blancas, mientras algunos también llevan tubos con pósteres con la información de sus investigaciones. Todos se reúnen alrededor del auditorio, donde los ponentes están a punto de empezar sus presentaciones. El médico se abre paso hacia la entrada trasera: él será el último en hablar en esta convención. Le parece todo un honor poder hacerlo y, aun así, preferiría estar en cualquier otro lado. Aunque todo el mundo piensa que es un héroe, él no está de acuerdo y suele recordar a todo aquel que pregunta que no pudo salvar a nadie aquel día. Él sabe que en su ciudad hay personas que no quieren que esté allí dando estas conferencias y que solo quieren que hablen los padres. A su pequeña clínica pediátrica le han llegado rumores de que hay padres que piensan que es egoísta, que cuando ha hablado otras veces, ante el Congreso o frente al presidente Joe Biden en los jardines de la Casa Blanca, lo hacía únicamente por su propio interés. Es absurdo, piensa. ¿Quién querría eso? ¿Quién se aprovecharía de recordar una y otra vez una tragedia así? Cada vez que da una versión de este discurso es como si rebobinara la cinta de sus propios recuerdos. Siempre empieza con “el antes”, cuando todavía no había murales pintados en las paredes del centro escolar, cruces en la plaza del pueblo y el cementerio estaba intacto.
Él espera a que le den la señal. Y el vicepresidente ejecutivo de la AAP dice: “Tengo el increíble honor de presentarles al doctor Roy Guerrero”. Los miles de pediatras de la sala de conferencias se ponen de pie y aplauden, mientras Guerrero sale al escenario vestido con pantalones de traje negros y una americana de rayas sobre una camisa blanca con el cuello abierto. Su figura es ancha, lleva el pelo rapado, tiene una mirada amable y una sonrisa cansada y cálida, la misma que siempre pone antes de contar una historia que nadie está realmente preparado para escuchar.
Empieza enseñando fotos de su pueblo antes de los murales, las cruces y las tumbas. Presenta su clínica, la única clínica pediátrica en Uvalde (Texas), donde es el único pediatra. Después, tras coger aire, dice: “No sé si hay algún niño en la sala ahora mismo, pero este sería un buen momento para que salga si no queréis que vuestro hijo oiga esto”. Anuncia que va a reproducir un vídeo de la escuela de aquel trágico día, un vídeo que nunca se ha reproducido públicamente, ni cuando compareció ante el Congreso, ni cuando se reunió con el
