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La Buena Muerte
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La Buena Muerte

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Siglo XIII. Guilhem, verdugo de la Gascuña francesa, huye tras encontrar unos enigmáticos documentos entre las pertenencias de un ajusticiado. Una deslumbrante novela histórica sobre los misterios del Camino de Santiago.

Guilhem, verdugo de una ciudad de la Gascuña francesa a mediados del siglo XIII, lleva una vida apacible dentro de la brutalidad de su trabajo y el desprecio de sus vecinos. Sin embargo, se verá súbitamente implicado en una intriga y lucha política al ajusticiar a un reo, agente del emperador, que ha encontrado unos documentos vitales para desacreditar las ambiciones territoriales del Papado. Escondidos en algún lugar, el reo ha plasmado su paradero en un plano de difícil interpretación, que caerá, de forma casual, en manos del verdugo.
Sospechoso del asesinato de su aprendiz, Guilhem debe huir precipitadamente, enrolándose en la compañía de cinco peregrinos con los que se topa: cuatro hombres y una mujer. Ruggero, italiano, parece llevar la voz cantante. Tibaud es paisano del ilustre Aymeric Picaud, autor del Códice Calixtino, y sigue sus pasos. Jeffroy es un trovador mujeriego, obligado a peregrinar para pagar sus culpas en un adulterio. Nöel, parisino, peregrina hasta Santiago por encargo de un moribundo que no ha podido hacerlo en persona. La mujer, Margherita, va embozada en su manto para disimular su condición femenina. Guilhem, que decide acompañarles en la llamada Vía Francígena, irá descubriendo que la dama posee más conocimientos de los usuales en las mujeres de su época.
Novela histórica extraordinariamente bien documentada, La Buena Muerte es un reflejo de los distintos personajes que poblaban el Camino de Santiago durante el siglo XIII y los innumerables peligros que acechaban al caminante. Al tiempo, es un viaje íntimo, personal, en el que un antiguo verdugo verá derrumbarse su concepción de la existencia por influencia de todo aquello que conoce por vez primera, como la amistad y sus desengaños, o el amor y las consecuencias que acarrea.

Del autor de la exitosa "Los Círculos de Dante".
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento26 sept 2016
ISBN9788416776450
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    La Buena Muerte - Javier Arribas

    1

    Marzo de 1246. En algún lugar de la Gascuña francesa.

    A media tarde, bajo la llovizna fría de un cielo gris y una atmósfera de tristeza casi escénica, asomaron en la plaza los carros con los condenados, rumbo al patíbulo. Sobre el cadalso, el verdugo, con sus galas ceremoniales, displicentemente apoyado en uno de los pilares de la estructura de madera, exclamó mirando hacia arriba:

    —¡Ya iba siendo hora, por las barbas de San Pedro! Con un poco de suerte terminaremos antes de calarnos.

    Le hablaba así a un adolescente desgarbado, poco más bajo que él, pero bastante menos fornido, que observaba con indiferencia el gentío que ya se iba acumulando en la plaza. El verdugo iba a cara descubierta. Todos le conocían. Y le respetaban, temían y despreciaban a partes más o menos iguales. El muchacho, su aprendiz, tapaba su rostro con una especie de capuchón de tela negra. Pero, porque era preceptivo, no porque nadie desconociera o debiera desconocer que era Remonnet, el hijo de Alard, el fallecido herrero.

    Según se acercaban los carros —dos, tirados por sendas parejas de bueyes—, el público, que ya empezaba a convertirse en muchedumbre al olor de la sangre, subía el volumen de sus murmuraciones y comentarios. Los soldados que aseguraban la firmeza de la primera línea también incrementaron su tensión, manoseando sus lanzas y ballestas. Guilhem, verdugo de Doucemort, capital del señorío de Bas-terre du Garonne se desperezó con parsimonia. Sacudió el agua acumulada en su pelo negro y rizado y estiró los brazos por encima de la cabeza.

