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La heredera del mayorazgo Sáenz
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La heredera del mayorazgo Sáenz
Libro electrónico177 páginas2 horas

La heredera del mayorazgo Sáenz

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Santiago de Chile, 1863. Todo está cambiando a un ritmo vertiginoso para las ahora excolonias españolas. Pero para Josefa Sáenz Urriez, la heredera del mayorazgo Sáenz, todo se reduce a una noche, la del trágico incendio en la iglesia de La Compañía, cuando perderán la vida su madre, su abuela, su amado Miguel y, sin saberlo, un hijo que lleva en su vientre.

La vida de Josefa, así como la de todo el pueblo chileno, quedará partida en un constante antes y después marcado por ese suceso. Desterrada y lejos de su familia, Josefa tendrá que aprender a vivir con sus pecados, sus triunfos y sus errores. Pues ningún infierno es peor que el que se forja uno mismo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 sept 2022
ISBN9788411440585
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    La heredera del mayorazgo Sáenz - L.F Méndez

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © L. F. Méndez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-058-5

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    AGRADECIMIENTOS

    A quienes compartieron conmigo sus recuerdos y vivencias.

    A todos los que me obsequiaron esos libros y ensayos que me inspiraron.

    A mi familia, mis amigos y mi esposo.

    Y en memoria de ellas, las Hijas de María.

    CAPÍTULO I

    1863

    —¡No más autopsias! ¡El resto de los cuerpos deben ser sepultados a la brevedad!

    El doctor Tocornal entraba y salía de la sala de emergencias del Hospital San Juan de Dios, recorría los pasillos con camillas improvisadas y, después de ordenar el cese de las autopsias en el subterráneo, verificaba a los pacientes.

    —¡Curaciones, no! Solo las quemaduras más graves, ¡por favor! —repetía una y otra vez a un grupo de ansiosas enfermeras que abogaban por decenas de mujeres con severas heridas, con los vestidos tiznados y el cabello chamuscado, algunas de ellas con los brazos y las piernas en carne viva.

    —¡No tenemos camas, solo las más graves! —repetía con su rostro demacrado y una palidez más acentuada que de costumbre, para ir desechando a su paso a quienes lo asediaban con sus ruegos.

    Mientras tomaba las manos implorantes de un padre, le decía con amable seriedad:

    —Si deja a su hija aquí, es posible que sus heridas empeoren porque nadie tendrá tiempo de atenderla y podría gangrenarse. La niña es joven y fuerte, siga los cuidados en su casa y que no le tapen las heridas.

    De pronto, un joven mensajero con las ropas impregnadas de humo se abre paso apenas entre la multitud de heridos, pacientes, doctores y enfermeras, y le entrega un sobre. El doctor Tocornal se detiene como si el mundo se hubiese estancado junto con él. De inmediato cierra el sobre y se dirige a su oficina con rapidez, dejando detrás una estela de súplicas, desesperación y dolor.

    Había amanecido hacía apenas unos 20 minutos, pero él no había parado desde la tarde anterior. De pronto se dio cuenta de que no había comido y que apenas había bebido agua. Sentía la ropa fangosa, pero la adrenalina no le permitía detenerse. Tomó el maletín y se dirigió, casi con desesperación, a la calle. Pensó que podría por fin respirar, pero el aire afuera seguía pesado, y el amanecer era oscuro y caluroso.

    «Ese olor…», pensó. Y reparó en que era la misma fetidez de los anfiteatros de la Escuela de Medicina cuando se hacen preparaciones anatómicas. Ahora, ese hedor flotaba por todas las esquinas.

    La ciudad se sentía caótica y perdida, como enfrentando el juicio final. Poco y nada había cambiado desde la noche anterior, cuando la desgracia se enseñoreó en cientos de hogares con una mezcla de adrenalina y dolor. Francisco Tocornal había estudiado Medicina a instancias de su padre, un prestigioso hombre de Estado y fiel representante de la aristocracia santiaguina.

    Como hijo de una acomodada familia, le hubiese bastado con solo el nombre para administrar los incontables bienes de la estirpe o acceder a una prolífica carrera política en el Congreso o en el Gobierno —al igual que sus hermanos—, pero su padre entendió que la juventud necesitaba empaparse de los más altos conocimientos científicos y que las ciencias médicas requerían modelos aceptables en el ejercicio profesional, de modo de atraer a las nuevas generaciones. El doctor Tocornal fue uno de los primeros en dar mayor realce y prestigio a una profesión que, a comienzos del siglo xix, no merecía otro trato más que el de «sangrador».

