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Doble piel
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Libro electrónico213 páginas2 horas

Doble piel

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BASADO EN HECHOS REALES

En 1864, el doctor Carlos Ceriñola visita en la cárcel provincial a Reyes Carrasco, acusado de asesinato y prófugo de la justicia durante años. Nacido en Puebla de Guzmán, en 1837, Reyes —en realidad María de los Reyes Carrasco y Huelva, según la fe de bautismo— es hermafrodita.

Huyendo de una infancia en la que fue educado/educada como mujer, se viste y siente como un hombre. Es fuerte como una mula y fanfarrón como un gañán, pero no puede controlar cierta feminidad que le expone continuamente al peligro. Tras matar a un vecino que intentó violarla mientras se hacía pasar por minero en Portugal, comenzará una fuga por tierra (Huelva, Cádiz) y mar (Malta, Marsella, Barcelona), repleta de peripecias.

Siempre al límite, Reyes sufre las continuas contradicciones de la doble piel bajo la que vive preso... presa… y sin escapatoria.

"DOBLE PIEL te lleva, desde el primer momento, por la contundencia de la historia, la agilidad de la narración, la construcción, el diseño de los personajes y la importancia que tiene el diálogo en su lectura.
Un verdadero placer".
Luis Gómez Canseco
Universidad de Huelva
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 sept 2023
ISBN9788411813105
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    Doble piel - Carlos Hermo

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Carlos Alberto Hermo Garrido

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Ilustración de Portada: José Aguilar García

    Diseño de portada: José Aguilar García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-310-5

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    BIBLIOGRAFÍA

    . Obra inspirada en el artículo: Hermafrodismo, estudio de los doctores José Pablo Pérez y Carlos Cherizola. (La Crónica Médica, mayo 1864. Páginas 74-79).

    . Primera reseña encontrada sobre el personaje: El hermafrodita Reyes Carrasco (identidad sexual en la España del siglo XIX), de Andrés Moreno Mengíbar y Francisco Vázquez García (Historia 16: nº 258, págs. 30-37, 1997).

    AGRADECIMIENTOS

    . Biblioteca Universitaria Rector Antonio Machado y Núñez, de Sevilla, (Fondo Antiguo y Archivo Histórico Universitario). Por la disposición del personal de su Sala de Investigación y las facilidades para acceder a su fondo histórico.

    . A Pepe Suárez y la Asociación Herrerías, sin cuyo apoyo este libro no habría visto la luz.

    . Mi reconocimiento a Julio Izquierdo Labrado, Manuel Correa y a mi añorado Mariano Catalán (1959-2023), por sus sugerencias. Al amigo José Aguilar por su espectacular ilustración de portada. A Paco Trinidad por sus aportaciones al diseño de la cubierta. A Sebastián Talavera por la realización del Book Tráiler. Pero, especialmente, a Antonio Núñez Torrescusa, campesino en su infancia y natural de Puebla de Guzmán. Gracias, maestro.

    . Y, por supuesto, a Belén, Ana y Daniel.

    PRÓLOGO

    PRISIÓN PROVINCIAL

    (HUELVA, 1864)

    El alcaide de la prisión hizo venir al doctor Ceriñola de madrugada. El buen doctor se vistió corriendo, sin despertar a su esposa, y llegó a la cárcel por su propio pie, justo a la espalda de la iglesia de san Francisco.

    Caballero delgado y de gesto melancólico, Carlos Ceriñola vestía ropa de buen paño, aunque le incomodaba como si fuera de esparto; su joven esposa siempre le exigía un exagerado atildamiento. A pesar de lo intempestivo de la hora, se presentó con su pelo lacio, y algo escaso, repeinado con la raya en medio. Una barba cuidada le cubría su rostro alargado, quizás ocultando un leve prognatismo. Educadamente, cedió su sombrero al carcelero de la entrada:

    —¿Qué ha sucedido para sacarme así de la cama?

    La dotación de la cárcel de Huelva es proporcional al tamaño de la villa. Aparte de lidiar con ladrones de poca monta, la prisión servía, principalmente, de hospicio para locos, vagabundos o borrachos revoltosos. Por supuesto, crímenes también había, sobre todo en zona minera, pero era delito infrecuente en la apacible vida provinciana. Por ello, el centro carecía de enfermería y don Carlos era el único médico que no ponía excusas a realizar visitas de beneficencia. Lo recibió el alcaide, con el faldón de la camisola de dormir malmetido en los pantalones. El funcionario farfullaba, incapaz de encontrar las palabras adecuadas para definir el accidente.

