Cuentos de nubes y otros relatos
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En estos relatos, Manuel de la Escalera pretende definir lo indefinible. Pero la precaria existencia que en ellos se plasma, no provoca en el lector angustia, sino una cierta sonrisa que se deriva de su humorismo y de una sabiduría de elegante socarrón.
La nube y su espectáculo acaban siendo no sólo un remedio para la pobreza de abajo, sino una gloriosa aspiración a la que se tiende sin perder un segundo la lucidez sobre este encierro.
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Cuentos de nubes y otros relatos - Manuel de la Escalera
Akal literaria
74
Diseño de cubierta: RAG
Motivo de cubierta: Composición de M. Calvo Abad a partir de una fotografía de Pepe Lamarca,
con la figura de Manuel de la Escalera
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© Herederos de Manuel de la Escalera
© Ediciones Akal, S.A., 2004
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
facebook.com/EdicionesAkal
@AkalEditor
ISBN: 978-84-460-4544-1
Manuel de la Escalera
Cuentos de nubes
y otros relatos
Prólogo
Antonio Buero Vallejo
Ilustraciones
Manuel Calvo Abad
«Una exquisita colección de cuentos, que recuerda una verdad hoy olvidada: la delicadeza esconde una pavorosa energía, la levedad presupone el heroísmo; para mantener el espíritu abierto, la imaginación despierta, la mirada limpia, es preciso apoyarse en un carácter de roca, en la muy firme certeza de que nada hay tan sólido como una nube, la tierra no es sino materia que aspira a evaporarse.»
Álvaro del Amo
«Y dentro de ella [la cárcel] soñamos, y desde ella vemos pasar las nubes y, cuando podemos, seguimos pretendiendo realizar los sueños. […] ¿Comprenderán siquiera por qué, en tan aciaga situación, expresaste el sutil encanto de esas nubes que veías vagar por tu ancho mundo interior, sin describir apenas, como harías más tarde, las inmediatas asperezas que nos aprisionaban?»
Antonio Buero Vallejo
«Su estremecedor ramillete de narraciones carcelarias –Cuentos de nubes– habrá de esperar a 1981, que aparecerá en una edición normal con un prólogo cálido y emocionado de otro preso con más suerte, el dramaturgo Antonio Buero Vallejo. […] Estaba llamado a ser un grande y lo fue, pero sólo para muy pocos.»
Gregorio Morán
Manuel de la Escalera (San Luis Potosí, México, 1895-Santander, 1994), escultor, cineasta y escritor, estudió Bellas Artes en México y posteriormente, en Europa, psicología y cinematografía. Relacionado con la vanguardia cultural europea tanto en España como en París, en Santander fundó el Ateneo Popular y el Cine Club Proletario. Durante la Guerra Civil rodó diversos documentales en el frente. Tras la conclusión de la contienda, fue detenido y pasó 23 años de su vida en diversas cárceles, llegando a ser condenado a muerte en 1944.
Fruto de esta experiencia es Muerte después de Reyes, que se publicó en 1966, con el nombre de Manuel Amblard, en la editorial mexicana Era. A raíz de este hecho, le aconsejaron que saliese de España y se marchó a México, donde trabajó como traductor. Tras su regreso a Santander en 1970 siguió desarrollando esta labor, además de colaborar en medios como Triunfo, Informaciones o Papeles de Son Armadans.
Entre sus libros cabe destacar Cuando el cine rompió a hablar, Mamá Grande y su tiempo, El caso del planeta asesinado y la pieza de teatro Alba diferida.
Prólogo
Carta a Manuel
—Estás hecho un mozo –te dijo quien nos presentaba. Y tú respondiste, risueño:
—Sí. Como dicen en los pueblos: mozo viejo.
Así te conocí. Yo sí era un mozo entonces. Tú –era evidente– me llevabas bastantes años. Treinta y cinco, más o menos, nos separan de aquella mínima escena que acaso habrás olvidado: los altos muros a nuestro alrededor, el bullicio colmenero que invade la hora del paseo; entre los dos, nuestro entrañable «Chicho» –Narciso–, hombre cabal, sencillo, bienhumorado de ordinario; un joven ferroviario de clara inteligencia y de acerada entereza. Bien sabes que aún vive. Me dijeron hace unos años que ciertos rigurosos tratos le dejaron inválido, por largo tiempo inválido, pero indómito. Entonces era gran andarín, en nuestras confinadas caminatas colmadas de palabras: el tenaz ejercicio diario del cuerpo y de la mente por aquellos patios. Andarines éramos casi todos, constreñidos a volver y volver sobre nuestros pasos en cerradas trayectorias diagonales o circulares, pero sintiéndonos en marcha hacia alguna parte.
