Conduce rápido
Por Diego Ameixeiras
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Érika vive con Samuel, su hermano mayor, que parece más pequeño que ella. Siempre le está debiendo dinero. Siempre se está metiendo en líos. Siempre está soñando con más fuerza que ella con salir corriendo de casa y dejar atrás ese agujero sucio y oscuro en el que habita una ausencia de la que nunca hablan. Pero, mientras no llega ese día, ambos se las ingenian para buscar una salida. A Samuel suelen ocurrírsele ideas extrañas, y Érika nunca le hace caso. Prefiere seguir a lo suyo, sacando lo que puede por ahí para revenderlo.
Aunque es cierto que esta vez parece que no es la típica locura de su hermano tras una borrachera. Samuel está convencido de que ha llegado la oportunidad que estaban esperando. Un incauto le ha propuesto un negocio con el que sacar un montón de pasta. Cuando Samuel le explica el plan que ha estado tramando para jugársela, Érika no puede negarse. Es peligroso. Es difícil. Es demasiado riesgo. Pero cualquier cosa es mejor que quedarse sentada y seguir escupiéndole al cielo por esa suerte negra que heredó de su madre."
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Conduce rápido - Diego Ameixeiras
Akal / Literaria / Serie Negra
Diego Ameixeiras
Conduce rápido
Traducción: Isabel Soto
Érika lo ha aprendido todo en la calle. Acaba de cumplir los veinte, pero la gente asegura que aparenta más. Quizá sea por su mirada, que le lleva varios años de ventaja. Hace tiempo que sobrevive robándole a los turistas que llegan a la ciudad pensando que allí está enterrado el cadáver de un apóstol. Una ciudad que es como una jaula de piedra de la que sueña con largarse todas las mañanas.
Érika vive con Samuel, su hermano mayor, que parece más pequeño que ella. Siempre le está debiendo dinero. Siempre se está metiendo en líos. Siempre está soñando con más fuerza que ella con salir corriendo de casa y dejar atrás ese agujero habitado por una ausencia de la que nunca hablan. Mientras no llega ese día, ambos se las ingenian para buscar una salida. A Samuel suelen ocurrírsele ideas extrañas, aunque Érika nunca le hace caso. Prefiere seguir a lo suyo, sacando lo que puede por ahí para revenderlo.
Pero esta vez no es la típica locura de su hermano. Samuel está convencido de que ha llegado la oportunidad que estaban esperando. Un incauto le ha propuesto un negocio con el que sacar un montón de pasta. Cuando Samuel le explica el plan que ha estado tramando para jugársela, Érika no puede negarse. Es peligroso. Es difícil. Es demasiado riesgo. Pero cualquier cosa es mejor que quedarse sentada y seguir escupiéndole al cielo por esa suerte negra que heredó de su madre.
Diego Ameixeiras (Lausanne, Suiza, 1976) es periodista, guionista y escritor en lengua gallega. Desde 2004, su trayectoria lo ha convertido en uno de los autores más conocidos y renovadores del género negro en Galicia. Dime algo sucio (Pulp Books, 2011), su primera novela traducida al castellano, recibió el Premio Especial de la Semana Negra de Gijón y fue acogida con excelentes críticas. En Akal ha publicado Matarte lentamente (2015). En la actualidad escribe
en La Voz de Galicia.
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RAG
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Nota a la edición digital:
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Título original
Conduce rápido
Publicado originalmente en gallego por Edicións Xerais, 2014
© Diego Ameixeiras
© Ediciones Akal, S. A., 2017
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
facebook.com/EdicionesAkal
@AkalEditor
ISBN: 978-84-460-4423-9
Lunes
06:47
Roberto Ventura pone un billete arrugado sobre el tapete.
Hay noches en las que no desea estar muerto.
—Cincuenta.
Ese odio silencioso que le inspiran sus adversarios fortalece ahora su ánimo, inocula en su cerebro una aleación perfecta de inquietud y excitación, casi infantil, que se esfuerza en disimular mordisqueando la desgastada punta de un palillo. Sabía que su suerte podría cambiar en cualquier momento. Hay veces en las que uno se ve obligado a ser conservador y otras en las que es necesario arriesgar. El suelo parece moverse bajo sus pies como la superficie de una embarcación que se mece con el vaivén sedoso de las olas. Le sudan las manos. El cansancio de la noche sin dormir le imprime dos surcos profundos que subrayan los ojos brillantes y húmedos. Enciende un cigarrillo mientras los otros dos hombres miran atentamente sus cartas. La luz preliminar del amanecer se filtra por una claraboya que no consigue expulsar el humo del tabaco, pero a nadie parece importarle esa nube tóxica que emerge desde la mesa hasta una lámpara halógena cubierta de grasa.
El jugador más viejo oculta su calvicie bajo una gorra militar. Bebe whisky con Red Bull, un trago que le humedece los labios. Coloca dos billetes en el centro del tapete.
—Cincuenta y otros cincuenta –dice.
El tercer jugador no puede reprimir un sonoro bostezo.