    La desdichada carga de los carros estaba compuesta por cuatro hombres de variada figura y constitución. De una de estas carretas llegaban gritos y lamentos y se percibía la agitación de al menos uno de los hombres. Cuando pudieron distinguirse con claridad, escucharon juramentos de inocencia, peticiones de piedad, inconexas lamentaciones fruto del miedo a morir. Uno de los soldados a caballo que guardaban la comitiva intentó silenciarlo a golpes con el astil de su lanza. Ni aun así consiguió acallar una especie de gemido largo y prolongado, como un ladrido agónico.

    Guilhem agitó la cabeza con fastidio. Su ayudante seguía con la vista perdida. En realidad parecía estar en otro sitio.

    —Eso pasa siempre cuando llegan demasiado frescos —dijo—. Los magistrados saben de sobra que una simple sesión de tormento deja siempre al reo más dispuesto y sosegado para la ejecución. Pero se empeñan en estas absurdas sentencias rápidas.

    Los disturbios se habían extendido mucho últimamente. Sobre todo desde que las lluvias incesantes habían destrozado cosechas y esperanzas y habían facilitado la propagación de fiebres y otras epidemias. Enfermedad y hambre no son buenas compañeras de la paz y el espíritu de la rebelión había prendido fácilmente entre la población descontenta. Pillaje, homicidios, robos... y conspiraciones, supuestas o reales, que eran la verdadera preocupación, casi obsesiva, del señor de Bas-terre du Garonne. Pero, de estas cuestiones ya tendría tiempo para detenerse a obtener información de la forma sugerida por Guilhem. Ahora se trataba de dar ejemplo sin más, con unas ejecuciones sumarias. Algunos ladrones menos y una muestra de autoridad despótica más.

    —Lo único que se consigue es alterar al público y retrasar un trabajo que se podía resolver en menos tiempo —continuó divagando.

    El verdugo dio un par de pasos y el chirrido de la madera atrajo su atención hacia el piso. Pensó sin verdadero entusiasmo en la necesidad de retocar aquel entarimado cuyo mantenimiento era de su responsabilidad y escupió distraídamente en dirección al agujero que formaba un nudo de la madera. Luego se encogió de hombros y viendo cómo se aproximaban los reos se preparó para entrar en faena. De un soberbio pescozón volvió a su ayudante a la realidad. Éste se tambaleó sobre el entarimado.

    —¡Qué esperas, holgazán! Ve a ver si conseguimos alguna «buena muerte». Aunque me parece a mí que hoy poco vamos a rascar —añadió mirando con desprecio a la masa de desharrapados que se aglomeraba frente al patíbulo.

    El muchacho tomó desganado el camino de las escaleras y, sin prisas, para desesperación de su maestro que lo miraba fijamente desde la altura, se paseó entre los soldados y la primera fila de mirones.

    —Mierda de crío... —escupió entre dientes.

    Después, rebuscó en un capazo grande de paja, junto al lugar de la plataforma en que había instalado un tajo con su correspondiente hacha. El cesto estaba descuidadamente colocado sobre una zona manchada de sangre. Los restos de decenas de ejecuciones anteriores. Extrajo, uno a uno, cuatro largos pedazos de soga. Todos ellos finalizaban en sus dos extremos en un nudo corredizo. Cuatro condenados, cuatro cuerdas. Miró al largo travesaño que se extendía sobre su cabeza, en horizontal, a lo largo de la plataforma. Colocado un paso más allá de distancia del borde de la tarima, permitía la caída libre de los cuerpos. Había supuesto que aguantaría el peso de cuatro hombres, de modo que la ejecución podría hacerse de una sola vez. Echó una ojeada a los reos, que ya se encontraban casi al pie del cadalso. No eran gran cosa. Estaba seguro de que la viga aguantaría y eso le puso de buen humor. Terminarían pronto y no tendría que mojarse más de lo necesario. De lo contrario, tendría que haber sido cumplida la sentencia por tandas. Tenía prerrogativas para exigirlo. Al fin y al cabo evitar desastres era su responsabilidad y su pellejo estaba en juego en ello. Lanzó una de las cuerdas alrededor del travesaño con habilidad y pasó uno de los extremos a través del lazo que formaba el nudo corredizo del otro. Después, tiró de la cuerda hasta que quedó fijamente enganchada en la viga. Repitió el procedimiento con las otras cuerdas a intervalos de distancia más o menos proporcionales. Cuando terminó, los reos ya estaban siendo trasladados a empujones desde las carretas hacia la escala de ascenso al patíbulo. Guilhem escarbó en el capazo, primero con calma, luego con cierta desesperación por no encontrar lo que buscaba.