    —Uno de nuestros carceleros ha sufrido la amputación de… un miembro.

    —¿A estas horas de la madrugada? Pero, ¿qué estaba haciendo ese hombre?

    El doctor conocía bien aquellas galerías de suelo de teja, ventanas enrejadas y celdas oscuras. Aun así, nada más entrar en el calabozo de aislamiento, tropezó con un cuerpo rechoncho que se debatía de dolor en el suelo.

    —¿Por qué no lo habéis llevado al catre?

    —El… el catre ya está ocupado.

    El médico debió forzar la vista para discernir la figura acurrucada en el lecho. Allí, el preso Reyes Carrasco se abrazaba las piernas, mientras mascullaba algo entre dientes, sin decir nada. Parecía ido, como aturdido en su entendimiento.

    —¿No quiere dejarle el sitio al herido?

    —No —la voz del reo sonaba extraña. Quizás fuese la resonancia de la celda; o, tal vez, los quejidos del doliente, que afectaban a la traicionera acústica del espacio.

    —Me gustaría saber qué ha pasado.

    —N-nuestro carcelero… tuvo un… encontronazo... con el preso.

    El joven galeno solo necesitó un vistazo antes de comprobar lo improbable de semejante confrontación. El guarda, que ahora se debatía en el piso, era una montaña de grasa. No le habría costado reducir al preso que se resistía a cederle su sucio jergón.

    —Veamos… Déjeme ver.

    El carcelero llevaba escurridos los calzones a la altura de los pies y un reguero de sangre hasta las rodillas. El doctor sufrió serias dificultades para voltear a aquel gigantón lloriqueante, cuyas apretadas manazas acunaban su entrepierna como a un bebé desconsolado.

    —Por favor, colabore… Si no, no podré ayudarle.

    Al separar los gruesos dedos del guardián, pegajosos de sangre seca, se hizo evidente lo que ya sospechaba. El carcelero no había perdido un miembro… Había perdido EL MIEMBRO: y de forma harto traumática, a juzgar por la raíz irregular de lo cercenado.

    —¿Dónde está lo que le falta? —Buscó Ceriñola por los alrededores.

    —Lo tengo yo… —Y el preso escupió lo que tenía en la boca—. ¡Cof, cof!

    Con excelente tino, el disminuido apéndice cayó a los pies del buen doctor. Ni se atrevió a recogerlo del suelo, tan desgarrado como lo encontró. En sus treinta años, Ceriñola no había visto nada parecido. Observó detenidamente al causante de la amputación. El reo bien podía estar instalado en la cuarentena, bien podría ser un joven envejecido. Llamaban poderosamente su atención unas cejas de pelo grueso, sobre unos ojos muy negros, escrutadores. Llevaba el cabello corto y apelmazado de sudor. Era más bajo que alto, más recio que fino. A través de su camisa, desgarrada a la fuerza, se dejaban ver sus hombros anchos y su pecho, sus pechos, quizás algo exagerados ambos, caídos hacia la axila, como avergonzados de su propia existencia.

    —¿Alguien me puede explicar como llegó esto a la boca del preso?

    Dicho lo cual, el incómodo alcaide regresó al pasillo y cerró la puerta de la celda, aislando en el calabozo a médico y amputado junto a su inverosímil atacante.

    —Es la historia de mi vida, doctor —reconoció el reo con una sonrisa triste, de labios apretados—. Mis padres me enseñaron a tener la boquita cerrada. Pero…

    La voz traicionaba a Reyes Carrasco, alias "la Bruta", denominada así tanto por su falta de feminidad como por lo fuerte que pegaba. A veces, aflautaba la virilidad de su tono; en otras ocasiones agravaba el soniquete, al estilo de una moza con resaca. Allí, encerrado en la celda con su último agresor, uno más de una larga lista, se veía al prisionero, a la prisionera, con ansia de defenderse y hacerse oír, aunque fuera por una vez en su injusta vida.