Me agradó tu comentario irónico, tu risueña melancolía. ¿A dónde ibas tú? Pues muchos de nosotros íbamos también, o creíamos ir, hacia objetivos personales y no sólo colectivos: quién, a escribir, quién, a pintar, o a estudiar, o a enseñar, o a reunirse al fin con la mujer amada, con los hijos que apenas veía. ¿Hacia dónde ibas tú, Manuel de la Escalera? No lo supe bien por aquellos años. Después lo he sabido mejor. Habías gozado de buena formación, dominabas otros idiomas, te habías creído llamado a las artes escultóricas y –como yo– a las pictóricas, antes de optar por las letras. Habías viajado, frecuentaste a brillantes poetas de la anteguerra, y todo eso eran ya historias viejas cuando Chicho nos presentó. No era fácil, además, en el lugar donde coincidimos, cultivar la pintura; algo menos difícil, escribir. Multipliqué yo entonces, sin embargo, dibujos y acuarelas, cuando ya tú los habías abandonado y te presentías escritor. Pero también abandoné los pinceles, años más tarde. Porque no había sido fácil pintar –ni siquiera aprender a pintar–; porque había hartas cosas que decir. Mas nada supe de estas curiosas coincidencias, que se mantuvieron, años después, cuando te acercaste al cine con tus guiones y yo, con otros dos amigos de aquellos tiempos, probé, sin resultado, la misma aventura... Como todos, buscabas tu destino entre frías paredes. Y has debido de pensar a menudo, ya fuera de ellas, que el mundo entero es una cárcel.
Y dentro de ella soñamos, y desde ella vemos pasar las nubes y, cuando podemos, seguimos pretendiendo realizar los sueños. Con el fardo de los tuyos a cuestas lo intentaste y aún lo intentas –este libro es testigo–, aunque la vida haya impedido, torcido, segado con su ironía de mala ley, tantos anhelos. Lo intentas hoy, eso sí, con la melancólica sonrisa que te vi antaño, más a punto que nunca sobre tu rostro de anciano. No puedes ya perderla: es la elegancia que te queda después de tan prolongados reveses, y estoy seguro de que la acentuarás cuando veas en tardía letra impresa estos relatos tuyos, concebidos y redactados en los lejanos inicios de aquella etapa de sufrimiento y de esperanza que para ti ha durado tanto.
Lo he sabido ahora, no entonces. Eras y eres hombre púdico y caviloso; quizá no tenías escrito ninguno de estos cuentos cuando nos conocimos, o acaso te guardabas de mostrarlos. Pero, si aún no los escribías, te disponías a hacerlo y los concluiste poco después, desalentado ya de tus antiguas ilusiones plásticas; en tanto yo, sentado en cualquier rincón y todavía no desengañado de las mías, creía seguir una vocación pictórica hoy extinguida y dibujaba retratos de los compañeros.
Ha pasado el tiempo, Manuel. Literalmente, media vida. Aquel pintorzuelo debe ahora prologar tu libro, en lugar de pedirte que tú le concedas unas líneas para el catálogo de alguna exposición. Y también a mí se me esboza, al escribirte esta carta, una desolada sonrisa que tú comprenderás, no quienes nos lean.
¿Comprenderán siquiera por qué, en tan aciaga situación, expresaste el sutil encanto de esas nubes que veías vagar por tu ancho mundo interior, sin describir apenas, como harías más tarde, las inmediatas asperezas que nos aprisionaban? Tan sólo en el último cuento asoman, pero el recluso que las protagoniza también es aéreo y logra, por feérica magia, transponer su ventana. En algún libro hondo y verdadero he leído que cierto pianista, en un campo de concentración nazi, pudo fabricar un tosco simulacro de teclado donde tocaba la más silenciosa música, y cómo así logró sobrevivir. Mas ya oigo decir a alguno de esos muchachos –tan categóricos hoy como quizá lo fuimos nosotros en nuestra juventud–, a uno cualquiera de los que no han sufrido experiencias tales y creen poder enjuiciarlas con sus cartillas recién aprendidas: «Evasiones disculpables, pero lastimosas. Flaquezas de intelectuales incapaces de asumir, sin consoladores engaños, la descarnada realidad que les tocó vivir». No sabrá, no puede saber quien así se exprese, lo que las gentes como tú han sabido asumir, ni las experiencias que a él mismo le acechan... Y algún otro, más sagaz, acaso invoque uno de tus propios párrafos, aquel que dice, en Las tres Musas:
Recordó que a la sazón el corso estaba en Santa Elena y que los amigos del Emperador se veían perseguidos; así comprendió que a veces era ventajoso andarse por las nubes.
Y quizá te conceda, magnánimo, la hipótesis de que también a ti te convino andarte por las nubes en tus narraciones, antes que por el frío cemento que te guardaba, para amenguar la siempre posible peligrosidad de los papeles que se escriben y se conservan en tales lugares. Y quien lo piense habrase acercado un poco más a la verdad, mas sin llegar a entender la legitimidad profunda de tus supuestas «evasiones». Tú y yo, sí;