    —¡La puta zorra que lo parió! —exclamó por lo bajo con los dientes apretados.

    Los reos ya empezaban a subir a trompicones los escalones, con las manos atadas a la espalda y una aterrorizada torpeza, cuando el aprendiz de Guilhem se hizo camino entre ellos y ascendió a la plataforma. El verdugo lo miró con los ojos encendidos de furia, pero no le dijo nada porque el fraile, un miembro de la Orden de Santo Domingo, encaramado en lo alto del cadalso al final de aquella escalinata a la muerte había empezado a dedicar sus rezos y responsos individuales a cada uno de los condenados. Cuando terminaba con ellos, pasaban a las manos de Guilhem. Éste, primero los recibía con la fórmula ritual que le había enseñado su predecesor para solicitarles el perdón por la muerte que les iba a causar.

    —Que tu alma cristiana me perdone, hermano, porque es la justicia de Dios y los hombres y no mi mano ni mi intención la que te castiga...

    A Guilhem le hastiaba profundamente esta parte de su trabajo porque ni siquiera obtenía respuesta ante la misma letanía repetida una y otra vez. Los «torturables» o ajusticiables se limitaban a mirarle alucinados sin responder, a lo sumo murmurando o asintiendo tímidamente con la cabeza.

    El primero en pasar era viejo y extremadamente débil. Guilhem, después de pasarle la soga por el cuello debió de colocarle muy alejado del borde del cadalso, porque temía que se cayera por sí sólo antes del momento establecido.

    Antes de que pasara el segundo, Guilhem interrogó discretamente a su ayudante.

    —¿Has conseguido algo, rapaz?

    El chico le miró de reojo y, con una sonrisa malvada, se quedó en silencio, mientras se acercaba el segundo de los reos. Era un muchacho apenas mayor que el aprendiz, que temblaba como una hoja como si tiritara de frío.

    —Que tu alma cristiana me perdone... —completó el verdugo la fórmula sin apartar la mirada furiosa de su insolente ayudante.

    Después, empujó de mala manera al joven condenado hasta su fatídica posición.

    —Así acabarás tú, hijo de Satanás —le dijo en voz baja a su aprendiz mientras ajustaba la soga en el cuello del reo—. Dime si has sacado algo o te cambio por este infeliz que, por cierto, me va a tirar el patíbulo abajo con sus temblores. ¡Estate quieto! —susurró al reo, acompañando sus palabras con un disimulado pescozón—. Te vas a caer sólo y para los suicidas no hay absolución posible. Se achicharran eternamente en el infierno.

    Al joven condenado se le escapó un sollozo y los temblores se hicieron aún más intensos. El aprendiz sacó algo de entre sus ropas con gesto asqueado.

    —Sólo esto —dijo secamente, mostrando una pieza plateada a su maestro. Figuraba ser una especie de concha marina labrada; una cajita «bivalva» que, al abrirla, se mostraba completamente vacía—. Por ése —completó señalando con un gesto de cabeza hacia el tercero de los condenados.