    Pero lo que estaba enfrentando en el marco de su ejercicio profesional en el Hospital San Juan de Dios distaba muchísimo de la sobriedad y la distinción. Desde los hombres más flemáticos y poderosos del gabinete presidencial hasta el más modesto obrero se había quebrado frente a sus colegas médicos para implorar por la vida de una hija, de una hermana o una sobrina, y más tarde lloraban desconsolados ante la impotencia de no poder recuperar los cuerpos de sus deudos. Esposas, madres, hermanas, hijas con sirvientas incluidas figuraban en los caóticos listados que manejaban las autoridades, la policía, el mismo clero y la prensa.

    El doctor Tocornal tuvo que descender del carruaje en la calle Santo Domingo y abrirse paso a pie entre la muchedumbre que todavía deambulaba entre alaridos y rostros pasmados de tanto llanto. Su formación le impedía mostrar sentimientos y su mente estaba enfocada en un solo objetivo: evitar que las exhalaciones y la acumulación de cuerpos tumefactos provocaran pestes e infecciones entre los habitantes de Santiago, agravando la horrible tragedia.

    A medida que se acercaba a la calle Compañía, debía apretar más fuerte el pañuelo sobre su boca. Doblando desde la Catedral, la desolación era absoluta. Decenas de policías y voluntarios de la más variada procedencia trabajaban afanosamente en la remoción de los escombros y en la penosa tarea de recuperar los cuerpos de las víctimas que seguían brotando entre brasas y palos quemados.

    En la esquina, reconoció a un periodista de El Ferrocarril que no había dejado la escena desde el día anterior. El joven reportero interrogaba a uno de los voluntarios, y ambos miraban al cielo. El doctor Tocornal no pudo evitar desviar la mirada y escuchar la conversación.

    —¡Desde ahí! Desde esa muralla se lanzó semidesnuda cuando todavía el fuego estaba desatado —le apuntó el entrevistado—. Pensé que se había matado, pero no, la tomamos entre varios porque se descompuso los huesos y lloraba desesperadamente.

    —Pero ¿estaba herida?, ¿sufrió quemaduras? —contrapregunta el periodista mientras toma apuntes.

    —No sabría decirle… De primera pensé que estaba soñando… Me acerqué pensando que era un pájaro quemado o que había muerto, pero no, era una cristiana. Tenía el cuerpo cubierto de cenizas, el pelo medio chamuscado y estaba ensangrentada, pero como le digo, había mucho humo y no supe más, caballero. Le pregunté su gracia y me dijo que era la señorita Sáenz, que tenía que ir a buscar a su mamá y a otras parientes, y se quería devolver, pero junto a otras personas la sujetamos con fuerza y la tuvimos que arrastrar más encima, media cuadra por lo menos…. Sus gritos partían el alma. Pobrecita…

    —¿Dónde la llevaron?

    —Ahí no supe. Yo la dejé con un grupo de ayudantes. Pregunte en la casa de don José Echeverría o en la tienda de Basaure, allá atendieron a hartas señoras. O vaya a la imprenta, allá también recibieron a los dolientes.

    Tocornal reconoce de inmediato el apellido Sáenz, está emparentado con esa familia desde hace años. En silencio se estremece, pensando que conoce a gran parte de las víctimas y es probable que ni parientes ni amigos puedan reclamar los restos.

    —Dios se apiade —pensó.

    De pronto se le acerca corriendo el periodista y lo persigue para preguntarle sobre las cifras de fallecidos y heridos.

    —Ayer se contaban más de 600 —le dijo.

    Las oficinas del diario El Ferrocarril están solo a unos pasos del gigantesco incendio por calle Bandera y su redacción no cerró durante toda la noche. El aire era pesado, apenas se podían abrir los ojos, y el periodista le comenta, además, que el editor del diario tiene perdidas a sus primas y tías en el pavoroso incendio.

    —La mayor parte de la concurrencia del templo eran mujeres y será difícil la identificación de las víctimas —apunta con su acento polaco inconfundible el colega y amigo del doctor Tocornal, don Ignacy Domejko.

    Ambos se saludan brevemente y el periodista los persigue buscando testimonios, datos, en especial cifras, porque los relatos indican que los peones del nuevo edificio del Congreso Nacional han suspendido sus faenas y se han dedicado a la tarea de clasificar y rescatar los cuerpos que continúan atrapados.