    —¡Ay, si usted supiera, doctor! ¡Ay, si usted supiera!

    Y el bueno del doctor Ceriñola quiso saber…

    PRIMERA PARTE

    ¿NIÑO O NIÑA?

    (COMARCA DEL ANDÉVALO, 1837-1852)

    ¡Cómo resoplaba el padre Marín, a todo correr, recogiéndose la sotana! Tierra polvorienta la del Andévalo, con el sol del verano aposentado sobre el terreno y el calor revoloteando en los pastos secos. Solo un suave perfume a jara aliviaba aquel tormento.

    Sudaba el párroco por el sofoco y el sobrepeso. En un gesto de coquetería impropia, se recompuso al trote el pelo sobre la brillante calva, imposible de disimular. Cuando llegó al establo de la familia Carrasco, a las afueras de la Puebla, resollaba como un burro viejo. Golpeó la puerta, dejando la palma sudorosa de la mano dibujada en la madera.

    ¡Qué calor hacía!

    Pedro Carrasco, el arriero, apenas tardó en abrirle, y lo hizo con prisas, por sacarse de la puerta al escandaloso párroco. El arriero era otro joven envejecido por la dureza de la comarca: barba espinosa, mentón firme y robusta delgadez. No obstante, se veía asustado. Muy asustado.

    —Me avisó la partera… ¿Dónde está la criatura? —preguntó el sacerdote.

    —Con su madre.

    El arriero le franqueó el paso al establo que les servía de vivienda. Era una construcción de adobe con un pequeño doblado arriba. Antaño, el altillo sirvió de granero y aún andaba cubierto de unos restos de paja que lloviznaban continuamente sobre sus cabezas. El padre Marín, redistribuyendo sus cuatro pelos sobre el cráneo, tomó aire antes de sumergirse en los rigurosos olores a caballeriza.

    —¿Niño o niña?

    Era una pregunta sencilla que reclamaba una sencilla respuesta. Sin embargo, el acongojado progenitor tardó en manifestarse al respecto.

    —N-no lo sé.

    Aquella contestación hizo sudar aún más al azorado párroco:

    —¿Qué significa eso?

    El padre Marín era un sacerdote duro y correoso, como la tierra en la que predicaba. Había visto de todo, con esas pupilas minúsculas bajo sus párpados hinchados. Pero no estaba preparado para descubrir a la criatura recién parida en aquel establo.

    —Sígame y véalo usted con sus propios ojos. Yo… no sé qué decirle.

    La vivienda del arriero tenía dos estancias: una para las gallinas y la yegua y otra, al fondo, para la cama y la cocina. Sobre el lecho descansaba Adela, la esposa del arriero. Era cinco años mayor que él. El pelo le escaseaba sobre el casco y el resto de su paupérrima cabellera se la recogía en una trenza endeble. Conocida por su melancolía, el habitual brillo de sus ojos llorosos lo mismo reflejaba el amor que la tristeza. A esas horas, la parturienta se recuperaba del esfuerzo, con la criatura en sus brazos, vencida por el desaliento... Y el párroco, sin permiso, fue a quitarle el pañal al recién nacido.

    —¿A qué viene tanto misterio?

    En el acto, el padre de la criatura dio un paso atrás y la madre cerró los ojos, avergonzados, incapaces de asumir hasta las últimas consecuencias la peculiaridad de su nuevo vástago. Por su parte, el sacerdote demostró la poca maña que se daba al desanudar pañales, con esos dedos rollizos y sudorosos. Viendo que el párroco estaba estrangulando las tiernas ingles de su bebé con tanto tirón indiscriminado, vino la madre en su socorro y deslió la tela, dejando al descubierto el secreto que guardaban aquellas piernecillas torneadas.

    —¡Dios Santo! —exclamó el padre Marín, sin disimulo.

    Ante semejante descubrimiento, el párroco dio un paso atrás, como el padre, cerró los ojos, como la madre, y se persignó varias veces, como el creyente sometido a dura prueba en su fe. Aquel crío… aquella cría… tenía entre las piernas de todo, como en botica. Era él y era ella.

    —Tápalo… Tápala…

    Ni el padre Marín supo qué decir, ni la familia Carrasco qué preguntar. Se hurtaban la mirada unos a otros, en silencio, mientras caía sobre sus cabezas una llovizna de hojarasca pisoteada por las gallinas que correteaban por el sobretecho.