    Guilhem recogió la cajita con avidez y se volvió para verle. Era un hombre de aspecto recio y había en él algo que no concordaba con el resto. Quizás el corte del rostro adivinado bajo la barba crecida o el vaivén de sus movimientos. Sus rasgos no eran los de un patán y eso era algo que no pasaba desapercibido a los ojos experimentados de un verdugo. Pero, lo más sorprendente era su expresión, más de sorpresa que de terror, con los ojos clavados en aquella cajita. Como si nada de la terrible situación que le rodeaba tuviera la menor importancia ante la visión de aquel objeto. Guilhem se la guardó con cierta aprensión en su bolsa y fue al encuentro de aquel hombre sin futuro.

    —Que tu alma cristiana...

    —¡Devuélvesela! —le interrumpió el reo, en un susurro vehemente, acercándole mucho el rostro.

    El verdugo estaba acostumbrado a leer el terror en las miradas. Lo que ahora veía le confundía. Una pasión febril más allá del pánico a la muerte o al dolor.

    —¡Qué dices, condenado! —intentó sobreponerse, empujándole hacia atrás—. ¿Cómo te atreves a...?

    —¡Devuélvesela! Por tu propia alma, ¡hazlo! —continuó el otro, sin ceder en su amortiguada vehemencia.

    —Pero, qué demonios... —intentó hablar Guilhem.

    —¡La caja! ¡Devuélvesela! Recibirás mil veces mayor recompensa si lo haces. ¡Devuélvesela!

    Guilhem se cansó de aquella porfía absurda. Agarró de un brazo al hombre y le arrastró literalmente sobre la tarima hasta que estuvo en su posición y con la soga convenientemente ajustada al gaznate. Con semblante sombrío volvió a dirigirse a su ayudante.

    —¿Nada más que esa baratija?

    —No —contestó el otro—. Si no contamos las peticiones de compasión, claro. Pero ése no es pago suficiente para que mi maestro alivie el sufrimiento de ningún condenado, ¿verdad? —añadió con hiriente mordacidad.

    —Tampoco tú comes de la compasión, deslenguado hijo de puta —le replicó el verdugo—. Dile a tu madre que en vez de monedas le llevas a casa puñados de compasión. Verás si es mejor que yo o te mide el lomo con una vara.

    Guilhem estaba francamente enfadado. Su buen humor inicial se había diluido y dejado paso a una irritación creciente.

    El cuarto reo llegó a sus manos pálido y demudado. Era aquel desgraciado que había suplicado una inútil clemencia a bordo del carro. Guilhem ni siquiera le recibió con su fórmula acostumbrada.

    —¡Jódete si me perdonas o no y deja de lloriquear! —le dijo con brusquedad empujándole hacia el lugar que tenía previsto para él.

    El otro apenas acertó a balbucear una frase lastimera.

    —No... no quiero morir.

    —Ni el mismo Hijo de Dios quería morir y ya ves. «Memento mori»¹ dicen los curas —zanjó el verdugo la conversación.

    [1] «Recuerda que has de morir».

    Con los cuatro condenados encarando a la muchedumbre al borde del cadalso, el alguacil se dispuso a leer la sentencia. El público esperaba el desenlace con expectación, seguramente satisfechos y contentos todos por haberse librado aquel día del mismo destino. El verdugo y su ayudante permanecieron a la espera, a espaldas de los reos. Guilhem ni siquiera prestaba atención a las palabras del oficial, ésas que hablaban del comportamiento intolerable de aquellos desgraciados, entregados al pillaje y al robo en medio de los disturbios. Tanto más le daba si las causas de la ejecución eran robar una hogaza de pan o apedrear el caballo de algún rico. No era él quién sentenciaba. Él no juzgaba ni se encargaba de decir si algo era justo o no. Otros lo hacían y él se limitaba a ejecutarlo de la mejor manera que sabía. Eso no parecían entenderlo sus conciudadanos ni ese muchacho insolente que tenía por aprendiz. Al pensarlo recordó de repente otra cuestión que había estado en el origen mismo de su presente enfado. Como un rayo se volvió hacia Remonnet.