—Yo me abro. A la puta mierda todos.
Dos espectadores, con los brazos apoyados sobre el respaldo de las sillas, asisten en silencio al desenlace de la partida. Ventura no le quita ojo al militar. Nota que en las últimas manos ha bajado la guardia, permitiéndose el lujo de esa vanidad estúpida de quien se considera imbatible. Intuye su debilidad, su falta de reflejos. Ya no se muestra tan seguro como al principio de la noche. Sus movimientos son torpes y pesados. Actúa aparentando confianza, pero su mirada atravesada y huidiza revela cierto temor, vulnerabilidad ante el hombre que esa noche no desea estar muerto. Ventura sonríe. Su víctima está herida, sólo queda rematarla con un impacto certero. Ya está bien de tantas humillaciones. Saca un sobre del bolsillo de la camisa y cuenta unos billetes. Son nuevos y brillantes. El vómito refulgente de un cajero automático.
—Tus cincuenta y quinientos más.
El viejo asiente. Juega con las cartas entre los dedos, haciendo resbalar unas sobre otras. Ahora sí que mira fijamente a Roberto Ventura, desgarrándole las entrañas, saboreando la carne pegada a los huesos como una alimaña hambrienta que devora a su presa. Apura el whisky. Recoge unos cuantos billetes y parece deshojar el cadáver de una flor mientras los va dejando en el centro de la mesa.
—Quinientos y mil más.
El tercer jugador cruza los brazos y echa el cuerpo hacia atrás. Los dos espectadores, ávidos por conocer el desenlace, se enderezan en sus sillas. Un largo silencio, tan compacto que se adhiere a la pintura desconchada de las paredes. Los músculos se vuelven rígidos y los rostros se endurecen como piedras. Ventura se frota nerviosamente la nariz. Sigue convencido de sus posibilidades, se le electrizan los brazos, las piernas. La luz de la lámpara ilumina sus facciones extenuadas. Se siente poderoso, dispuesto a matar. El suelo deja de moverse bajo sus pies cuando cuenta los mil euros que igualan la apuesta. Punto final. Respira hondo mientras un destello exultante le llena la mirada de fuego.
—Trío de ases, capitán –dice.
El militar deja pasar unos segundos antes de enseñar sus cartas.
08:25
En algún momento de la noche ha debido de retorcerse sobre la toalla, durmiendo en una mala postura, así que ahora se ve obligado a limpiarse los restos de arena pegada en las comisuras de la boca. Se incorpora despacio tras un ligero mareo. Le duele la cabeza como no recordaba. Explicación: un millón de cubatas ya por la tarde, mezcla de bebidas sin medida. En otra situación lamentaría las consecuencias de esa resaca, pero se muestra feliz y ufano cuando contempla el cuerpo desnudo de la chica internándose en el mar. Hacía tiempo que no sentía hervir la sangre con tanta intensidad.
—¿No quieres bañarte? –grita la chica.
La playa está desierta. Una postal azul, limpia y deshabitada. La joven desaparece bajo las aguas, emerge dando un salto y estira los brazos hacia el cielo. Sus pechos son pequeños y puntiagudos. Se pasa las manos por la cara y se echa el pelo hacia atrás. Sonríe. Su piel mojada brilla bajo el sol de la mañana.
—Eres un aburrido –le dice cuando sale del agua.
—¿No está muy fría?
La chica se detiene en la orilla y se escurre el pelo con las manos. Tiene las piernas largas y un poco gordas, las caderas arqueadas bajo una cintura mínima. Accede a que se besen, a que sus lenguas se busquen y se enreden unos segundos, pero nada más. Por mucho que él insista palpándole las nalgas.
—Tengo que irme. En quince minutos sale el autobús.
—Puedo llevarte en coche.
—Ni lo sueñes.
La chica se seca el cuerpo a toda velocidad, sin mucho cuidado. Se pone las bragas, los pantalones vaqueros cortados, una camiseta de manga larga.
—¿Seguro? –insiste el chico.
—Tienes toda la playa para ti. ¿No prefieres eso a conducir cincuenta kilómetros?
—Si es contigo, no me importa. Hay sacrificios peores.
—Otro día.
—Pues ya me dirás. No me has dado tu teléfono.
—Si hemos coincidido una vez, puede haber una segunda.
Avanza por la arena con las sandalias en la mano y la toalla echada sobre el hombro derecho. Se detiene unos segundos para sacudirse la arena de los pies ante una pasarela de madera y sigue caminando hasta que desaparece entre unos pinos. El chico se da por vencido. Trata de convencerse de que quizá tenga razón. No todos los días puede uno disfrutar de una playa solitaria a primera hora de la mañana, con ese cielo tan limpio y esa brisa tan agradable que permite soportar el sol antes de que apriete el bochorno del mediodía.
—Tú misma –murmura.
Se acerca a la orilla y permite que el agua le cubra los pies, pero le cuesta aguantar la temperatura cuando le alcanza las rodillas. Va dejando huellas sobre la arena hasta que se detiene cerca de unas rocas. Admira la inmensidad del mar y respira