    —No sé ni qué nombre ponerle —reconoció Pedro Carrasco, el arriero.

    —Bueno... —refufuñó el padre Marín, incapaz de resolver el entuerto—. Le pondremos uno que valga para todo.

    * * *

    Reyes… o María de los Reyes Carrasco y Huelva… recibió las aguas del bautismo en la iglesia de la Santa Cruz, callejilla de Misa arriba. Frente a la pila, asistieron el padre Marín y los dos monaguillos menos listos que pudo encontrar, además de padre y madre, junto al sacristán y la sacristana como mudos testigos. El sacerdote oficiaba con toda la prisa posible por concluir la ceremonia de cristianar a la criatura. Solo pensaba en sacarse de encima la estola bautismal y la imagen de esa inocente y pesadillesca entrepierna.

    Innominipatrietfili y amén —recitó atropelladamente el padre Marín, ya con el pie bajando el primer escalón de la pila—. ¡Esto ya está!

    Sin embargo, el arriero Pedro Carrasco era un tipo tan recio como práctico, y no pensaba dejar que el cura escurriera el bulto. Su deber, como guía espiritual de la comunidad, le obligaba a encauzar la vida de aquel problemático retoño, nacido en su parroquia, por la adecuada senda cristiana.

    —¿Y con qué ropa le vestimos?

    —Con la que tengáis.

    El padre Marín corría hacia la sacristía, intentando ponerse a salvo de tanta cuestión incómoda. Lamentablemente, el arriero supo ganarle la mala conciencia.

    —Todavía estamos pagando la carretilla nueva, padre.

    ¡Puff! —El religioso se sintió acorralado en su propia iglesia—. Veamos qué tenemos en la sacristía… Algo habrá que os valga.

    Doña Pura, la sacristana, había ordenado y clasificado dos arcones con trapitos en buen uso para familias necesitadas. Ropa para niños. Ropa para niñas. Doña Pura era muy cuadriculada; aunque en estos casos no existían términos medios… ¿o tal vez sí?

    De cualquier manera, la definitiva identidad sexual del retoño no quedó registrada, en la fe de bautismo, teniendo en cuenta lo dictado por la doctrina cristiana o el simple buen juicio. La infancia de Reyes Carrasco quedó marcada por una madre desesperada, con querencia por el ajuar de niña: ropita de primera postura adornada de finos encajes. Adela acarició los bordados mientras revestía con ellos a su hijo… a su hija.

    —¡Ay, mi niña! ¡Ay, mi niña! —Mecía entre sus brazos a la criatura, acunándola con aquellos ojos suyos, húmedos de amor o de tristeza.

    * * *

    Otoño de 1849.

    Con doce años, a un paso de la adolescencia, Reyes Carrasco ya apuntaba maneras. Vestía de niña, se peinaba como niña y trabajaba con su madre en lavanderías y en la costura. Eso sí, viendo las malas trazas que se daba con aguja e hilo, Adela reservaba a su robusta criatura el transporte de la colada a casa de la clientela. Era habitual ver a la Reyes, con su trenza gruesa, su falda campesina y su blusa de tela de saco, cargando, con brazo musculoso, la cesta de ropa limpia y remendada, camino de la Puebla.

    Se dirigía a la Cebadilla, sorteando los charcos sobre el empedrado, mientras intentaba escabullirse de las impertinencias de los muchachos más ociosos. Los zagalones que habían abandonado la escuela, pero aún no trabajaban en el campo, malgastaban su tiempo en importunar a cualquiera que llevase faldas. Reyes Carrasco era su víctima favorita. Aquel porte, aquellos andares y ese bigotillo que le oscurecía el labio eran demasiado tentadores para dejarlos escapar.

    —¡Por allí va la Bruta, primo!

    José, el Tiñoso, y Luis, el Inglés, fueron sus más fervientes perseguidores. Olían a Reyes de lejos y le llegaron al trote de un burro muy manso, procurando levantarle la falda. El Tiñoso siempre llevaba la iniciativa:

    —¡A ver qué tienes ahí abajo, so fea!

    —¡Déjame en paz, feo doble! —Esquivó Reyes al adolescente,

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