    —No has cogido las tenazas, cabronazo —masculló entre dientes—. Y sabes de sobra lo necesarias que son. Ganas me dan de arrancarte los huevos con ellas en cuanto las tenga en mis manos.

    El aprendiz no respondió nada ni apenas mutó su gesto. En los meses que llevaba con su maestro no había adquirido ningún aprecio por una actividad que le repugnaba y le había sido impuesta por su madre, viuda desesperada y reciente del herrero. Detestaba las maneras y la indiferencia con que su maestro llevaba a cabo las atrocidades propias de su oficio, pero no le temía. Al margen de esas amenazas y brusquedades continuas, fuera del desempeño de su trabajo, no era un hombre más taimado o violento que cualquier otro artesano con su discípulo. Y él disfrutaba con maldad con esos olvidos intencionados que tanto le exasperaban.

    De repente, aquel reo contumaz que había intentado discutir con Guilhem volvió su cabeza, adornada con el collar de basta cuerda que le iba a segar la vida.

    —¡Devuélvesela! —insistió en un susurro—. ¡Dile que la esconda! Que, por su vida, no se la deje robar. Dile que vendrán a buscarla, que deberán seguir las pistas... ¡Devuélvesela!

    Tanto el verdugo como su aprendiz se quedaron sorprendidos. Guilhem ni siquiera supo reaccionar. Era una de las cosas más extrañas que le habían ocurrido nunca en su trabajo. La tarde se le estaba complicando de manera insospechada. Y aún fue peor cuando las nubes empezaron a descargar una lluvia más intensa. Guilhem odiaba trabajar bajo la lluvia. En realidad era la repugnancia que sentía por el contacto del agua sobre su piel, el frío húmedo de la ropa pegada a su cuerpo que le penetraba hasta el tuétano. Apretó los dientes con fuerza y blasfemó en su interior, maldiciendo la lluvia y, sobre todo, a aquel oficial charlatán que se demoraba en su discurso. La muchedumbre también se impacientaba. Se escucharon algunos abucheos hacia el locutor de aquel discurso interminable. Los espectadores estaban contrariados, divididos entre el deseo de ver acción y su resistencia a empaparse. Nadie —salvo tal vez los condenados, que mientras siguieran con aliento podían mantener ensoñaciones de libertad— deseaba prolongar aquella espera, de modo que el alguacil dio por terminada su disertación.

    —Cúmplase la sentencia —dijo a modo de colofón.

    Aquellas fueron palabras dulces a los oídos de Guilhem. El dominico lanzó una última bendición con su mano derecha en dirección a los condenados y repitió el gesto dedicado al verdugo. Era el perdón anticipado por unos actos que Guilhem no se demoró ni un instante en cumplir. Empujó a los reos sin contemplaciones y los cuatro cuerpos quedaron suspendidos en el aire. La multitud, que había vociferado satisfecha en el momento mismo del vuelo de los condenados, se dispersó a la carrera huyendo del aguacero cuando éstos aún seguían agitándose en el espacio renegando de una muerte por asfixia que les conquistaba lentamente. En esto, la experiencia de los verdugos les convertía en verdaderos maestros. Un nudo flojo o colocado de una forma determinada aseguraba una agonía más prolongada. Esto era muy útil a la hora de conseguir de unos angustiados familiares algún donativo extra que aliviara los sufrimientos de su ser querido, que consiguiera para ellos una «buena muerte». Ante el patíbulo quedaron sólo unos pocos familiares y amigos acongojados custodiados por soldados fastidiados y ansiosos por abandonar el lugar.

    —Aún tienes que aliviar la muerte a un reo —soltó de repente Remonnet con mala intención.

    El verdugo le miró de reojo y volvió a maldecir entre dientes. Después, se acercó al filo de la plataforma y, sin soltarse del borde, se deslizó hasta que sus pies se posaron sobre los hombros de aquel locuaz condenado de la cajita de plata. Apoyando todo el peso de su cuerpo sobre él cortó sus sufrimientos de inmediato provocando una muerte rápida, mientras sus compañeros proseguían su agonía.