    Mientras se acercan al perímetro de las obras del futuro edificio del Congreso por calle Catedral, se cruzan con un grupo de hombres extranjeros, todos muy sucios, empapados en sudor o una mezcla de agua y sangre. Domejko reconoce de inmediato a uno de ellos: Mr. Henry Meiggs, junto a un grupo de Americanos del Norte, todos empleados del ferrocarril. Los acompaña el cónsul en Valparaíso, Mr. Silvey; el emprendedor Mr. Keith, y para sorpresa de Domejko y Tocornal, con la camisa tiznada y sudado como un caballo, Mr. Thomas Nelson, el encargado de negocios y ministro plenipotenciario.

    Los Americanos del Norte (llamados así en la guerra de Secesión) estaban reunidos la noche anterior en la casa de Mr. Meiggs, ubicada en la calle de Duarte, y desde allí salieron para sumarse a los desesperados rescates.

    Meiggs y Nelson están exhaustos, con la mirada perdida. Tocornal saca de su maletín dos apósitos de gasa y los extiende en el antebrazo malherido de Meiggs.

    —Hemos trabajado toda la noche, doctor. We lost some americans too.

    Le cuenta que los extranjeros abrieron a punta de golpes de martillo y pala un forado en uno de los costados del muro por calle Bandera. Tras la mampostería que daba al altar de San Francisco Javier, lograron rescatar a uno de los hijos de la familia Hurtado y Barros y a otras cinco mujeres, casi asfixiadas, dos de ellas couldn’t survive.

    El periodista insiste en preguntar si conoce alguna cifra de los fallecidos.

    Thousands! —responde con el alma sombría.

    Tocornal y Domejko se despiden de los Americanos del Norte, y mientras avanzan, el doctor Tocornal le menciona a su colega la falta de equipos de resucitación.

    —Si hubiésemos tenido suficientes cajas con los instrumentos para curar los accidentes por asfixia, podríamos haber salvado muchas víctimas.

    A lo que Domejko agregó:

    —Si hubiésemos tenido el equipamiento para los caballeros del fuego, quizá esta tragedia no habría sido tan devastadora, doctor.

    En el ingreso a los terrenos de construcción del edificio del Congreso, por el lado poniente, un policía municipal se les cruza.

    —Señores, tengo órdenes de mantener despejado este sector.

    —Por orden de la autoridad se iniciará, en este mismo momento, la inhumación de los cuerpos, sin omitir medidas que eviten las infecciones por la enorme acumulación de cadáveres —le responde el doctor Tocornal, al tiempo que le extiende el sobre que trae los sellos de la Intendencia—. A esta misma hora, cincuenta peones inician las labores de construcción de una fosa común en el Cementerio General. Me encuentro en compañía del doctor Domejko con el fin de cerciorar si existe algún desprendimiento de gas —agrega con calma y compostura, sin detener el paso, mientras el policía municipal trata de seguirles el paso y les advierte que el lugar no es apto para caballeros.

    La escena es sobrecogedora incluso para hombres de ciencia. Tocornal y Domejko se toman unos segundos para inclinar sus rostros y rendir sus respetos antes de continuar las inspecciones. «Los cuerpos no carbonizados y que conservaron sus formas, con los preparativos usados tomaron un aspecto verdaderamente imponente», escribió luego en su informe. «El color blanco de la cal que se había empleado les había dado un aspecto sobrenatural y nada común en una acumulación de cadáveres», narró el doctor Tocornal en el reporte que escribió meses después para la Universidad de Chile.

    Lejos de ocasionarles terror, a ambos científicos les llamaba la atención la inesperada y conmovedora disposición de las almas perdidas. Era la encarnación de un dolor sublime, que contrastaba con la destrucción y los restos todavía humeantes del templo de La Compañía.

    Domejko y Tocornal se dirigieron hacia el sector donde estaba el cuarto privado del presbítero Ugarte, el corredor exterior y la sacristía del malogrado templo. Comprueban que las cañerías de gas hidrógeno no han resultado con emanaciones ni daños y se percatan de que el sector no presenta indicios de explosiones.

    Domejko saca un plano de la compañía de gas, es de 1858, una propuesta que la empresa hizo a la Iglesia.

    —No han podido concretarse las obras de iluminación al interior de la iglesia —señala Domejko y apunta hacia la sacristía—. Algunas muchachas que se salvaron del incendio relataron que rompieron la puerta que daba a la dependencia. Han debido bloquearse por el incendio, de lo contrario, más personas habrían escapado.

    Uno de los policías que acompaña a los doctores enviados por la Intendencia le responde con la cabeza baja:

    —Los muebles no llegaron caminando. Alguien ha cerrado la puerta interponiendo los muebles y se llevaron la Custodia de oro.

    Ambos siguen absortos en sus apuntes, pero saben que ese mismo relato corre de boca en boca, aumentando aún más el dolor y

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