    —¡Bah! Dentro de poco estarán todos iguales de muertos —pensó con indiferencia.

    Se encaramó de nuevo al patíbulo, con la lluvia chorreándole por los hombros.

    —¡Prepara los sacos! —gritó con aspereza a su aprendiz.

    Mientras Remonnet cumplía con la desgana habitual sus instrucciones, el verdugo empezó a izar el cuerpo de los ejecutados tirando vigorosamente de las cuerdas. El muchacho, sorprendido y temiendo que los ahorcados aún no hubieran fallecido, le gritó:

    —¿No es demasiado pronto?

    —¡Cállate! —le atajó su maestro—. Con la que está cayendo se habrán ahogado ya como nos vamos a ahogar todos si seguimos aquí soportando este aguacero. Así que date prisa.

    Cuando los cuatro cuerpos se encontraron tendidos sobre la plataforma, Guilhem cortó aceleradamente las cuerdas, dejando cuatro cabos sueltos colgando del travesaño.

    —¡Me cago en tu alma, bribón! —dijo ahora Guilhem con los nervios a flor de piel—. ¿Cómo voy a hacerlo sin tenazas?

    Su mirada recorrió los cuatro cadáveres sopesando la conveniencia de elegir alguno de ellos. Finalmente, se decidió por el muchacho de los temblores, cuyo cadáver arrastró sin contemplaciones hacia el tajo tirando del pedazo de soga que le sobresalía del cuello. Era la segunda parte de la condena, un plus de ejemplaridad: el descuartizamiento de los cadáveres. Las cabezas serían expuestas en el interior de una jaula, a las puertas de la ciudad. Los restantes miembros, esparcidos para que sirvieran de alimento a las alimañas.

    Con un movimiento ágil colocó el cuerpo sobre el tocón de madera y, con un par de golpes apresurados de hacha, le seccionó la cabeza. El agua le resbalaba por los ojos, dificultándole la tarea. Mezclada con la sangre formaba riachuelos rosáceos que teñían toda la plataforma. Agarró entonces la cabeza por el pelo de su parte superior y trató de sujetarla firmemente contra el tajo. El muchacho, aun ahorcado y decapitado, tenía los ojos abiertos, llenos de una vida aparente y parecían seguir mirándole con un gesto de horror. Pero Guilhem no se dejó impresionar por eso. Seguía maldiciendo a su aprendiz, renegando de la lluvia y echando en falta esas tenazas que le hubieran permitido extraer los dientes del reo con mayor facilidad y discreción. Porque, en realidad, ésa era una actividad clandestina y muy alejada de sus verdaderas funciones. A pesar de todo, Guilhem no renunció a sus propósitos. Alzó el hacha, con el filo hacia atrás y dejó caer el brazo con fuerza hasta que el revés golpeó en la boca del condenado. Dos, tres veces más, repitió la operación, nervioso, agitado, mientras su aprendiz lo miraba con un rictus de asco en el semblante. Estuvo a punto de golpearse en su otra mano. La cabeza resbalaba sobre el tajo, parecía querer huir de aquella sangrienta carnicería. Los labios se habían reventado, la boca hundida dibujaba una horrible mueca mientras que los ojos seguían muy abiertos, contemplando sin brillo la cara de su verdugo. Guilhem consiguió, por fin, su objetivo. Una parte del maxilar superior se había desprendido y él se conformó con aquel botín, que recogió con la mano sin el menor escrúpulo, escondiéndolo entre sus ropas. Después, procedió a desmembrar el resto del cadáver, en trozos que iba arrojando a su aprendiz para que los depositara en los sacos. Estaba tardando demasiado y las inclemencias del tiempo no contribuían a los excesos de paciencia, de modo que, desde la escalera, se oyó la voz de un soldado protestando.

    —¡Verdugo! ¿Qué estás haciendo? ¡Queremos irnos ya de aquí!

    Cuando la cabeza chorreante del guerrero apareció sobre la escala Guilhem alzó uno de los brazos que había cortado y le gritó:

    —Ven aquí tú, si quieres, a terminarlo. Quizás vayas más rápido.

    El otro dibujó un mohín de repugnancia y desprecio y volvió a descender. Guilhem trató de darse prisa con el resto de los condenados, a los que despedazó sin pensar siquiera en apoderarse de sus dientes. Llenaron cuatro sacos con los despojos. Las cabezas quedaron alineadas en el suelo. La del muchacho estaba completamente desfigurada, pero Guilhem pensó que poco podía importar aquello, teniendo en cuenta que en un par de días de exposición en las jaulas poco se diferenciarían unas de otras.

    Ahora sí que podía dar por terminado su trabajo. Estaba anocheciendo, aunque el aguacero había oscurecido el cielo desde bastante tiempo antes. En este momento, como una burla suprema, amainó la tormenta. Maestro y aprendiz bajaron de la plataforma. Pasaron junto a los soldados y Guilhem les habló sin detenerse.

    —Ahí tenéis eso y que el diablo se lo lleve.

    —Pues nosotros creíamos que eras tú quien se lo iba a llevar —dijo con sorna uno de los soldados.

    —Pues creíais mal —respondió secamente el verdugo—. Mis funciones han terminado ya. Yo los mato. Ni los transporto ni los entierro. Para Dios sus almas y para vosotros sus restos.

    Mientras se alejaban, Guilhem escuchó como algunos de ellos escupieron al suelo. Y, sin necesidad de volverse, supo que se santiguaban agradeciéndole al cielo su marcha. Nada raro. El comportamiento habitual de la comunidad con su servidor: el verdugo.

    2

    De camino, Remonnet apenas tuvo que sufrir tres o cuatro pescozones de su maestro y alguna amenaza sin verdadera convicción. El humor de Guilhem era bastante cambiante, muy condicionado por lo que le sucedía en cada momento. Pero, en realidad, tenía tendencia hacia un optimismo jovial que muy pocos podrían sospechar a la vista de sus ocupaciones. Y ahora no tenía por qué encontrarse mal. Había terminado su trabajo con un resultado razonablemente positivo, a pesar de todas las dificultades, y, sobre todo, había dejado de llover. Recordó el extraño incidente con aquel reo obsesivo y palpó la cajita dentro de su bolsa.

    —¿Quién te ha dado esa mierda roñosa que me has entregado? —preguntó a su aprendiz.

    —Una mujer... —respondió el chico, encogiéndose de hombros—, supongo.

    —¿Cómo que supones? ¿Aún no sabes distinguir un hombre de una mujer?

    —Iba cubierta con una capa negra, tapada con un capuchón grande... no se le veía la cara. Y apenas dijo un par de palabras —dijo el aprendiz.

    —Vamos que igualmente podría haber sido tu abuelo o el mismo diablo... —masculló entre dientes el verdugo, zanjando la cuestión. Guilhem era poco dado a prolongar conversaciones sobre asuntos difíciles de comprender—. Pues ni una palabra de lo sucedido. No me huele nada bien lo de ese demente del patíbulo.

    Pronto se separaron los caminos de ambos. Guilhem vivía más lejos, apartado de casi todos, como correspondía al verdugo. Si Remonnet llegaba a serlo, si contra sus deseos más íntimos llegaba algún día a derramar sangre por sí mismo en lugar de ayudar simplemente a que otro lo hiciera, también tendría que mudarse. La gente decente, ésa que vibraba de indignación satisfecha cada vez que se ejecutaba a un delincuente, no soportaba la presencia, ni siquiera la vista de aquellos que se encargaban de hacer en su nombre lo que ellos mismos consideraban justo: torturar y ejecutar. El verdugo siguió andando, tan solitario como acostumbraba, por las calles de una ciudad en penumbra y casi dormida, pisoteando charcos,

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